RESUMEN
El artículo se aproxima al papel de las representaciones de la Conquista de México en los procesos de nacionalización orquestados por las culturas políticas de la España postrevolucionaria. La investigación se centra en la coyuntura que fue desde el fracaso definitivo de las tentativas de reconquista del antiguo virreinato novohispano hasta mediados de siglo, coincidiendo con el auge del historicismo romántico en España. En primer lugar, y a partir de un paradigma constructivista, se someten a examen las narrativas consensuales hilvanadas por la historiografía romántica y su puesta al servicio de un mito hispanista que construyó una imagen heroica de los conquistadores, caracterizándolos como un modelo de virilidad asociado a la grandeza nacional y a la regeneración imperial. En segundo lugar, empleando los métodos de los estudios de la nacionalización, se somete a análisis la circulación y reproducción del mito conquistador en los múltiples lenguajes, canales de comunicación y espacios de sociabilidad —prensa, museos, obras teatrales y operísticas, conmemoraciones públicas, discursos patrimoniales, retóricas parlamentarias— que le dieron forma a los imaginarios nacionales del momento en la esfera pública. Por último, se acudirá a los postulados de los estudios de las culturas políticas para entender cómo, sobre la matriz de un imaginario hispanista generalmente compartido, las corrientes de pensamiento del momento —progresistas, moderados, sectores antiliberales, republicanos, y figuras heterodoxas como Gertrudis Gómez de Avellaneda— elaboraron relatos en competencia sobre el significado último de la Conquista, con el objeto de cimentar sus particulares proyectos ideológicos.
Palabras clave: Conquista de México; culturas políticas; nacionalización; Romanticismo español; nacionalismo imperial.
ABSTRACT
The article addresses the role of the representations of the Conquest of Mexico in the processes of nationalization orchestrated by the political cultures of post-revolutionary Spain. The research focuses on the period that went from the definitive failure of the attempts to reconquer the old Viceroyalty of New Spain until the middle of the century, thus coinciding with the rise of romantic historicism in Spain. In the first place, and starting from a constructivist paradigm, the paper examines the consensual narratives constructed by liberal historiography and their placement at the service of a Hispanic myth that constructed a heroic image of the conquerors, characterizing them as a model of virility associated with national greatness and imperial regeneration. In the second place, using the methods of nationalization studies, the paper addresses the circulation and reproduction of the mythification of the Conquest in multiple languages, communication channels and spaces for sociability —press, museums, theatrical and operatic works, public commemorations, speeches, parliamentary rhetoric— that shaped the national imaginaries of the moment in the public sphere. Finally, the postulates of the studies of political cultures will be used to understand how, on the matrix of a generally shared Hispanic imaginary, the tendencies of thought of the moment —radicals, liberal conservatives, anti—liberal sectors, republicans, and heterodox figures such as Gertrudis Gómez de Avellaneda— elaborated competing narratives about the ultimate meaning of the Conquest, in order to cement their particular ideological projects.
Keywords: Conquest of Mexico; political cultures; nationalization; Spanish Romanticism; imperial nationalism.
Las representaciones de la Conquista de México que proliferaron en los imaginarios de la España postrevolucionaria tuvieron un papel de primer orden en los procesos de nacionalización orquestados por las culturas políticas del momento. La investigación se centrará en el período transicional que fue desde el fracaso de los últimos intentos de reconquista del virreinato de Nueva España en 1829[2] —con la consiguiente aceptación de la irreversibilidad de las independencias hispanoamericanas— y la coyuntura de mediados de siglo, que tuvo un hito geopolítico en la guerra entre México y los Estados Unidos (1846-1848) y un jalón historiográfico con el comienzo de la publicación de los volúmenes de la Historia general de España de Modesto Lafuente en 1850. La coyuntura propuesta, de hecho, coincidió, como diagnosticaron Derek Flitter y Manuel Moreno, con el período de apogeo del historicismo romántico en España[3], así como con una etapa formativa en la construcción de las metanarrativas nacionalistas y las estrategias de nacionalización elaboradas por las élites políticas del liberalismo posrevolucionario[4].
La aceptación de la pérdida de los dominios de la América continental tras el fracaso de la expedición Barradas en 1829 fue rápidamente seguida por el deceso de Fernando VII en 1833 y por un accidentado intento de reforma política. La regente María Cristina, madre de la reina Isabel II, permitió el progresivo retorno de los liberales previamente exiliados. La instalación en el poder de los adalides del constitucionalismo inició un conflictivo período de experimentación política en que distintas corrientes ideológicas pugnaron por definir la forma y el fondo del nuevo orden, así como el futuro geopolítico de la monarquía[5]. En este contexto, se aduce que las mitificaciones politizadas de la Conquista de México respondieron a la necesidad que los diversos grupos de poder del momento tuvieron de explicar las razones del colapso transatlántico de España tras las revoluciones liberales y de construir horizontes para su regeneración como nación imperial[6].
A consecuencia de estos eventos, los relatos en clave de legitimación reformista, centralizadora y modernizadora en torno a la Conquista de México que se habían dado durante el período de las reformas borbónicas[7], experimentaron un proceso de revisión narrativa, ahora sometidos a los proyectos ideológicos del liberalismo, el antiliberalismo contrarrevolucionario y el republicanismo. Así, se afirma que el fenómeno estudiado supuso la transición de la memoria imperial del Antiguo Régimen a un haz de historizaciones en clave nacionalista y romántica de la ocupación de México y la guerra hispano-azteca. A este respecto, el artículo también aspira a ofrecer un complemento a las reflexiones de Alda Blanco, Christopher Schmidt-Nowara y David Marcilhacy, que han desgranado el peso de la Conquista en las mitologías hispanistas e hispanoamericanistas de períodos posteriores[8]. El fin será mostrar cómo las reinvenciones de la Conquista de México realizadas en el seno del historicismo romántico español fueron funcionales a la formación de una genuina «conciencia imperial» en las culturas políticas españolas. Se persigue matizar la asunción historiográfica que postula que los imperiales carecieron de importancia en los imaginarios del nacionalismo español durante la formación del Estado liberal (1830-1868)[9].
Como han sugerido los trabajos de Mark Van Aken, Jordi Canal, Tomás Pérez Vejo, Paul Garner, Ángel Smith y Josep Fradera, los debates que surgieron en la España de las décadas centrales del siglo xix sobre el estatus político de las provincias ultramarinas remanentes —esencialmente Cuba, Puerto Rico y Filipinas— en el nuevo orden constitucional y las polémicas panhispanistas en torno a la naturaleza que debían cobrar las relaciones con las recién emancipadas repúblicas ultramarinas, visibilizaron cómo una amplia mayoría de las familias del arco ideológico liberal y antiliberal asociaban sus expectativas de construcción y regeneración nacional a la conservación y reexpansión del imperio ultramarino[10]. Se considera que las mitificaciones románticas de la Conquista contribuyeron a darle cuerpo simbólico y doctrinal al nacionalismo imperial español. En este sentido, y en línea con las aportaciones recientes respecto de la imbricación ideológica entre el nacionalismo y el imperialismo, se sostiene que las culturas políticas de la época buscaron formular identificaciones colectivas que incluían en su núcleo formas de patriotismo imperial. Este se caracterizó por asociar los arquetipos del sujeto nacional español a la expansión ultramarina, la dominación colonial y el ideal de la misión civilizatoria[11]. Dicho sustrato narrativo, como sus contrapartes europeos, conceptualizó la posesión de un imperio territorial y la existencia de una comunidad postimperial como condiciones necesarias para la supervivencia de la nación y para el mantenimiento de su estatus en la jerarquía del poder mundial[12].
El artículo también se engarza con reflexiones muy recientes y fructíferas concernientes al peso que las mitificaciones de la Conquista de América han tenido en la historia intelectual de la monarquía española a la hora de definir los modelos de masculinidad, los conceptos de nación, las emociones imperiales y las semantizaciones de la modernidad y de la civilización[13]. En base a este acervo bibliográfico, se aspira a profundizar el entendimiento sobre cómo los conquistadores de México, particularmente Hernán Cortés, se convirtieron en vehículos figurativos de emociones viriles y conceptos políticos amoldados a las necesidades de los grupos que participaron en su historización[14].
Para reflejar con contundencia este fenómeno es necesario expandir el foco de análisis más allá del campo de la historiografía profesional, interrogando los relatos de todos los agentes mnemónicos que pretendieron apropiarse retrospectivamente de la Conquista. Resulta particularmente esclarecedor abordar la mitificación romántica de la guerra hispano-azteca a partir del aparato heurístico de los estudios de la nacionalización. Este repositorio metodológico, como apuntan Alejandro Soto Quiroga y Ferrán Archilés, implica el estudio de los canales de comunicación y los espacios concretos de sociabilidad que enmarcan la transmisión de las narrativas de nación y su apropiación simbólica y personalización por parte de los grupos e individuos que se autoperciben como sujetos nacionales[15]. Para ello, es obligado aclarar que el presente estudio se fundamenta en un paradigma constructivista: se interrogan los imaginarios nacionales como un entramado de narrativas sociales que permiten pensar políticamente el mundo, adaptándose a las necesidades ideológicas concretas de cada uno de los individuos o grupos que las enuncian[16]. En consecuencia, los relatos respecto de la guerra hispano-azteca se han rastreado a través de un poliédrico conjunto de obras historiográficas, conmemoraciones públicas, representaciones teatrales, debates parlamentarios, discursos patrimoniales, exhibiciones museísticas, artículos en periódicos y revistas ilustradas, relatos de viajes y ensayos.
La pretensión es armonizar, en línea con lo reivindicado por Xavier Andreu Miralles, los estudios del nacionalismo con el pujante análisis historiográfico de las culturas políticas[17]. En el presente estudio estas se equiparan a las principales corrientes político-ideológicas del período, las cuales se definieron en función de sus narrativas diferenciales respecto del pasado y el devenir de la nación imperial española. Las resignificaciones que los actores mnemónicos del liberalismo exaltado, el moderantismo, el antiliberalismo y el republicanismo realizaron respecto de la ocupación novohispana incidieron profundamente, como veremos, en los lenguajes de legitimación, los modelos de masculinidad y las expectativas geoestratégicas que encuadraban sus prácticas políticas. Se entiende que la representación en clave hispanista y nacionalista de la Conquista se articuló como una matriz discursiva que constituyó un imaginario social ampliamente aceptado entre las élites y los públicos de la época. Este umbral intersubjetivo se configuró, sin embargo, como una zona de conflicto simbólico, en términos de Hutchinson[18]. Es decir, sobre el lenguaje hispanista compartido, las culturas políticas del momento diseñaron lecturas diversas y cambiantes de la Conquista, que se configuró como un espacio de pugna retórica entre visiones competitivas de la identidad nacional e imperial[19].
En 1842, un viajero español había emprendido una marcha melancólica por los convulsos paisajes del México independiente. Su nombre era Luis Manuel Rivero, un abogado y publicista que, como muchos otros de su generación, había experimentado en las décadas anteriores una conversión del liberalismo exaltado al conservadurismo[20]. Guiado por sus intereses profesionales y su curiosidad filosófica, Rivero visitó la república transatlántica, publicando sus reflexiones en un libro que combinaba el relato de viajes con la ensayística, el cual fue magníficamente acogido por la prensa del momento[21]. Rivero presentaba su obra como un ejercicio de retrospección imperial: «Pero ante todo, recuerdos es lo primero que suscita en todo pecho español este mágico nombre de Méjico»[22]. De hecho, cuando arribó a la ciudad de Tlascala, Rivero se aplicó inmediatamente a la búsqueda de una reliquia cuasi mítica: el estandarte que había sido sostenido por Hernán Cortés durante su empresa de ocupación. Cuando lo encontró, según rezaba su propio relato, no había dudado en besarlo con «indecible amor»[23]. La descripción de este ritual profano expresa cómo el viajero había buscado activamente la vivencia de una genuina experiencia de nación: la relación sensorial con la huella del conquistador le había permitido sentir un contacto placentero y no mediado con la gloria imperial de aquel al que concebía como su antepasado heroico. A partir de su anécdota, Rivero transmitía discursivamente una impresión nostálgica y decadentista del presente, en un gesto de nacionalismo personal que pretendía amalgamar sus emociones individuales con las de la colectividad española[24].
En el ensayo, Rivero argumentaba que los mexicanos no apreciaban el valor histórico de aquellos restos materiales de la Conquista, en tanto que las falaces doctrinas del republicanismo habían alienado su debida veneración al legado español. De ahí que reclamase que el Gobierno de la monarquía debía comprarle al Estado mexicano las reliquias de Cortés y exponerlas ante las audiencias peninsulares, más susceptibles de apreciar los trazos dejados por los conquistadores[25]. Más allá de su ansia por que el estandarte de Cortés sirviera a las lógicas de musealización nacionalista que empezaban a desarrollarse en España, Rivero situaba sus placenteras evocaciones de la Conquista como parte de una reflexión más amplia en torno a la desintegración del viejo sistema imperial español y en torno a los desórdenes políticos que estaban afectando a todos los países emergidos de su seno[26].
Las digresiones que presidieron la obra de Rivero no constituyeron una aproximación muy original al tema. Al contrario, la reinvención de la Conquista de México y su asociación con el destino postimperial de las sociedades de habla hispana fue un fenómeno ideológico de amplio alcance en el seno del pensamiento historicista que proliferó en España durante el segundo tercio del siglo xix. Los hombres de letras de la coyuntura cultivaron diégesis generalmente laudatorias de la Conquista. Las escenas de Cortés quemando sus naves en la costa de Veracruz, galopando en los campos de Otumba, derribando las piedras sacrificiales de los aztecas y entrando triunfalmente en Tenochtitlan después de su asedio, fueron arrojadas a los lectores a través de narrativas de tono épico y divulgativo, como las publicadas por Joaquín María Bover y Antoni Bergnes de las Casas en la popular revista ilustrada el Museo de Familias[27]. Estas replicaban los tropos hispanistas que se habían normalizado en las efemérides y pequeñas semblanzas que aparecieron recurrentemente en la prensa del período[28].
Otras publicaciones, como La Revista de España y el Estrangero, editada por el publicista e historiador moderado Fermín Gonzalo Morón, ofrecieron grandes series de artículos dedicados a la historia nacional. En estos, la guerra hispano-azteca era de nuevo sometida a una caracterización heroica. Las hazañas de los conquistadores eran presentadas como episodios esenciales en una trayectoria teleológica que conectaba la expansión ecuménica de la cristiandad, la propagación global de la «raza» hispana y la mundialización de la civilización europea[29]. Generalmente, las narrativas del hispanismo romántico situaron la victoria contra los aztecas como un hito no menor en una tradición aparentemente ininterrumpida de heroísmo español, que conectaba en un continuum temporal las proezas ultramarinas de Hernán Cortés con el heroísmo mostrado por los españoles en la guerra reciente contra el imperio napoleónico. Estas analepsis sirvieron a los articulistas de periódicos como El Guardia Nacional para construir un horizonte promisorio de expectativas, según el cual el pueblo español del siglo xix, como depositario del espíritu viril y enérgico de los conquistadores, era susceptible de recrear sus hazañas, en este caso logrando la reconstrucción nacional y la regeneración imperial, aún en el contexto conflictivo y pesimista encuadrado por las guerras carlistas[30].
En la misma línea, historiadores como Eugenio Tapia y Modesto Lafuente presentaron a los conquistadores como los ejecutores necesarios de la imparable marcha de la civilización, entendida en términos que replicaban a la célebre conceptualización de Guizot: como una fuerza inmanente al proceso histórico y que tendía a aunar linealmente el desarrollo político, tecnológico y moral de las sociedades humanas[31]. Estos autores figuraron el conflicto conquistador a partir de una oposición binaria entre las fuerzas de una barbarie estacionaria, representada por los aztecas y sus súbditos indígenas, y la acción transformativa de la modernidad euroamericana, la cual quedaba personificada en las figuras de los aventureros españoles[32].
Generalmente, sus narrativas justificaban la violencia desplegada por las tropas de Hernán Cortés a partir de una caracterización peyorativa de las comunidades precolombinas. Algunos autores, como el escritor Trueba y Cosío —que publicó una biografía del conquistador durante su exilio en Londres— y el líder moderado Antonio Alcalá Galiano[33], compartían la convicción de que los mayas y los aztecas habían alcanzado un grado superior de complejidad que el de las otras «tribus» del continente. Sin embargo, rápidamente enfatizaban que su posición en la escala jerárquica del «progreso» humano había estado muy atrasada. Justificaban esta explicación subrayando su aparente carencia de escritura logográfica, en su pobre desarrollo tecnológico y en el estado «rudimentario» de su organización legal y de sus códigos morales[34]. De hecho, la prensa y la historiografía del momento abundaron en descripciones mórbidas de la «inhumanidad» de los ritos sacrificiales llevados a cabo por los sacerdotes aztecas, empleándolas como un medio metafórico para asociar la figura del indígena americano con un «otro» ignorante, supersticioso, cruel y violento[35].
Con todo, estos relatos no invertían demasiado espacio narrativo en la descripción de las culturas americanas. La alterización de los «indios» como enemigos barbáricos o meros ayudantes hipomasculinizados de Cortés fue funcional a la construcción de la historia de la Conquista de México como un romance hispanocéntrico de expansión imperial. La reivindicación del rol heroico de los conquistadores como promotores del poder global de la monarquía española fue la idea consensual por antonomasia que proliferó en estas apropiaciones simbólicas. La etopeya de Hernán Cortés sirvió como un recurso metonímico para sintetizar las virtudes del buen conquistador español y, por extensión, para construir un arquetipo de la hombría nacional. Las biografías del extremeño que aparecieron en las revistas El Instructor y El Semanario Pintoresco Español subrayaban su preparación intelectual en la Universidad de Salamanca, su coraje militar, su capacidad política para cooptar aliados indígenas y españoles, su fidelidad a la Corona, su alto sentido del honor y su talento para granjearse el ascenso social tras haber nacido destinado a ser un segundón en el seno de una familia hidalga[36].
Los «crímenes» y «errores» que Cortés pudiera haber cometido contra los habitantes del Anáhuac eran presentados por Alcalá Galiano como pecados perdonables, que eran la consecuencia de la mentalidad aún atrasada de la época o de la avaricia ocasional de sus soldados[37]. Otro recurso exculpatorio, utilizado por Tapia y por Morón en sus respectivas obras, era la comparación interimperial entre la «humanidad» de la ocupación de Nueva España y las atrocidades del colonialismo moderno liderado por el Imperio británico en la India y la Francia postnapoleónica en Argelia[38]. Los escritores españoles presentaban abiertamente sus reinvenciones prohispanistas de la Conquista como movimientos retóricos que pretendían combatir los estereotipos despreciativos que triunfaban en la opinión pública europea[39]. El objetivo, abiertamente declarado por escritores como Trueba y Cosío, fue reivindicar el prestigio de España frente a las «exageraciones» de escritores foráneos como Voltaire, Raynal o Bentham[40]. Al mismo tiempo que devaluaban la validez epistémica de las condenaciones extranjeras de la Conquista, los intelectuales y periódicos españoles se aplicaron a su glorificación, diseñando un modelo humanitario, virtuoso y aguerrido de conquistador español frente a un colonizador europeo caracterizado por su afán depredador y materialista. Para ello también recurrían con asiduidad a citas y traducciones de autores anglosajones que habían dado descripciones parcialmente favorables de las hazañas de Cortés, como Robertson y Prescott[41].
La conclusión generalmente compartida por los autores españoles era que los resultados de largo plazo de la Conquista justificaban la violencia sobre la cual se había edificado. La liberación de los habitantes de México de la teocracia tiránica de los soberanos aztecas, su «civilización» a través de la influencia benigna de las instituciones y leyes de Castilla, su incorporación al mundo cristiano, y la expansión sin precedentes de la riqueza y el poder de la nación española eran los hechos asumidos como legados positivos del evento conquistador[42].
Este relato fue socializado a través de la industria editorial y la prensa, haciéndose también extensivo a las retóricas parlamentarias. Durante las sesiones en las cuales las Cortes españolas aprobaron el reconocimiento de la independencia de las repúblicas hispanoamericanas, en diciembre de 1836, el diputado por Badajoz, Francisco Luján, afirmó que las conquistas ejecutadas por los «Corteses, Grijalbas, Valdivias y Pizarros» estaban en la base de la modernidad euroamericana. Desde su punto de vista, la prosperidad comercial, industrial y social que disfrutaba el mundo atlántico del siglo xix era una consecuencia directa de la ocupación española del continente. Por su parte, Eugenio Díez, el representante por Valladolid, expresó la idea esencial: «Cuando los españoles conquistaron aquellas colonias, sus habitantes eran silvestres, indómitos é insociables; hoy son civilizados, ilustrados y dignos de considerarse como individuos que constituyen uno de los principales pueblos del mundo»[43]. En este contexto, la mitificación de la Conquista de México y la heroización de Hernán Cortés eran tan evidentes que el escritor mallorquín Joaquín María Bover afirmó: «El ilustre extremeño pareciera más una entidad poética e ideal que un hombre histórico y positivo»[44].
La pasión por la diégesis laudatoria del romance conquistador coincidió con el interés creciente por la conservación, restauración y exhibición de sus huellas materiales. Ya se ha mencionado cómo el relato de viajes de Luis María Rivero emitió en 1844 una demanda para la importación a España del patrimonio dejado por Cortés en México. De cualquier modo, eran varias las instituciones metropolitanas que conservaban reliquias valiosas del conquistador. Entre esas instituciones se encontraban la Armería Real de Madrid y el Museo de Artillería[45], los cuales, a lo largo de los años treinta y cuarenta, expusieron ante los públicos madrileños las espadas y estandartes que habían pertenecido aparentemente al líder conquistador. Periódicos situados en distintos puntos del arco ideológico del liberalismo, como La Revista Española, El Heraldo y El Clamor Público, anunciaron las reliquias como una fuente de cohesión patriótica para los españoles europeos y como símbolos valiosos de unidad pannacional para los pueblos que compartían la lengua española[46].
La fijación en los trazos dejados por el conquistador extremeño se manifestó con especial intensidad en las discusiones en torno a sus viejos palacetes y casas en el pueblo andaluz de Castilleja de la Cuesta, en su nativa Medellín y en Madrid. En 1846, por ejemplo, El Eco del Comercio recomendó a los potenciales viajeros que acudiesen a las provincias españolas para visitar las casas de Cortés y recrearse en una contemplación que abría la posibilidad de revivificar la conciencia del patrimonio moral que compartía la nación española[47]. Más importante: un grupo considerable de publicaciones de todas las tendencias ideológicas, entre las que destacaron el Semanario Pintoresco Español, El Clamor Público, La Nación, El Tiempo y El Español, denunciaron el estado de completa ruina de aquellas viviendas que el conquistador había ocupado[48]. En todos los casos, los editores demandaron a los Gobiernos de turno que declarasen las casas como monumentos históricos y los restaurasen[49].
Este clamor generalizado por políticas de monumentalización que preservasen las reliquias de la Conquista en España es sintomático del triunfo de los imaginarios del historicismo de signo nacionalista entre las élites intelectuales del momento. La sensación de creciente aceleración temporal propia de la coyuntura estimulaba a los comentaristas de todas las culturas políticas a apreciar el sentido de sincronicidad y tradición que ofrecían los restos materiales relacionados con Cortés. La prensa presentaba sus casas arruinadas como una metáfora de la decadencia del imperio español. Como las maltrechas mansiones del conquistador, la nación imperial había quedado exhausta frente a la inacción de una buena parte de la clase política. El deterioro de los trazos patrimoniales que remitían al conquistador se interpretaba también en términos de degeneración viril y decadencia moral de las clases dirigentes españolas. El fenómeno muestra la construcción de un lenguaje patriótico íntimamente relacionado con los mitos imperiales. También demuestra el hecho de que fueron los grupos partidarios de presión e interés desde la esfera semipública —en este caso a través de la prensa— los que lideraron la instrumentalización de la Conquista como discurso de nacionalización, y no tanto la todavía precaria estructura educativa y propagandística del Estado liberal. Asistimos, por tanto, a un fenómeno de nacionalización ascendente[50].
De cualquier modo, el contacto directo con las reliquias imperiales inspiró en muchos hombres de letras reflexiones sobre el continuum temporal que conectaba el pasado y el destino de la nación española. Fue el caso de José María de la Mora, un escritor español que tuvo la oportunidad de contemplar la espada de Alvarado durante sus viajes por las repúblicas centroamericanas. La reliquia le inspiró la escritura de un poema publicado en El Corresponsal en 1843. La composición defendía la idea de que el recuerdo activo de la Conquista de México tenía el potencial de despertar de su letargo decimonónico el orgullo nacional de los españoles y de aglutinarlos en un esfuerzo colectivo para recuperar la posición geopolítica de su monarquía, maltrecha tras la pérdida de los virreinatos americanos:
¡Cuántos recuerdos de la patria amada,
de gloria antigua, de esplendor pasado,
hoy despiertas en mí, gloriosa espada
del ilustre Alvarado! […]
Y ya quizás otro español que mire
tu acero fiel del Universo pasmo,
y tus recuerdos prosternado admire,
en ardiente entusiasmo,
Diráte ¡oh monumento de grandeza!
¡Ya España asombra á la estrangera gente
ya sacudió su estúpida pereza,
ya es feliz y potente![51]
Se evidencia el intento de Mora por transmitirle líricamente al lector un sentido de comunidad emocional entre el propio escritor, los españoles del presente y los conquistadores de América[52]. A este respecto, la poética romántica de la Conquista aspiró a establecer una conexión causal entre el sentimiento de nostalgia imperial, provocado por la constatación de la decadencia hispánica, y la movilización de un anhelo de renacimiento de la grandeza transatlántica de la nación en el futuro inmediato. De hecho, el período contempló la aparición de numerosos poemas épicos que fueron socializados en recitales literarios, libros compilatorios y secciones periodísticas. Los poemas referentes a la ocupación de México replicaron las principales ideas y escenas que eran evocadas en las narrativas en prosa[53]. Los versos del duque de Rivas y Evaristo López pretendieron explícitamente generar una identificación del lector español con los conquistadores y estimular en él un sentimiento melancólico por la grandiosidad de España y su actual postración frente a los poderes anglosajones[54]. Algunos trabajos, como la larga elegía «México por España», del neocatólico Alberto Camino, emplearon tonos altamente confesionales, presentando el sitio de Tenochtitlan como una batalla entre las fuerzas demoniacas del pecado, encarnadas en las élites aztecas, y la salvación cristiana encarnada en la misión evangelizadora de los conquistadores[55].
Estas modalidades ficcionales de representación histórica también adquirieron la forma de espectáculos teatrales. La vida de Cortés fue representada ante las audiencias del período con notable éxito. Por ejemplo, la ópera titulada Hernán Cortés, del joven compositor Ignacio Ovejero, causó una enorme sensación entre público y crítica en 1848[56]. Patrocinada por la compañía del barítono Morelli-Ponti y el Teatro del Circo, la pieza narraba la estancia de Cortés en la corte de Moctezuma. El escritor del libreto, Enrico Bensa, presentaba a Hernán Cortés como al salvador del pueblo mexicano, cuyas desgracias se achacaban a la villanía de los sacerdotes aztecas[57]. El guión incluso introducía un romance entre Cortés y un personaje ficcional convenientemente construido: Elvira. Se presentaba esta como una joven española que había enamorado al conquistador en la península y que, por un naufragio accidental sufrido junto a Pedro, su padre, había dado a parar en la corte de Moctezuma. A lo largo del espectáculo, el héroe español ignoraba su identidad, en tanto que Elvira ocultaba su rostro siguiendo el mandato de su padre, arquetipo del hombre anclado en los valores caducos del Antiguo Régimen, y que consideraba a Cortés un matrimonio poco ventajoso. Moctezuma, por su parte, era presentado como un rey amante de su pueblo que se unía al conquistador en su lucha contra la teocracia barbarizante de la casta sacerdotal azteca[58]. Sin embargo, el emperador, cediendo torpemente a sus pasiones, caía presa de un amor repentino por Elvira y conseguía el apoyo de su advenedizo padre para el casamiento. Finalmente, Moctezuma era asesinado por una conspiración traicionera de los príncipes y sacerdotes aztecas, mientras Cortés lograba rescatar a Elvira de un inminente sacrificio, alcanzando la consumación de su amor al mismo tiempo que derrotaba a los traidores, liberaba a los mexicanos de la tiranía clerical y se convertía en el heredero legítimo del emperador[59].
El libreto de Bensa es un exponente fundamental de la incorporación de tropos propiamente románticos y liberales al acervo de narrativas en torno a la Conquista. La etopeya de la aristocracia sacerdotal azteca como un enemigo colectivo que encarnaba los contravalores del conquistador español se centró en vincular su hipermasculinidad delictiva —asociada a la superstición, la falta de ética y la violencia deshonrosa— con su papel de tiranos clericales, antiliberales, nepotistas y antipopulares. El otro antagonista, Pedro, el padre de Elvira, personificaba a un modelo antropológico asociado a los valores normativos del Antiguo Régimen: un sujeto venal y ventajista que ejercía inmoralmente la tutela sobre su hija para someterla a un matrimonio regio contra su voluntad. Por su parte, Moctezuma aparecía como un modelo de hipomasculinidad: un hombre bueno, pero débil ante sus propias pasiones concupiscentes, ante sus propias creencias supersticiosas y ante su falta de habilidad para ejercer el poder. Frente a todos ellos se elevaba un Cortés que se convertía en epítome de una virilidad imperial netamente moderna y liberal. Su sagacidad política, su iniciativa individual, su sentido crítico ante las elucubraciones religiosas de sus rivales, su voluntad de ejercer el poder con el fin de hacer progresar a los mexicanos y, finalmente, su atractivo masculino y su papel como objeto del deseo libre de Elvira, convertían al Cortés de Ovejero en todo un vehículo emocional para el engranaje ideológico anticlerical, eurocéntrico y voluntarista del liberalismo romántico. Civilización, imperio, nación y modernidad se coaligaban hábilmente en el personaje operístico.
De forma similar, la obra teatral Las mocedades de Hernán Cortés, escrita por el dramaturgo Patricio de la Escosura, fue puesta en escena con enorme éxito en el Teatro del Príncipe de Madrid a lo largo del año 1845[60]. La obra se centraba en la resistencia del joven Cortés a contraer matrimonio con su futura esposa, Catalina. La historia se presentaba como un «prólogo» a su consumación heroica en México[61]. Sus críticos en la revista literaria El Laberinto subrayaron cómo el actor que interpretaba a Cortés, el Sr. Romea, le había dado vida con «admirable verdad» al carácter noble, impetuoso, orgulloso, independiente y romántico del héroe[62]. De nuevo, el conquistador, corporeizado en un galán teatral, se postulaba ante los públicos como arquetipo de una virilidad nacional e imperial asociada a la modernidad liberal.
La compleja intersección de lenguajes, canales de comunicación y espacios de sociabilidad a partir de los cuales las élites intelectuales españolas desarrollaron las reinvenciones hispanocéntricas de la conquista de México, permitió la diseminación de un continuum de verdaderas experiencias de nación entre los públicos españoles. Este carácter transversal se hizo más evidente en otras prácticas conmemorativas que proliferaron en las décadas estudiadas. Por ejemplo, en 1834, un artículo publicado en el periódico liberal Mensajero de las Cortes lamentaba los «nombres ridículos» de las calles de Madrid, los cuales debían sus designaciones a fórmulas costumbristas. Los editores exigían una copia del sistema de París y de Londres, consistente en transformar el callejero en un memorial que rindiese culto a los héroes nacionales. Entre los líderes ilustres que los editores propusieron para renombrar las vías públicas estaban, por supuesto, los de los conquistadores de América. En 1840 la nomenclatura de las calles ya había cambiado y el nombre de Hernán Cortés se le había concedido a una de las vías principales del importante distrito de San Salvador[63]. La anécdota demuestra cómo la prensa liberal y, en este caso, el ayuntamiento de Madrid, actuaron como impulsores capilares del proceso de nacionalización, conscientes de la importancia de normalizar el culto a los héroes nacionales a partir de dispositivos tan cotidianos como el callejero.
La representación laudatoria de los conquistadores de México también aparecería en la forma de lo que Michael Skey ha llamado el «nacionalismo extático», es decir, aquel basado en formas explícitas de ritualidad, culto heroico y movilización coordinadas por parte de las instituciones público-privadas[64]. En este ámbito, es de particular interés acercarse, como lo ha hecho Nuria Soriano para el período de las reformas borbónicas[65], a la presencia de los conquistadores en el lenguaje conmemorativo de las Fuerzas Armadas. Hernán Cortés le dio nombre a piezas musicales destinadas a sonar en los desfiles militares. También sirvió para nombrar unidades terrestres y barcos de la armada[66]. Los hechos históricos de la guerra contra los aztecas fungieron como una imagen inspiracional en los discursos de la oficialidad castrense y de los opinadores liberales. Por ejemplo, al comienzo de la guerra civil contra los carlistas, los editores del Mensagero de las Cortes llamaron a los generales liberales a imitar el valor de Hernán Cortés cuando este quemó sus barcos, poniendo a sus soldados «ante la alternativa de conquistar un nuevo imperio o morir en el intento»[67]. En esta misma línea, en varias sesiones parlamentarias que versaron sobre cuestiones militares durante la coyuntura, los diputados mencionaron las acciones y métodos de Hernán Cortés que habían valido la ocupación de Tenochtitlán como instancias válidas para el aprendizaje de máximas para la organización de las contemporáneas Fuerzas Armadas[68]. La idea era que, a pesar de la distancia temporal, la conquista de México podía proveer a los soldados españoles del siglo xix con modelos morales y conductuales que imitar.
Las épicas historicistas en torno a la Conquista sirvieron otra vez más como un instrumento de sincronicidad, que permitió a los militares imaginarse a sí mismos como herederos legítimos de las glorias y cualidades de Cortés y sus soldados. El uso de los conquistadores como un símbolo aglutinante del Ejército desplegó la lógica del viejo tropo ciceroniano que consideraba a la historia como maestra de vida, llamando al comportamiento imitativo. Por ejemplo, el antiguo oficial Santiago María Pascual decía haberse inspirado en las consecuciones gloriosas de Hernán Cortés para elaborar las digresiones que componían su Tratado de táctica sublime, orientado a ofrecer una sólida formación teórica para la ciencia militar contemporánea[69]. El publicista Evaristo de San Miguel elaboró la misma idea en su Revista Militar, en la que incluyó la descripción de numerosos episodios de la Conquista de México para ilustrar los «preceptos universales» que debieran guiar a los militares modernos en los campos de batalla[70].
En ocasiones, estas llamadas a la imitación castrense adquirían un carácter ascendente y altamente personal. Así lo ejemplifica la carta que un anónimo oficial de artillería publicó en El Español en 1837. En ella, llamaba a sus superiores a seguir el ejemplo de Cortés en el Anáhuac, empleando con los carlistas la política y la persuasión en lugar de la violencia, todo ello de cara a dividir al enemigo y ganar nuevos aliados[71]. La socialización de la historia conquistadora como un repositorio de experiencia militar se produjo también en el seno de la esfera privada. Las cartas que el conde de Abisbal le había enviado a su hijo Leopoldo O´Donnell, publicadas en El Eco del Comercio a lo largo de 1834, revelaron cómo este instaba a su pupilo a emular el carácter audaz y calculador de Hernán Cortés[72]. La idea maestra que circulaba por estas muy plurales esferas de nacionalización era que los soldados del siglo xix debían considerar las campañas de Cortés como un modelo orientacional de genio táctico, coraje patriótico, talento político y virilidad moderna[73]. El uso del mito conquistador en las dinámicas de militarización y nacionalización de la masculinidad española es indicativa del carácter marcadamente imperial del nacionalismo romántico y de la importancia de las narrativas y las prácticas bélicas en el triunfo de las identificaciones de nación[74].
La ubicuidad de los discursos heroicos sobre la Conquista de México en las esferas de nacionalización de la España liberal no significaba que existiese un consenso real sobre el significado del evento. La debilidad del Estado y de la academia como instancias de producción de mitos colectivos y saberes normativos favoreció una interpretación partidista y, por tanto, polisémica de la Conquista, convirtiendo su representación en un campo de batalla simbólica. Los consensos que fueron alcanzados por los pensadores liberales no ocultaron el hecho de que las culturas políticas del momento nunca renunciaron a adaptar los imaginarios nacionales compartidos a sus proyectos ideológicos específicos.
Los pensadores que estaban alineados con el progresismo usaron la representación de la Conquista para reforzar el patriotismo constitucional[75] del liberalismo exaltado. El mito histórico central de los progresistas era el de una España medieval cuya constitución tradicional había consistido en la benigna limitación del poder real a partir de unas Cortes que funcionaban como asambleas representativas y de Gobiernos locales altamente autónomos. De acuerdo con el historiador progresista Joan Cortada, que en esto seguía el esquema interpretativo de Martínez Marina[76], este medievo imaginado palingenésicamente como una época de libertad habría llegado a su apogeo con la unión de los reinos peninsulares bajo los Reyes Católicos (1474-1519) y con la subsecuente expansión al «Nuevo Mundo»[77]. Tanto Cortada como, más adelante, Modesto Lafuente, presentaron la Conquista de México como un éxito de la nación española, entendida como sujeto popular disociado de la Corona y la Iglesia católica. Los conquistadores eran así nacionalizados en términos exaltados, siendo presentados como exponentes arquetípicos de los intereses, las costumbres y los valores del sujeto popular español. La idea era que los Habsburgo, retratados como un linaje extranjero que había perseguido intereses únicamente dinásticos, habían dificultado y pervertido el sentido original de la hazaña conquistadora de Cortés y sus seguidores[78].
La ocupación del imperio de Moctezuma, lamentaba Lafuente en una interpretación contrafactual, debiera haber estimulado con sus riquezas una revolución comercial, política y social en la metrópoli, catapultándola al rango de la nación más próspera y poderosa de Europa[79]. Sin embargo, Lafuente, como antes lo había diagnosticado el líder progresista Agustín de Argüelles, afirmaba que los soberanos irresponsables y la corrupta jerarquía de la Iglesia habían dedicado los tesoros de las Américas a reforzar su control del sistema político español, destruyendo las libertades medievales de la nación e impulsando un ciclo oscuro de opresión monarquista[80].
Otros escritores, como Telesforo Trueba y Cosío, reforzaron esta teoría insistiendo en la fría recepción que había tenido Hernán Cortés en la corte después de ganar un imperio para la monarquía. Su maltrato por parte de Carlos V y su desplazamiento del poder en el nuevo virreinato eran presentados por Trueba y Cosío como un ejemplo del tratamiento injusto que le daban los soberanos absolutos a sus mejores súbditos. De hecho, el autor comparaba la envidia y el miedo que habían movido al soberano a menospreciar a Cortés con la represión que Fernando VII había dirigido contra sus súbditos liberales, los cuales, según su versión, habían sostenido en pie a la monarquía durante su cautiverio por parte de Napoleón[81]. A través de esta analogía, los progresistas construyeron la idea de un rol compartido entre ellos mismos y los conquistadores como mártires sacrificiales por las libertades y la grandeza de la nación española, entendida aquí como la suma de todas las sociedades de habla hispana en ambos lados del océano. Otros autores, como el diputado progresista Pedro Pardo de Urquinaona, lamentaron que Carlos V, en su obsesión por sus dominios europeos, hubiese inaugurado una tradición regia de insuficiente atención a los Reinos de Indias. Según esta lectura antiaustracista[82], el foco de los Habsburgo había estado puesto en sus dominios dinásticos en Europa en lugar de en el imperio ultramarino ganado por la nación. Esta había sido, a su parecer, una de las razones principales de la decadencia española[83].
La representación de los conquistadores como mártires populares de la nación fue empleada en varios debates parlamentarios de la época. En el año 1840, el senador progresista Martín de los Heros invocaba la figura de Cortés en la Cámara Alta, usándola como vehículo emocional para atacar la institución de la nobleza hereditaria y para defender la abolición de los privilegios corporativos de la Iglesia y la aristocracia. Heros presentaba al conquistador como la personificación del hombre hecho a sí mismo, que había alcanzado sus títulos y su prestigio público gracias a sus méritos personales[84]. Un año antes, Argüelles también había evocado la memoria de la conquista de México en el Congreso, durante los debates que sostuvo con Martínez de la Rosa sobre la cuota de poder territorial que los Gobiernos municipales debían ostentar bajo el nuevo orden constitucional. El asturiano argumentó que la más importante contribución de Hernán Cortés a la civilización de México había sido la organización de «ayuntamientos». Según él, estas corporaciones habían implantado en los dominios ultramarinos las tradiciones nacionales de autonomía local, demostrando que el imperio español se había forjado como una agrupación de democracias municipales y que los conquistadores habían estado guiados por el ethos protoliberal de la España medieval[85].
La apropiación simbólica que los progresistas hicieron de los conquistadores pretendió transformarlos en un exponente del moderno reformador liberal, que se había enfrentado a las fuerzas del atraso y la tiranía, tanto en los mundos indígenas de las Américas como en los paisajes absolutistas de la vieja Europa. Los mitos hispanocéntricos en torno a Cortés y sus conquistas también sirvieron para construir la expectativa de una unión transatlántica de los pueblos de habla hispana, en tanto que los «españoles americanos» o «criollos» eran retratados como descendientes de los conquistadores y, por tanto, como parte de la misma comunidad racial que los españoles europeos. La unidad de raza legada por la Conquista se armonizaría con las consecuciones constitucionalistas de las revoluciones liberales para engendrar una liga hispánica de Estados representativos. Esta esfera hispánica se vería aglutinada, como defendió el propio Argüelles en los debates del reconocimiento celebrados en 1836, por un recuerdo positivo de los héroes conquistadores y por la celebración de la herencia española[86].
La perspectiva de los liberales moderados era muy distinta en muchos sentidos. Antonio Alcalá Galiano y Fermín Gonzalo Morón presentaron la Conquista como una consecuencia de la cooperación orgánica entre la Corona, la Iglesia Católica y el pueblo, entendidos como partes constitutivas de la nación española. Estos autores no asociaban la decadencia imperial de España con la llegada de los Habsburgo. Más bien al contrario, consideraban la conquista de México como uno de los hitos inaugurales de un ciclo de prosperidad y grandeza que habría durado hasta el siglo xvii[87]. Estos representantes del moderantismo idealizaron, como los progresistas, la organización imperial que había emergido tras la fundación del virreinato de Nueva España. De cualquier modo, su idealización no se correspondía con la mitificación de las tendencias democráticas de los cabildos novohispanos que hacían los progresistas. Sus trabajos, junto a artículos aparecidos en algunos periódicos como El Conservador, defendieron que el triunfo de Cortés había puesto las bases para la creación de un régimen balanceado, en el cual la Corona, la Iglesia, las aristocracias locales y los cabildos habían cooperado para sostener el imperio de las instituciones civiles y un dominio benigno sobre las diversas «castas» que componían la sociedad[88]. Si bien algunos de ellos, como Alcalá Galiano, compartían ideas específicas con los progresistas[89], generalmente las narrativas del conservadurismo liberal en torno al tema mostraron similitudes muy relevantes con los autores antiliberales, como el pensador neocatólico Jaime Balmes y los editores filocarlistas del diario La Esperanza. Los discursos antiliberales pusieron más énfasis que los moderados en la importancia del carácter evangélico de la expansión española en México[90] y en el rol de la Iglesia católica como garante del orden social y la moralidad pública en el Atlántico ibérico[91].
En todo caso, los representantes de ambas tendencias dirigieron sus evocaciones de la Conquista de México a urdir una lamentación condenatoria de las ideologías republicanas que habían provocado la independencia mexicana. Sus obras se detenían en explicar cómo las revoluciones habían hundido el orden corporativo que había mantenido la paz y la prosperidad en la Nueva España desde los tiempos dorados de Cortés[92]. Estas narrativas experimentaron su apogeo a lo largo de los años cuarenta. La década contempló el ascenso de los moderados a la hegemonía política y sus intentos diplomáticos para contribuir a la instalación de una monarquía constitucional en México[93]. Las experiencias de inestabilidad crónica en la república, la anexión de Texas por parte de los Estados Unidos y, especialmente, la invasión que los angloamericanos perpetraron contra los territorios mexicanos entre 1846 y 1848, inspiraron y consolidaron las remembranzas de la Conquista en clave conservadora. Los adalides del hispanismo conservador, que en este caso aglutinaría a sectores moderados y antiliberales, interpretaron la derrota del antiguo virreinato y sus constantes problemas internos como síntomas de la decadencia del Atlántico hispánico frente a los poderes anglosajones[94]. Los periódicos de esta corriente, como El Heraldo y El Español, concluyeron que el único modo de revertir la caótica situación de México era retornar al «espíritu» de la Conquista. Demandaban una restauración del orden monárquico y confesional legado por la misma, conceptualizándolo como esencial para la gobernanza de las sociedades de tradición hispana y de las comunidades indígenas. En este sentido, sugerían el uso de la remembranza colectiva de Hernán Cortés como un instrumento simbólico para promover la creación de un bloque transatlántico de monarquías hispánicas, vinculadas por las tradiciones corporativas y católicas del viejo imperio[95].
En general, las apropiaciones simbólicas de la Conquista que los sectores progresistas, moderados y antiliberales perpetraron tuvieron un impacto de enorme importancia cualitativa y cuantitativa. Sin embargo, sus representaciones estuvieron lejos de lograr el monopolio de las memorias imperiales. Incluso en los mismos periódicos donde las narrativas «hegemónicas» en torno a la guerra hispano-azteca eran difundidas, había un importante margen para la aparición de discursos alternativos, los cuales contestaron con cierto éxito los imaginarios hispanistas. De hecho, a lo largo de los primeros meses de 1846, en las mismas páginas en que los editores de El Heraldo estaban evocando la gloria de Cortés para llamar a la regeneración del poder español en las Américas, apareció otro conjunto de textos que, discretamente, denegaron todas las premisas defendidas por las portadas, ofreciendo a los lectores españolas una visión radicalmente diferente de la historia de la Conquista. Estos textos eran fragmentos de la novela Guatimozín, en la que la guerra iniciada por Cortés era narrada desde el punto de vista de los soberanos de la «confederación azteca»[96]. Su autora era Gertrudis Gómez de Avellaneda, escritora cubana que pasó su vida adulta erigiéndose en una de las principales exponentes del romanticismo literario en los círculos cultos de Madrid. Permaneciendo ajena a las instituciones oficiales de la historiografía liberal, Gómez de Avellaneda socializó sus interpretaciones alternativas del pasado americano a través de su trabajo en prosa y en verso.
Como se ha explicado, las narrativas del hispanismo progresista, moderado y antiliberal habían presentado a los pueblos indígenas como una cohorte de enemigos y ayudantes que rodeaban las acciones heroicas de los conquistadores. Por el contrario, Guatimozín, que, dado su éxito en formato periodístico, pronto gozaría de varias ediciones como libro, elevaba a los nativos del Anáhuac al rango de personajes protagónicos. La novela se distanciaba del culto profano a Cortés, situando a Cuauhtémoc (Guatimozín), último emperador de la confederación azteca, como el principal personaje de la trama. A partir de este planteamiento narrativo, Avellaneda compuso una tragedia épica de estructura coral, alternando las visiones de los conquistadores y los conquistados.
La novela comenzaba con la llegada de Cortés a México y se clausuraba con la ejecución de Guatimozín tres años después del sitio de Tenochtitlán. El futuro emperador era retratado al principio de la novela como un vasallo joven y virtuoso de Moctezuma. Casado con una de las hijas de este, Gualcazinla, gracias a su pertenencia a la alta nobleza del «imperio», Guatimozín era caracterizado como un hombre razonable, afectuoso, cultivado, pragmático, prudente y valiente[97]. Sus dotes intelectuales, marciales y conyugales se erigían como complemento idóneo para su elevada condición moral, que era evidenciada en su constante y caballeroso sacrificio para defender la independencia de México. El príncipe aparecía también como un consejero político lleno de sabiduría, que le imploraba al supersticioso Moctezuma que expulsase a los españoles, mostrándose escéptico con la condición divina de estos[98]. Por último, tras ser proclamado emperador, Guatimozín era representado como un gobernante de gran capacidad y como un líder inigualable en la resistencia frente a los conquistadores[99]. Su tortura por las tropas de Cortés tras el sitio de Tenochtitlán era descrita como su consumación como héroe sacrificial de la nación mexicana. Su derrota era presentada por Avellaneda no como la consecuencia de la superioridad racial o civilizatoria de los españoles, sino como el resultado fatal de la división interna de la monarquía azteca y de la influencia negativa de su sistema religioso.
La figura ficcional de Guatimozín, lejos de constituirse como una heteroimagen exotista, pretendía personificar la idea de un «nuevo mexicano» que, parcialmente liberado de las supersticiones arcaicas que habían lastrado el gobierno de sus ancestros, había ofrecido a su pueblo la posibilidad de conservar la independencia y de prosperar en base a su civilización autóctona[100]. De esta representación, alineada con la idealización republicana del indígena que había triunfado en el contexto de las independencias[101], se deducía que los conquistadores habían frustrado el desarrollo orgánico de una nación que había estado llamada a alcanzar un alto grado de «civilización» a través de sus propias dinámicas internas. La escritora denunció, en cualquier caso, las creencias religiosas de los aztecas, pero adujo que estas eran comparables con la cultura «inquisitorial» de la España de aquel tiempo, cuestionando la legitimación civilizatoria de la ocupación de México[102]. Empleando la libertad expresiva de la novela histórica, Avellaneda divulgó entre los lectores españoles una contranarrativa a los mitos históricos del hispanismo progresista y conservador. Guatimozín, encarnación indianizada y romantizada de un sujeto moderno, ilustrado y patriótico, servía para construir argumentativamente una condena a las estructuras opresivas de poder que, según Avellaneda, habían estado impidiendo la consumación de la igualdad civil y política de los habitantes del mundo atlántico.
Avellaneda no estuvo ni mucho menos sola. Las reinvenciones críticas de la Conquista fueron también cultivadas por varios exponentes intelectuales del republicanismo y del movimiento democrático en España. La representación de Pedro Méndez de Vigo, pensador republicano, fue probablemente la más cercana a las visiones antiespañolas que algunos filósofos de la Ilustración radical, como el abate Raynal, habían cultivado. En 1835, en una obra publicada durante su exilio en París, defendió que la Conquista había introducido en México los atrasados hábitos de servidumbre y superstición de la España medieval, impidiendo el desarrollo de los pueblos americanos. Muy al contrario que Avellaneda, Méndez de Vigo consideraba a las sociedades nativas como comunidades atrasadas que habían facilitado con su servilismo la total victoria de los hispanos y el poder sin medida del absolutismo español. Méndez de Vigo imaginaba a las comunidades de colonos blancos de los Estados Unidos como el modelo idílico de sociedad que debía ser perseguido por las naciones del mundo atlántico. En consecuencia, proponía que solo el olvido, tanto de las tradiciones indígenas como de las españolas, podía salvar a las repúblicas hispanoamericanas de reproducir los órdenes sociales atrasados que había engendrado la Conquista[103].
Por su parte, el pensador demosocialista Fernando Garrido presentó en su obra historiográfica a la Conquista como uno de los episodios más importantes en la historia de la tiranía universal. El murciano reprodujo parcialmente el mito del buen salvaje, representando a los pueblos indígenas como comunidades pacíficas e inocentes que habían vivido felices en su igualitarismo primigenio. La Conquista había impuesto sobre ellos el sistema de explotación y jerarquización que había sido consustancial a los poderes de la Europa absolutista[104]. Los conquistadores habían «barbarizado» los mundos de las Américas, introduciendo las semillas de la violencia y el poder discrecional[105].
El peso de las representaciones de la Conquista de México en la cultura del romanticismo es demostrativo de la temprana y exitosa imbricación entre los imaginarios del nacionalismo español y la elaboración de una genuina conciencia imperial. El artículo ha mostrado cómo un ciudadano madrileño medianamente cultivado era susceptible de participar activa o pasivamente en muy diversas evocaciones del drama conquistador: objetos de museo, nombres de calles, desfiles militares, representaciones operísticas y toda una gama de discursos historiográficos, poéticos, novelísticos, parlamentarios y periodísticos. El carácter recreativo de este continuum de experiencias de nación, que implicaban un consumo constante de narrativas míticas, no debe ocultar el hecho de que estas estaban contribuyendo decisivamente a estructurar los imaginarios de la sociedad del periodo, modelando sus visiones sobre el poder mundial, sus concepciones sobre el patriotismo, la virilidad y la moralidad pública y sus filiaciones emocionales a todo un conjunto de instituciones, que iban de la Iglesia al Estado liberal, al Ejército o a un partido político específico.
Pero estos procesos de nacionalización romántica del pasado conquistador no aparecieron en la esfera pública en la forma de un canon estable de ideas, sino como un campo de disputa simbólica entre diversas culturas políticas. Una profusión de grupos y pensadores individuales intervinieron con notable plasticidad en el debate en torno a la Conquista, con el fin de interpretarla y narrarla desde sus particulares coordenadas ideológicas. Sobre un cimiento inestable de imágenes consensuales, progresistas, moderados, neocatólicos, republicanos y figuras heterodoxas como Gómez de Avellaneda, reinventaron el romance imperial para ajustarlo a sus particulares valores y expectativas.
Los mitos en torno a la Conquista de México tuvieron una naturaleza multiusos: sirvieron, por ejemplo, para que los progresistas legitimasen sus proyectos de democratización de las instituciones españolas, pero también para que los moderados recomendasen la implantación de monarquías constitucionales centralizadas en todo el Atlántico hispano. Sirvieron tanto para que los representantes del progresismo, el moderantismo y el antiliberalismo defendiesen la continuidad del poder imperial en las Antillas y Filipinas, como para que los intelectuales republicanos y socialistas llamasen a una revolución política en el mundo euroamericano. Las polémicas en torno a la Conquista demuestran las profundas asociaciones ideológicas que se realizaron entre los episodios de la guerra hispano-azteca y la contemporaneidad decimonónica del mundo atlántico. El fenómeno, en última instancia, no debiera aparecer como un mero choque entre mitos demagógicos, sino como un proceso complejo en el cual una pléyade de actores intelectuales trató de significar coherentemente el pasado conquistador para generar expectativas igualmente coherentes de construcción nacional y regeneración imperial.
[1] |
El presente artículo se ha realizado en el marco de los siguientes proyectos de investigación: Programa Interuniversitario en Cultura de la Legalidad (ON TRUST-CM) H2019/HUM-5699, y FONDECYT de Iniciación, n.º 11200245: «La expedición del Pacífico y la guerra hispano-sudamericana en los imaginarios geopolíticos de la España liberal (1860-1866)». |
[2] |
Ruíz de Gordejuela (2011): 158-159. |
[3] | |
[4] |
El término «liberalismo posrevolucionario» es utilizado para el período posterior a los años veinte del xix por Moliner Prada (2019): 225-228. |
[5] |
Burdiel (2017): 267-296. |
[6] |
Escribano Roca (2022). |
[7] |
Soriano Muñoz (2020a): 17-43. |
[8] |
Marcilhacy (2016): 145-174; Blanco (2012), y Schmidt Nowara (2006). |
[9] |
Costeloe (2011). |
[10] |
Van Aken (1959); Canal (2011): 27-42; Fradera (2015); García Balañà (2017): 207-237; Pérez Vejo (2017): 347-401, y Garner y Smith (2017): 18-44. |
[11] |
Ha habido definiciones coincidentes para el concepto de «imperial patriotism» en los estudios sobre la identidad británica: Yeandle (2015): 114-118. |
[12] | |
[13] |
Soriano Muñoz (2020a): 35-43; Torres Delgado (2020): 100-102; Miguélez-Carballeira (2017): 105-110, y Krauel (2013): 1-21. |
[14] |
González Manso (2015): 12-13. |
[15] |
Archilés i Cardona (2013): 106-111 y Quiroga, (2014): 683-700. |
[16] |
E.g. Berger (2011): 19-40. |
[17] |
Andreu Miralles (2015): 355-381. |
[18] |
Hutchinson (2005): 78-111. |
[19] |
En este ámbito, este trabajo se aleja de las obras que abordan los imaginarios imperiales españoles como mito de consenso. Véase Feros (2005): 109-136. Por contra, se acerca a los análisis en torno al hispanoamericanismo y el nacionalismo que han apuntado a la naturaleza divisiva de las memorias imperiales. Véanse Sepúlveda Muñoz (2005) y Soriano Muñoz (2020b): 11-29. |
[20] |
Veiga (2014) 289-316. |
[21] |
El Eco del Comercio, 8 de agosto de 1844. |
[22] |
Rivero (1844): 3. |
[23] |
Ibid.: 11. |
[24] |
Molina Aparicio (2013): 54-57. |
[25] |
Rivero (1844): 12-13. |
[26] |
Ibid.: 27-47. |
[27] | |
[28] |
E. g. El Clamor Público. Periódico liberal, 2 de diciembre de 1846; El Eco del Comercio, 10 de diciembre de 1846; El Heraldo, 3 de diciembre de 1842, y El Correo. Periódico Literario y Mercantil, 13 de agosto de 1830. |
[29] |
Morón (1842): 50-53. |
[30] |
El Guardia Nacional, 26 de junio de 1837. |
[31] |
Sobre la historia del concepto en el contexto del mundo atlántico del siglo xix: Bowden (2009): 103-160. |
[32] | |
[33] |
La historia de España de Alcalá Galiano era verdaderamente una traducción del trabajo del historiador británico Samuel Astley Dunham, pero incluyó, precisamente, una narración propia de la Conquista española de América: Alcalá Galiano (1844). |
[34] |
Alcalá Galiano (1845): 230-233 y Trueba y Cosío (1829): 11-28. |
[35] |
E. g. García y López (1848): 232-233. |
[36] |
Jiménez de Alcalá (1834): 38-40 y Mesonero Romanos (1838): 679-681. |
[37] |
Alcalá Galiano (1845): 235-236. |
[38] | |
[39] |
Sobre el nacionalismo romántico como combate de estereotipos interimperiales: Andreu Miralles (2016). |
[40] |
Trueba y Cosío (1829): 288-311. |
[41] |
E. g. Diario Oficial de Avisos de Madrid, 4 de mayo de 1848. |
[42] |
E. g.: Morón (1842): 245-247. |
[43] |
Cortes Constituyentes, «Discusión sobre el reconocimiento de la independencia de las colonias españolas de América y tratados con las mismas». Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes § (1836), 468 (disponible en: http://www.congreso.es/est_sesiones/). |
[44] |
Bover (1841): 305. |
[45] |
Esta institución fue creación del regente Espartero, que aspiraba a que sirviese como repositorio de las memorias militares de la nación. |
[46] |
La Revista Española, 21 de mayo de 1836; El Heraldo, 20 de abril de 1849; El Clamor Público. Periódico Liberal, 31 de mayo de 1846. |
[47] |
El Eco del Comercio, 24 de mayo de 1846. |
[48] |
El Tiempo. Diario Conservador, 2 de octubre de 1846; El Español, 22 de enero de 1848. |
[49] |
Mesonero Romanos (1850): 168; El Clamor Público. Periódico Liberal, 1 de noviembre de 1848, y La Nación, Periódico Progresista Constitucional, 2 de febrero de 1850. |
[50] |
Esta idea de los procesos ascendentes de nacionalización ha sido reivindicada en los últimos años por los estudios centrados en la «everyday nationhood»: Antonsich (2020): 1230-1237. |
[51] |
Mora (1843): 4. |
[52] |
Gemma Torres, siguiendo a Barbara Rosenwein, define comunidad emocional como grupos que comparten las mismas normas de expresión emocional y generan códigos comunes de sentimiento (Torres. 2020): 105. |
[53] |
Orgaz (1845): 4. |
[54] |
López (1846): 4; Saavedra y Ramírez de Baquedano (1854): 111-128, y El Solitario (1844): 3. |
[55] |
Camino (1847): 4. |
[56] |
El Espectador, 9 de marzo de 1848; El Espectador, 19 de marzo de 1848. |
[57] |
Ovejero (música), Bensa Capponi (poesía) y Bonetti (director) (1848): 4-6. |
[58] |
Ibid.: 6-9. |
[59] |
Ibid.: 10-15. |
[60] |
El Eco del Comercio, 22 de junio de 1845; González y Castelló (1845): 47-48. |
[61] |
Escosura (1845): 1-2. |
[62] |
Flores (1845): 240. |
[63] |
El Eco del Comercio, 1 de diciembre de 1839. |
[64] |
Skey (2011): 95-120. |
[65] |
Soriano Muñoz (2019): 239-260. |
[66] |
El Español, 12 de agosto de 1846; La Época, 26 de noviembre de 1850. |
[67] |
Mensagero de Las Cortes, 18 de julio de 1834. |
[68] |
El Eco del Comercio, 4 de abril de 1835. |
[69] |
Pascual (1842): 8. |
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Véase Hutchinson (2017). |
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Expresión acertadamente empleada por Pérez Núñez (2016): 177-179. |
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