RESUMEN

En el presente trabajo se ofrece una panorámica de los orígenes ideológicos del galleguismo. Siendo conscientes del carácter complejo y heterogéneo de dicha genealogía, mostraremos no obstante que algunas ideas románticas de carácter reaccionario y ciertas teorías explícitamente racistas se encuentran muy presentes en el corpus teórico de los primeros intelectuales del nacionalismo gallego.

Palabras clave: Romanticismo; celtismo; racismo; galleguismo; nacionalismo.

ABSTRACT

In this paper we intend to offer an overview of the ideological origins of Galicianism. Being aware of the complex and heterogeneous nature of this genealogy, we will nevertheless show that some reactionary romantic ideas and certain explicitly racist theories are very present in the theoretical corpus of the first intellectuals of Galician nationalism.

Keywords: Romanticism; celtism; racism; galicianism; nationalism.

Cómo citar este artículo / Citation: Polo Blanco, J. (2022). Los glóbulos del Volksgeist. Romanticiscmo y racismo en la génesis ideológica del galleguismo. Historia y Política, 48, 175-‍207. doi: https://doi.org/10.18042/hp.2022.AL.08

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. HISTORIOGRAFÍAS IMAGINATIVAS
  5. III. LA NIEBLA ROMÁNTICA
  6. IV. LO CÉLTICO COMO FANTASÍA RACIALISTA
  7. V. LA RAZA COMO FUNDAMENTO ÚLTIMO DE LA NACIÓN
  8. VI. EL ETNICISMO IMPLÍCITO (Y EN OCASIONES EXPLÍCITO) DE CASTELAO
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En el presente trabajo no abordaremos las derivas actuales del independentismo gallego. Tampoco polemizaremos sobre la viabilidad económica de semejante proyecto ni discutiremos las tesis del colonialismo interno. Nuestra investigación se circunscribe al rastreo de los orígenes decimonónicos del movimiento galleguista. Indagaremos en sus fuentes ideológicas, avanzando únicamente hasta la primera mitad del siglo xx. Sostendremos en las próximas páginas que ciertas ideas románticas —de índole reaccionaria— y un racismo más o menos explícito fueron componentes determinantes en la génesis ideológica del movimiento. No negaremos que existieron corrientes galleguistas progresistas[1], pero lo que pretendemos probar es que ciertos elementos provenientes del tradicionalismo reaccionario y un racismo a veces descarnado fueron ingredientes esenciales de la conformación discursiva del galleguismo. El celtismo constituyó otro pilar (mitológico) en dicha construcción. Observaremos que la idea etnicista y organicista de nación fue predominante en los primeros compases del movimiento. De igual modo, hallaremos en aquellos documentos fundacionales del galleguismo una idea sustancialista y romántico-idealista de cultura.

II. HISTORIOGRAFÍAS IMAGINATIVAS[Subir]

La doctrina galleguista surgió primariamente en los cauces de una historiografía repleta de mitos. Se apeló a los suevos, un pueblo germánico que durante siglo y medio (desde el 411) supo crear una suerte de reino autónomo en las tierras y con las gentes de la Gallaecia, nombre con el que los romanos identificaban al territorio situado en el extremo noroccidental de la península. ¿Podría decirse que aquel reino suevo era una entidad política que se conectaba genealógicamente con la Galicia contemporánea? ¿Acaso la nacionalidad gallega sigue siendo sueva, en lo más profundo de sus entrañas? Sin embargo, los suevos rivalizaron con los celtas en el imaginario galleguista (aunque el celtismo se terminó imponiendo de forma arrolladora, como tendremos ocasión de ver). Pero es en las postrimerías del siglo xv donde los galleguistas pusieron su lupa escudriñadora[2]. Allí aparecerá, en primer lugar, la figura de Pedro Pardo de Cela, un noble gallego que fue ajusticiado (decapitado) en 1483 por mandato de los Reyes Católicos. Este episodio ha sido idealizado y groseramente tergiversado por la historiografía galleguista, en el sentido de presentar al desdichado noble como una suerte de nacionalista gallego avant la lettre (motivo por el cual habría sido condenado a la máxima pena). Inventaron un señero mártir de la causa. Lo observaremos de forma paradigmática en Los hidalgos de Monforte, novela histórica publicada en 1851 por Benito Vicetto, que lo convirtió en el abanderado de una presunta Galicia tardomedieval independentista[3]. Movimiento «nacional» dirigido, según relata esa historiografía fantástica, por su nobleza. Semejante cosa jamás tuvo lugar. Los Reyes Católicos aparecen completamente satanizados en esa reconstrucción de los episodios históricos, sin matización alguna. Ellos fueron —así cuenta la leyenda— los artífices del sometimiento y de la castración del «reino de Galicia»; los ejecutores de la imposición tremebunda del idioma castellano, del terrorífico centralismo y, en última instancia, de la «colonización» de Galicia.

La Revuelta Irmandiña ha sido el episodio que ha causado mayor zozobra en la historiografía galleguista. Fue un proceso que tuvo lugar en la Galicia de 1467, propiciado por una situación de agudísima conflictividad social (detonada por la carestía, las epidemias y los abusos cometidos por la nobleza gallega). La revuelta fue apoyada por una gran parte de la Iglesia y por algunos sectores de la hidalguía. Los llamados irmandiños fueron ocasionalmente enaltecidos por la historiografía galleguista, pues algunos pretendieron ver en dicha revuelta un movimiento soberanista y anticastellano. Pero, en otras ocasiones, esos mismos irmandiños fueron incomprendidos y hasta duramente criticados desde las filas galleguistas. ¿Por qué? Porque cuando hubieron de admitir la evidencia de que aquella tremenda revuelta iba dirigida contra la nobleza gallega (y contra nadie más), el galleguismo se vio en la necesidad de acusar a aquellos pobres irmandiños de haber derrotado o debilitado para siempre al estamento dirigente de la patria gallega, clase social que estaba destinada a ejercer el papel histórico de portaestandarte de la conciencia nacional gallega. Con sus objetivos antinobiliarios sirvieron —así fuera sin tener consciencia de ello— a los intereses del imperialismo castellano.

Es más, el reverenciado Castelao —al que nos referiremos posteriormente por otros motivos— hablará de «quintacolumnismo» cuando mencione la evidente tendencia popular a apoyarse en los reyes de Castilla para encarar sus luchas contra la nobleza gallega. Esta, enarbolando su «congénita bravura», hubo de pelear contra un enemigo externo (los «invasores» castellanos) y contra un enemigo interno («la inquina terrible de los plebeyos, que, por vengarse de pasadas injurias, ayudaban a los castellanos»). El funesto resultado fue «la doma y castración del reino de Galicia»[4]. El pueblo gallego fue maquiavélicamente instrumentalizado por Castilla, para sublevarse contras sus propios nobles. «En fin; cuando los nobles se vieron acosados por enemigos extranjeros y denunciados por el paisanaje de sus tierras, aún tuvieron alientos para hacerse fuertes en más de sesenta castillos, en los que serían invulnerables si contaran con la simpatía de los siervos o con la fidelidad de los criados»[5]. Pero aquellos siervos y criados, tan lamentablemente desprovistos de «conciencia nacional», traicionaron a su patria. Desde aquellos días, el destino de Galicia quedó encadenado.

También Manuel Murguía, otro padre del galleguismo del que hablaremos enseguida, pudo en algún momento celebrar la valentía de aquellos irmandiños, que se enfrentaron a una nobleza gallega que era igual de dura y altanera que la castellana. Sin embargo, en una conferencia de 1890 (pronunciada en la sede de la Lliga de Catalunya) modificaría la visión de aquellos nobles gallegos del siglo xv, que pasarían de ser unos deleznables opresores de los irmandiños a ser considerados ahora los gloriosos enemigos de los Reyes Católicos, siendo así que los pérfidos monarcas instrumentalizaron «la hostilidad de nuestro pueblo contra la nobleza gallega, que fue el modo más seguro de vencerles a todos»[6]. Aquellos revoltosos trabajaron, lo supieran o no, a favor de la subyugación nacional de Galicia. Por culpa de los irmandiños, así lo termina reconociendo Castelao, la nación gallega se quedó sin esas élites rectoras que son absolutamente necesarias para impulsar un proceso de autoconciencia nacional. Sin sus aristócratas, la «nación» (que ya existiría en el siglo XV) quedó descabezada[7]. Lo que hicieron aquellos díscolos bien pudiera ser calificado de «colaboracionismo» con una potencia invasora. Para el galleguismo, aquel decisivo episodio no debía leerse en términos de lucha de clases en el «interior» de Galicia, sino bajo el esquema de una confrontación «nacional» entre Galicia y Castilla. Pero semejante lectura no se ajusta a la realidad, toda vez que se les atribuye a los señores feudales de la Galicia bajomedieval una conciencia nacional completamente ficticia e inventada. No existe fundamento alguno que permita sostener que aquellos señores feudales luchaban por la independencia de Galicia (de hecho, muchos miembros de la alta nobleza gallega se acomodaron en la corte castellana), y menos fundamento existe aún para especular con la posibilidad de que los irmandiños incluyesen en su repertorio de inculpaciones a los susodichos nobles el que estos no fueran los suficientemente galleguistas.

La historiografía pergeñada por el galleguismo, gran fabricadora de mitos, tenía que intentar encajar los episodios históricos en un esquema previo y en un axioma intocable: la confrontación secular de Galicia y Castilla, imaginadas como dos entidades sustanciales (dos culturas o dos razas) verdaderamente inmiscibles. El discurso galleguista siempre manejó un código binario muy tajante, demarcando muy nítidamente un nosotros y un ellos (el catalanismo y el bizkaitarrismo hicieron exactamente lo mismo). En realidad, tal dicotomía solo era nítida y autoevidente para los propios galleguistas. Esa construcción ideológica —algunos la llamarán más eufemísticamente «articulación simbólica»— pretendía basarse en ciertos elementos objetivos (tales como la lengua, la raza o las tradiciones inveteradas) que determinaban de forma impepinable la pertenencia a una comunidad nacional. Lo cierto es que la idea organicista y etnicista de nación que manejaron los padres fundadores del galleguismo (perfectamente reaccionarios todos ellos) permaneció prácticamente inalterada a lo largo del tiempo, siendo así que ni siquiera las figuras más culturalistas, progresistas o republicano-federalistas del movimiento —véase Ramón Villar Ponte[8], Aureliano Pereira o el mismísimo Castelao— pudieron zafarse por completo de dicha idea, aunque se alejaran (solo parcialmente) de las connotaciones más explícitamente racialistas[9].

III. LA NIEBLA ROMÁNTICA[Subir]

El celtismo será el núcleo ideológico (puramente fantasioso) en torno al cual se irán tejiendo ciertas aspiraciones políticas en Galicia, desde el siglo xix. Larga y copiosa ha sido la trayectoria del mundo céltico en la literatura de género épico-fantástico, multitud de historias fundamentadas en unos celtas absolutamente irreales e idealizados (véase, a modo de ejemplo, la trilogía La canción de Albión de Stephen R. Lawhead). Pero ciñámonos al asunto del galleguismo. Probablemente fue José Verea y Aguiar, en su Historia de Galicia (publicada en 1838), quien pretendió establecer por vez primera que aquella era una nación medularmente céltica. El subtítulo de la primera parte de dicha Historia advierte que «comprende los orígenes y estado de los pueblos septentrionales y occidentales de la España antes de su conquista por los romanos». Las «esencias puras» de Galicia habría que buscarlas, por ende, en los tiempos anteriores a la romanización. Se sobreentiende que esta conllevó una primera «adulteración» de aquel prístino celtismo del «alma gallega». Toda una corriente historiográfica y literaria, de estirpe romántica, irá tejiendo un conjunto de mitos sobre los orígenes célticos de Galicia. Entre ellos, el mito fabuloso de la nación de Breogán (figura legendaria que aparece en la mitología irlandesa), que se empleará recurrentemente para sostener que la nación gallega se halla desconectada (desde sus orígenes más remotos) del resto de los pueblos peninsulares. Así, todas las influencias históricas «mesetarias» serán siempre contempladas como exógenas y corrosivas. Esta corriente no se extinguió en el siglo xix, ni muchísimo menos; vive todavía hoy, así sea matizando o depurando sus elementos más delirantes[10].

Debe mencionarse en este contexto el Rexurdimento, un movimiento folclórico y literario que tuvo notable influencia en el siglo xix. Su objetivo programático fue la revitalización de la lengua gallega como vehículo de expresión social y cultural[11]. Uno de sus más destacados representantes fue Valentín Lamas Carvajal (1849-‍1906), que publicó por primera vez (en 1876) un semanario escrito íntegramente en lengua gallega: O Tio Marcos d'a Portela. Sin embargo, cabría decir que Rosalía de Castro fue su buque insignia. Murguía, a la sazón esposo de la poetisa, la ubicaría (en su famosa obra de 1886) como una de las «precursoras» del galleguismo[12]. Ella supo amalgamar sus dolores más íntimos con las injusticias padecidas por el país. Para Murguía, la autora de los Cantares gallegos (1863) quiso y supo conectar con el sentir más profundo y tradicional del pueblo. Su inspirada voz hizo resurgir lo más identificativo de Galicia. «Lo popular, lo primero: ¿y qué más propio y más íntimo que sus sentimientos y su lengua? […] ¿Por qué se le ha de negar el derecho de levantar de su postración el habla materna y colocarla a la altura de una lengua literaria?»[13]. Pero esta sensibilidad romántica albergaba derivaciones políticas, pues se pretendía que aquella poesía otorgaba voz a un pueblo por largo tiempo acallado. Murguía destacará la buenísima acogida que tuvo la obra de Rosalía de Castro en los círculos catalanistas. «Era un soldado que venía a combatir en sus filas: ya no se podía decir que solo de labios catalanes salía la protesta»[14].

El propio Murguía ahondaría en esa perspectiva (aunque el racismo fue otro componente decisivo de su doctrina, como veremos). En su discurso inaugural de la Real Academia Gallega (1906) pondría en juego una idea genuinamente romántica en lo que al asunto de la lengua se refiere (su apelación a los hermanos Grimm es significativa). Así, observaba que «aún se conserva la flor de la poesía oral, encerrada en el dulce y amable panal de nuestra lengua. Y esta es principalmente la que se propone recoger y estudiar la Academia. Esos restos dispersos del pasado caerán, por lo tanto, bajo el imperio de amor con que nuestra Corporación ha de mirar cuanto nos pertenece»[15]. La defensa de la propia cultura pasaba por zambullirse en las tradiciones orales y en los modos del hablar popular, pues ahí se esconden los ecos esenciales del alma gallega. La lengua es el elemento primordial de la comunidad nacional, como había proclamado el romanticismo alemán (Herder, Wilhelm von Humboldt o Fichte). Lo dejaba bien establecido en su respuesta polémica dada en 1889 a Antonio Sánchez Moguel: «Lengua distinta, se ha dicho siempre, distinta nacionalidad»[16]. Los «extraños» arrojaron demasiado lodo sobre la lengua sagrada de nuestros padres. Pero es ese un peligro supremo, puesto que «pueblo que olvida su lengua es un pueblo muerto»[17]. Sin embargo, la lengua gallega sobrevivió en los pliegues del alma popular, «renaciendo» ahora como lengua culta. En cualquier caso, Murguía había considerado (en otra polémica mantenida con el escritor Juan Valera en 1896) que la no fijación literaria del gallego suponía en realidad una ventaja, puesto que tal circunstancia permitía que el idioma se mantuviese en una constante y vital formación, alejándose así de todo anquilosamiento[18].

Ligado a todo ello aparecerá el recurrente tema de la saudade, vocablo utilizado para connotar esa peculiar melancolía que se produce con la lejanía de una realidad amada. Terminará expresando un sentimiento primario de apego a la tierra o una nostalgia por las tradiciones antiguas y los modos de vida que se fueron perdiendo. Desde tales coordenadas, se consideraba que la lengua gallega había sufrido un proceso sistemático de sojuzgamiento (periodo nombrado como «los siglos oscuros»). Solamente habría encontrado refugio en la cultura popular y en la tradición oral (muy exaltadas ambas por aquellos escritores e ideólogos). Este movimiento, genuinamente romántico, se desplegó simultáneamente a la Renaixença catalana. Sea como fuere, el regionalismo se transformó definitivamente en nacionalismo. Dos hitos jalonan semejante cristalización. La aparición de las Irmandades da Fala en 1916 (pioneras de la normalización lingüística del gallego, impulsando la generalización de su uso en todos los ámbitos sociales) y la celebración de la Asamblea Nacionalista de Lugo en 1918 (donde emerge ya un programa político más nítido y partidario de una «autonomía integral para Galicia»). Ramón Cabanillas (1876-‍1959) se convirtió en una de las voces poéticas más visibles del movimiento. Abrazó rápidamente las tesis de Vicente Risco (que explicitaremos enseguida), siendo así que terminó aclamado como «Poeta da Raza». Puso su talento lírico al servicio de la causa galleguista, y publicó en 1917 (con segunda edición en 1926) el libro de poemas que llevaba por título Da terra asoballada (De la tierra avasallada).

Bien es verdad que todavía en los años treinta no se había completado una verdadera unificación normativa del idioma[19]. En 1923 se creó el Seminario de Estudos Galegos, institución que tenía por objetivo divulgar el «patrimonio cultural» gallego y formar investigadores dedicados a tales menesteres. Porque en el folclore, en las viejas tradiciones del mundo rural, en la música popular y en la niebla húmeda de los bosques latían las esencias de un Volksgeist no contaminado por el imperialismo castellano. El nacionalismo cultural de estirpe romántica pretendía pasar a la acción. Había que imaginar todos los símbolos de tan vetusta nación[20]. Pero a pesar de todos los esfuerzos, el movimiento permanecía circunscrito a unas élites intelectuales bastante reducidas y con escasa influencia sociopolítica. La recuperación de la supuestamente ultrajada personalidad gallega no contaba con demasiado apoyo popular. Su conexión con el campesinado (presuntos portadores de las esencias más puras de la galleguidad ancestral) era extremadamente frágil o inexistente[21]. Por ello, las élites galleguistas tenían el deber de revivir en el pueblo gallego la conciencia de la nacionalidad. Ese mismo pueblo era portador de una comunidad nacional, pero no era consciente de ello. La misión de la dirigencia político-intelectual galleguista consistía en despertar en las capas populares la consciencia de su singularidad étnico-cultural. ¿Despertar o inocular? La nación estaba ahí, pero el maltrecho pueblo —subyugado por centurias de castellanización oprobiosa— no era capaz de aprehenderla. El galleguismo debía sacarles de su letargo. Aunque, bien pensando, el objetivo del galleguismo no era «recuperar» algo que existió y se había perdido, sino más bien «construir» e «inventar» algo totalmente inédito[22].

Frente al español (o castellano, como suelen decir los promotores de todos estos movimientos), considerado una lengua asfixiantemente homogeneizadora (es decir, universalista), se reivindica la lengua regional (o los simples dialectos, como sucede en otras regiones). En el caso de Galicia, se observa que el español es predominante en los núcleos urbanos (es una lengua «burguesa» y «modernizante»), mientras que la lingua galega se halla más anclada en el mundo rural. ¿Atrincherarse en el terruño, replegándose en la poética de los bosques y los montes? ¿O se tratará, más bien, de pasar a la ofensiva y galleguizar las urbes de la región? Se denunciará, en cualquier caso, una situación de secular diglosia. El gallego, socialmente infravalorado y sin cultivo literario, anhelaba ahora un nuevo resurgimiento. Pero este resurgir no se quedó en el ámbito literario, toda vez que —como mandan los cánones del romanticismo— la reivindicación idiomática rápidamente se anudó y enhebró con reivindicaciones políticas (primeramente provincialistas y regionalistas; después, abiertamente autonomistas e incluso secesionistas). Es decir, en torno al resurgir de la lengua gallega (recuperando, se presupone desde tal ideología, un esplendor que en algún momento del pasado hubo de tener) se construye una conciencia nacional, toda vez que esa lengua aparece como la expresión más profunda de la personalidad gallega. Porque es la cultura gallega (comprendida en un sentido metafísico y sustancialista[23]) la que se expresa por medio de su lengua propia. No quisiéramos dejar de mencionar que ya en una fecha tan temprana como 1894 quedó trazada, por la mano de Leopoldo Pedreira Taibo, una crítica bien estructurada de los mitos nucleares del regionalismo galleguista. La obra, casi inencontrable a día de hoy, llevaba por título El regionalismo en Galicia. Estudio crítico.

IV. LO CÉLTICO COMO FANTASÍA RACIALISTA[Subir]

El movimiento se deslizó rápidamente por una senda identitaria que adquiría contornos simultáneamente espiritualistas y etnicistas. En efecto, puede constatarse cómo el romanticismo fue adentrándose por veredas cada vez más racistas y supremacistas. En el asunto de la raza galega los ideólogos decimonónicos que marcaron la pauta de esa deriva fueron Benito Vicetto, Manuel Murguía y Eduardo Pondal. Podemos demostrar (es fácilmente comprobable) que en estos eminentes galleguistas el mito del celtismo engranaba perfectamente con el mito antisemita de la raza aria. Advertían que Galicia pudiera llegar a degradarse en su consistencia más íntima (quedando su esencia gravemente contaminada) por causa del influjo mórbido procedente de elementos raciales inferiores (bereberes o semíticos), abrumadoramente predominantes en otras regiones españolas.

Ya nos habíamos referido a Manuel Murguía (1833-‍1923). El conspicuo representante del galleguismo histórico contraponía (en un artículo aparecido en 1879 en la revista La Ilustración Gallega y Asturiana) la sensatez de la «raza gallega» a las exageraciones y locuras de otras razas peninsulares:

Y es que esta raza (la gallega), que por una serie de circunstancias forma en España el pueblo sensato y pacífico por excelencia, digno por su misma sensatez de mejor suerte, está destinado a servir, con su cordura y pacíficos instintos, de contrapeso a las exageraciones y locuras de otros pueblos y otras razas revueltas y levantiscas, que llenas de la sangre semita que circula por sus venas, parece que viven en la civilización a despecho suyo, y que solo ansían volver a sus desiertos, a la soledad de sus tiendas y a la vida de la tribu, que es la única que les cuadra, comprenden y practican[24].

En un discurso de 1891 (en el marco de los Xogos Floráis de Tui) afirmará de forma rotunda que los «semitas», que aún van «errantes como sombras por las tierras de España», son un «peligro» y un «estorbo» para los hombres europeos[25]. A diferencia de ellos, la raza gallega (céltica) sí entroncaría —no podía ser de otro modo— con las buenas razas europeas. Debemos comentar en este punto que semejante celtomanía también estuvo muy en boga en otras regiones de Europa. No fue ni mucho menos un rasgo exclusivo del galleguismo.

En todo ello observamos una peculiar fusión del mito céltico de los orígenes (son los celtas nuestros únicos y verdaderos antepasados) con las teorías arianistas, puesto que la raza gallega se desprendería del común tronco europeo («vástago fecundo de la fértil rama ariana»). En el padre del galleguismo observamos una idea organicista de nación que se halla vertebrada por esos dos componentes étnico-raciales. Célticos y arios. En el tomo primero de su Historia de Galicia (publicado en 1865) señalaba que a poco que uno recorriese el territorio gallego podría observar fácilmente las características físicas que distinguen entre sí a los diferentes pobladores, advirtiendo de tal modo la presencia de las diversas «razas» que ocupan el país. Aunque todos hablen la misma lengua, nadie puede confundir al «descendiente del legionario romano» con el descendiente de las «tribus célticas». Lo racial es más determinante que lo lingüístico. Yendo a los mercados a los que concurren los campesinos puede uno averiguar a simple vista (analizando los rasgos fenotípicos) qué comarcas fueron colonizadas y cuáles permanecieron exentas de romanización. Es imposible confundirse, asevera. Para Murguía la marca racial es evidentísima. Y es que hay tipos étnicos que «se conservan puros», sin que los cruzamientos o las alteraciones del clima puedan alterarlos en lo esencial. En ese sentido, los gallegos habrían conservado prácticamente intacto (con algunas gotitas de romanismo) el fondo racial céltico[26].

Murguía aseveraba con fervor que «hallamos» una «perfecta semejanza» entre los gallegos de hoy y los antiguos celtas[27]. En su obra Galicia (1888) aparecerá una extensa etnogénesis céltica del pueblo gallego. «Por el lenguaje, por la religión, por el arte, por la raza, está el pueblo gallego ligado estrechamente a la grande y nobilísima familia ariana»[28]. Sobre todo por la raza. Resonancias de la raza aria en el corazón doctrinal del galleguismo. A lo largo de todas esas páginas el celtismo y el racismo ario se exacerbarán hasta el paroxismo. Hablará sin ambigüedad de «razas inferiores» (los negros) y «razas superiores» (los arios, entre los cuales se encuentran los gallegos)[29]. Apreciaciones que deben encuadrarse en un sentido plenamente biologista. Los grados de civilización se hallan inscritos en la sangre. En ese sentido, proclamará en repetidas ocasiones la superioridad de la raza gallega con respecto al elemento semítico-español, como ya habíamos comentado. Murguía asume la posibilidad de la permanencia de los tipos étnicos. La pureza racial, dicho en otros términos. Y es en la variante céltica del tronco racial ario donde debe ubicarse la eclosión del pueblo gallego, cuya consistencia étnica permanece prácticamente incólume hasta el día de hoy.

La aparición de aquellos magníficos celtas marcó un antes y un después en la historia ancestral de Galicia, convirtiéndose en el supremo momento inaugural —genesíaco— de la raza y de la cultura gallegas. Porque los celtas, gracias a su «indiscutible superioridad» sobre los otros pueblos entre los que les tocó vivir, erradicaron hasta el más mínimo rasgo de los pobladores precedentes. Conservaron intacta su consistencia, resistiendo (étnica y culturalmente) las invasiones foráneas ulteriores. Pero debe puntualizarse que para Murguía aquel original impulso vital de las tribus celtas, anclaje sempiterno de la raza gallega, permanece vivo hasta el día hoy. Lo céltico no es simplemente un origen ancestral cuya presencia haya quedado ya diluida o desvirtuada. No. Forma parte constitutiva de la galleguidad contemporánea. Lo céltico es perenne e inmutable. Todas las instituciones o tradiciones que un etnógrafo pueda estudiar en la sociedad gallega están impregnadas hasta el tuétano de «savia» céltica[30]. Es el fatalismo del origen.

No es que Galicia fuera céltica, postulando de tal modo una suerte de añoranza melancólica. Es que todavía lo sigue siendo. «Conviene, repetimos, dejar consignado de una vez para siempre que la base étnica de Galicia es céltica, y que las condiciones especiales en que se desarrolló como organismo social le permitieron y aun obligaron a permanecer fiel al espíritu y tendencias de su raza»[31]. Añadirá más adelante: «Y de esta manera, viendo cómo al presente prevalece todavía en nuestro país aquella organización, aquellos instintos, las mismas antiguas costumbres, en una palabra, su eterno modo de ser, puede decirse que nada ha cambiado entre nosotros, y que los tiempos, los sucesos, las mudanzas sufridas, han tenido aquí escasa influencia y han podido bien poco»[32]. No obstante, es cierto que Murguía admite la decisiva aportación étnico-civilizatoria de otro pueblo: los suevos. Ellos aportarían una segunda oleada de «arianización» en tierras gallegas, dejando su impronta germánica tanto en la «sangre» como en las tradiciones y las costumbres[33]. Lo que distingue a los gallegos desde hace siglos es su pertenencia a la familia racial de los arios; su ascendencia céltica y sueva. Esa comunidad (biológica) de origen lo determina todo. El «espíritu nacional» gallego solo podrá levantarse sobre tal sustrato étnico. Y es que un espíritu colectivo solo puede hablar desde la sangre. El Volksgeist alberga glóbulos.

El céltico pueblo gallego es un pueblo «superior». Así lo dice, precisamente por estar «más germanizado» (o más europeizado) y por no haberse «contaminado con la sangre semita, que tanto domina en las comarcas que ama y ensalza nuestro adversario, porque son suyas»[34]. La sangre semita (de ascendencia africana) predomina en el resto de la península ibérica, y es claramente inferior a la sangre celta (apenas modificada en su esencia por la invasión sueva de los territorios de la actual Galicia). El supremacismo racial emerge de forma desnuda y transparente. Pero semejantes concepciones albergan un correlato práctico; no podemos ignorarlo. En un texto denominado La primera luz (1860), concebido como un manual escolar, encontramos una edificante y hermosa enseñanza: la única guerra santa es aquella que se lleva a término «por defender la independencia de la patria o la preponderancia de la raza a la que se pertenece»[35]. Es verdad que la caracterización cultural de lo gallego (lengua, tradiciones, costumbres o instituciones) no está del todo ausente en Murguía. Pero lo étnico-racial es preponderante, y sobredetermina, por así decir, a todos los otros aspectos. Es la dimensión racial la que verdaderamente conforma una insalvable fractura entre lo propio y lo ajeno. Aquello que estabiliza una diferencia esencial entre el «pueblo gallego» y los otros pueblos peninsulares (tan semíticos ellos) es la raza.

También proclamará en su Historia de Galicia (concretamente en el cuarto tomo, aparecido en 1891) la superioridad de lo céltico-ariano (o celto-germánico) frente a lo semítico. «El vigor celto-germano de los pueblos del Noroeste, les es superior en las cosas de la inteligencia y del corazón. Les vence hasta en la imaginación, que se cree privativa de las razas meridionales»[36]. El Estado español, entidad artificial de principio a fin, quiso imponer (mediante un recalcitrante centralismo) la predominancia de lo castellano. Pero lo inferior no puede sobreponerse a lo superior, étnicamente hablando.

Cuando os vemos, hombres del Mediodía, cuando vemos a vuestras mujeres en las que la raza semítica ha puesto su inmutable y monótona belleza; cuando sentados a orillas del Mediterráneo y a la sombra de la palma extranjera, escuchamos los cantos que resuenan a lo largo del desierto; cuando entramos en vuestra casa, vivo trasunto de la tienda del pastor bereber, entonces es cuando se hace patente para nosotros el perpetuo conflicto en que, en todos los órdenes, vivimos con vosotros. En la religión, en el arte, en la ley […] somos ajenos los unos a los otros. ¿Qué más? En la misma familia, que es donde persisten con más fuerza los rasgos fundamentales de cada pueblo, aparecéis tan diferentes de nosotros como la familia semita de la ariana[37].

Encontramos en este pasaje una exotización peyorativa de todo aquello que existe al sur de las tierras gallegas. Las otras razas peninsulares (mesetarias, levantinas y meridionales) tienen más de africanas que de europeas.

Se postula una heterogeneidad absolutamente inextinguible. Galicia y Castilla son diferentes en todo. Ningún lazo de sangre o de cultura las une. Más bien todo lo contrario. La península ibérica se halla irremediablemente dividida en grupos humanos abismalmente diferenciados. Ninguna centralización política podrá jamás diluir esas diferencias, pues lo artificial no puede con lo natural. La distancia entre esos pueblos se ubica en el terreno de las costumbres, de los sentimientos, de las tradiciones… y en el terreno de la «sangre», como asevera en otro lugar del ya referido tomo cuarto de su Historia de Galicia[38]. Si existen diferentes «naciones» en la Península es, antes que por cualquier otro motivo, porque existen unos diversos e insoslayables sustratos étnico-raciales que operan como elementos identitarios. Cabe resaltar que la Xunta de Galicia no tiene empacho a la hora de publicar (en el siglo xxi) libros dedicados a su vida y obra[39].

Es cierto que Murguía se refirió en ocasiones al concepto de nación de Mancini. Pero el nacionalismo liberal del italiano poco tiene que ver con la doctrina organicista, etnicista y racista del pensador galleguista. Siempre rechazó la idea jacobina de nación. De obligadísima lectura es un trabajo de Ramón Maíz en el que se analizan con mucho detalle las ideologías arianistas y las teorías racistas asimiladas por Murguía, entre ellas las del conde de Gobineau (dedicó palabras de encomio al Essai sur l'inégalité des races humaines) o las de Ludwig Gumplowicz (que interpretaba el decurso entero de la historia como una «lucha de razas»). Lo étnico-racial tendrá muchísimo peso en la concepción murguiana en relación al conjunto de elementos que constituyen el «hecho diferencial» gallego. La verdadera «conciencia nacional» no se fraguará sobre los principios del liberalismo, sino en la captación autoconsciente de esa sustancialidad biológica que genera una diferencia irreductible con respecto a otros grupos humanos. Incluso lo cultural y lo lingüístico quedaban doctrinalmente articulados en una perspectiva naturalista y organicista[40]. También Eduardo Pondal (1835-‍1917), autoproclamado «bardo» de la «nación gallega», exhibirá un explícito supremacismo racial. Por ejemplo, en un poema inequívocamente titulado Da Raza. Aparece en él una nítida contraposición entre «nosotros» los gallegos (que somos «celtas», «suevos» y del «norte») y los despreciables castellanos (que son «rudos íberos», «vagos gitanos», «godos», «árabes» y «moros»). Hagamos notar que algunas estrofas de otro poema de Pondal, titulado Os Pinos (1890), constituyen la letra del actual himno gallego[41].

Alfredo Brañas (1859-‍1900) se desplazará por coordenadas muy similares a las esbozadas por Murguía en lo que tiene que ver con la idea organicista y etnicista de Galicia. Bien es verdad que su discurso se deslizó por una senda tradicionalista que lindaría en ocasiones con el integrismo católico[42]. Brañas reclamaba la restitución de las viejas instituciones del Antiguo Régimen. Muy en sintonía con la doctrina carlista, hacia la cual iría aproximándose de forma paulatina, se mostraba partidario de las «libertades locales» (privilegios forales) que se hallaban presentes en la Galicia medieval. Una vindicación particularista de la «pequeña patria» (entendida como «patria natural»). El Estado español no era más que un artificio moderno que asfixiaba (con su querencia homogeneizadora y centralizadora) la «libertad» de las nacionalidades genuinas, de entre las cuales destacaban Cataluña y Galicia por su afán de «independencia y libertad»[43]. En ese sentido, lanzaba ásperas diatribas antiliberales contra «la manía igualitaria de la democracia moderna» y «contra el espíritu nivelador de la Revolución francesa». Así lo proclamaba en una ponencia titulada «Peligros que amenazan a la sociedad en el siglo xx si se aparta del cristianismo», pronunciada en un congreso católico celebrado en Burgos en 1899. Manejando nociones muy propias del pensamiento romántico-reaccionario, sostenía que Galicia era esencialmente rural y agrícola. Nada más ajeno al alma gallega que la industria fabril, el comercio o el ajetreo de la vida urbana. La Galicia auténtica era tradicionalista y antimoderna[44].

Un sentimiento regionalista existente en nuestra patria «desde los tiempos más remotos hasta nuestros días»[45]. Pero debemos notar que el racismo también estará presente en la fundamentación trazada por Brañas. A su juicio, únicamente los celtas y los suevos habían dejado huella genética en Galicia. Los demás pueblos que pudieran haber habitado esas tierras no habrían aportado nada.

El país gallego ha constituido, desde los tiempos más remotos, un círculo social independiente dentro de la nacionalidad española: dominado sucesivamente por celtas, suevos, romanos, godos y árabes, pudo conservar a través de los siglos la fisonomía especial a cuya formación contribuyeron celtas y suevos, los únicos pueblos, las dos únicas razas que constituyen la personalidad, el carácter y el tipo esencial de los habitantes de Galicia[46].

Se defenderá de los ataques del historiador y académico Sánchez Moguel, que había sugerido que los regionalistas gallegos estaban poseídos por una suerte de «ilusionismo histórico» que se concretaba en una grotesca «celto-manía» y en un extraño «suevismo»[47]. Sin moverse un ápice de sus posiciones, dedicará muchas páginas a demostrar que los primeros habitantes de las tierras gallegas (los primitivos aborígenes del terruño) fueron los celtas. Es palmario el indigenismo de tales reflexiones. Sostendrá Brañas, diferenciándose en esto de Murguía, que aquellos celtas no arribaron en una invasión extranjera, pues fueron más bien los pobladores «originarios» de la región noroeste de la Península. Pero ese elemento racial jamás se diluyó. Todavía hoy permanece. A su juicio, los campesinos gallegos del siglo xix eran —en lo físico y en lo cultural— prácticamente idénticos a aquellos primeros celtas. Es muy típico de estos idearios etnonacionalistas que el campesino encarne un tipo humano más puro, en el sentido de conservar más intactos los rasgos arcaicos del pueblo originario.

Hay un rasgo significativo en las obras de Benito Vicetto (1824-‍1878), otro destacado protagonista del movimiento, y es que en muchos de sus escritos lo histórico y lo literario apenas se distinguen[48]. Ese aspecto debe ponernos sobre la pista de algo determinante: las obras históricas de Vicetto se despliegan en los típicos parámetros imprecisos (por no decir pseudohistóricos) de la historiografía romántica. En su Historia de Galicia señalará que lo irlandés-gaélico procede de los celtas gallegos, apelando a una mítica invasión gallega de Irlanda. En cualquier caso, lo que pretende demostrarse —pues constituye la matriz que orienta toda la obra— es la identificación genealógica de los gallegos contemporáneos con los celtas prerromanos. Aparecerá una idea determinante y recurrente; a saber, que Galicia siempre fue y será la misma, por más pueblos (o razas) que hayan pululado en su territorio a lo largo de los siglos. Esos trasiegos poblacionales apenas habrían tenido incidencia, pues la «nacionalidad céltica» es una identidad subyacente e indestructible. Las esencias son inmutables. La «galleguidad» (céltica por los cuatro costados) es una cosa eterna[49]. Vicetto bien podría imaginarse a los indígenas prerromanos combatiendo y defendiendo la terra al son de unas gaitas. Una poetización extrema del pasado. Siempre tuvo la sensación de estar emprendiendo un trabajo decisivo con su Historia de Galicia, toda vez que se arrogaba el papel de dotar a su «país» de una historia propiamente dicha. Así fuera inventándosela, tendría que haber añadido. Pero es lo que deben hacer los trovadores de la patria. Su amistad con Murguía terminó por extinguirse, pero este siempre hubo de situar a Vicetto entre los conspicuos precursores del nacionalismo gallego.

V. LA RAZA COMO FUNDAMENTO ÚLTIMO DE LA NACIÓN[Subir]

Vicente Risco (‍1884-1963), ya en los primeros lustros del siglo xx, fungirá como insigne padre del movimiento[50]. En su producción intelectual no podía faltar una historia de Galicia[51]. Su idea organicista y etnicista de nación dejará una huella prácticamente indeleble en el campo doctrinal del galleguismo, siendo así que de tal idea se nutrirán incluso los galleguistas más progresistas, los cuales veíanse en la perentoria necesidad de depurar tal concepción de sus aspectos más duros. En 1920 publicará Risco su Teoría do nacionalismo galego, sin duda uno de los documentos más importantes del nacionalismo gallego. En 1918 había publicado un pequeño artículo con el mismo nombre, texto en el que aparecía el tópico de un «Estado español» centralista y uniformista que aherrojaba al conjunto de las «nacionalidades ibéricas», las cuales a duras penas malvivían bajo su despótico dominio[52]. Pero vayamos al documento de 1920, considerado por muchos el texto fundacional del nacionalismo gallego. Lo que allí se sostiene es que la nación es una facticidad natural que está más allá de la voluntad consciente de los hombres. Una comunidad perfectamente delimitada, que debía su existencia a la concurrencia de ciertas causalidades de tipo geográfico, étnico e histórico. La nación es un «grupo natural» dotado de «personalidad» propia, y ello a pesar de que no pueda expresarse con libertad al verse oprimida por la soberbia de un Estado ajeno[53].

Galicia era una nación fundamentaba en dos elementos esenciales: la «raza» y la «tierra». He ahí la verdadera nación, levantada sobre esas dos «realidades objetivas». Risco manejó en todo momento una idea crudamente biologicista de raza, aderezándola en múltiples ocasiones con el mito céltico murguiano. Enseguida veremos esto último. Su visión de la «tierra» quedaba enmarcada en una suerte de determinismo geográfico, puesto que la nacionalidad se hallaba literalmente arraigada en un suelo patrio. El terruño determina una específica forma de ser y de vivir. Hombres indisolublemente emparentados y sujetados a la tierra de la que forman parte, todo ello mediado por «lazos naturales», en marcado contraste con esos otros lazos de tipo «político» que no son más que convenciones artificiosas. En ese contexto discursivo lazo natural significaba «consanguineidad» y «parentesco étnico». Ese y no otro es el substrato de la nación gallega. Sangre cuajada con tierra. Bajo este esquema, España quedará representada como un armatoste ficticio, mientras que Galicia será concebida como una «nación natural» fundamentada en la «raza» y en la «tierra». Risco era consciente de estar manejando una filosofía política netamente romántica (en su versión más reaccionaria). En efecto, su nacionalismo era una suerte de reacción vital contra un Estado levantado sobre abstracciones y artificios. Asomaba en ese punto la típica crítica romántico-reaccionaria a los principios políticos de la Ilustración[54].

En una novela corta y moralizante titulada A Coutada (1926) afrontaba los males acarreados por el abandono de los modos de vida tradicionales. Fueron los padres los que un día dejaron los campos para trasladarse a la ciudad en busca de una vida más cómoda y próspera. Ahora los hijos están padeciendo el desarraigo y el extravío. Encontramos aquí el mito ruralista, tan habitual en los nacionalismos románticos, que se sustancia en la idealización de la vida aldeana frente a la degenerada vida de las modernas urbes (y eso que en Galicia no había ciudades excesivamente grandes). Ese tradicionalismo tenía que ver con el desasosiego producido por el hecho de que los jóvenes acabasen tal vez interrumpiendo o quebrando una larguísima cadena de generaciones que habían permanecido esencialmente vinculadas al campo (recinto sagrado de las esencias galegas). Flota en el relato una suerte de culpa colectiva que, a pesar de todo, aún puede ser redimida. La «raza gallega» todavía estaba a tiempo de reencontrarse con su «tierra». Risco concebía esa «tierra» como el ámbito de aquella sencilla y armónica sociedad tradicional. Pero también era la «tierra» una fuerza sacral, mágica y telúrica. El «alma gallega» era un efluvio de los húmedos bosques, una espiritualidad vegetal y orgánica. Pero, al mismo tiempo, la cristiandad estaba en la médula de Galicia.

Suscribirá los tópicos del pensamiento reaccionario, arguyendo que los principios políticos de la Ilustración solo pueden producir un Estado abstracto y artificioso. El «contrato social» no puede dar cuenta de la verdadera sustancia nacional, que responde más bien a la hechura de una comunidad natural prepolítica que nadie puede «decidir» romper. La nación gallega es un hecho biológico, independiente de la voluntad de los hombres. Galicia es una nación étnica desde tiempos inmemoriales. Es cierto que Risco también emplea en ocasiones una terminología de cuño romántico. Dirá que Galicia es una «comunidad espiritual», o se referirá al «genio nacional gallego». Y en la misma página observará que la nación gallega es un «organismo vivo»[55]. Sea como fuere, el núcleo duro de su doctrina nacionalista se movió en coordenadas etnicistas y racialistas. Es verdad que en algún momento evocó al romántico alemán Herder, cuando proclamaba que las naciones tienen el deber de exhibir y desplegar su propia cultura, para enriquecer con ello el «patrimonio espiritual de la Humanidad»[56]. Toda nación que se deja borrar del mapa sin oponer resistencia le está robando a dicha humanidad una parte de su tesoro. Pero al talante romántico se le adhiere el núcleo doctrinal racialista. Nuestra misión es crear en Galicia una «voluntad nacional», concluirá de manera enfática. Una misión que exigirá de nosotros una «fe inquebrantable» en los «destinos de la raza» y «un culto religioso y exaltado por la tierra»[57].

Risco profundizará en aquella exaltación de los valores arios de la raza céltica gallega, insistiendo incluso en el elemento «rubio» que la caracteriza. «Es un hecho que no se puede discutir seriamente, que en el pueblo gallego hay un marcado predominio del elemento rubio centroeuropeo, como no sucede en ningún otro pueblo de la Península»[58]. Y añade, al final del párrafo, que no dirá nada de los «cráneos» gallegos porque es un asunto que todavía no ha estudiado bien. Pero ganas no le faltan, desde luego. La raza gallega sigue siendo la vieja raza céltica, y así lo confirman los «descubrimientos arqueológicos»[59]. Una raza potente y superior, que resistirá (conservando su esencia) a pesar de las sucesivas «infiltraciones» de otras razas exógenas (íberos y romanos). Estas insidiosas infiltraciones (o infecciones) no lograron terminar con ese predominio del «elemento rubio centroeuropeo» propio de la raza gallega. Y si finalmente hubo algún mestizaje, lo cierto es que los «caracteres célticos» seguían predominando por encima de todos los demás.

Galicia no ha perdido su pureza racial céltica, a pesar de todo el trasiego de los siglos, y por ende sigue siendo la «menos ibérica» de las razas peninsulares. En un momento dado, observará que la Península puede dividirse en dos. Al norte de los ríos Duero y Ebro encontraremos una zona que bien podría denominarse «Euriberia», mientras que al sur de dichos cursos fluviales comenzaría lo que él denominaba «Afroiberia»[60]. Tal distinción casi resultaría cómica, si no hubiese tras ella una doctrina grave y peligrosa. Y es que semejante división se hallaba preñada de connotaciones racistas, evidentemente. Unas páginas después afirmará Risco que «nuestra tierra es la más bella de la Península», exhibiendo con ello un vulgar chovinismo. Terminará concluyendo que Galicia es la tierra «más europea de la Península»[61]. Con ello estaba indicando que las tierras situadas al sur del Duero son demasiado «africanas» y «semitas» (étnicamente inferiores) mientras que los gallegos se sientan a la mesa de las nobles razas norteñas.

Risco advierte que la civilización mediterránea ha de ser superada, sustituida por una «civilización atlántica» comandada por las naciones de raigambre céltica. Se pregunta si acaso fue la Atlántida un continente histórico realmente existente. Poco importa eso, responde. La Atlántida, hoy cubierta por las aguas del océano, es un símbolo. ¿De qué? Es el símbolo de «nuestra civilización céltica», oscurecida y reprimida por una civilización «extraña y enemiga», a saber, la «civilización mediterránea»[62]. El rigor histórico es completamente secundario; lo determinante es desatar un apego emocional, así sea manejando elementos puramente legendarios. Pero hay más. Observaba que, dentro del conjunto de las naciones célticas, ocupaba la nación gallega una posición preeminente. En tal caso, ¿por qué no habría de ser Galicia el «centro de una nueva civilización»?[63] Los gallegos jamás serán comprendidos por esos «afroiberos», puesto que son dos mundos completamente heterogéneos. La «personalidad natural de Galicia» (determinada por la raza y por la unidad geográfica del territorio; pero también por la lengua, por la tradición cultural, por las costumbres, por el arte y por la psicología popular) se diferencia muy notablemente de la personalidad que puedan tener otros pueblos peninsulares. Pero Risco afirmará, pongamos atención a esto, que esa caracterización singular y diferenciadora se remonta a la «fase eneolítica»[64]. La personalidad gallega existe desde hace miles de años. También sostendrá, desde premisas románticas, que «un idioma es una mentalidad»[65]. Existe, por ende, una «mentalidad gallega» muy diferente a la de los otros pueblos. Un modo de ser y de estar en el mundo propio de los gallegos y nada más que de los gallegos. Y una manera de pensar igualmente única (singularmente gallega), toda vez que el pensamiento viene prefigurado indefectiblemente por la lengua hablada. El idioma gallego genera una cosmovisión gallega. Tesis esta última igualmente romántica. De ahí la importancia crucial de defender el uso de la lengua «propia»[66].

Afirmará que la «constitución mental» de los gallegos es «esencialmente europea», siendo manifiesta su disposición para asimilar «los valores de la civilización de Europa», cosa que no pueden hacer los demás pueblos de España[67]. Ese europeísmo es eminentemente racista, puesto que nos habla de unos gallegos hermanados (étnica y civilizatoriamente) con la sublime Europa, mientras que castellanos, extremeños y andaluces estarían miserablemente apegados a lo semítico-africano. Considerando semejante marco doctrinal, podemos leer esta frase: «Nós víamos que Galicia se desgaleguizaba»[68]. ¿Cómo debiera interpretarse semejante diagnóstico de Risco, a la luz de sus propias premisas? Probablemente asumía que dicha desgaleguización se manifestaba en una pérdida de personalidad cultural. Pero también conllevaba, a tenor de su propia idea de nación, una pérdida de consistencia étnica y de pureza racial. En otro trabajo, que llevaba por título El problema político de Galicia (1930), apuntaba que las principales tareas políticas del galleguismo pasaban por «reivindicar la personalidad racial» y «defender la cultura autóctona»[69]. Oh, la raza gallega (no ya solamente su «cultura») estaba amenazada. De hecho, andará muy preocupado por el fenómeno de la emigración y por la posterior repatriación de tales migrantes. «La raza gallega, una de las más robustas de Europa, decae vitalmente debido a la emigración»[70]. Pero a esa hemorragia poblacional se suma otro peligro, y es que los que regresan a Galicia tras haber pululado por tierras americanas traen consigo un montón de nefastos vicios y malos hábitos, siendo así que en el campo gallego han aparecido enfermedades que antes no se conocían. La pureza del campesino gallego ha sido adulterada. Todo lo cual le lleva a sugerir una «profunda acción sanitaria y moral en el campo gallego» y un «severo control sobre la emigración», antes de que esos males se propaguen con mayor intensidad[71].

En Leria (‍1961), una de sus obras más aclamadas, hablará de la «sangre celta» casi con fervor místico[72]. Un fondo étnico esencialmente diferente al de los otros pueblos de España. Y en Mitteleuropa, una obra previa (publicada en 1934), el elemento racial había surgido con mucha fuerza. Este libro estaba compuesto por varios trabajos, escritos después de haber viajado durante algunos meses (‍en 1932) por Europa, principalmente por Alemania. Argüirá que la superioridad de una raza tiene que ver con su apropiado aislamiento, porque de ese modo se conserva más pura y más noble. Estaba plenamente convencido de la existencia de aristocracias de sangre. Poniendo en juego un irracionalismo indisimulado, el ideólogo galleguista concluirá que la «sangre» tiene que ver con el «instinto», una dimensión anterior y más poderosa que la inteligencia. Lo racial es un fatalismo prerracional; una pertenencia indestructible. Y es por todo ello que sostendrá, con tremenda crudeza, que el «odio de las razas» habita en un «fondo del alma» inaccesible para el «razonamiento»[73]. También observó Risco que el nacionalsocialismo había sido capaz de oponerse con eficacia al marxismo, y tal logro debía ponerse en valor[74]. Este defensor del racismo y del antisemitismo fungió durante mucho tiempo como máximo referente ideológico y político del galleguismo. Dirigió importantes revistas culturales, organizó estructuras políticas y participó en mítines. Su Teoría do nacionalismo galego fue algo así como una biblia para los miembros de las Irmandades.

Exhibiendo sin tapujos las banderas de la pureza racial y del supremacismo, afirmará que el «mestizaje de las culturas» es «esterilizador» y aniquilador de la «personalidad individual y colectiva», no pudiendo darse más que en «pueblos inferiores o en pueblos decadentes»[75]. El biologismo más descarnado formaba parte de su concepto de raza. Ya le escuchábamos decir, en un artículo de 1921, que él «bendecía la endogamia, creía en la selección natural y la eugenesia y conocía las propiedades degenerativas del mestizaje»[76]. Asumirá como válidas las teorías del conde de Gobineau sobre la desigualdad de las razas. Los ideales democráticos estaban siendo derrotados y bien derrotados. Tras aquel viaje por Alemania, Risco se declarará simpatizante del nazismo.

La ventaja está en que Hitler mueve a Alemania en el sentido directo de la historia, con arreglo al ritmo de nuestra época, mientras que las naciones que pueden oponerse a la progresión de Alemania viven y se mueven con arreglo a una época definitivamente periclitada, porque era una época claramente anormal de la historia. Por eso, la subida de Hitler al Poder tiene una significación trascendental para el mundo, que todos debemos recordar en esta efemérides[77].

Tales palabras del padre del nacionalismo gallego corresponden a un artículo aparecido en La Región el 31 de enero de 1939. También incorporará el antisemitismo y el anticomunismo.

Risco fue un gran lector de Nietzsche. En su obra Las tinieblas de Occidente, elaborada probablemente entre 1913 y 1916 (etapa en la que todavía no se había convertido al credo galleguista), encontramos una interpretación de la degradación de Occidente plagada de tópicos nietzscheanos. En tales páginas (el manuscrito se creía perdido desde la muerte de su autor, y fue hallado casualmente mucho tiempo después) se entrelazan una serie de reflexiones sobre el declive de la civilización europea, enfangada en el intelectualismo y en la idolatría de la ciencia. El mundo clásico grecolatino sale muy mal parado en su filosofía de la historia. Piensa que los bárbaros habían inyectado energía nueva en la exangüe cultura europea. «Los pueblos del norte destruyeron la formidable organización romana. Con esto libertaron a Europa de un terrible yugo»[78]. Al analizar el mundo contemporáneo, considera muy románticamente que el predominio del racionalismo y del maquinismo estaban ocasionando la muerte del arte. Risco se opone a las ideas políticas ilustradas, a la democracia y al igualitarismo. Emplea con tono despreciativo el término canallocracia[79]. En el texto, farragoso y contradictorio, se observan ciertas influencias de algunas corrientes orientalistas, pesimistas e irracionalistas.

VI. EL ETNICISMO IMPLÍCITO (Y EN OCASIONES EXPLÍCITO) DE CASTELAO[Subir]

Ramón Otero Pedrayo (1888-‍1976) era un tradicionalista, sin recaer en los extremos integristas de Brañas. Era más moderado, pero encontramos en su propuesta una nostalgia romántica del viejo mundo rural gallego, de la cultura señorial de los pazos. La visión melancólica de una premodernidad arcádica. Asimiló en buena medida la perspectiva etnicista de Risco, en lo que a la idea de nación se refiere. Trató de desbiologizarla, es cierto, concediéndole a la lengua y a la cultura un lugar más preeminente. Pero en las páginas de su Ensaio histórico sobre a cultura galega (1939) llevó al paroxismo más absoluto (y fantasioso) una noción metafísica y sustancialista de «cultura gallega», entendida esta como una realidad absolutamente diferenciada, inmutable y hermética (aislada de cualquier influjo externo). La raza, el territorio, las tradiciones y el paisaje se amalgaman hasta constituir una perfecta e integrada totalidad. El factor natural y el factor antropológico se funden, generando un «círculo cultural» original y autosuficiente, que se resiste a ser absorbido por otras realidades foráneas.

En el caso de la raza gallega es lo céltico, una vez más, aquello que configura su núcleo esencial e inmutable. Y ello de tal modo que, aunque muchos pueblos hayan podido asediar u ocupar el territorio gallego, lo cierto es que en la «zona íntima e intraducible» del «pueblo gallego» late aún —impertérrita— la «conciencia celta prerromana»[80]. La mística de lo telúrico alcanza límites hiperbólicos, puesto que Otero Pedrayo concluye que ese impulso ínsito a no dejarse absorber o desnaturalizar (impulso que ha de estar presente en el «pueblo», en la «raza», en el «alma» o en la «cultura», pues múltiples son las fórmulas) había de ser comprendido incluso a nivel geológico o tectónico, puesto que el macizo «gallego» estaría de algún modo «resistiendo» al empuje de la meseta central castellana. Una conclusión tan delirante que no merece mayor comentario. No obstante, cabe señalar que el propio Castelao sugirió algo muy parecido. «El carácter diferencial de la región gallega está reconocido por los más acreditados geógrafos. No olvidemos que Galicia era una isla de rocas ígneas, creadas por el fuego astral, y que surgía, alta y fuerte, de los mares formativos, en cuyo caos aún yacía lo que hoy llamamos España. Tal es la fortaleza de Galicia que el poderoso levantamiento de las sierras cantábricas se tronzó al chocar contra nuestro suelo»[81]. Galicia, que existía ya como entidad geológica («una isla de rocas ígneas»), pudo resistir heroicamente los embates tectónicos de unas placas foráneas que pretendían «avasallarla».

Nós fue una revista publicada íntegramente en lengua gallega, entre 1920 y 1936. Sus contenidos literarios, lingüísticos, artísticos, etnográficos, filosóficos o políticos se vehiculaban en una perspectiva explícitamente nacional-galleguista. Era un órgano de expresión de la «conciencia nacional galega». Su primer número (lanzado en 1920) resultaba verdaderamente elocuente a la hora de expresar los principios ideológicos de la publicación. Se hablaba de una «fe ciega, absoluta e inquebrantable» en la «vitalidad y en el genio» de «nuestra Raza». Todos los elementos que ahí aparecen son dignos de análisis, y más cuando la revista Nós fue presentada en muchas ocasiones como un ejemplo rutilante de progresismo. Habla de tener «fe» (componente definitorio del irracionalismo político) en la «vitalidad» (¿en un sentido biologista o espiritualista?) y en el «genio» (¿es el Volksgeist de la filosofía romántico-idealista alemana?) de «nuestra Raza» (escrito así, con mayúscula). ¿Alguno de todos estos elementos es compatible en algún grado con un proyecto político mínimamente progresista? Más bien todo lo contrario. Todos esos componentes discursivos e ideológicos se hallaban íntimamente conectados a las corrientes más rabiosamente reaccionarias que venían rodando desde el siglo xix. También se hablaba, en esa declaración inaugural de Nós, de la necesidad de defender lo autóctono. Se exhortaba a anteponer el «sentimiento de la Tierra y de la Raza» a cualquier otra consideración[82].

Incluso el sacralizado Castelao (1886-‍1950) de Sempre en Galiza (publicada por vez primera en 1944, en Buenos Aires) contiene inequívocas apelaciones a «nuestra raza». La sombra de Murguía y de Risco era demasiado alargada. Es cierto que en algunos pasajes quiso alejarse de los parámetros de un nacionalismo etnicista. «Para nosotros, los gallegos, hechos a recorrer el mundo y a convivir con todas las razas, el nacionalismo racista es un delito y también un pecado. Jamás medimos los diámetros de nuestro cráneo, ni se lo medimos a nadie para ser admitido en nuestra comunidad»[83]. Su tan admirado Risco cometió ese delito e incurrió en tal pecado, debiera haberlo apuntado. Sea como fuere, su intención de alejarse del racismo parecía firme. ¿Lo consiguió? Resulta llamativo que en el párrafo siguiente aseverase que «nos sentimos celtas» y se refiriese a las «afinidades étnicas que nos asemejan a otros pueblos atlánticos». Trataba de localizar el «hecho diferencial» de esos entes misteriosos y profundos denominados «cultura gallega» y «tierra gallega». Puede que su etnicismo no fuera estrictamente racialista. Pero era un etnicismo, en cualesquiera de los casos. Encontraremos en su obra una suerte de «etnicismo telúrico»[84]. ¿En qué sentido? «La tradición es el alma eterna de Galicia, que vive en el instinto popular y en las entrañas graníticas de nuestro suelo. La tradición no es la historia. La tradición es la eternidad»[85]. Semejantes nociones son oscuras y completamente metafísicas. Existe un «alma eterna» de Galicia, que al parecer palpita en la tradición popular y dimana de las entrañas del «suelo». Postulará la permanencia esencial de la nación gallega, sempiterna realidad que subsistirá a despecho de todas las invasiones foráneas y de todos los artificios estatales centralizadores y uniformistas. «Sin adentrarnos en la nebulosa de los orígenes nos fue fácil entrever la permanencia y continuidad de nuestra raza, a través de dos milenios»[86]. Castelao «entrevió» (y además le resultó «fácil» hacerlo) que aquello que es capaz de perdurar secularmente es la «raza gallega».

El lenguaje propiamente racialista asomará en su discurso, así sea de forma ocasional y oblicua. En ciertos momentos, lanzará tesis inquietantes:

Existe en Galicia una homogeneidad de carácter, tan secularmente autóctono, tan contrario al alma castellana, que a menudo caemos en tentaciones antipáticas, tales como la de proclamar que nosotros somos arios y los demás semitas. Con todo, séanos permitido decir, con Portela Valladares: «Los confusos linderos de la raza se destacan en Galicia de rara manera, porque celtas, suevos, normandos, peregrinantes, cuantos allá fueron vienen de un tronco común, repiten la misma sangre, como la repiten los iberos, los fenicios, los árabes y bereberes, los almohades y los almorávides, en otras zonas de la península. En cuanto es posible, indudablemente, poseemos unidad etnográfica». Pero la permanencia del «fondo primitivo», del substratum inasimilable —tierra o raza— quedará de sobra explicada por la impermeabilidad de nuestras fronteras y, principalmente, por la insumisión al dominio sarraceno, que nunca fue posible en Galicia[87].

Encontramos una suerte de fantasía del aislamiento y de la pureza en este pasaje. Una tentación muy «antipática», dice Castelao. Pero juguetea con ella. Acaricia la idea de una homogeneidad étnica como sustento de la nacionalidad gallega, aunque lo hace con cierto pudor. Pero lo cierto es que ruega al lector que le sea permitido decir (asumiendo las palabras de otro, al que cita literalmente) que «los confusos linderos de la raza se destacan en Galicia de rara manera». Desea decirlo, así sea con cierta timidez. Pero lo dice. Esto es, concibe que la nación gallega tiene por fundamento último una indiscutible unidad racial.

¿Nacionalismo étnico? Veamos:

Galicia es una auténtica nacionalidad. Tiene un idioma propio, hijo del latín, hermano del castellano y padre del portugués, cultivado literariamente cuando la lengua de Castilla andaba a gatas; tiene un territorio delimitado naturalmente, de formas dulces y entrañas duras, que fue una isla de piedra cuando España yacía en el fondo de los mares formativos; […] tiene una cultura autóctona manifestada en arte y sabiduría popular, tan insulares como fue nuestra Tierra en los tiempos geológicos; tiene predisposiciones psicológicas que nos hicieron inasimilables a la cultura y derecho de Castilla, como los bretones en Francia y los escoceses en Inglaterra; tiene, si quisiéramos —que no queremos—, características diferenciales de raza, pues somos predominantemente celtas[88].

El «hecho diferencial» es primariamente geográfico. Más aún, Galicia es una entidad que quedó fraguada incluso a nivel geológico. La diferencia también es lingüística y cultural. Aparece aquí el carácter «insular» y autárquico de la «cultura gallega», concebida como un círculo autosuficiente e impermeable que supo conservar su singularidad (a pesar de los intentos avasallantes de asimilación). El hecho diferencial es también jurídico, e incluso psicológico (cada pueblo tiene una mentalidad). Pero la «diferencia racial» está ahí; aparece como una realidad obvia y palmaria para todo aquel que la quiera ver. Castelao la «ve», y no duda en afirmarla, así sea con cierto titubeo.

Se ha sostenido muy a menudo que el de Castelao era un nacionalismo cultural. Sin embargo, en algunos momentos aparece un culto a la «tierra» muy en la línea de Risco. «El milagro de la existencia diferenciada de Galicia, a través de tantos yerros y miserias históricas, prueba que del suelo gallego surge una energía incoercible, capaz de hacernos inmortales. Y, por lo tanto, confío en la soberanía natural de Galicia, que solo espera por una recia voluntad colectiva para hacerse respetar […] Yo solo confío en el poder mágico de la tierra y en el porvenir que presentimos a través de nuestra fe»[89]. Estas apelaciones a las misteriosas fuerzas telúricas que subyacen bajo el suelo de la patria gallega rozan el misticismo. El alma gallega resistió en el noroeste de la Península, alimentada por la energía inextinguible de la tierra propia. «La impermeabilidad de nuestro espíritu resistió las acometidas esterilizadoras del sistema uniformista; pero es indudable que los signos espirituales de la nacionalidad gallega pudieron morir asimilados. Lo que no podía morir era la Tierra —signo permanente de la nación—, porque por mucho poder que el Estado centralista tuviese, siempre resultaría impotente para convertir nuestro territorio en llanura castellana»[90]. Cuando un gallego traspasa las fronteras naturales de su patria, adentrándose en ese otro mundo que comienza en los ominosos caminos de León o de Zamora, queda «invadido por la tristeza que producen los desiertos»[91]. Se referirá a «las aguas podridas del Mediterráneo»[92], asumiendo tal vez aquellas tesis de Risco sobre la superioridad de la «civilización atlántica». No sabemos si las costas de Cataluña, que a juicio del propio Castelao constituía otra «nación natural» oprimida por el Estado español, también presentaban unas aguas pestilentes y emponzoñadas. Pero la sola «tierra» no define la nacionalidad gallega. «La tierra gallega es, al mismo tiempo, una entidad étnica»[93]. ¿Es realmente su doctrina tan diferente de la de Risco? ¿No sucumbe Castelao, en demasiadas ocasiones, a los encantos de un nacionalismo organicista y etnicista?

Es cierto que concede muchísima importancia al asunto lingüístico. «Cuando a un pueblo, que canta y habla en una lengua creada por su propio genio, se le impone la obligación de adoptar un idioma extraño a su personalidad afectiva, se produce un desfallecimiento del lenguaje, que comienza por la inhibición y termina por la impotencia»[94]. Afortunadamente, la lengua patria sobrevivió en el mundo rural y campesino.

Sabemos, eso sí, que de todas las ataduras sociales de una nación la lengua es la primordial y esencial, porque aglutina y caracteriza a los elementos del grupo y mantiene la potencialidad del hecho nacional. El apagamiento de una lengua corresponde a la degeneración del pueblo que la habla y a la rendición de su nacionalidad, pues despreciar la lengua materna es renunciar a sacratísimos derechos que solo se declinan cuando la dignidad está anestesiada[95].

Castelao parece moverse en coordenadas románticas, pues la lengua queda ubicada en el núcleo más íntimo y sentimental de la cultura propia. El Volksgeist se manifiesta primariamente en el idioma; por eso, cuando este decae el «hecho nacional» se desfigura y volatiliza. Pero añadirá lo siguiente: «Galicia, como grupo étnico, tiene derecho a dignificar la lengua que su propio genio creó»[96]. Aparece de nuevo la etnia, como fundamento último.

El «genio» gallego (noción espiritualista de raigambre romántica) termina solidificándose o corporizándose en la dura realidad de lo étnico. Podremos extraviarnos con elucubraciones político-filosóficas, pontifica Castelao,

pero no hay nada tan fácil de comprender y definir cuando consideramos el hecho nacional como una fatalidad biológica, independiente del ser político, que se basa en la voluntad de los hombres. El oscurecimiento de un concepto proviene, a menudo, de las mezclas que con él hacemos; y la bruma en que se envuelve la idea de «nación» se produce cuando discurrimos acerca de los atributos jurídicos que le son esenciales. Pero la «nación», para nosotros, es un grupo humano étnicamente diferenciado, que cubre un territorio característico, que habla una lengua propia y rige su vida moral y física por tradiciones y costumbres peculiares[97].

En primerísimo lugar aparece, cuando se procede a definir la nacionalidad gallega, el «grupo humano étnicamente diferenciado». Castelao emplea una y otra vez un concepto étnico de nación. No podemos concluir otra cosa.

Pero Alfonso Daniel Manuel Rodríguez Castelao (así era su nombre completo) no siempre fue cauto, pudoroso o moderado. En otros lugares de la canonizada obra ni siquiera trata de ocultar su juicio sobre las otras «razas» que pueblan la península ibérica. De tal modo, advertirá que lo que el mundo exterior suele distinguir como «español» ya no es propiamente «castellano», sino en todo caso «andaluz». Bueno, más que andaluz… será «gitano». Allá, en aquellas tierras mesetarias y sureñas, la civilización está ahogada «por la presencia de una raza nómada y mal avenida con el trabajo». España está «agitanada», y la degeneración por ello ocasionada es imparable. Escuchemos sus brillantes disquisiciones: «¿Qué es el flamenquismo sino la capa bárbara en que se sumergen los fondos tradicionales de España, la costra imperial y austriaca, los harapos piojosos de la delincuencia gitana?» Agradece Castelao que las tierras gallegas no hayan sido holladas por semejante raza degradada; aunque vascos, astures y gallegos corren serio peligro de verse afectados por ese «afeminado olé». Pero los gallegos, concluye con énfasis, «espantaremos de nuestro país» esa «plaga de Egipto», pues somos la antítesis de dicha decadencia[98]. ¿Son estos los dictámenes de un galleguismo progresista desprovisto de tintes etnicistas? Castilla surge como lo absolutamente otro. Una otredad que aparece dibujada en todo momento con trazos degradantes y denigrantes.

En cierto momento se escudará en unas palabras de Vicetto. Una vez más, utilizará las tesis de otro (fingiendo prudencia y alejándose aparentemente de ellas) para declarar lo que él mismo está pensando y no se atreve a formular, jugando así con una deliberada ambigüedad que consiste en decir algo sin terminar de decirlo, pero diciéndolo al fin y al cabo.

Siendo Galicia el Reino más antiguo de España se le negó capacidad para asistir a las Cortes, y esta es una ofensa imperdonable; pero más ofensa fue la de someternos a Zamora —una ciudad fundada por gallegos, pero alejada ya de nuestro Reino y diferenciada étnicamente de nosotros—. Con razón el exaltado Vicetto escribió estas palabras: «¿Y quién le negaba (a Galicia) ese derecho de igualdad y solidaridad entre los demás pueblos peninsulares? Se lo negaba la canalla mestiza de gallegos y moros, que constituía los modernos pueblos de Castilla, Extremadura, etc.; se lo negaba, en fin, esa raza de impura, adulterada sangre»[99].

Es muy curiosa esta maniobra esquizofrénica: tilda a Vicetto de «exaltado», y en la misma frase afirma que Vicetto sostuvo las cosas que sostuvo «con razón». ¿Y qué cosas son esas que Vicetto sostuvo con razón? Pues aquel diagnóstico que hablaba de «razas impuras» y «sangre adulterada». Castelao estaba asumiendo como propio aquel racialismo biologista. Los de Zamora ya no eran gallegos «puros», sino más bien una canalla mestiza y degenerada (gallegos mezclados con «moros», una verdadera asquerosidad).

Escuchemos, por si aún albergábamos dudas, un pasaje ubicado en la cuarta parte de Sempre en Galiza, escrita a partir de 1947. De nuevo observamos la misma estratagema: lanza o pregona una idea que pretende no defender pero que —subrepticiamente— contribuye a difundir.

Galicia tiene un carácter étnico propio, que proviene de los pobladores celtas, que constituyeron su primer organismo habitual y territorial, pudiendo afirmarse que todos cuantos allí llegaron después, procedían del mismo tronco y repetían la misma sangre. Y si la raza fuese, en efecto, la determinante del carácter homogéneo de un pueblo, sin que por así creerlo incurriésemos en pecado, bien podría Galicia enfrentar su catecismo con el mestizaje del resto de España, atribuyéndose a la sangre árabe la indisciplina, la intolerancia y la intransigencia con que los españoles se adornan[100].

Y si la raza fuese… ¿Pero lo es o no lo es? Ambigüedad deliberada. Tirar la piedra y esconder la mano. Aunque la mano queda a la vista, en realidad. Hemos visto la mano que lanzaba la piedra. El racismo de esas palabras es evidentísimo, se quiera o no se quiera. Piensa que el problema de los otros pueblos peninsulares es su incívico mestizaje, en contraste con la pureza céltica de la sangre gallega.

NOTAS[Subir]

[1]

Máiz (‍1984a); Beramendi (‍1997), y Beramendi (‍2008)

[2]

Barros (‍1994).

[3]

Vicetto (‍1978a).

[4]

Castelao (‍1977): 359.

[5]

Ibid.: 360.

[6]

Risco (‍1976): 145.

[7]

Castelao (‍1977): 369.

[8]

Beramendi (‍1991).

[9]

Máiz (‍2000).

[10]

González García (‍2007).

[11]

Hermida (‍1992).

[12]

Murguía (‍1976).

[13]

Risco (‍1976): 122.

[14]

Ibid.: 124.

[15]

Ibid.: 129.

[16]

Ibid.: 175.

[17]

Ibid.: 127.

[18]

Ibid.: 180-181.

[19]

Monteagudo y Fernández Salgado (‍1995).

[20]

Núñez Seixas (‍2001).

[21]

Máiz (‍1996).

[22]

Antuña Souto (‍2000).

[23]

Bueno (‍2016).

[24]

Beramendi (‍1982): XXXVI.

[25]

Risco (‍1976): 90.

[26]

Murguía (‍1865): 208-‍216.

[27]

Murguía (‍2000): 42-‍43.

[28]

Murguía (‍1888a): 117.

[29]

Ibid.: 141.

[30]

Ibid.: 108.

[31]

Ibid.: 113.

[32]

Ibid.: 117.

[33]

Murguía (‍1888b): 28-‍29.

[34]

Murguía (‍2000): 30.

[35]

Peña y Fernández (‍2000): 82.

[36]

Murguía (‍1891): 30.

[37]

Risco (‍1976): 87.

[38]

Murguía (‍1891): 18-‍19.

[39]

Beramendi (‍2000).

[40]

Máiz (‍1984b).

[41]

Ferreiro (‍2007).

[42]

Máiz (‍1983).

[43]

Brañas (‍1889): 201-‍202.

[44]

Beramendi (‍1998).

[45]

Brañas (‍1889): 199.

[46]

Ibid.: 203-204.

[47]

Ibid.: 204.

[48]

Renales Cortés (‍1996).

[49]

Vicetto (‍1978b)

[50]

De Juana López (‍2013).

[51]

Risco (‍1978).

[52]

Risco (‍1981): 37-‍38.

[53]

Ibid.: 41.

[54]

Bobillo (‍1981): 143-‍147.

[55]

Risco (‍1981): 67.

[56]

Ibid.: 227.

[57]

Ibid.: 70.

[58]

Ibid.: 58.

[59]

Ibid.: 59.

[60]

Ibid.: 51.

[61]

Ibid.: 58.

[62]

Ibid.: 74.

[63]

Ibid.: 71-72.

[64]

Ibid.: 120.

[65]

Ibid.: 121.

[66]

Ibid.: 182.

[67]

Ibid.: 62.

[68]

Ibid.: 43.

[69]

Ibid.: 119.

[70]

Ibid.: 157.

[71]

Íd.

[72]

Risco (‍1961): 82.

[73]

Risco (‍1984): 299.

[74]

Íd.

[75]

Ibid.: 289.

[76]

Bobillo (‍1981): 183.

[77]

Casares (‍1981): 116.

[78]

Risco (‍1990): 67.

[79]

Ibid.: 86.

[80]

Otero Pedrayo (‍1982): 20.

[81]

Castelao (‍1977): 45.

[82]

Carballo Calero (‍2019).

[83]

Castelao (‍1977): 42.

[84]

Insua (‍2014).

[85]

Castelao (‍1977): 40.

[86]

Ibid.: 256.

[87]

Ibid.: 252.

[88]

Ibid.: 311-312.

[89]

Ibid.: 37.

[90]

Ibid.: 47.

[91]

Ibid.: 46.

[92]

Ibid.: 38.

[93]

Ibid.: 46.

[94]

Ibid.: 103.

[95]

Ibid.: 276.

[96]

Ibid.: 107.

[97]

Ibid.: 285.

[98]

Ibid.: 354-355.

[99]

Ibid.: 380.

[100]

Ibid.: 430.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Antuña Souto, C. A. (2000). El nacionalismo gallego (1916-‍1936). Una madurez inconclusa. Espacio, Tiempo y Forma. Serie V, Historia Contemporánea, 13, 415-‍440.

[2] 

Barros, C. (1994). Mitos de la historiografía galleguista. Manuscrits. Revista d'història moderna, 12, 245-‍266. Disponible en: https://doi.org/10.5944/etfv.13.2000.3020.

[3] 

Beramendi, J. G. (1982). Introducción. En M. Murguía, Galicia (1). Vigo: Edicións Xerais de Galicia.

[4] 

Beramendi, J. G. (1991). Obra política de Ramón Villar Ponte. A Coruña: Ediciós do Castro.

[5] 

Beramendi, J. G. (1997). El nacionalismo gallego. Madrid: Arco Libros.

[6] 

Beramendi, J. G. (1998). Alfredo Brañas no rexionalismo galego. Santiago de Compostela: Fundación Alfredo Brañas.

[7] 

Beramendi, J. G. (2000). Manuel Murguía. A Coruña: Xunta de Galicia.

[8] 

Beramendi, J. G. (2008). De provincia a nación. Historia do galeguismo político. Vigo: Edicións Xerais de Galicia.

[9] 

Bobillo, F. (1981). Nacionalismo gallego. La ideología de Vicente Risco. Madrid: Akal.

[10] 

Brañas, A. (1889). El regionalismo. Estudio sociológico, histórico y literario. Barcelona: Jaime Molinas Editor.

[11] 

Bueno, G. (2016). El mito de la cultura. Oviedo: Pentalfa.

[12] 

Carballo Calero, R. (2019). El grupo Nós. Vicente Risco, Castelao, Otero Pedrayo, Florentino Cuevillas y Antonio Losada Diéguez. Boadilla del Monte: Antonio Machado Libros.

[13] 

Casares, C. (1981). Vicente Risco. Vigo: Galaxia.

[14] 

Castelao, A. D. (1977). Sempre en Galiza. Madrid: Akal.

[15] 

De Juana López, J. (2013). Aproximación al pensamiento e ideología de Vicente Risco (1884-‍1963). Orense: Deputación Provincial de Ourense.

[16] 

Ferreiro, M. (2007). De Breogán aos Pinos. O texto do Himno Galego. Santiago de Compostela: Laiovento.

[17] 

González García, F. J. (coord.). (2007). Los pueblos de la Galicia céltica. Madrid: Akal.

[18] 

Hermida, C. (1992). Os precursores da normalización. Defensa e reivindicación da lingua galega no Rexurdimento (1840-‍1891). Vigo: Edicións Xerais de Galicia.

[19] 

Insua, P. (2014). Heidegger y «Galiza» (2). El Catoblepas. Revista Crítica del Presente, 153.

[20] 

Máiz, R. (1983). Alfredo Brañas. O ideario do rexionalismo católico-tradicionalista. Vigo: Galaxia.

[21] 

Máiz, R. (1984a). O rexionalismo galego. Organización e ideoloxía (1886-‍1907). A Coruña: Ediciós do Castro.

[22] 

Máiz, R. (1984b). Raza y mito céltico en los orígenes del nacionalismo gallego: Manuel M. Murguía. REIS. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 25, 137-‍180. Disponible en: https://doi.org/10.2307/40183058.

[23] 

Máiz, R. (1996). Nación de Breogán: oportunidades políticas y estrategias enmarcadoras en el movimiento nacionalista gallego (1886-‍1996). Revista de Estudios Políticos, 92, 33-‍75.

[24] 

Máiz, R. (2000). «España» y «Estado Español» en el discurso político del nacionalismo gallego histórico (1886-‍1993). Historia y Política, 4, 171-‍208.

[25] 

Monteagudo, H. y Fernández Salgado, B. (1995). Do galego literario ó galego común. O proceso de estandardización na época contemporánea. En H. Monteagudo (ed.). Estudios de sociolingüística galega. Sobre a norma do galego culto (pp. 99-‍176). Vigo: Galaxia.

[26] 

Murguía, M. (1865). Historia de Galicia. Tomo Primero. Lugo: Imprenta de Soto Freire.

[27] 

Murguía, M. (1888a). Galicia. Barcelona: Establecimiento Tipográfico-Editorial de Daniel Cortezo.

[28] 

Murguía, M. (1888b). Historia de Galicia. Tomo Tercero. La Coruña: Centro Gallego de La Habana; Librería de D. Andrés Martínez.

[29] 

Murguía, M. (1891). Historia de Galicia. Tomo Cuarto. La Coruña: Centro Gallego de La Habana, Librería de D. Eugenio Carré.

[30] 

Murguía, M. (1976). Los Precursores. La Coruña: La Voz de Galicia.

[31] 

Murguía, M. (2000). El regionalismo gallego. Santiago de Compostela: Follas Novas.

[32] 

Núñez Seixas, X. M. (2001). De Breogán a Pardo de Cela, pasando por América: notas sobre la imaginación del nacionalismo gallego. Historia Social, 40, 53-‍78.

[33] 

Otero Pedrayo, R. (1982). Ensaio histórico sobre a cultura galega. Vigo: Galaxia.

[34] 

Peña, V. y Fernández, M. (2000). Estudio introductorio a «La primera luz» de Manuel M. Murguía. Santiago de Compostela: Xunta de Galicia.

[35] 

Renales Cortés, J. (1996). Celtismo y literatura gallega. La obra de Benito Vicetto y su entorno literario. Santiago de Compostela: Xunta de Galicia.

[36] 

Risco, V. (1961). Leria. Vigo: Galaxia.

[37] 

Risco, V. (1976). Manuel Murguía. Vigo: Galaxia.

[38] 

Risco, V. (1978). Manual de historia de Galicia. Vigo: Galaxia.

[39] 

Risco, V. (1981). Teoría nacionalista. Madrid: Akal.

[40] 

Risco, V. (1984). Mitteleuropa. Vigo: Galaxia.

[41] 

Risco, V. (1990). Las tinieblas de Occidente. Santiago de Compostela: Sotelo Blanco.

[42] 

Vicetto, B. (1978a). Los hidalgos de Monforte. Historia caballeresca del siglo XV. La Coruña: La Voz de Galicia.

[43] 

Vicetto, B. (1978b). Historia de Galicia. Lugo: Alvarellos.