Esta obra se inserta dentro del género angloamericano del ensayo intelectualmente ambicioso, formalmente serio y estilísticamente «academizante», pero significativamente alejado de la literatura propiamente académica a la manera, por ejemplo, de los célebres El fin de la historia de Francis Fukuyama o El choque de las civilizaciones de Samuel Huntington. Predeciblemente, esta obra exhibe las virtudes y deficiencias propias de esa literatura. Desde la perspectiva académica y como ya se intuye en el mismo —y desafortunado— título, el texto se construye sobre una abanico de fuentes fundamentalmente periodísticas, emplea términos técnicos con una ligereza conceptual rayana en la frivolidad y, de resultas, propensa a la confusión. La noción de feudalismo que maneja Kotking, por ejemplo, se refiere indistintamente al régimen socioeconómico medieval y al Antiguo Régimen de las monarquías absolutas para reducirse, en última instancia, a la equiparación del término con ciertas formas de esclerotización social y polarización económica. Semejante aserto no solo no resiste el más somero examen de quién se haya aproximado a las asignaturas de Historia Medieval y Moderna de licenciatura con un mínimo interés; induce, además, a confusión cuando intenta emplear un término normalmente asociado a la privatización del espacio público para explicar los peligros de un Estado potencialmente «totalitario» como, según el autor, es la China actual. Por supuesto, tal y como el autor admite, un análisis similar podría haberse establecido desde una analogía con el último cuarto del siglo xix —en particular la Guilded Age en Estados Unidos o la segunda mitad de la Era Victoriana en el Reino Unido—, un periodo con el que existen claros paralelos en lo tocante al efecto socialmente disruptivo de los avances tecnológicos, polarización social y acumulación de poder en manos de una oligarquía monopolística. Pero el recurso al Medievo no tiene rival en lo tocante a la dimensión mercantil y al efecto gancho de un libro que, en última instancia, carece de aspiraciones académicas.
Por otro lado, los méritos de la obra residen en otro lugar: Kotkin ofrece un análisis estimulante y relativamente sofisticado de algunos de los principales retos a los que se enfrentan las sociedades avanzadas de la misma forma que Fukuyama y Huntington ofrecieron dos de las obras más influyentes de la postguerra fría a expensas, respectivamente, de que el lector aceptara una aproximación diletante, y eso siendo caritativo, a la historia como disciplina, y una definición cuando menos etérea de la noción de civilización. En esa línea, Kotkin emplea la noción de neofeudalismo a modo de metáfora y herramienta descriptiva desde la que abordar la evolución de las sociedades avanzadas en tres sentidos paralelos e interrelacionados entre sí. En primer lugar, en términos socioeconómicos, el autor describe cómo nuestras sociedades se encuentran inmersas en un proceso de reordenamiento en tres grupos sociales que Kotkin asimila a los tres estados del Antiguo Régimen, tanto desde el punto de vista de su función social como desde la perspectiva de las relaciones intergrupales. A saber, el lugar que ocupara la aristocracia lo ocupa ahora una oligarquía tecno-empresarial compuesta por los dirigentes de las grandes multinacionales de la tecnología como Google, Facebook o Windows. En la posición del segundo estado Kotkin localiza lo que él denomina como nueva «clerecía», con funciones análogas a las del clero medieval, pero instalada en la academia y las industrias culturales en lugar de en el seno de la Iglesia. En tercer lugar, Kotkin sitúa al tercer estado, que a su vez se subdivide en las clases medias y el proletariado, y cuyo mísero destino es sostener materialmente y someterse políticamente a los otros dos grupos.
En esta lógica, el papel de cada uno de estos estratos sociales es semejante, según el autor, al de su equivalente feudal. La oligarquía empresarial ocupa un lugar de privilegio económico y político desde el que es capaz de extraer y acumular porcentajes cada vez mayores de recursos a expensas del tercer estado. La clerecía, por su parte, cumple una función esencial al legitimar el comportamiento predatorio de la clase oligárquica, pero sustituyendo la fe religiosa por nuevas doctrinas como la protección del medioambiente o nuevos modelos morales. Si los privilegios de la oligarquía descansan sobre formas de control monopolístico u oligopólico de las nuevas tecnologías, la posición de la clerecía está protegida por la evidente seguridad jurídica y económica que proporcionan el empleo en la academia o (no tan evidente, cabe señalar) en industrias culturales que además proporcionan el prestigio social anejo a los prescriptores sociales. El resto de la población, a la manera del tercer estado feudal, queda económica y políticamente subordinada a esas élites económicas y culturales.
En esa narrativa, nuestras sociedades no solo se asemejan al Medievo desde el punto de vista de la estratificación social, además las relaciones entre estos grupos son también similares. En primer lugar, Kotkin observa que, a diferencia de las sociedades liberales que emergieron tras la Revolución americana y la expansión de los mercados, y que se caracterizaban por la relativa facilidad para la movilidad social ascendente sobre la base del esfuerzo y el mérito y por la expansión de las clases medias con acceso a la propiedad y a cierto confort material, la nueva estratificación exhibe, según el autor, claros síntomas de endogamia y barreras cada vez más firmes que bloquean a los miembros de cada casta dentro de la misma. Así, mientras la oligarquía se sirve del dominio que ejerce sobre los mercados tecnológicos para bloquear o absorber la entrada de nuevos competidores, las elites dentro de la clerecía protegen su estatus mediante el aumento de los costes del acceso a la Universidad (absolutamente desorbitados en el ámbito anglosajón) y por la vía de la endogamia en el reclutamiento de los alumnos de las instituciones de élite —en las que sí es rentable asumir el incremento de los costes educativos— entre miembros de la propia clerecía o de la oligarquía dominante. Los paganos de este sistema emergente son, también predeciblemente, las capas sociales más vulnerables: las clases medias, en proceso según el autor de franca regresión, y un proletariado urbano y rural en expansión y crecientemente precarizado mediante, por ejemplo, los nuevos empleos de la economía «flexible».
El panorama apocalíptico que describe Kotkin se completa con el papel del Estado. En la visión del autor los estados avanzados caminan en la senda del «totalitarismo» por dos vías. En primer lugar, mediante la adopción de medidas redistributivas diseñadas formalmente para paliar los peores efectos de la depauperación del tercer estado, pero que tienen el efecto de sustituir el esfuerzo autónomo por caridad pública, ergo incrementando la dependencia de la ciudadanía ante las élites hasta, potencialmente, la conversión de aquella en un colectivo de «siervos». En segundo lugar, el desarrollo tecnológico —en sí mismo causa de la desaparición de empleos de baja cualificación otrora estables— puede llevar al incremento exponencial de la capacidad de control del Estado, cada vez más necesaria ante la creciente frustración del «tercer estado» manifestada en conatos de protesta violenta además de en el auge de los populismos. En opinión de Kotkin, Occidente corre el riesgo de desarrollar un modelo de vigilancia permanente orwelliano con el concurso entusiasta de la oligarquía tecnológica encargada, precisamente, de desarrollar dichas capacidades, tal y como está ya en la actualidad emergiendo en China, a la sazón, en opinión de Kotkin, auténtica némesis geopolítica y cultural de unas democracias occidentales cada vez más debilitadas.
El resultado de todo lo anterior es una obra francamente alarmista, con tintes abiertamente apocalípticos y sustentada sobre fuentes en las que domina el artículo periodístico. No obstante, el libro merece la pena ser leído. Por un lado recoge, aunque deliberadamente magnificadas, tendencias socioeconómicas como la acumulación de poder e influencia por una nueva élite empresarial evidentemente propensa a la búsqueda deliberada de control monopolístico sobre sus respectivos mercados, que además son estratégicos y los de mayor valor añadido; el claro deterioro de la capacidad adquisitiva de las clases medias en relación con los años sesenta y setenta del pasado siglo. También es evidente (aunque Kotkin tiende a simplificar el fenómeno) el distanciamiento cultural, paralelo a la polarización económica, entre estas y el tándem compuesto por la élite económica y la nueva clerecía intelectual, cada vez más ajeno a los valores y la experiencia vital de bolsas de población abandonadas por la globalización económica y cultural. Las casuísticas socioculturales y económicas que condujeron al brexit en Reino Unido, al ascenso del Tea Party y Donald Trump en Estados Unidos, los Chalecos Amarillos en Francia y las varias alternativas populistas en la propia España toleran bien el análisis holístico que propone el autor, a pesar de las obvias diferencias entre cada uno de los casos citados.
Por último, la historia que cuenta Kotkin también merece la pena ser leída como fuente primaria para asomarse a las disputas culturales actualmente en curso, ya que su narrativa refleja con extraordinaria fidelidad el realineamiento ideológico que se está produciendo en el seno del grupo social que el autor llama la «clerecía» y al que él mismo pertenece —Kotkin es profesor de Estudios Urbanos en la Chapman University—. Procedente de la izquierda moderada (demócrata, en sus propios términos), Kotkin confiesa su propio desplazamiento hacia el centro-derecha «independiente» (o en algún punto entre demócratas y republicanos), siguiendo una senda bastante frecuentada desde James Burnham o Frank Meyer en los años treinta y cuarenta hasta los intelectuales de izquierda que apoyaron la segunda guerra de Irak y firmaron el hoy casi olvidado Manifiesto de Euston, pasando por los neoconservadores de los años setenta. El resultado es un argumentario que trasciende las líneas ideológicas entre la derecha liberal-conservadora y la izquierda de clase tradicional. De esta última, Kotkin extrae un listado de soluciones ante la inminente «feudalización» de Occidente que pasan por un incremento de la regulación estatal para combatir la tendencia monopolística de los grandes titanes tecnológicos —una receta, por otro lado, compartida por los economistas liberales—, así como una reforma de la globalización económica que contribuya, junto a ciertas políticas redistributivas de corte keynesiano, a recuperar los estados de bienestar de la segunda mitad del siglo xx y, por tanto, a paliar los efectos de la globalización sobre las capas sociales más vulnerables. Del orbe liberal extrae el autor claras recomendaciones para fortalecer la sociedad civil, contener el poder de un Estado que amenaza con tendencias positivamente hobbesianas y cuyas políticas propone reconducir a recuperar la expansión de mercados abiertos a la libre competición. En lo cultural, Kotkin pivota hacia posiciones conservadoras que sostienen la salud de las sociedades libres sobre los pilares gemelos de los valores tradicionales que vinculan el ascenso social al esfuerzo personal y la dignidad del trabajo, por un lado, junto, por otro, a la existencia de la familia como unida social básica integrada en comunidades locales mediante el asociacionismo voluntario. Solo por examinar ese mensaje, que aúna propuestas liberales, conservadoras y procedentes de la izquierda tradicional frente a las propuestas de la clerecía y las élites tecno-empresariales que Kotkin vincula con la nueva izquierda, merece la pena aproximarse a un libro un tanto superficial pero provocador, informativo y, por tanto, útil.