Este libro es resultado de un encuentro del cual a mí como historiador me interesa especialmente una de las tres partes que confluyen. Se encuentran, por un lado, los memorialistas, esas asociaciones que han contribuido, indudablemente, a estimular los estudios sobre una parte importante de la guerra de España y el régimen que la siguió, especialmente para mantener vivo el recuerdo de las víctimas del lado republicano derrotado, demasiado tiempo injustamente olvidadas. Por otro lado, también ha concurrido en este trabajo el impulso de una institución como el Ayuntamiento de Madrid. Y, en tercer lugar, encuentro la parte que a mí más me interesa de este trabajo y que además es la que aporta lo sustancial y lo más valioso del mismo, la investigación: el trabajo de los historiadores que han firmado siete «estudios» y han elaborado la larga lista de víctimas que ocupa más de doscientas páginas de la parte final del libro.
Este trabajo es la culminación de un proyecto que se inició en 2017 cuando el Ayuntamiento de Madrid lo dirigía la señora Carmena, la que, por cierto, impulsó un Comisionado de la Memoria Histórica encabezado muy eficazmente por doña Francisca Sauquillo y con la participación de dos insignes historiadores como Álvarez Junco y Ruiz Manjón, aparte de otras personas. Con este comisionado tuve el honor de colaborar en aquellos tiempos y puedo dar fe de sus sinceros y competentes esfuerzos por hacer un buen trabajo y, realmente, creo que lo hicieron.
Ese proyecto y su apoyo institucional posibilitó el acceso y la consulta de un interesantísimo fondo documental conservado en el cementerio de la Almudena (antes del Este) que ha resultado fundamental para completar la lista de las 2936 personas ejecutadas en Madrid a partir de abril de 1939 que figura en la segunda parte del libro.
El libro presenta un claro contenido de política y también de historia. Es por mi condición de historiador (no de politólogo) por la que se me ha pedido una reseña y, por tanto, ese es el componente de este trabajo que a mí me interesa fundamentalmente y en ello me voy a centrar. Mezclar política e historia nunca me ha gustado y la primera la dejo para otros más preparados. Y el mayor problema de este libro es que introducir dos prólogos puramente políticos, ignorando las simpatías personales de cada lector, condiciona la lectura de lo realmente importante del trabajo, que es la aportación de los siete estudiosos sobre el tema objeto de investigación. Es triste porque si algún sentido tiene la memoria histórica es tender puentes que reconstruyan los hechos desde el respeto por experiencias traumáticas para muchas familias, pero con el complemento del rigor que deben aportar las investigaciones de los historiadores.
Y es que esos dos textos iniciales están firmados por sendos grupos municipales del Ayuntamiento de Madrid del sector de la izquierda. En mi opinión, son demasiado militantes y más propios de una arenga política para el salón de plenos municipal que de un texto académico. Pero, si se ha hecho esa apuesta, lo lógico y ecuánime habría sido incluir otros breves textos con las posiciones de otros grupos municipales que piensen de otra manera… Y, en cualquier caso, no voy a perder el tiempo ni voy a hacer perder el tiempo al lector con más referencia a estos dos prólogos introductorios. Insisto, mi interés es la historia, no la política.
Así, metidos en materia historiográfica, el resto del libro, para quienes nos dedicamos a estudiar, investigar y enseñar historia, como el caso del que suscribe, resulta mucho más interesante. Este trabajo presenta dos partes. La primera la constituyen siete estudios, aunque el primero es significativamente más extenso que el resto, que analizan diversos aspectos, circunstancias o problemáticas que rodearon, por un lado, la acción represiva y sus víctimas, pero también a sus familiares y cómo afrontaron el duelo sin poder proporcionar un entierro digno a esas personas en muchas ocasiones. Por otro lado, también aborda el estudio cómo se ha desarrollado desde sus diversas perspectivas y características de la investigación lo que sustancia este proyecto hasta alcanzar este producto final. Y son siete aportaciones de diverso interés y de desigual nivel, no ya por su calidad, sino por su intencionalidad (política o historiográfica), al margen del posicionamiento ideológico de cada cual. En varios de estos estudios el problema deriva de que se emplea en ocasiones terminología imprecisa y encontramos un contexto incompleto en algunos capítulos, algo que no debería ocurrir en un texto académico.
Después de esos siete estudios llega esa segunda parte, la más extensa, que resulta de extraordinario interés como fuente para su utilización en futuras investigaciones: más de doscientas páginas con los casi tres mil nombres de personas ejecutadas en Madrid en los seis años siguientes al final de la Guerra Civil Española. En esa larga nómina encontramos no solo el nombre de la víctima, sino también otros datos interesantes como procedencia, vecindad, profesión, edad, fecha de la ejecución y de inhumación.
El primer estudio, firmado por uno de los editores del libro, Fernando Hernández Holgado, es el más extenso y uno de los más interesantes. En él lleva a cabo un profundo análisis de todo lo que rodeó esta brutal represión de los primeros años de posguerra en Madrid. Encontramos descripción de los escenarios, de los ritmos, de las cifras, de las fuentes (tanto para la cuantificación como para el análisis cualitativo de la represión) y de cómo fue su análisis y su tratamiento. Otra parte analiza los fundamentos políticos (es más propio este término que el de legales) del nuevo régimen vencedor para desarrollar esa violencia represora y cómo esa maquinaria ya se fue poniendo a punto durante los años previos de la guerra. Es una presentación de la metodología y las fuentes utilizadas. Merece reconocimiento el esfuerzo en el trabajo y explicación sobre esas fuentes en casi una decena de fondos documentales y además el análisis de todo ese material. Y Hernández expone cómo han posibilitado la elaboración de esa nómina final de 2936 nombres, pero también realiza un acercamiento cualitativo a esa cuantificación: las implicaciones familiares, las geográficas, las profesionales… de la represión. Y se añade que se ha acudido al testimonio, como memoria muchas veces transgeneracional, de los familiares de las víctimas. Este primer estudio es, sin duda, de los mejores del conjunto.
La parte firmada por Montero Aparicio es menos novedosa, aunque aporta aspectos relevantes como reflexiones sobre la consecuencia de la represión que va más allá de matar a una persona, ya que muchas veces también se trata de eliminar su recuerdo o su legado. No obstante, en este segundo estudio se desliza alguna afirmación que es demasiado taxativa y debería matizarse. Se menciona que la DGS aportaba «delirantes acusaciones», y es verdad que esto ocurría en muchos casos que se recogen en los expedientes del Archivo de Moret, culpas inventadas. Pero faltaría la referencia a otras circunstancias que completen el escenario porque también hallamos en ese conjunto documental casos de no pocos que se ampararon en aquel Madrid violento de la guerra para actuar como auténticos asesinos y cuando se le imputaron a estos hechos inmorales no eran delirios de los acusadores, sino actuaciones muy reales de estos sujetos. El rigor que se le debe exigir a cualquier investigador hace que me resulte chocante la reproducción de escenarios incompletos o terminologías incorrectas, por mucho éxito que estas tengan en redes sociales.
Tampoco es adecuado en un trabajo de historia sobre el periodo del franquismo el abuso del calificativo de «fascista» para el régimen vencedor de la guerra, aunque ese carácter hubiera hecho felices a más de uno de los sectores ideológicos que lo componían. No todas las dictaduras conservadoras o de extrema derecha del siglo xx fueron fascismo. Recomiendo leer el reciente trabajo de uno de los mayores estudiosos sobre de tema, el profesor británico de Oxford Roger Griffin (Fascismo. Una inmersión rápida, Barcelona, Tibidabo Ediciones, 2020), que aclara qué componentes tuvo el fascismo y dedica una atención específica al caso español que nos ocupa.
El texto que firma Santiago Vega Sombria se ocupa fundamentalmente de analizar cómo las nuevas autoridades de 1939 también manipulaban la realidad de la represión a partir de las causas que se atribuían a las muertes. Cómo, muchas veces, intentaban camuflar ejecuciones o asesinatos bajo fórmulas retóricas en el Registro Civil (suicidio, asfixia, «hemorragia cerebral», «fractura de cráneo»…) que remitían a supuesta muerte no violenta o accidental.
No obstante, al comienzo del estudio de Vega se afirma que la mortalidad en Madrid desde aquel 28 de marzo de 1939 se incrementó exponencialmente con respecto a la etapa anterior. Esta afirmación no se corresponde con la conocida investigación de Santos Julia y no se aportan datos o fuentes adicionales que la rebatan. Es cierto que a los 2936 ejecutados que se recogen en este libro hay que añadir suicidios, muertes por efecto de las malas condiciones de los centros de detención, otras como consecuencia de las torturas sobre quienes no llegaban a ser ejecutados… Todo ello es verdad, pero no olvidemos que, en datos que aporta la sólida obra de Santos Juliá publicada hace más de veinte años, los muertos por violencia política en Madrid durante la guerra superaron los 8000… Por tanto, en la represión de posguerra, que es absolutamente inmoral, no podemos hablar de un incremento exponencial con respecto a la violencia política asesina que se llevó a cabo durante la guerra en Madrid.
Llegamos al cuarto de los estudios, el que firma Daniel Oviedo Silva. En este caso el autor llama la atención sobre que no todos los ejecutados desde abril de 1939 lo fueron tras ser acusados de hechos cometidos durante el periodo bélico. Y denuncia que delitos comunes, como el atraco a mano armada fueron investidos de un carácter político y condujeron a sus autores, incluso aunque no se produjera muerte en la acción delictiva, a la última pena. Y añade dos matices graves. Uno, que esto se mantuvo en el nuevo código todavía en 1944; y dos, la barbaridad de que este tipo de hechos fueran sometidos a la justicia militar sumaria, lo que constituye un indudable abuso y exceso.
Continuamos en el ámbito de la justicia, si entendemos por tal (algo muy difícil de aceptar) la construida por el régimen franquista. Y tenemos el estudio que nos presenta Alejandro Pérez Olivares. Este profesor de Lyon explica cómo el nuevo poder franquista construyó culpables atribuyendo calificaciones a hechos cometidos antes de que el nuevo Estado aprobara sus leyes para aplicar su represión. Pero además denuncia cómo parte de la sociedad colaboró en esa persecución de los que acabarían siendo víctimas mediante delación, rastreo y captura, para terminar en una condena final.
El problema es que Pérez no completa el contexto de estos análisis porque nos presenta como novedad lo que ya venía siendo una práctica habitual en aquel convulso Madrid desde algunos años antes. Ciertamente, el bando del 29 de marzo de 1939 castigaba a responsables de hechos que se hubieran llevado a cabo desde el 18 de julio de 1936, lo cual suponía aplicar la ley con un inaceptable efecto retroactivo. Pero esta forma de aplicar la norma legal ya estaba presente en los decretos del Gobierno republicano sobre los nuevos delitos y la justicia revolucionaria, que se aprobaron y se comenzaron a aplicar en la España republicana en el verano y otoño del 36. Como tampoco era una novedad que el citado bando de marzo del 39 solicitara que funcionarios, comités de vecinos o serenos denunciaran o que los porteros urbanos se constituyeran en los principales delatores… Esto es algo que ya sucedió desde el mismo verano de 1936 en la retaguardia republicana: es un hecho que los principales denunciantes de supuestos emboscados traidores en el Madrid republicano fueron los porteros…
Por otro lado, el profesor Pérez también debería aportar los datos completos de las realidades que expone. Cuando recoge casos de personas denunciadas y represaliadas durante la guerra en el barrio de Tetuán se refiere al «cine incautado por la CNT» como «un centro de detención»…, pero este local era algo más. Hablamos del Ateneo Libertario-Comité del Cinema Europa, anarquista, donde, por ejemplo, actuó uno de los mayores asesinos del Madrid de la guerra: Felipe Emilio Sandoval Cabrerizo, conocido como el Doctor Muñiz. Indudablemente, no todos los que frecuentaron el comité del Cinema Europa eran asesinos como este, pero ese centro fue mucho más (y peor) que un simple «centro de detención». Y es que, de 1936 a 1939, Madrid no solo fue ciudad de la resistencia republicana, línea de frente, retaguardia y ciudad asediada… Fue también, y Pérez no lo menciona, una ciudad revolucionaria y con una elevada violencia política.
Llegamos al que me parece el más polémico de los estudios que se presentan, que se debe a Juan Carlos García-Funes. El motivo es su carácter más político que historiográfico. El autor censura a los sectores, que él identifica con el centro derecha político español, porque cuestionan dos puntos en un memorial como el que se proponía unido a este proyecto. Por un lado, el autor reprocha que esos sectores conservadores reclamen que figuren todas las víctimas de la guerra en Madrid, desde julio de 1936. Y en segundo lugar, también reprocha que esos mismos se opongan a que en un listado como el que se pretende para ese memorial se incluyan nombres de claros y demostrados asesinos que actuaron a sus anchas en el Madrid de la guerra y que luego fueron ejecutados por el Estado vencedor. En relación con ello, García Funes considera que la retirada de las placas con esos 2936 nombres es una anomalía en relación con otros memoriales en otros cementerios. Pero, ¿no será, más bien, una anomalía que cuando se quiere recordar a las víctimas de una guerra civil únicamente se recojan las identidades de los de un bando? ¿Es que no hubo víctimas injusta y vilmente asesinadas en Madrid entre julio de 1936 y abril de 1939? ¿No constituye una anomalía que en un memorial, que es algo que va unido a la idea de homenaje a quienes figuran en él, aparezcan nombres de personajes (y no son pocos) que, insisto, actuaron como auténticos asesinos durante la guerra? Eso sí que parecería algo anómalo. Creo que el problema radica en dar por sentado, por parte de algunos, que quienes piden que en los memoriales figuren todas las víctimas lo hacen con la intención de negar la represión en uno de ellos o quieran ocultar la de aquel al que se siente más próximos. Y esto es un juicio de intenciones que acaba por excluir un ejercicio de rigor para lo cual me permito sugerir que sería conveniente, tal vez, analizar la gestión de la memoria sobre experiencias de éxito en otros países con episodios similares y no al calor de la contienda política actual.
Por otro lado, el mismo García-Funes afirma que el memorial debería erigirse en aplicación de la Ley de Memoria Histórica (Ley 52/2007), norma que, en su artículo primero, mandata que se debe tributar homenaje y reconocimiento a quienes «padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, o de creencia religiosa, durante la Guerra Civil y la Dictadura, promover su reparación moral y la recuperación de su memoria personal y familiar», y, después, en el mismo artículo añade que se debe facilitar «el conocimiento de los hechos y circunstancias acaecidos durante la Guerra Civil y la Dictadura» porque, además, así se atiende a las recomendaciones internacionales sobre víctimas de violaciones de graves de los derechos humanos. En consecuencia, parece claro que para cumplir esta ley en un memorial se deberían incluir también las víctimas de Madrid entre julio de 1936 y abril de 1939. ¿Es que estos no fueron perseguidos o padecieron violencia durante la Guerra Civil? ¿Qué entiende el autor por la Guerra Civil? ¿Es que, por ejemplo, los más de dos mil asesinados con nocturnidad y saña en Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz en noviembre y diciembre de 1936, sacados previamente de una cárcel de la ciudad de Madrid sin haber sido juzgados, no fueron víctimas de una grave violación de los derechos humanos? ¿No es una anomalía que no se incluyan sus nombres en ese memorial de víctimas como el que se pretendía erigir en el cementerio madrileño?
Tampoco considero acertada la descalificación general y sin matices del fondo documental de la Causa General cuando se afirma que es la única fuente que muchas veces se emplea para el estudio de las víctimas de Madrid durante la Guerra Civil. De esa afirmación deriva que cuestione la validez de los análisis que otros han (hemos) hecho sobre la represión republicana de la capital. Todos los investigadores sabemos que, de alguna forma, los archivos mienten en el sentido de que ninguna fuente aporta toda la verdad. Y los que hemos trabajado con la Causa General la aceptamos como un conjunto de verdades y mentiras construida en un contexto de poca fiabilidad y es verdad que muy peligrosa como fuente. Por ello, quienes investigamos sobre estos asuntos de la historia también sabemos que no es, ni mucho menos, la única fuente que tenemos para reconstruir la violencia política de la Guerra Civil. Tenemos documentación judicial original republicana, documentación de instituciones del Madrid republicano (empezando por los originales de los sumarios de tribunales populares o de la Audiencia Territorial de Madrid), archivos de fuentes orales recopilados en el pasado cuando era posible, documentación de archivos extranjeros (conozco bien la inglesa, que es muy ilustrativa sobre denuncias de la violencia en el Madrid de la guerra), etc…
Además, este estudio se equivoca en algunas comparaciones que establece cuando parece considerar una violencia similar la que es producto de los bombardeos, del asedio continuado de Madrid, del hambre o de las privaciones, por tanto responsabilidad de los que cercaron la capital, con la violencia política que se ejercía contra los enemigos de la República emboscados o escondidos de la persecución.
En suma, de todo ello deriva que este penúltimo estudio firmado por García-Funes se aleje de la historia para entrar en la actualidad política y, derivado de esto, encontramos una visión muy sesgada de ese pasado sobre el que escribe. Es un problema que nace de mezclar investigación con arenga política y colocar los textos al mismo nivel y sin diferenciar. Esto confunde al lector, más aún cuando el libro se dirige a investigadores y público en general.
Y llegamos al último de los estudios, que para mí es el mejor de todos, junto con el de Hernández Holgado. Es el que firma el joven historiador Fernando Jiménez Herrera, en un texto que aborda un asunto sobre el que, desde su misma excelente tesis doctoral, ha escrito ya brillantes páginas: el cuestionamiento de la utilización del término checa para referirse a los locales comités y centros de detención, en ocasiones de tortura y muerte final, que gestionaron partidos políticos y organizaciones sindicales y surgidos a partir de la situación generada en la retaguardia republicana desde julio de 1936. Jiménez, como ya viene manteniendo en trabajos anteriores, considera que el uso del término es inapropiado y producto de una intención deslegitimadora de la República por parte del régimen franquista y, por tanto, lo considera inadecuado. Sin estar completamente de acuerdo con Jiménez Herrera, el debate que plantea me parece muy interesante y, personalmente, ha suscitado en mis planteamientos reconsideraciones, rectificaciones y matizaciones, aunque considero que para casos de determinados comités y centros del Madrid de la guerra el término de origen soviético checa sigue siendo válido. Y, a pesar de mis pequeñas discrepancias, el trabajo de Fernando Jiménez Herrera es un excelente análisis de la realidad de este fenómeno represor de la guerra y sus aportaciones han de ser tenidas en cuenta para perfilar con precisión esta realidad de la que estamos hablando. Hay que leer este estudio y al final replantearse no solo la utilización del término checa para algunos o para todos los comités en el Madrid de la guerra, sino ampliar la reflexión al uso que hacemos de otros términos o calificativos que empleamos cuando hablamos de esta etapa de la reciente historia de España.
Y encaminémonos ya al final de esta reseña con la referencia a la segunda parte de este libro. La relación de los 2936 ejecutados por el franquismo en Madrid entre 1939 y 1944 que han identificado los investigadores de este proyecto.
El problema de esta larga lista de nombres deriva del objetivo con el que se ha elaborado: estar destinada a formar parte de un memorial y que únicamente en él figuren estos nombres. Varios autores de los estudios se manifiestan en favor de que esas casi 3000 personas merecen todas ellas un igual reconocimiento y dignidad en memoriales, como este que se quiso poner en el cementerio madrileño, o reconocimientos públicos de otro tipo. Ello es muy cuestionable y, de hecho, se ha cuestionado posteriormente.
Es indudable, como señala por ejemplo Oviedo Silva, que en esos juicios sumarios franquistas de la posguerra faltaban las necesarias garantías procesales y, en no pocos de ellos, se «fabricaron» los llamados «hechos probados»… Pero es igualmente cierto que en otros muchos casos no fue así. Tenemos abundantes datos procedentes de diversas fuentes que acreditan la condición innoble (muchas veces de asesinos) de muchos de los que actuaron en el Madrid de la guerra, que para su desgracia en 1939 no pudieron escapar y acabaron ejecutados en la represión posterior.
Por otro lado, también coincidimos en que la justicia franquista no era tal, pero eso no significa que un número determinado de esos que el régimen vencedor capturó y acabó ejecutando entre 1939 y 1944 en Madrid no fueran, lisa y llanamente, delincuentes o directamente asesinos que, en ningún caso, deberían ser merecedores de un reconocimiento público. No puedo estar de acuerdo con esa afirmación final de Oviedo Silva de que las casi tres mil historias personales que hay detrás de esos nombres deban «caber en un único memorial». Hay demasiados ejemplos de que no debe ser así y de que hay que examinar caso por caso.
Así, un ejemplo: Álvaro Marasa Barasa fue uno de los asesinos ejecutores en Paracuellos del Jarama en el otoño de 1936 (el que organizaba las sacas de presos que salían de la cárcel de Ventas). Este tipo fue «juzgado», condenado y ejecutado en agosto de 1940 (citado en la página 300 del presente libro). Su juicio en la posguerra carecería de garantías procesales, es verdad, y como toda pena de muerte la debemos considerar una atrocidad y una barbarie (yo, al menos, la considero así), pero tenemos abundante documentación que prueba la condición de asesino de este sujeto y no parece adecuado que alguien así merezca estar en un memorial de honor y reconocimiento. ¿Es acaso digno colocarlo al mismo nivel, por ejemplo, que Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García (ambas en la página 198 del libro) o cualquiera de las otras once muchachas conocidas como las Trece Rosas? Por tanto, cuando la condición de víctima está unida a la de previamente haber sido verdugo esta segunda circunstancia no debería de ser olvidada.
Por otro lado, es verdad, como señala Pérez Olivares, que el franquismo construyó culpables a partir de simples partidarios de la República que no eran responsables de los hechos que se les atribuían. Eso es así y además parte de la sociedad colaboró en ello. Pero es igualmente verdad que no siempre los que terminaron ejecutados, aun cuando nos parece la pena de muerte algo execrable, fueron acusados falsamente de hechos atroces, imputables penalmente o reprobables moralmente. Porque entre esos 2936 nombres los hay de personas que amparadas en el clima de violencia que les rodeaba cometieron auténticos asesinatos y sobre ellos no se construyó ninguna culpabilidad. Así, otro ejemplo: el guardia civil Ambrosio Rueda García (en el listado en la página 360) fue uno de los principales responsables de la saca de más de 50 guardias civiles de la prisión constituida en la calle de Santa Engracia y que terminaron asesinados en el cementerio del Este. Aquí no se inventaron los hechos de los que Rueda García era responsable. ¿Vamos a colocar su nombre en un memorial de homenaje? No se puede caer en valoraciones simplistas porque no todo es blanco o negro.
Ciertamente, esta larga lista que se publica en el presente libro es un gran trabajo, necesario y útil entre otros para los estudiosos del tema. Pero es cuestionable y debe ser repensado que todos esos 2936 nombres debieran ser objeto de homenaje en un memorial. Deben ser analizados caso por caso y excluidos quienes, por su reprobable actuación, no merezcan ningún reconocimiento. Aun cuando los juicios no tuvieran garantías, son casos en los que se ha demostrado, por otras fuentes, que sí eran culpables de los hechos imputados, y aunque víctimas desde 1939, antes habían sido verdugos o asesinos.
Por consiguiente, para cerrar este balance hay que concluir que estamos ante un trabajo desigual como puede suceder en las obras colectivas. Textos muy destacables, como el último estudio de Jiménez Herrera o el primero de Fernández Holgado, otras aportaciones relevantes aunque con carencias o afirmaciones muy discutibles, y algún trabajo como el de García-Funes, que se adentra fundamentalmente en la actualidad política y no debe ser analizado como trabajo historiográfico sino, más bien, como un texto reivindicativo de una posición personal, respetable en cualquier caso.
Ciertamente, el trabajo final tiene ese tono reivindicativo en la línea de recuperar nombres, identidades, historias de vida de víctimas y denuncia de inmorales prácticas represivo-judiciales del régimen franquista que es pertinente, necesario y digno de aplauso. Todo ello hace, en cualquier caso, recomendable su lectura para los interesados en el tema, especialmente por esa interesante aportación de fuentes y de necesarias reflexiones o replanteamientos de algunos conceptos que se manejan habitualmente cuando se investiga y publica sobre temas relacionados con la represión en la Guerra Civil y que a veces no se abordan con la exigible profundidad.
No obstante, el mayor inconveniente es, sin duda, la ausencia de discriminación en el listado de víctimas entre, por un lado, quienes merecen recuerdo y homenaje y, por otro, quienes hay que colocar en un lugar de denuncia y reprobación por su actuación durante una guerra en la que por defender una causa no todo valía. Por mucho que algunos autores se empeñen en lo contrario, no todas las víctimas del franquismo son iguales y dignas de reconocimiento. No lo puede ser quien su trayectoria en la etapa del Madrid republicano se ve jalonada de violencia, asesinatos y otros comportamientos inmorales, aunque también sea inmoral y reprobable, siempre y en cualquier caso, la aplicación de la pena de muerte para cualquier ser humano, incluso para los que previamente no tuvieron ningún respeto por la vida ni por la dignidad humana de otros.