Un grupo de jóvenes derechistas de Alcalá de Henares, tres agentes de las fuerzas de orden público de diverso signo político, los generales Rafael Villegas y Joaquín Fanjul, varias decenas de habitantes de Caspe, el socialista Agapito García Atadell, el también socialista Fernando de Rosa, el exministro radical Rafael Salazar Alonso y el líder agrario Andrés Maroto. Todos ellos perdieron la vida violentamente entre la primavera y el verano de 1936, poniendo abrupto fin a un ciclo vital al que, en la mayoría de los casos y en tiempos menos recios, probablemente habrían quedado largos años antes de llegar a su conclusión. Todos ellos son los protagonistas del libro colectivo Vidas truncadas. Historias de violencia en la España de 1936, dirigido por Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey.
Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey son dos de los mejores especialistas de la historia política y de la historia de la violencia política de los años treinta del siglo xx español. El segundo de ellos, además, se hizo acreedor del Premio Nacional de Historia en 2020 por su obra Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española, cuya metodología, en buena medida, es la que se emplea en los estudios que integran el presente volumen: el relato detallado, fruto de una meticulosa investigación, de la violencia política ejercida en un ámbito espacio-temporal bien delimitado. Los directores de la publicación se encuentran acompañados de un elenco de no menos reputados estudiosos, algunos más jóvenes, otros con una reconocida trayectoria a sus espaldas: Sergio Vaquero Martínez, Roberto Muñoz Bolaños, José Luis Ledesma, José-Antonio Parejo Fernández, Sandra Souto Kustrín y Nigel Townson.
La originalidad principal del libro estriba en su atención a los individuos que fueron víctimas —y, de paso, también a los que fueron victimarios, reuniéndose, incluso, a veces ambas condiciones en la misma persona— de la violencia política de 1936. No se trata, por tanto, de un recuento de víctimas ni de una historia de «bandos», sino «una historia de individuos y vivencias personales, ricas en matices y contradicciones» (p. 14). Fueron individuos que transitaron de las reñidas elecciones de febrero de 1936 a la brutal experiencia del golpe de Estado, la guerra y los actos violentos de la retaguardia, pasando por el perturbador deterioro de la convivencia en los meses que mediaron entre aquellas y estos acontecimientos. Precisamente, es este uno de los argumentos que recorre con fuerza el libro: la dificultad de comprender los crímenes cometidos en el conflicto bélico sin conocer las tensiones concretas, visibilizadas en personas y lugares, del período inmediatamente precedente y, a su vez, la imposibilidad de que aquellos se hubiesen producido sin la inédita situación creada por el levantamiento militar y la guerra que desencadenó.
Para penetrar en los acontecimientos e indagar en las vicisitudes de los protagonistas, marcadas por la experiencia del pasado reciente, el libro reivindica una perspectiva desde abajo de carácter microhistórico y la aplicación del método inductivo. En la tradición de la microhistoria, los capítulos recurren a un relato minucioso, aproximándose a la densidad —casi en el sentido geertziano del término, tan caro a la microstoria—, que denota el profundo conocimiento de los autores de su materia y el experto manejo y explotación de las fuentes disponibles. La densidad descriptiva, además, sirve de soporte narrativo no solo al estudio biográfico de los individuos protagonistas, sino al del contexto en medio del cual sus particulares dramas se desarrollan, lo que acabarán en el temprano cercenamiento de sus vidas.
El trabajo que abre la serie de estudios, «De vecinos a enemigos», es una excelente muestra de todo lo señalado: conexión entre los odios de la preguerra y los crímenes de la guerra y detallada descripción basada en una cuidadosa pesquisa en archivos. En él, Manuel Álvarez Tardío da cuenta del enrarecimiento del clima político en Alcalá de Henares a partir de marzo de 1936, con agresiones y detenciones arbitrarias que se cebaron en los elementos conservadores de la localidad, y que alcanzaron su punto álgido en el mes de mayo e involucraron a oficiales del Ejército. Quienes participaron en las acciones fueron sobre todo jóvenes, y los jóvenes —de hecho, los mismos jóvenes— constituyeron, iniciada la guerra, las principales víctimas y también los victimarios de la violencia política de retaguardia.
Los meses previos a la guerra proporcionan la cronología al estudio de Sergio Vaquero, cuyos protagonistas son tres miembros de las fuerzas de seguridad que resultaron muertos entre marzo y julio de 1936: el agente de Investigación Jesús Gisbert, el guardia civil Anastasio de los Reyes y el guardia de Asalto José del Castillo. A través del análisis de las circunstancias de sus muertes y de su ritualización, el capítulo pone de relieve algunos de los problemas que afligieron a la gestión del orden durante la República: su politización, el distanciamiento entre las fuerzas de policía y el Gobierno, el endurecimiento de los métodos policiales al compás de la extensión de una sensación de inseguridad entre los agentes y el protagonismo creciente de las milicias de partido.
Los generales Fanjul y Villegas hallaron la muerte ya iniciada la guerra y como consecuencia directa de su implicación en el alzamiento militar. Fueron muertos con apenas seis días de separación, pero en circunstancias bien distintas: el primero, ante un pelotón de fusilamiento, condenado por rebelión militar; el segundo, cuyo juicio todavía no se había celebrado, en el asalto de la Cárcel Modelo de Madrid. El capítulo de Roberto Muñoz Bolaños reconstruye, con excelente pulso narrativo, las trayectorias vitales de ambos militares, su incomodidad con la República, la caótica sublevación de la plaza de Madrid y el accidentado juicio sumarísimo de Fanjul.
El de José Luis Ledesma es el capítulo que ofrece protagonismo al colectivo más amplio: las víctimas caspolinas de los combates y de la represión en la retaguardia. De entre ellas, destacó la figura estrafalaria del capitán de la Guardia Civil José Negrete, quien antes de ser víctima fue cabeza de la rebelión militar en Caspe y perpetrador directo de alguno de los crímenes cometidos en su transcurso. Los crímenes continuarían una vez sofocado el levantamiento, pero los que se cometieron no serían ya solo obra de los vecinos y efecto de razones que se retrotraían en el tiempo, sino también producto de otro fenómeno habitual en la guerra: la intervención de forasteros.
«Agapito García Atadell fue un héroe y un villano». Así da inicio el capítulo de José-Antonio Parejo, en el que se retrata un personaje en absoluto excepcional, salvo por el escaso tiempo de vida que le restó tras su defección: joven radicalizado, agitador profesional, oportunista, cuadro del PSOE y de la UGT, caballerista y prietista a conveniencia y, durante la guerra, no un «incontrolado», sino un implacable policía de métodos harto dudosos al servicio del ministerio de la Gobernación. Hasta ahí el héroe, al menos para los suyos. El villano se descubrió cuando intentó huir a América con un jugoso botín y fue interceptado en Canarias por las autoridades franquistas, quienes lo sometieron a juicio y condenaron a muerte.
Fernando de Rosa, por su parte, es el único protagonista del libro que cayó en el frente de combate. También el único extranjero. La indagación en su peripecia vital de antifascista casi de manual la firma Sandra Souto. Con ella, asistimos al nacimiento de De Rosa a la vida política en Italia como socialista revolucionario, su exilio en Bélgica y en España, su integración en las milicias socialistas, su participación en la Revolución de octubre, su muerte en combate en la sierra y su declinante memoria como «héroe de la juventud».
Finalmente, los dos últimos capítulos relatan el itinerario que condujo al fatal desenlace de sendos republicanos conservadores. En el primero de ellos, Nigel Townson relata cómo un republicano radical que hizo gala de «exaltación izquierdista» hasta 1933, Rafael Salazar Alonso, acabó siendo condenado en 1936 por «rebelión militar» contra la República. En su sentencia de muerte, pesaron no los hechos probados, sino su ejecutoria como ministro de la Gobernación, marcada por su obsesión antisocialista —que llegó a ser recíproca—, y su cada vez más manifiesta deriva contrarrevolucionaria, aunque se mantuviera al margen de la conspiración militar. Para su ejecución fue esencial la anuencia de un Gobierno atemorizado por la posible reacción revolucionaria a un indulto.
Fernando del Rey, por su parte, relata el trágico destino del manchego Andrés Maroto, conservador dinástico devenido republicano en defensa de los intereses de los propietarios agrarios. El antecedente de las tensiones vecinales en su villa natal, La Solana, y de su enfrentamiento personal con los socialistas explicaría el empeño con que, en medio de la espiral violenta de las primeras semanas de guerra, se le dio caza en Madrid y, con la aquiescencia de las autoridades locales y algunas provinciales fue detenido, retenido y finalmente asesinado. Su republicanismo no le protegió de su triste destino.
Vidas truncadas permite, a través de su perspectiva centrada en lo individual y lo local, una mirada más sagaz y compleja sobre una realidad, la de los años treinta del siglo xx en España que, como toda realidad histórica, no debería ser nunca susceptible de simplificaciones ni de presentismos, ya se pretenda imponer estos en nombre de la historia o de la memoria.