RESUMEN
En este artículo, analizaremos las experiencias corporales de hombres y mujeres españoles para ampliar nuestra comprensión de la sociedad española durante la posguerra. Basado en casos concretos de violación y mutilación durante la guerra, el artículo perfila los límites del privilegio de pertenecer al bando vencedor de la Guerra Civil, cuestionando la medida en que esta afiliación funcionó como garante contra las vicisitudes de la vida bajo el primer franquismo. Dentro del contexto de miseria generalizada de la posguerra, destacamos importantes jerarquías y privilegios relativos entre hombres y mujeres, así como entre individuos de distintas clases y condiciones sociales. Nuestra investigación demuestra cómo la victoria franquista aportó privilegios más significativos para sus adherentes masculinos que femeninos. También existían jerarquías notables entre hombres de distintas clases, con distintos tipos de discapacidad. Concluimos que, para la mayoría de los españoles, la posguerra se puede considerar una continuación de la guerra: no entre combatientes, sino contra el paro, el hambre, la creciente colonización de los cuerpos femeninos y los exiguos o inexistentes apoyos económicos proporcionados por la dictadura.
Palabras clave: Mutilados; violación; género; posguerra; franquismo.
ABSTRACT
This article analyses the bodily experiences of Spanish men and women in order to broaden our understanding of the Spanish postwar. Drawing on the examples of war disability and rape, this research outlines the limits of the privilege which came along with being associated with the winning side in the Civil War, and questions the extent to which this affiliation functioned as a guarantor against the challenges of life under early Francoism. Within the context of generalised postwar hardship, important hierarchies and relative privileges emerged between men and women, and individuals from different social backgrounds. Men, for example, benefitted to a greater extent from «victor privilege» than their female counterparts. Meanwhile, there were also significant hierarchies between men from different classes with different kinds of disabilities. For ordinary Spaniards, the postwar period can be considered a continuation of the war, though not one between combatants, but rather a struggle against unemployment and hunger, a growing colonisation of women´s bodies, and the meagre or inexistent social benefits provided by the dictatorship.
Keywords: War disability; rape; gender; Francoism.
En 1941 se estrenó la película Porque te vi llorar, dirigida por Juan de Orduña y protagonizada por los hermanos Pastora y Luis Peña[2]. El largometraje contaba la historia de María Victoria, una joven aristócrata que fue violada durante la Guerra Civil española (1936-1939) por milicianos republicanos. En los meses posteriores a la violación, María Victoria se encuentra aislada de su comunidad por haber dado a luz a un hijo ilegítimo de padre desconocido. Afortunadamente para la protagonista, su salvación llega a través de José, un enigmático electricista que se compromete a ayudar a la joven tras verla llorar sus penas ante la Virgen. En el desenlace, se revela que José, cuya verdadera identidad permanecía oculta hasta entonces, es un héroe del asedio de Oviedo, hecho que se descubre cuando María Victoria encuentra su cédula de mutilado de guerra en un bolsillo. La combinación temática de violación y mutilación durante la guerra en Porque te vi llorar no era baladí, sino que señalaba la redención de España gracias a la bravura, el sacrificio y el paternalismo del hombre español. La mujer violada, legitimada por el héroe de guerra (físicamente mutilado, pero moralmente recto), simbolizaba una España marcada pero redimida por una «guerra-Cruzada», cruenta pero necesaria[3].
Dejando a un lado su contenido claramente propagandístico, Porque te vi llorar plantea preguntas importantes sobre cómo la posguerra afectó físicamente a los españoles. La obra de Orduña salió a la luz pocos años antes de que los clásicos The best years of our lives (Los mejores años de nuestras vidas) y The men (Los hombres) se estrenasen en los Estados Unidos[4]. Sin embargo, mientras que estas películas abordaban directamente la difícil vuelta a casa para quienes habían perdido su integridad física durante la Segunda Guerra Mundial, los efectos de la discapacidad no figuran en Porque te vi llorar. En esta película, las heridas de José son invisibles y no perjudican su posición como proveedor, marido y padre. Por su parte, la violación de María Victoria también se narra de forma muy aséptica, reproduciendo la retórica franquista mediante la historia estereotipada de una mujer inocente y virtuosa deshonrada por la nefasta «horda marxista», un tópico que escondía las muchas otras modalidades o «constelaciones» de violación perpetradas durante y después de la guerra[5]. En este artículo, nos preguntamos por los derroteros que tomaron los cuerpos mutilados y violados en la posguerra para ampliar nuestra comprensión de nociones de cambio y continuidad en la sociedad española entre la guerra y el período posterior.
Los fenómenos de la discapacidad masculina y la violación femenina no se pueden considerar ni equivalentes ni mutuamente exclusivos: existieron mujeres mutiladas por su participación en la guerra —las «damas mutiladas» según el lenguaje del régimen— y, a la inversa, hombres que padecieron abusos sexuales[6]. Sin embargo, la gran mayoría de los mutilados durante la guerra fueron varones y las víctimas de violación fueron mujeres. Como demuestra la película Porque te vi llorar, los dos fenómenos ocuparon posiciones a la vez opuestas y complementarias en la retórica del nuevo régimen. La mutilación física ponía en peligro la identidad masculina del héroe de guerra por el impacto sobre su capacidad laboral, como proveedor y reproductor, mientras que la violación era considerada una «mutilación» del honor de la mujer, que entonces pasaba a perder la integridad de su pureza femenina[7]. De este modo, un enfoque sobre los casos concretos de la violación y la mutilación de guerra nos permite contrastar la retórica con la realidad franquista, sugiriendo historias que nos pueden resultar incómodas por no encajar dentro de las visiones binarias de una sociedad española de posguerra fácilmente divisible entre vencedores y vencidos. En este sentido, este estudio contribuye a los debates recientes sobre «zonas grises» y «vencedores comunes» bajo el franquismo, e intenta ampliar nuestros conocimientos sobre sectores demográficos políticamente ambiguos enfocándose en cuestiones de género, discapacidad y corporalidad[8]. Este planteamiento nos permite perfilar los límites del privilegio vinculado a la pertenencia al bando vencedor de la Guerra Civil, sobre todo la medida en que esta afiliación funcionó como garante contra las vicisitudes de la vida en la posguerra española.
La política de la dictadura franquista hacia los mutilados de guerra mantuvo abiertas (a veces literalmente) las heridas de la Guerra Civil, enfatizando las divisiones y jerarquías entre los excombatientes franquistas y republicanos después de la contienda. Según los cálculos del régimen, 50 000 excombatientes franquistas fueron mutilados durante la guerra[9]. Esta cifra ignoraba, por supuesto, a los miles que contrajeron lesiones luchando por la República, además de los mutilados franquistas que no cumplían los criterios necesarios para entrar en el cuerpo de mutilados creado por el régimen[10]. En abril de 1938 se creó el Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra por la Patria (BCMGP) para gestionar las pensiones y peticiones de combatientes mutilados que lucharon por el bando vencedor. Liderado por el «mutilado glorioso» José Millán Astray —fundador de la Legión española, y así apodado por las heridas contraídas durante las campañas coloniales en Marruecos— se decretó que el BCMGP ayudase a los mutilados con aptitud laboral a encontrar empleo mientras que proporcionaba pensiones únicamente a quienes por sus heridas ya no podían trabajar[11]. Adaptando el término «caballero legionario» para eludir la etiqueta estigmatizante de «inválido», a los miembros del BCMGP se les dará el título de «caballero mutilado». Según el mito fundacional del BCMGP, Franco explicitó su deseo de utilizar un vocabulario adecuado para referirse a los héroes mutilados de la cruzada a Millán Astray cuando le encargó la organización del cuerpo, diciéndole: «Pues bien, organiza este Nuevo y glorioso Cuerpo [sic], que se llamará Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra por la Patria, ya que nosotros, los soldados, y eso bien lo sabes tú, por muy amputados y muy estropeados que estemos, nunca se nos puede llamar inválidos, ya que el entusiasmo y el espíritu no se invalidan jamás en los buenos soldados»[12].
Esta afirmación reflejaba la necesidad de construir una narrativa positiva alrededor de este conjunto de personas que, de otro modo, podrían minimizar la retórica triunfalista de la «guerra de liberación». Tildarles de «inválidos» suponía minusvalorar sus sacrificios y, por lo tanto, la legitimidad del 18 de julio y la victoria franquista. El estrambótico título de «caballero mutilado» pretendía reflejar el heroísmo del soldado herido en la guerra. Sin embargo, a largo plazo se convertiría en símbolo del privilegio del que gozaban los mutilados del bando vencedor, sobre todo en comparación con los llamados «jodidos cojos» del vencido Ejército republicano.[13]
El reglamento del BCMGP reservaba un porcentaje de puestos para los mutilados clasificados como «útiles», mientras que las personas en las categorías de «permanente» y «absoluto» tenían derecho a una pensión para cubrir tanto sus necesidades como las de sus dependientes[14]. Para quienes consiguieron entrar en el Cuerpo, estos apoyos constituyeron una importante ayuda para aguantar las condiciones de hambruna y crisis económica de la posguerra[15]. De este modo, en el contexto de paro generalizado, la visibilidad de caballeros mutilados en puestos de portero o de guardia cimentó la percepción de que los excombatientes franquistas se beneficiaban de ciertos privilegios. A ello se sumaban los frecuentes homenajes públicos a los mutilados y sus sacrificios, que incluían partidos de fútbol, obras de teatro y corridas de toros celebradas en su honor[16]. Además, un porcentaje desproporcionado de estos mutilados ocuparon puestos de poder a nivel local. Entrado el año 1951, 60 (0,7 %) de los 9005 alcaldes de España eran caballeros mutilados, una cifra importante considerando que este grupo constituía solo 0,2 % de la población española de la época[17]. Muchos de estos hombres procedían de familias de élite o de los escalafones de Falange y debían estos puestos a sus conexiones políticas y sociales más que a sus mutilaciones, pero su visibilidad como mutilados se plasmó en el imaginario colectivo, contribuyendo a mantener vivas las jerarquías entre vencedores y vencidos[18].
De hecho, para los estimados entre 50 000 y 60 000 mutilados del Ejército republicano, el 1 de abril de 1939 no supuso un punto final en la lucha por su supervivencia[19]. Los aproximadamente 2200 que se exiliaron en Francia para huir de la represión franquista pronto se vieron inmersos en otra guerra[20]. Al cruzar la frontera, fueron acogidos en campos de concentración como los que se construyeron rápidamente en las playas mediterráneas de Argélès-sur-Mer y Saint-Cyprien, donde se enfrentaron al invierno en pésimas condiciones que dificultaban la cicatrización de las heridas y favorecían la gangrena[21]. Los pequeños apoyos económicos y materiales organizados por la Liga de Mutilados e Inválidos de la Guerra de España para los mutilados exiliados cesaron de golpe con la ocupación nazi de Francia. Así mismo, se derrumbaron las estructuras de apoyo erigidas hasta entonces, como el Centro de Albergue del Castillo de Pressigny en el Loiret[22]. Este último pertenecía al Gobierno exiliado de la República hasta su requisamiento por la embajada franquista en Francia durante la ocupación nazi, expulsándose a todos los mutilados republicanos que allí se encontraban albergados[23]. Durante los cuatro años siguientes, a las dificultades de la convalecencia física se sumaron la persecución, las deportaciones y el agudizamiento de la precariedad económica[24]. Sintiendo que llevaban «sobre su cuerpo la mancha de su deshonra», al terminar la Segunda Guerra Mundial los mutilados refugiados en Francia se enfrentaron a la dura tarea de adaptarse física y psicológicamente a sus nuevas corporalidades[25].
Aunque los mutilados exiliados en países latinoamericanos, sobre todo en México, escaparon de la violencia nazi, tuvieron que adaptarse a una nueva vida en un país desconocido, muchas veces sin el apoyo de sus familias. Muchos encontraron trabajo en empresas como Vulcano, una compañía de construcciones mecánicas, IQFA (Industrias Químico-Farmacéuticas Americanas) o en industrias vinculadas con su formación[26]. Muchas veces estos trabajos consistían en puestos de ordenanza, porteros o guardias, que no pagaban mucho, pero que les permitían más o menos seguir adelante y empezar a construir una nueva vida en el exilio. Aquellos cuyas heridas les impedían trabajar recibían una pequeña ayuda del Comité Técnico de Ayuda a los Republicanos Españoles (CTARE), que no llegaba a cubrir todas sus necesidades[27]. Su relativo desahogo en comparación con sus camaradas en España y Francia tampoco borró las secuelas psicológicas de la violencia sufrida en España ni el haber tenido que dejar atrás a sus familias y otros seres queridos[28]. Por otro lado, aunque el gobierno de Lázaro Cárdenas aparentó abrir los brazos a los refugiados españoles, esta bienvenida incluyó condiciones como la prohibición de involucrarse en cuestiones de política doméstica mejicana. Esto resultaba especialmente problemático para quienes habían ocupado cargos políticos importantes en España, pero era además una clara indicación de que nunca estarían del todo en casa en su país de acogida[29].
Para los que se quedaron en España, el final de la guerra señaló el comienzo de «un penoso camino de privaciones y dificultades de todo tipo», principalmente la represión y el silencio administrativos, solo soportables gracias a las pequeñas ayudas de la Liga de Mutilados, la Asociación de Inválidos Civiles y el sostenimiento cotidiano de la familia[30]. Sin ningún tipo de apoyo económico estatal, encontrar trabajo era imprescindible para los mutilados republicanos, una tarea difícil dentro de un contexto de paro generalizado, donde los puestos adecuados para los discapacitados eran reservados a los caballeros mutilados, y donde la etiqueta de «rojo» bastaba para ser rechazado[31]. En este contexto, los mutilados republicanos, sobre todo aquellos con heridas visibles, aguantaron la triple humillación de pertenecer al bando vencido, tener que recurrir a la caridad y perder todo reconocimiento de su estatus como mutilados de guerra[32]. Raras veces los mutilados de la República pudieron volver a su ocupación de antes de la guerra y muchos tuvieron que recurrir a la caridad pública[33]. Otros aceptaron trabajos de limpiabotas o vendedores de cerillas o encontraron maneras creativas de seguir adelante[34]. Tal fue el caso de Sixto García, excombatiente paralítico e «inválido total» que, tras el fallecimiento de la hermana que había cuidado de él, se dedicó a la filatelia desde su casa en Madrid para pagar a la anciana que asumió la tarea de atenderle; o de Nicasio Cuesta, amputado de una mano que se ataba una hoz a la muñeca para poder segar trigo o centeno para mantenerse[35].
Un testimonio de 1947, escrito por un mutilado que se había quedado en España, ilustra las condiciones que aguantaron aquellos que se quedaron en su país natal:
[…] los que han sabido hacer frente a la cruel realidad, una vez terminada la guerra, se mantienen haciendo equilibrios cada vez más difíciles, unos vendiendo periódicos, otros otras cosas y otros trabajando en algunas industrias de acuerdo con sus condiciones físicas, pero todos haciéndonos la ilusión de que lo que ganamos nos permite adquirir la mitad de lo que necesitamos para seguir arrastrando esta vida encadenada, vil, llena de miseria y hambre que para mayor vergüenza nos vemos obligados a afrontar a diario porque así lo quieren unos cuantos miserables brutalmente inhumanos, pero españoles. Por el contrario, hay otros que desde el principio de nuestro «calvario» se hundieron, pero de tal forma y tan completamente, que unos continúan hundidos exhibiendo sus muñones en las vías públicas, otros encarcelados y el resto sucumbieron[36].
Como afirmó este mutilado anónimo, las privaciones económicas se negociaban en muchos casos en paralelo con la represión política. Durante la posguerra, la mayoría de los líderes de la Liga de Mutilados republicana fueron encarcelados o enviados a campos de trabajo[37]. Este contexto fomentó cierta vergüenza o inquietud en torno a las heridas adquiridas en trincheras republicanas, sobre todo para los mutilados con cicatrices muy visibles[38]. En este sentido, la paz de Franco no supuso una auténtica tregua para los mutilados republicanos y muchos de ellos consideraban que la guerra no podía darse por terminada hasta recibir igual trato que los caballeros mutilados (objetivo que no se logró hasta 1980)[39].
De este modo, la jerarquía entre vencedor y vencido es evidente. No obstante, hay que tratar con cautela el aparente binarismo entre las experiencias de los mutilados de ambos lados de la contienda, reconociendo las jerarquías que operaban dentro de las categorías vencedor y vencido[40]. Al subrayar la miseria absoluta padecida por los mutilados republicanos, también es imprescindible reconocer las limitaciones de las provisiones del BCMGP. La historiografía internacional sobre la discapacidad surgida de la Primera Guerra Mundial ha subrayado las múltiples dificultades a las que se enfrentaron Gobiernos e individuos a la hora de reintegrar y acomodar los cuerpos destrozados por la guerra en la sociedad. Preocupaciones presupuestarias condujeron a las autoridades a adoptar actitudes escépticas hacia quienes pedían apoyo estatal, mientras que los excombatientes solían experimentar una crisis de masculinidad al perder su aptitud para el trabajo y otros marcadores de la identidad varonil[41]. En España, las jerarquías entre vencedor y vencido tuvieron el efecto de preservar en cierto modo las percepciones de la identidad masculina de los caballeros mutilados. En la miseria generalizada de la posguerra, los mutilados del bando vencedor nunca fueron percibidos como víctimas emasculadas de la Guerra Civil. Sin embargo, al igual que en otros países, el régimen franquista no gozaba del presupuesto necesario para facilitar la reintegración social y profesional de los mutilados de su bando ni para proporcionar pensiones adecuadas para cubrir sus necesidades y las de sus familias.
Entre 1938 y 1958, un mutilado de tropa categorizado como «absoluto» —es decir, la clasificación más alta de mutilación— cobraba entre 6000 y 12 000 pesetas al año, una cantidad quizás adecuada para solteros, pero que no alcanzaba para sostener una familia[42]. Mientras tanto, los designados como «útiles» —una categoría que comprendía mutilaciones de entre el 11 % y el 90 % y que incluía individuos con mutilaciones tan severas como amputaciones de pierna o brazo— debían mantenerse a sí mismos y a sus familias con puestos de trabajo generalmente de baja calificación y mal remunerados. Aunque el reglamento del BCMGP reservaba puestos para los caballeros mutilados dentro de la Administración pública y en industrias privadas, en realidad tenían que competir con excombatientes y exprisioneros no mutilados. En 1942, se reconocieron las dificultades a las que se enfrentaban en el mercado laboral y se extendió la elegibilidad para la categoría «permanente» a quienes, pese a sus esfuerzos, no encontraban trabajo. De todos modos, estas mejoras legislativas no resolvieron los problemas de los mutilados útiles, que tenían que aceptar cualquier puesto proporcionado por el BCMGP, y que muchas veces ni siquiera eran conscientes de los cambios legislativos a su favor.
En este sentido, hay que apreciar la enorme desigualdad que existía dentro de la categoría de «caballero mutilado», sobre todo entre quienes emprendieron carreras dentro de las fuerzas armadas después de la guerra y quienes volvieron a la vida civil. Los primeros se mantenían al tanto de las innovaciones legislativas que podían beneficiarles, al tiempo que gozaban de los privilegios correspondientes a su situación dentro de la Administración castrense. Primero, los salarios de mutilación y pensiones vinculados a las medallas de sufrimiento eran mucho más generosos para jefes y oficiales que para los suboficiales y el personal de tropa. Además, como soldados en activo, los mutilados «militares» gozaban de promociones por antigüedad o condecoraciones, como cruces de la constancia que se correspondían con sus años de servicio y que comportaban ciertos beneficios económicos. Para aquellos mutilados que gozaban de la categoría de oficial, las estructuras de ascenso de la escala cerrada implicaron que muchos alcanzasen el rango de capitán o coronel[43]. Otros, sobre todo suboficiales o personal de tropa, gozaron de cierta estabilidad laboral, aunque al no tener acceso a los privilegios de la clase oficial se quejaban de sus bajos salarios, un problema generalizado dentro del Ejército macrocefálico de Franco[44].
Las limitaciones de la ley franquista resultaron especialmente evidentes en el ámbito de las enfermedades físicas y mentales. El régimen se negó a reconocer a los combatientes debilitados por enfermedades contraídas en campaña como la tuberculosis, a pesar de —y seguramente debido a— la cantidad de combatientes afectados. Los soldados hospitalizados por razón de enfermedad eran el doble de aquellos ingresados por heridas, y un número desconocido, pero sin lugar a duda significativo, padecieron los efectos de estas enfermedades a largo plazo[45]. En 1938, el presidente de la Real Academia de Medicina de Zaragoza presentó una petición a Franco para apoyar a combatientes que padecían enfermedades contagiosas:
[…] el que subscribe […] suplique a S. E. que incluye en tan Glorioso Cuerpo [el BCMGP] a los combatientes inutilizados por enfermedades adquiridas en campaña; combatientes que quedaron también mutilados al perder el buen funcionamiento de sus pulmones o de su corazón, o la perfecta actividad fisiológica de su hígado o de su bazo, o la imprescindible misión eliminadora de sus riñones, o la vital tarea de nutrición de su intestino, etc., etc. Estos bravos luchadores al quedar también honrados con el título de caballeros mutilados tendrían el consuelo para sus padecimientos de ver como la Patria agradecida les prestaba honores y les concedía recompensas realizándose con ello una obra de justicia […][46].
Sin embargo, esta propuesta se descartó con el argumento de no poder precisar con certeza el origen de estas patologías, por temor a que muchos individuos reclamasen apoyos estatales para condiciones que no tenían por qué haber surgido durante la guerra[47]. Este escepticismo hacia sus propios soldados reflejaba el alto esfuerzo presupuestario que supondría este tipo de apoyo. No obstante, el abandono de los enfermos fue puesto de relieve por autores como el falangista Rafael García Serrano, que dedicó su famosa novela La fiel infantería «a los enfermos de la guerra, que también daban su vida por la patria, humildemente, entre la indiferencia general»[48]. García Serrano, él mismo contagiado de la «peste blanca» durante la guerra, demostró cierta amargura hacia las jerarquías que se habían establecido entre los enfermos y los heridos. Estando hospitalizado con tuberculosis, el personaje de Ramón —que al final sucumbe a su enfermedad— pasa los días observando a los mutilados con heridas físicas, notando con envidia «las etiquetas de sus viajes de valor»[49]. En general, aquellos con enfermedades físicas tuvieron que acudir a organizaciones civiles como el Patronato Nacional de Tuberculosis, y dependían del apoyo de sus familias.
Visto el abandono de los enfermos físicos, podría sorprender el hecho de que en 1944 y 1948 se introdujese legislación para cubrir las necesidades de los llamados dementes del Ejército[50]. Las bajas por enfermedad mental constituyeron un problema alarmante para los beligerantes de la Primera Guerra Mundial y, pese a su neutralidad en la contienda europea, los psiquiatras españoles se mantuvieron al tanto de los debates sobre las «neurosis de guerra» en la comunidad científica internacional[51]. Sin embargo, mientras que psiquiatras republicanos como Emilio Mira se mostraron dispuestos a reconocer el trauma exógeno —es decir, el causado por circunstancias psicológicamente traumáticas—, los médicos que lideraban los servicios psiquiátricos dentro del Ejército franquista adoptaron una posición negacionista[52]. En realidad, las leyes de 1944 y 1948 se limitaron a apoyar enfermedades cerebrales causadas por lesiones físicas, además de patologías «orgánicas» padecidas por militares con un mínimo de diez años de servicio[53]. En este sentido, el régimen nunca reconoció de modo oficial las secuelas psicológicas de las experiencias traumáticas de guerra, ni siquiera para los combatientes de su bando. Psiquiatras franquistas como Antonio Vallejo Nágera y Juan José López Ibor negaron que las «neurosis de guerra» fuesen enfermedades específicas, tendiendo a atribuir el aumento de bajas psiquiátricas en tiempos de guerra a debilidades individuales preexistentes, físicas y/o hereditarias, reveladas bajo las presiones de la guerra[54].
Este escepticismo reflejaba los debates de la psiquiatría alemana, que desde la Gran Guerra se volcó contra las ideas decimonónicas de Hermann Oppenheim sobre las «neurosis traumáticas», pero también encajaba con la ideología franquista, sobre todo con respecto al género y la retórica de cruzada[55]. Los «dementes» contradecían ideas hegemónicas sobre la masculinidad, particularmente nociones de autocontrol, al tiempo que menoscababan la retórica de la Guerra Civil como cruzada redentora que salvó a España de la degeneración física y moral[56]. Pero sin lugar a dudas, el objetivo era evitar que la guerra se vinculase a traumas psicológicos para exonerar al régimen de las responsabilidades presupuestarias derivadas del mantenimiento de guerra. Para ello, muchas bajas psiquiátricas eran diagnosticadas como «esquizofrenia»[57]. Muchas de las personas afectadas arrastraron los recuerdos de sus experiencias de guerra no solo durante la posguerra, sino el resto de sus vidas. La ubicuidad de las secuelas psicológicas de la guerra raras veces se articuló explícitamente, pero surgió de modo implícito en obras de literatura, como la de Antonio Buero Vallejo, quien solía tratar temas de culpabilidad vinculados a la complicidad con los crímenes franquistas[58]. Asimismo, en la novela Nada de Carmen Laforet, ganadora del Premio Nacional de Literatura en 1944, los personajes Román y Juan demostraban síntomas de perturbación psíquica después de luchar en el bando franquista durante la guerra[59]. Laforet también se centró en el tema de la violencia doméstica, resultado de las perturbaciones psicológicas y el alcoholismo adquiridos durante la guerra. Este tipo de consecuencias invisibles de la contienda tampoco encontró remedio dentro de las provisiones del Cuerpo de Mutilados.
A diferencia de grupos de excombatientes en otros países, los caballeros mutilados nunca protestaron de manera pública por las inadecuadas provisiones del BCMGP[60]. Esta situación no solo reflejaba el represivo contexto de la dictadura en que vivían, sino también la castración cívica de aquellas personas cuya situación, aunque privilegiada, era precaria y dependía de la gracia de un sistema administrativo paternalista y arbitrario. Aparte del miedo, la dualidad franquista/republicana era omnipresente, por lo que es probable que muchos agradeciesen su posición en comparación con los mutilados del bando vencido. Revelador fue el hecho de que durante la época de apertura a partir de los años sesenta, y sobre todo después de la ley de amnistía de 1966, las protestas públicas acerca de la discapacidad de guerra se centraron únicamente en las injusticias que seguían aguantando los mutilados republicanos[61]. Dentro de este discurso, las penurias de los mutilados republicanos se resolverían al equipararles a los caballeros mutilados, pero nunca se contempló las deficiencias de las medidas ya en vigor para excombatientes del Ejército franquista. En este sentido, las jerarquías creadas por el régimen sirvieron para enmascarar las deficiencias de su política, incluso hacia sus propios «soldados de Dios». Curiosamente, los únicos que protestaron de forma pública por la suerte de los caballeros mutilados fueron los editores y autores del periódico comunista publicado desde el exilio en México, España Popular, que denunciaron lo exiguo de las pensiones de los mutilados del bando vencedor para subrayar la miseria que sufría la gente común dentro de la «Nueva España» de Franco[62].
El enfoque sobre la discapacidad en relación con la guerra ilumina el caleidoscopio de maneras en que la contienda seguía viva en los cuerpos de aquellos que participaron en ella. Las dificultades asociadas con las heridas y enfermedades contraídas durante la guerra no eran un fenómeno único del franquismo, como demuestra la abundante literatura internacional sobre los obstáculos a los que se enfrentaron los excombatientes de las guerras mundiales[63]. Pero a través de su política de división social, el régimen franquista convirtió la mutilación bélica en otra batalla para los mutilados de la República vencida. Además de contribuir al contexto represivo de la posguerra, el abandono total de los republicanos tuvo otro efecto beneficioso para la dictadura: disimular lo mezquino, o incluso ausente, de las provisiones para los mutilados y enfermos de su propio bando. En este sentido, pese a que se puede considerar que la posición de los caballeros mutilados era relativamente privilegiada, la victoria tampoco aportó paz psicológica y comodidad económica a muchos de los mutilados del Ejército vencedor[64].
Al igual que los cuerpos mutilados de los hombres que lucharon en la guerra, la violación de las mujeres adictas al régimen también adquirió cierto significado simbólico para el régimen. Como ha demostrado Fátima Gil Gascón, las representaciones cinematográficas de la violencia sexual en la posguerra tendían a trivializar la violación, utilizándola como metáfora que convertía a la mujer deshonrada en espejo del demoníaco enemigo político[65]. Así es como figuraba la violencia sexual en Porque te vi llorar (1941), donde la violación transcendía el acto de violencia para convertirse en un acto simbólico de barbarie «marxista» contra el honor de la mujer española y, por extensión, contra el de España misma.
No obstante, como en el caso de la discapacidad bélica, la retórica propagandística escondía una realidad más compleja. Como han demostrado varias teóricas feministas, las narrativas hegemónicas acerca de la guerra pueden esconder modalidades de violación que no encajan dentro de los imaginarios colectivos o legales acerca del conflicto[66]. En sus reflexiones sobre los juicios a violadores después del genocidio de Ruanda, Doris Buss ha demostrado que el enfoque sobre la violación como «arma de guerra» eclipsó toda agresión que no encajase en el metarrelato que caracterizaba la violencia sexual cometida por hombres Hutu contra mujeres Tutsi como un «intento de destruir, por completo o en parte, un grupo nacional, étnico, racial o religioso»[67]. En la España de la dictadura, la narrativa hegemónica de la Guerra Civil como cruzada — impuesta por el régimen y repetida en películas como Porque te vi llorar— no dejaba espacio para el reconocimiento ni de agresiones sexuales cometidas contra mujeres izquierdistas por hombres del bando sublevado, ni de las violaciones a mujeres franquistas por hombres igualmente franquistas, ni del abuso sexual contra varones o minorías sexuales[68].
No es que las representaciones culturales de la dictadura mintiesen sobre la existencia de violencia sexual cometida por milicianos republicanos durante la Guerra Civil. Como ha señalado Adriana Cases Sola, sí que hubo violaciones en la retaguardia republicana[69]. Sin embargo, como han demostrado numerosos historiadores, la violencia represiva estuvo mucho más extendida en la zona franquista durante la guerra y, aunque sea imposible recopilar datos precisos sobre el fenómeno de la violencia sexual, son varias las historiadoras que han expuesto las violaciones sufridas por mujeres tildadas de «rojas» durante la guerra y posguerra[70]. Maud Joly y Pura Sánchez han demostrado cómo la violación formaba parte del «lenguaje no verbal» de la represión franquista, que tenía como objetivo «despojar a la mujer de su carácter de ser humano, convirtiendo su cuerpo en un objetivo más de guerra»[71]. En este sentido, la violación formaba parte de una panoplia de medidas represivas ejercidas contra mujeres «rojas» durante la guerra y la posguerra, aunque en muchos casos tuviesen una relación ambigua con la vida política de la República[72]. Para algunas mujeres, bastaba ser pariente de algún activista socialista[73]. Otras tenían identidades más explícitamente políticas, como Matilde Morillo Sánchez, directamente involucrada en las reformas educativas de la Segunda República como maestra y esposa del conocido socialista Antonio Navas Lora[74]. Como ha señalado la arqueóloga Laura Muñoz-Encinar, la humillación sexual no siempre finalizaba con la muerte: a Antonia Regalado Carballar, conocida por el mote la Chata Carrera, sus asesinos la posicionaron en una fosa común entre dos hombres, en una posición explícitamente sexual, para que fuese enterrada «como una puta»[75].
Pese a que estas investigaciones han demostrado la existencia de violencia sexual sufrida por mujeres del bando vencido, aún quedan muchas preguntas sin contestar sobre la naturaleza exacta de la violación durante la guerra y la posguerra. Cases Sola ha señalado que muchas veces la violación no se utilizó estrictamente como un arma de guerra, sino más bien «como excusa para enmascarar crímenes personales que nada tenían que ver con motivos políticos y con la dinámica del conflicto»[76]. Efectivamente, las fuentes utilizadas en los estudios actuales revelan posibles motivos que mezclaban aspectos de lo personal y lo político. Por ejemplo, Antoñita Téllez, una joven de dieciocho años militante de Juventudes Socialistas y represaliada por sacar la bandera republicana, fue violada y asesinada por sus primos, lo que no excluye la posibilidad de que la guerra proporcionase una oportunidad para dar rienda suelta a conflictos familiares preexistentes[77]. De igual modo, una mujer conocida como la Cubana fue violada y asesinada en la Charca de la Gitana (Villasbuenas, Cáceres). Conocida tanto por sus ideas izquierdistas como por su posición económicamente acomodada, esta mujer servía de prestamista en el pueblo, por lo cual es fácil imaginar que la inquina de sus enemigos se debía a factores más allá de lo ideológico[78].
Recientemente, Ángel Alcalde ha argumentado que la violación durante la guerra y la posguerra no servía ningún objetivo estratégico o político, pese a ser consecuencia directa de la guerra y la represión[79]. En cambio, Alcalde sostiene que las violaciones se dispararon durante este periodo debido a las transformaciones estructurales causadas por la situación política, sobre todo la ruralización, la jerarquización, la proliferación de armas, la exacerbación de modelos violentos de masculinidad hegemónica, las perturbaciones demográficas, y la influencia de ideologías fascistas y nacionalcatólicas[80]. Un ejemplo de estos cambios estructurales es la creciente vulnerabilidad de las mujeres con alguna afiliación izquierdista. Los violadores solían elegir a víctimas que vivían solas, o a solas con sus niños u otras mujeres, ante la ausencia de sus maridos, padres o hermanos represaliados[81].
Quizás el ejemplo por excelencia de la complicada relación entre política y violencia sexual se observa en el caso de las presas políticas. Estas mujeres eran vulnerables precisamente por su encarcelamiento ideológico, aunque la cuestión de si estas violaciones se pueden considerar actos explícitos de represión política —y no sencillamente un abuso por parte de guardias que se aprovechaban del desequilibrio absoluto de poder— es más ambigua. Sobre esta materia cabe recordar las lecciones proporcionadas por la historiadora alemana Regina Mühlhäuser sobre la relación entre violación, táctica y estrategia en el Ejército alemán en el frente del oeste[82]. En aquel contexto, aunque las violaciones no fuesen explícitamente ordenadas por los altos mandos castrenses, estos podían decidir cuándo disciplinar a los violadores y cuándo no, según correspondiese a las necesidades estratégicas y militares en cada zona operativa[83]. En este sentido, aunque la violación no respondiese a una orden explícita de los altos mandos franquistas, los perpetradores eran conscientes de que existía un espacio para este tipo de violencia dentro del contexto de impunidad de la época, sobre todo para quienes contaban con conexiones dentro de la Administración y justicia local[84]. Esta impunidad sí se puede considerar en un sentido político dado que protegía al aliado, como de modo indirecto al promover una visión patriarcal de las relaciones de género que se alineaba con la ideología del nuevo régimen.
Por otra parte, al analizar experiencias de violencia sexual, es imprescindible reconocer que, en muchos casos, las consecuencias sociales del ataque solían perjudicar más a la mujer a largo plazo que la agresión en sí. En Porque te vi llorar, el dolor más duradero que sufre María Victoria es el aislamiento social que resulta del ataque. Su alta posición social no la protege de la deshonra y estigmatización asociadas con el sexo fuera del matrimonio, aunque le ayude a soportar el coste económico de criar al hijo nacido de la agresión. Autores como Lee Madigan, Nancy Gamble y Rose Corrigan utilizan el término «segunda violación» (second rape) para referirse al trauma que el proceso judicial acarrea para las víctimas, muchas veces sujetas a intrusivas investigaciones sobre sus vidas personales[85]. Los mitos alrededor de la violación (rape myths) ya eran ubicuos antes de la guerra y, como consecuencia, las mujeres que fueron violadas en el periodo prebélico ya se enfrentaban a unas condiciones pésimas al denunciar una violación, sobre todo si no eran vírgenes o no había prueba del uso de la fuerza[86]. Las similitudes en los apartados sobre crímenes sexuales en los códigos penales de 1932 y 1944 superaban las diferencias, pero el contexto del franquismo sí cambió en cierta medida la interpretación de la idea de «honestidad» en el proceso judicial[87]. La acentuada preocupación por la santidad del matrimonio y la pureza femenina hizo huella en los apartados del Código Penal sobre los delitos de «estupro» y «corrupción de menores», cuyas víctimas ahora se definían como «doncellas»[88]. Aunque los artículos sobre el delito de violación no exigían la «honestidad» de la mujer, en los juicios existió cierto desdibujamiento entre los distintos crímenes sexuales, y mujeres que no eran vírgenes —incluyendo mujeres mayores, casadas y/o madres— rara vez acudían a la justicia en caso de agresión sexual.
En la posguerra, quienes decidían denunciar una agresión se enfrentaban normalmente a interrogatorios jurídicos intrusivos y exámenes forenses humillantes y dolorosos, que no aportaban mucho beneficio a la mujer. El escepticismo hacia las víctimas era muy común. La teoría médica influía en esta cultura de escepticismo, y los mitos de que las mujeres mentían sobre su nivel de experiencia sexual o que los niños abusados solían buscar el contacto sexual eran aceptados en los textos científicos internacionales de la época[89]. A menos que hubiese alguna duda sobre su estado mental, su orientación sexual o su potencia sexual, generalmente los perpetradores de delitos sexuales no eran sometidos al examen forense. Este se centraba en la víctima, que era sometida a una exploración del himen, testigo nada fiable ni de la actividad sexual de una mujer ni de una violación. Los manuales utilizados por forenses españoles sí reconocían las ambigüedades de este tipo de prueba médica para validar el testimonio de mujeres o niñas violadas. Durante muchos años, la guía forense de más renombre en España fue Medicina legal y psiquiatría forense del doctor colombiano Guillermo Uribe Cualla, publicada en 1934[90]. Uribe mantuvo que existían varios tipos de himen, los cuales incluían el «himen dilatable», «tan elástico que puede permitir la introducción de un cuerpo voluminoso, sin que se rompa»[91]. También reconoció que era posible romper el himen con objetos distintos al pene, incluyendo, en ciertos casos, la fiebre causada por algunas enfermedades. De todos modos, Uribe siguió definiendo la «desfloración» de una mujer en términos anatómicos como la «ruptura de la membrana himen en el curso de un coito practicado en una mujer virgen, es decir, que tenía intacta la membrana»[92]. Los practicantes forenses españoles aceptaban los preceptos contradictorios de Uribe acríticamente, y estas contradicciones —que reconocían las ambigüedades biológicas de la anatomía femenina mientras reiteraban la doctrina binaria y maniquea del himen como marcador de la pureza— dejaron espacio para muchas arbitrariedades en los procesos judiciales[93].
En el proceso judicial, se solían aprovechar las ambigüedades de la prueba médica para socavar al testimonio de la víctima. En el caso de una sirvienta de doce años infectada con gonococo vulvovaginitis tras ser violada por su patrón, el forense informó que las vulvitis eran muy comunes, «sobre todo en las niñas que pertenecen a un ambiente social inferior», concluyendo que «la naturaleza gonocócica de una vulvo-vaginitis no prejunca [sic] su origen venéreo, aunque lo sea en muchos casos»[94]. En otro caso, la acusación de violación de una joven de dieciocho años por un capitán aéreo de treinta y cuatro años fue desestimada dada la integridad del himen de la mujer, a pesar de la notable «elasticidad» del órgano apuntada por el forense[95]. En otro caso, los forenses sembraron la duda sobre la acusación de violación de la hija de un sargento de la Guardia Civil testificando que «consideran difícil la introducción del Pene en Vagina [sic], dada la estrechez que se le aprecia» y que la «desfloración» que observaban «ha podido ser producida por el pene, por un objeto cualquiera que por una simple caída»[96]. No es sencillo aislar las injusticias que ya sufrían las víctimas de violencia sexual en la España de comienzos del siglo veinte del contexto de la posguerra. No obstante, sería correcto apuntar que, al aumentar la arbitrariedad del sistema judicial y la corrupción que protegía la impunidad de los acusados de crímenes sexuales, el franquismo empeoró la situación ya de por sí pésima que sufrían las mujeres violadas en la España prebélica.
¿En qué medida protegió el privilegio de pertenecer al bando vencedor a las mujeres consideradas adherentes al régimen de las arbitrariedades del proceso judicial? ¿Era más comprensiva la justicia ante mujeres agredidas por hombres con «malos antecedentes» políticos? Entre los casos que hemos podido consultar, no se ha encontrado ningún ejemplo que se acerque al modelo mostrado en Porque te vi llorar, de una mujer de clase alta violada por un miliciano[97]. Sin embargo, hemos podido analizar algunos casos de violación cometidos por perpetradores con «malos antecedentes políticos» según la terminología de las autoridades franquistas, es decir, con alguna filiación izquierdista. Los ejemplos que detallaremos a continuación sugieren que, en los casos relacionados con la violencia sexual, las víctimas, en su mayoría procedentes de clases obreras, no se beneficiaron de forma tangible de ningún tipo de privilegio de vencedor.
El primer caso que analizaremos concierne la violación de una niña de catorce años, que dio a luz a un hijo ilegítimo en junio de 1939. El padre de la víctima —un peón de campo sin estudios— denunció en 1940 a un soldado de aviación de veintisiete años por haber violado a su hija, alegando que se trataba de «un individuo de malos antecedentes tanto políticos como sociales»[98]. Esta evaluación fue avalada por un certificado del aeródromo de Jerez de la Frontera, que confirmó que el acusado era «de ideas comunistas de acción muy peligrosa». En su declaración durante el juicio, la joven relató cómo el soldado —amigo de su cuñado— la violó con fuerza, cogiéndola por detrás cuando estaba barriendo, tapándole la boca y tirándola al suelo. En este caso, la posición socioeconómica de la familia de la víctima jugó un papel más importante en el sobreseimiento del caso que la identidad política del acusado. En vez de centrarse en el comportamiento del acusado, las diligencias previas del juez instructor se enfocaron en por qué se encontraba sola la joven en el momento del ataque. Ella contestó que su cuñado estaba fuera cuidando el ganado, mientras que su hermana había ido a dar a luz a casa de otra hermana.
A continuación, el juez se centró en el hecho de que, en el momento de la violación, la niña vivía sola con su cuñado para cuidar de la casa y los otros niños durante la ausencia de su hermana. Mostró particular interés en el hecho de que toda la familia compartía el mismo cuarto para dormir, preguntando al cuñado sobre las dimensiones de esta habitación. Al mismo tiempo, el acusado intentó validar las sospechas del juez, manifestando que conocía testigos que podrían avalar la existencia de relaciones impropias entre la víctima y su cuñado. Aunque estos testigos no podían confirmar lo sugerido, uno de ellos afirmó que el cuñado en realidad no estaba casado con la hermana de la joven y que tenía otra mujer en Sevilla de quien estaba separado. A partir de ahí, aunque los informes sobre la conducta del cuñado confirmaron que «ha observado buena conducta moral», el juez instructor le consideró persona dudosa. Concluyó que no había podido probar la culpabilidad del acusado, añadiendo que «si bien es cierto que el tal soldado es de conducta políticamente comunista, también el cuñado de [la joven], es de conducta moral muy reprochable, y con estos presuntos autores, es más probable ser autor del hecho el segundo por convivencia con la atropellada». El sobreseimiento de este caso sugiere que la identidad política del agresor no fue tan determinante en el resultado de este caso como la conducta de los parientes de la víctima, y su pertenencia a una familia humilde que vivía apretada en una vivienda pequeña.
La desconfianza hacia las víctimas de delitos sexuales también afectó a mujeres de «buenas» familias. En 1944, se acusó a un hombre de haber violado a su novia de veintitrés años con el uso de fuerza[99]. La madre de la mujer relató que el novio de su hija la había dejado embarazada, pero que ahora se negaba a casarse con ella para regularizar el noviazgo. Puso de relieve la «reputación y moralidad intachable» de la familia, hecho comprobado por avales del alcalde, el cura párroco, el comandante del puesto de la Guardia Civil y el juez municipal. En su declaración, la presunta víctima aludió a los antecedentes políticos del acusado, que tenía un hermano fugado en México «por no querer servir al Régimen del Generalísimo Franco». Un aval de FET JONS confirmó que, aunque no conocía al acusado, su hermano se había marchado al extranjero «a principios del Movimiento cuando vio que lo iban a llamar, para librarse de ir al frente y el padre […] era de izquierdas y es de suponer fuese cómplice a que se marchase su hijo». Por su parte, el acusado negó haber cometido violación o acto deshonesto alguno, y preguntado si la denunciante había tenido relaciones sexuales con otro, afirmó que «en casa de dicha señorita siempre había visitas de soldados». Los antecedentes políticos del acusado no salvaron a la denunciante de las preguntas invasivas. El procurador subrayó que la mujer no había denunciado el hecho inmediatamente o pedido auxilio a sus amigas y que ninguna de las otras parejas en el paseo donde supuestamente tuvo lugar la agresión habían notado algo anormal. Aunque en este caso no hubo examen forense por la demora de la denuncia, el procurador también puso de relieve la falta de pruebas del uso de fuerza física, señalando que «no apareció huella» de la agresión en el cuerpo de la víctima. Por lo cual, a pesar de la «acreditada honestidad» de la víctima, el juicio absolvió al acusado por falta de prueba de violencia o intimidación. En este caso se nota cómo la tendencia generalizada a dudar del testimonio de la víctima era más fuerte que el impulso de castigar a acusados con antecedentes políticos cuestionables.
El único perpetrador de izquierdas que hemos encontrado que sí recibió una condena ejemplar fue un preso político, capataz de la agrupación en que trabajaba, denunciado en julio de 1942 por violar a la mujer de otro recluso mientras visitaba a su marido[100]. El hombre, que había sido miembro de la CNT y que, según el alcalde de su pueblo, había participado en saqueos de casas y edificios públicos, confesó el crimen al ser denunciado, pero luego intentó poner en duda la reputación moral de la víctima. A pesar de sus esfuerzos, el perpetrador recibió una sentencia de catorce años, ocho meses y un día de reclusión menor. Aquí, la imposición de una condena tan severa por un delito contra la esposa de un rojo —sobre todo cuando el examen forense (llevado a cabo meses más tarde, en octubre de 1942) no encontró signos de violencia— se explica por la necesidad de mantener la disciplina entre los presos. En este caso, el acusado se aprovechó de su posición de responsabilidad, no solo para agredir, sino permitiendo en primer lugar que el preso se quedase con su esposa, «burlando desde luego la vigilancia de los centinelas», como explicó su coronel jefe. Por tanto, para las autoridades franquistas aquí la violación era más un delito de insubordinación de la disciplina militar que un abuso contra la persona de la violada.
El estudio de la violencia sexual revela una imagen compleja de la sociedad española de la posguerra. Como han demostrado varios autores, la Guerra Civil y el contexto de represión que se extendió en la posguerra aumentaron la incidencia de la violencia sexual. Las mujeres del bando vencido eran especialmente vulnerables a estos abusos, sobre todo las presas políticas, las mujeres e hijas de hombres represaliados y las que tuvieron que recurrir a trabajos precarios para aguantar las penurias económicas de la época. Sin embargo, con respecto a la violación, las injusticias relacionadas con la represión de mujeres republicanas y la acentuada vulnerabilidad de las clases obreras se superponían a la muy variada gama de abusos que ya afrontaban las víctimas de violencia sexual antes de la guerra. La desconfianza hacia las víctimas y la tolerancia del sexo con niñas incluso muy jóvenes estaban tan arraigadas que estas actitudes solían primar por encima de la identidad política de la víctima y el perpetrador. Dentro de este contexto, ni siquiera el privilegio de pertenecer al bando vencedor ofreció alguna protección contra la misoginia institucionalizada del sistema judicial de la época.
Este estudio sugiere que la victoria franquista aportó privilegios más significativos a sus adherentes masculinos que a las mujeres. Ser caballero mutilado comportaba claras ventajas en comparación con los mutilados del Ejército vencido, aunque debemos juzgar con cautela la extensión de estos beneficios. En realidad, las provisiones suministradas por el BCMGP para los mutilados de tropa eran exiguas y excluían categorías importantes de discapacidad. Una cifra desconocida de excombatientes de ambos bandos sufrió durante décadas las enfermedades físicas y mentales contraídas en la guerra, nunca reconocidas por el régimen. Del mismo modo, muchos de los mutilados franquistas que sí consiguieron recibir alguna pensión se vieron decepcionados ante estos exiguos apoyos. Dicho esto, los beneficios recibidos por quienes eran reconocidos por el régimen al menos intentaban aminorar el impacto emasculador de la discapacidad. Por el contrario, las mujeres violadas que acudieron a la justicia franquista —en su mayoría procedentes de las clases obreras— no recibían generalmente trato favorable alguno que atenuase su deshonra, ni siquiera cuando las víctimas eran sometidas a un abuso por parte de agresores «de izquierdas». Estos patrones se explican por el creciente patriarcalismo y los privilegios masculinos que se promovieron al instalarse la dictadura y que restringían la vida de la mujer española, aunque en distinta medida según su posición social, reputación moral y antecedentes políticos[101].
La clase social era un factor determinante que moldeaba las experiencias corporales de la posguerra. Una situación desahogada podía ayudar a un excombatiente mutilado a encontrar un trabajo bien remunerado, permitir a un perpetrador de violencia sexual presionar a un juez o aval, o ayudar a una mujer a esconder un embarazo indeseado y a mantener a la criatura fruto de una agresión. En cambio, existía un claro desprecio por parte de las múltiples autoridades franquistas hacia las clases obreras, aunque sus experiencias encajasen dentro del metarrelato de la guerra como cruzada. Dentro del contexto generalizado de miseria posbélica es importante destacar las importantes jerarquías y los privilegios relativos entre individuos de distintas clases y condiciones sociales. Los cuerpos destrozados y abandonados de los mutilados republicanos encarnaban la guerra interminable a la que se enfrentaron los españoles con alguna afiliación al bando vencido. A diferencia de María Victoria en Porque te vi llorar, las mujeres violadas que acudieron a la justicia franquista en defensa de su honra no encontraron un salvador enigmático, sino un sistema jurídico arbitrario, corrupto e impregnado de desconfianza hacia las víctimas del abuso sexual. En este sentido, para los españoles de a pie, la posguerra sí se puede considerar una continuación de la guerra; no una guerra entre combatientes, sino un conflicto contra el paro y el hambre, la creciente colonización de los cuerpos femeninos y los exiguos o inexistentes apoyos económicos proporcionados por la dictadura.
[1] |
Me gustaría agradecer a Javier Fernández Galeano, Carla Gutiérrez Ramos, Matthew Kerry y Deborah Madden sus enriquecedores comentarios. También quisiera dar las gracias a Mary Vincent y Joanna Bourke por sus observaciones a lo largo de estas investigaciones. Esta investigación ha contado con el apoyo del Wellcome Trust (205378/Z/16/Z) y el White Rose College of the Arts and Humanities. |
[2] |
Porque te vi llorar [película], dirigida por Juan de Orduña (Cifesa, 1941). El largometraje permaneció en los cines hasta por lo menos noviembre de 1942. Véase ABC, 30-12-1941; 6-11-1942; Blanco y Negro, 8-3-1958. |
[3] |
Sobre la narrativa de la cruzada, véase Rodrigo (2013). |
[4] |
The best years of our lives [película], dirigido por William Wyler (The Samuel Goldwyn Company, 1946); The men [película], directed by Fred Zinnemann (Stanley Kramer Productions, 1950); Gerber (2012): 70-95. |
[5] |
Sobre la idea de «constelaciones» de violencia sexual, véase Bourke et al. (2019): xiv. |
[6] |
76 mujeres fueron reconocidas por el régimen como «damas mutiladas», en su mayoría enfermeras o lavanderas heridas al apoyar al esfuerzo bélico durante la guerra. Véase Movimiento Nacional. Sección Femenina, Sección Femenina de Falange Española Tradicionalista y de las J. O. N. S. (1940), 66-67; Concentración Nacional de las Falanges Femeninas en Honor del Caudillo y del Ejército Español (Medina del Campo, 1939); Togores (2003): 240. Sobre víctimas masculinas de la violencia sexual bajo el franquismo, véase Terrasa Mateu (2016): 118-127. |
[7] |
Para un análisis de la discapacidad en guerra y la emasculación, véase Bourke (1996); Koven (1994), y Meyer (2004, 2009). Sobre la violación y la deshonra, véase, por ejemplo, Cases Sola (2014): 71 y Alcalde (2021a): 1063, 1067. |
[8] |
La idea de las «zonas grises» elaborada por Claudio Hernández Burgos se refiere a las masas españolas cuya ambivalencia política contribuyó a la estabilidad del régimen a largo plazo. La categoría de «vencedores comunes», acuñada por Carlos Fuertes Muñoz, describe a aquellas personas que se identificaron con el bando sublevado y la victoria franquista pese a estar desconectadas de la vanguardia política. Hernández Burgos (2013) y Fuertes Muñoz (2017). |
[9] |
ABC, 23-10-1941; 24-10-1941. |
[10] |
Sobre los mutilados republicanos, véase por ejemplo Aguilar (2002); Bravo y Tellado (1976); Trabal (1986), y Vega (1981). |
[11] |
Boletín Oficial del Estado (BOE), 540, Reglamento Provisional del Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra por la Patria, 14-4-1938. Sobre Millán Astray y la mitología del «mutilado glorioso» véase Preston (2000): 11-42. |
[12] |
García Laforga (1971): 240. |
[13] |
La expresión «jodido cojo» fue producto del humor negro de la posguerra. Véase Puell (2008): 203 y Vega (1981): 120. |
[14] |
BOE, 540, 14-4-1938. |
[15] |
Sobre las penurias de la posguerra, véase Del Arco Blanco (2007) y Richards (1998). |
[16] |
Véase, por ejemplo, Archivo General Militar de Ávila, C.2925, 16, 4; Lowe (2013): 57, y Larraz Andía y Sierra-Sesúmaga (2010): 833. |
[17] |
Cazorla Sánchez (2010): 54; Fondo documental del Instituto Nacional de Estadística, Población de España (Península e Islas adyacentes), 1951. |
[18] |
Véase, por ejemplo, Jokin Azparren, «Al alcalde de Iruña», Noticias de Navarra, 3-7-2020. Para algunos ejemplos de alcaldes mutilados de familias élites, véase Sanz Hoyo (2020): 201, 142, 186-7 y Pérez Enbeita (2019): 305. |
[19] |
Vega (1981): 105. |
[20] |
Acervo Histórico Diplomático de México, III/553.1(46)/12307. Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles en Francia, Carta de la Ligue de Mutilés de la Guerre de l´Espagne en Paris al Presidente de México, 6-12-1949. |
[21] | |
[22] |
Trabal (1986): 15. |
[23] |
Ibid.: 19. |
[24] |
Ibid.: 16 y Bravo y Tellado (1976): 32. |
[25] |
Bravo-Tellado (1976): 33. |
[26] |
Ateneo Español de México, Caja 26, Exp. 327, «Nómina de mutilados», «Relación de inútiles de guerra» y «Adición a la relación de mutilados»; Velázquez Hernández (2012): 224-240. |
[27] |
Ateneo Español de México, Caja 26, Exp. 327, «Nómina de mutilados», «Relación de inútiles de guerra» y «Adición a la relación de mutilados»; Caja 26, Exp. 326, «Peticiones de ayuda para mutilados. Nómina de mutilados»; Archivo General de la Administración (AGA), 12/2998, 3. «Liga de Mutilados e Inválidos»; Cruz (1992): 527-543. |
[28] |
Ateneo Español de México, Caja 26, Exp. 328, «Sección médica. Mutilados atendidos por el CTARE», carta 22-8-1940. |
[29] |
Faber (2005). |
[30] |
Trabal (1986): 45, 117; Vega (1981): 29, 52, y Bravo y Tellado (1976): 10. Sobre la importancia de la familia para la supervivencia bajo el franquismo, véase Cazorla Sánchez (2010, 2000). |
[31] | |
[32] |
Bravo y Tellado (1976): 9, 16, 20. |
[33] |
Vega (1981): 33, 58. |
[34] |
Ibid.: 82 y Bravo y Tellado (1976): 83. |
[35] | |
[36] |
La Voz del Mutilado: Boletín Interior de la Liga de Mutilados e Inválidos de la Guerra de España en el Exilio, 20-11-1947: 1. |
[37] |
Vega (1981): 30. |
[38] |
Ibid.: 42. |
[39] |
Trabal (1986): 72. |
[40] |
Aguilar (1999); Martos Contreras (2016), y Porras Gallo (2012). |
[41] |
Véase, por ejemplo, Bourke (1996); Koven (1994); Meyer (2004, 2009), y Perry (2014). |
[42] |
BOE, 540, 14-4-1938, art.16. |
[43] |
Véase, por ejemplo, Archivo General Militar de Segovia (AGMS) L865,5; M4723,0; AGMS B1356,0. Sobre los ascensos dentro del Ejército franquista, véase Busquets (1971): 132 y Cardona (2003). |
[44] |
AGMS, 2194-14. También véase Cardona (2003). |
[45] |
AGMAV, C.2326, 50, 91, 27-31, Informe por José Millán Astray, enviado a los ministros de Gobernación, Justicia, Obra Pública, Agricultura, Industria y Comercio, Educación Nacional, Hacienda y Defensa Nacional, 14-1-1939; Larraz Andía (2009): 287. |
[46] |
AGMAV, C.2326, 50, 91, 9-10, carta del presidente de la Real Academia de la Medicina de Zaragoza, 25-6-1938 |
[47] |
Ibid., 11-12, Respuesta del Inspector General de Sanidad, Cuartel General del Generalísimo, Estado Mayor, Sección Sanidad, Burgos 22-7-1938. |
[48] |
García Serrano (1943): 7. |
[49] |
Ibid.: 205. |
[50] |
BOE, 2, 2-1-1945: 69-70; BOE, 119, 28-4-1948. |
[51] |
Vázquez de la Torre y Tierno (2007). |
[52] |
Huertas (2017); Mira (1944); Villasante (2010), y Wright (2021). |
[53] |
Sobre las jerarquías entre enfermos militares y «civiles», véase Wright (2021). |
[54] | |
[55] |
Lerner (2003): 9-10 y Lerner (2000): 12-28. Sobre la psiquiatría nacional durante y después de la Guerra Civil, véase Bandrés y Llavona (1996); Campos y González (2017); Huertas (2007); González Duro (2008) y Richards (2012). |
[56] | |
[57] |
Vallejo Nágera (1942): 3. |
[58] |
Buero Vallejo (1968, 1974). Sobre la ubicuidad de la enfermedad mental en la literatura de posguerra, véase Ryan (2017) y Wells (2020). |
[59] |
Laforet (1945). |
[60] |
Cohen (2001): 2. |
[61] |
SP, 20-11-1966; Pueblo, 28-11-1966; Vega (1981): 34, 37. |
[62] |
España Popular, 24-9-1943; 21-12-1940. |
[63] |
Véase, por ejemplo, Bourke (1996); Koven (1994); Meyer (2004; 2009), y Perry (2014). |
[64] |
Para un análisis de las penurias vividas por los «soldados de Franco», véase Leira Castiñeira (2020). |
[65] |
Gil Gascón (2010): 181, 187. |
[66] |
Crawford (2013). |
[67] |
Buss (2009): 150, 158. |
[68] |
Sobre la violencia contra minorías sexuales bajo el franquismo, véase Bedoya (2012); Albarracín (2012), y Platero (2012). |
[69] |
Cases Sola (2014): 70. |
[70] |
Sobre la represión véase, por ejemplo, Preston (2012); Juliá (1999), y Casanova (2002). |
[71] |
Sánchez (2009): 216. |
[72] | |
[73] |
Muñoz Encinar (2019): 765. |
[74] |
Ibid.: 770-1. |
[75] |
Ibid.: 766. |
[76] |
Cases Sola (2014): 69. |
[77] |
Sánchez (2009): 217. |
[78] |
Muñoz Encinar (2019): 768. |
[79] |
Alcalde (2021a): 1081. |
[80] |
Alcalde (2021a): 1082. |
[81] |
Ibid.: 1071. |
[82] |
Mühlhäuser (2017). |
[83] |
Ibid. |
[84] |
Para una discusión sobre el ambiguo papel del general Gonzalo Queipo de Llano en incitar violaciones de mujeres republicanas, véase Alcalde (2021b). |
[85] | |
[86] |
Alcalde (2021a): 1064. Sobre los «rape myths» véase Bourke (2007): 23-48 y Brownmiller (1975): 312-341. |
[87] |
Igual que el Código Penal republicano de 1932, el Código franquista definió la violación como «yaciendo» con una mujer «cuando se usare de fuerza o intimidación», «cuando la mujer se hallare privada de razón o de sentido por cualquier causa» o «cuando fuere menor de doce años cumplidos, aunque no concurriere ninguna de las circunstancias expresadas en los dos números anteriores». BOE, Código Penal, 13-1-1945, título IX, art. 429. |
[88] |
BOE, Código Penal, 13-1-1945, art. 434. |
[89] | |
[90] | |
[91] |
Uribe (1957): 403. |
[92] |
Ibid. |
[93] |
Véase, por ejemplo, Moya Pueyo et al. (1969): 393-394. |
[94] |
Archivo Histórico del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla (TMTS), Causas, leg. 663, n.º 9617; Causas, leg. 651, n.º 9476. Aquí, el forense cita al doctor y criminólogo francés Henry Paul Jean Coutagne (1846-1895) para apoyar sus conclusiones sobre el gonococo. Este escepticismo hacia niños abusados era común en la literatura científica internacional sobre el tema. Véase Sacco (2009) y Davidson (2001): 69-72. |
[95] |
Archivo Histórico del Ejército del Aire (AHEA), C.13316. |
[96] |
TMTS, Leg. 101, n.º 1807. |
[97] |
Para este estudio hemos analizado 193 expedientes de violencia sexual en los siguientes archivos: Archivo General de Ceuta, Archivo General de la Administración, Archivo General e Histórico del Ejército del Aire, Archivo Histórico Provincial de Cádiz, Archivo Histórico del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla y Archivo Histórico del Tribunal Militar Territorial Cuarto. Los únicos ejemplos de abusos sexuales por milicianos republicanos que encontramos eran casos más cotidianos de abuso sexual, como un miliciano acusado en 1940 de haber abusado a una niña de diez años con quien vivía «en concepto de subarrendado», u otro acusado en 1937 de abusos deshonestos contra una niña de nueve años, hija de la dueña de un bar que frecuentaba. Archivo General de la Administración, Audiencia Territorial de Madrid (ATM) Caja 290, Abusos Deshonestos, 1937; ATM, Caja 248, Abusos Deshonestos, 1940. |
[98] |
AHEA, C. 2618. |
[99] |
TMTS, Causas, Leg. 462, n.º 6831. |
[100] |
TMTS, Causas, Leg. 255, n.º 4203. Este caso también se cita en Alcalde (2021a): 1080. |
[101] |
Sobre el retroceso de los derechos cívicos de la mujer bajo el franquismo, véase, por ejemplo, Nash (1991) y Ruiz Franco (2003). |
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