Helena Rosenblatt es profesora de Historia en el Graduate Center de la Universidad de Nueva York y una de las mejores expertas en la historia del liberalismo francés, especialmente en las obras de Jean-Jacques Rousseau y Benjamin Constant. Ahora (2018 en su versión americana) se atreve con una síntesis de largo recorrido, cuyo título, como la propia autora demuestra en el texto, es más comercial que exacto porque difícilmente podemos hablar del liberalismo en Roma ni en la Edad Media ni en la Edad Moderna (en sentido continental), ni siquiera Locke se hubiera reconocido en ese término que no empezó a circular como concepto político hasta el segundo decenio del siglo xix. Pero que tal concepto no existiera hasta esa época no impide, como muy bien hace la autora, buscar sus raíces ideológicas en el pasado, intentando aclarar la confusión con que el término liberalismo se utiliza. Afirma Rosenblatt: «Mi propósito en este libro no es criticar ni defender el liberalismo, sino determinar su significado y seguir su transformación a lo largo del tiempo» (p. 16). Y lo consigue con solvencia.
La autora dedica el primer capítulo a estudiar el significado de la palabra liberal desde Roma hasta Lafayette. Muestra cómo la palabra estaba ligada en su origen a la liberalidad de la aristocracia romana en su compartimiento con los otros; es decir, al ejercicio de «las virtudes de ciudadano», la «devoción por el bien común» y el trato con generosidad al otro como persona. Es algo que bien sabemos los que hablamos español porque este sigue siendo uno de los sentidos de liberal, como expresa la primera acepción del diccionario de la RAE, y como lo utilizaba Cervantes: «Generoso o que obra con liberalidad».
La autora hace luego un recorrido por la historia de los orígenes del liberalismo. Al igual que las virtudes estoicas —relectura de las aristotélicas— pasaron a Roma a través del círculo de Escipión, la idea de la «liberalidad» cultivada por autores como Cicerón, Séneca y Plutarco pasó al cristianismo por medio de los padres de la Iglesia, y especialmente de san Ambrosio, que escribió un tratado inspirado en Sobre los deberes de Cicerón. La liberalidad se asociaba a la justicia, que era la virtud que permitía el mantenimiento de la sociedad, como ya había mostrado el Estagirita. Solo comportándose liberalmente, siendo justo con el otro, la sociedad puede permanecer. La liberalidad ahora «incorporaba valores cristianos como el amor, la compasión y especialmente la caridad» (p. 24), afirma Rosenblatt. Los príncipes medievales y renacentistas tenían que educarse en las artes liberales para aprender a ejercer el poder orientándolo al bien común.
Con la Reforma, primero, y con la Ilustración, después, la idea de la liberalidad como algo positivo en la relación social entre los individuos de la nobleza entre sí y con las clases bajas se transformó en una visión positiva para el buen funcionamiento de la sociedad, «se democratizó» (p. 34), lo que no era óbice para que siguiese habiendo una concepción absolutamente clasista de la sociedad, como denunció Rousseau o como podemos ver en Locke, que pensaba que los niños pobres debían ponerse enseguida a trabajar y justificaba la esclavitud. John Millar, un discípulo de Adam Smith, considerado uno de los padres del liberalismo, se preguntó a finales del siglo xviii cómo era posible que muchas personas que hablaban de la «libertad política» no tuvieran «ningún escrúpulo» en mantener a una «proporción de sus semejantes» privados de todos los derechos (p. 42).
A Locke, entre otros, se debe la vinculación de la liberalidad con la tolerancia religiosa, idea que se fue extendiendo desde el siglo xvii y se transformó en la libertad de conciencia y de culto del primer liberalismo. En 1772, el Oxford English Dictionary definía liberal como «libre de sesgos, prejuicios o intolerancia; de mente abierta, tolerante» (p. 36). Del libro de Rosenblatt hay que destacar la atención que presta al liberalismo dentro de ambientes cristianos (J. S. Semler, W. E. Channing, H. Grégoire, C. de Villers, W. T. Krug, H. F. de Lamennais, H. D. de Lacordaire, C. de Montalembert, E. Quinet, lord Acton, etc.) frente a las condenas de los papas Pío VI, Gregorio XVI o Pío IX.
El paso de la liberalidad aristocrática de los antiguos al liberalismo de los modernos, por parafrasear el título de una conocida conferencia de Constant, autor al que Rosenblatt dedica mucha atención, se produjo ya a finales del siglo xviii, cuando la palabra liberal empezó a calificar un modelo político que defendía que todas las personas tenían por naturaleza unos derechos y libertades fundamentales, la igualdad ante la ley, el régimen representativo, la soberanía nacional y la división de poderes. La disputa por el sentido de la palabra se puede ver muy bien en las reflexiones de Edmund Burke sobre la Revolución francesa, en las que califica a los revolucionarios de «iliberales» (p. 47). Burke se mantenía en el viejo significado. Como bien vieron Thomas Paine y Constant, no se trataba de si personas concretas eran liberales con sus iguales o con los otros que estaban por debajo de ellos socialmente, sino de que los principios del régimen político lo fueran. La autora recorre las líneas principales de la historia contemporánea de diversos países como Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, España, Italia, Alemania, etc., y muestra las vueltas y revueltas que los principios liberales dieron y las enormes dificultades para que se convirtiesen en los fundamentos de los regímenes políticos, pero finalmente el liberalismo «se globalizó» (p. 68), aunque Rosenblatt deja claro que «el liberalismo inicial no era ni monolítico ni inmutable» (p. 70).
A la autora le interesa resaltar una de las mayores confusiones que sobre el liberalismo se cierne: la visión egoísta del mismo. Frente a ella, recuerda que «la mayoría de los liberales eran moralistas [como Adam Smith y Francis Hutcheson]. Su liberalismo no tenía nada que ver con el individualismo atomista del que oímos hablar hoy» (p. 17), y muchos como el propio Smith, Constant, Say, Sismondi, John Stuart Mill no defendieron «una versión estricta del laissez-faire» (p. 75).
Rosenblatt muestra la confrontación del liberalismo con la democracia durante buena parte del siglo xix. La mayoría de los liberales pensaban que la democracia llevaría a una tiranía del populacho. Los avances del liberalismo fueron frenados en muchas ocasiones por el cesarismo, como con Napoleón III y Bismarck. La democracia liberal, que para los primeros liberales y para muchos demócratas era un oxímoron, llegó a convertirse en el ideal político occidental en el siglo xx. Liberales como Gladstone en Gran Bretaña aceptaron en la segunda mitad del xix la extensión del sufragio y, más tarde, toda una serie de condiciones para la democratización de los sistemas políticos como el voto secreto y la redistribución de funciones en los sistemas bicamerales, mientras que los demócratas hicieron suyos los principios esenciales del liberalismo. Ni unos ni otros vieron por mucho tiempo con buenos ojos la extensión de esos derechos a las mujeres, como muestra bien la autora en varios momentos de su ensayo: «Los liberales que defendían el voto femenino eran una clara minoría» (p. 125).
La gran cuestión era cómo hacer efectiva la igualdad ante la ley si seguía existiendo una gran desigualdad social. Así, la cuestión social se convirtió desde la segunda mitad del siglo xix en el gran debate transformador de los regímenes políticos liberales en paralelo a su democratización. El Estado del bienestar, que no se consolidaría en Europa hasta después de la Segunda Guerra Mundial, inició su andadura a finales del xix con la concesión de pequeños derechos sociales, los cuales empezaron a constitucionalizarse y realizarse en el periodo de entreguerras. El liberalismo, acuciado por el socialismo, se dividió entre el viejo y el nuevo, este último consciente de la necesidad de democratización y de una concepción social de la democracia como vemos en las obras de Green, Hobson, Hobhouse o Dewey. La deriva neoliberal, una relectura muy parcial de un supuesto e inexistente, según la autora, «liberalismo clásico», puso en cuestión estos derechos sociales a partir de los años setenta del siglo xx, pero la fragua ideológica se inició en los años veinte y, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial.
Rosenblatt analiza en el libro las aportaciones europeas a la historia del liberalismo y muestra cómo a partir de principios del siglo xx se convirtió en «una tradición política estadounidense» (p. 17). A esto dedica el último capítulo.
José María Lassalle empieza el prólogo (pp. 9-12) a esta edición española con una afirmación muy contundente: «La luz del liberalismo se apaga». Entre otras causas, lo atribuye a «la canibalización por un neoliberalismo que quiso reemplazarlo en la segunda mitad del siglo xx con su deificación del laissez faire y su ideologización economicista del mercado». Añade otras dos causas: «La crisis de seguridad que produjo el 11-S» y «la dislocación social causada por la crisis financiera y económica de 2008». Señala también Lassalle el deterioro institucional de la democracia liberal y «la desconexión emocional» de las clases medias con el liberalismo. El auge del populismo de derechas y de izquierdas hace más necesaria la defensa de los principios esenciales de la democracia liberal, cuya historia nos cuenta Rosenblatt de forma brillante. La bibliografía y el índice analítico añadidos al final del libro son una buena ayuda para recorrer estas interesantes páginas.