Si nos atenemos a lo que dice la teoría política de los últimos tiempos, vivimos en un mundo en el que hay mucho miedo. A pesar de la tesis de S. Pinker, que asegura en su último libro En defensa de la Ilustración que vivimos en la época más segura de la historia, lo cierto es que los más recientes análisis sobre la crisis política de las democracias contemporáneas destacan el papel de las emociones, fundamentalmente del miedo, a la hora de dar cuenta de lo que sucede. No en vano, se editan, discuten y traducen las obras de autores que otorgan un papel fundamental al miedo como emoción política —como es el caso de El liberalismo del miedo de J. Shklar, por citar un ejemplo paradigmático—, a la vez que se publican otros libros que tratan de las emociones, sentimientos o pasiones políticas en general: La política en tiempos de indignación de Innenarity, La democracia sentimental de Arias Maldonado, La edad de la ira de Mishra y, por supuesto, Las emociones políticas de la propia Nussbaum, entre otros muchos.
Pues bien, la profesora de Chicago advierte también de que en Estados Unidos hay mucho miedo, y la causa afecta asimismo a otras democracias occidentales: un cambio social y moral muy rápido que genera sufrimiento y que, fundamentalmente, ha sido provocado por la globalización, la multiculturalidad, el empoderamiento de las mujeres y el cambio de valores, sumado todo ello a la última crisis económica. La sensación de pérdida de control, el desamparo y el miedo al futuro han provocado, según Nussbaum (que aporta numerosos ejemplos relacionados con el estancamiento de los ingresos de las clases medias, los costes de la educación o la caída de la esperanza de vida), una verdadera crisis de la democracia que se manifiesta en el aislamiento, la desunión y una falta de sentido del bien común que considera una auténtica crisis nacional. Además, no solamente se habría producido una agria división del electorado desde la elección de Donald Trump, sino que el miedo social imperante provoca y está en la raíz de otras emociones negativas como la ira, la envidia e incluso el asco, pues el pánico exagera los peligros y produce la necesidad de culpar a alguien de lo que nos pasa.
Pero Nussbaum es optimista y cree en el papel de la filosofía como arma para pensar y comprender este momento político de cambio. De ahí el subtítulo del libro: una mirada filosófica a la crisis actual. Y esa mirada filosófica implica estudiar las emociones que subyacen a la política, pues ellas tienen un papel importante en la sociedad para bien y para mal. Las emociones lo invaden todo. Lo personal y lo político son planos inseparables, algo que nuestra autora ya había dejado claro en obras anteriores, aunque ahora el centro de atención es una emoción particular: el miedo.
El miedo es una emoción primordial, genética y biológicamente necesaria que se relaciona con la vulnerabilidad y la inseguridad radical de la vida humana (tema, por cierto, también de moda en la teoría política contemporánea), aunque por supuesto también lo sienten los animales. El pavor al desamparo existe desde la infancia y por ello el bebé se convierte en un tirano narcisista que esclaviza a sus progenitores. Se trata, según la profesora americana, del narcisismo del miedo. Un miedo primitivo, nebuloso, multiforme que puede malograr el desarrollo emocional.
Esta emoción, necesaria para la supervivencia es, sin embargo, asocial y genera su propia política: la política del miedo. Una política que amenaza la democracia, la envenena e intoxica porque cuando uno se siente impotente, sin control sobre su vida y teme por su futuro, tiende a buscar la protección de un «monarca» poderoso. Ya decía Rousseau —nos recuerda Nussbaum— que el miedo es la emoción del monarca absoluto. Y de ahí el título del libro: La monarquía del miedo, y su vinculación con el gobierno de Trump, que aparece aquí como un dirigente que se alimenta del miedo de los ciudadanos que necesitan orden, protección y cuidado, a la vez que lo alienta. Y el efecto de esta situación no es solo el sometimiento voluntario, la falta de confianza mutua y de proyecto común, sino también la infantilización de la ciudadanía a la que contribuyen poderosamente las redes sociales.
Nussbaum reconoce que el origen de ese miedo que lo invade todo reside en problemas reales y complejos para los que no existen soluciones fáciles. Por eso afirma que solo pretende ofrecer una guía y unas ideas porque, sobre todo, de lo que se trata es de no perder la confianza necesaria para la cooperación y la deliberación racional, pues ella misma reconoce que también hay miedo entre los que no votaron a Trump, que tienden, además, a demonizar y a no escuchar al adversario.
Pero no debemos rendirnos. Para Marta Nussbaum el antídoto contra el miedo es la esperanza. La esperanza aparece como un deber, como una suerte de imperativo categórico que nos impulsa a actuar y a cambiar el mundo. No en vano, nuestra autora se inspira en los ejemplos de Martin Luther King, Gandhi o Mandela, aunque es probable que ese llamamiento a la esperanza tenga que ver también con sus creencias religiosas (se convirtió al judaísmo en 1969).
Insiste en que tenemos que descubrir cuáles son las causas que nos hacen sufrir (el sufrimiento como problema político) para dar con acciones y soluciones políticas que se apoyen en la esperanza e incluso en el amor. Mediante la ley (que debe convencer también emocionalmente a las personas), y con determinadas reformas, podemos cultivar la confianza porque las emociones se moldean de muchos modos de acuerdo con el contexto cultural, las normas o las instituciones sociales y por eso pueden servir tanto para el bien como para el mal de la comunidad política. Es decir, podemos dirigir las emociones para que sirvan de apoyo a las aspiraciones democráticas evitando las políticas que generan odio, buscando las que fomentan el amor; o podemos utilizar otras emociones como la ira —que no van a desaparecer— como instrumentos de la justicia.
Sin embargo, aclara, no se trata de buscar la pureza en la política ni de sugerir medidas utópicas. Al contrario, se trata de una esperanza práctica; de propiciar un tipo de cultura política que eduque en la idea de que el enemigo tiene un fondo de sentimientos humanos, que siente y que sufre y que también es capaz del bien; que fomente el espíritu público y la virtud política y que mejore la calidad de la deliberación pública. Y también es necesaria la participación de las familias, de la sociedad civil; la desobediencia pasiva y la resistencia pacífica; la labor de las ONG y las universidades, e incluso Nussbaum llega a proponer la instauración de un programa de servicio nacional de tres años que conecte a los jóvenes americanos de diferentes zonas del país. Todo ello, en el contexto de su propia teoría de la justicia de tipo rawlsiano —la teoría de las capacidades—, pluralista y redistributiva, que ayudará a nuestra apertura plena hacia la humanidad de las personas.
Por supuesto, el papel de la educación, la filosofía, el arte, el teatro, la danza (o incluso el de un musical como Hamilton al que ella hace numerosas referencias), más la creatividad y la imaginación, presentes en toda la obra de la pensadora americana, es fundamental. La educación en humanidades ayuda a la construcción de una ciudadanía crítica, conocedora de su pasado y abierta a la imaginación y la esperanza porque lo que no se puede aceptar es no hacer nada. No se puede asumir la indiferencia y la injusticia pasiva. Además, el cambio es a menudo producto de pequeños actos cotidianos de fraternidad, de «hábitos de esperanza» que tienen efectos sociales valiosos y hacen posible la fe en la justicia y el amor.
En definitiva, este libro recupera de una manera más divulgativa y didáctica ideas desarrolladas con anterioridad en otras obras importantes de la profesora de Chicago. No es el mejor ni el más profundo, pero se lee bien y contiene referencias y tesis interesantes. Además, resulta muy ameno gracias a los variados ejemplos sacados de la Antigüedad clásica que ella conoce tan bien, de la literatura, de la obra de pensadores como Aristóteles, Lucrecio, Rousseau o Kant, así como del día a día de su país, más asuntos relacionados con sus propias experiencias personales como miembro de lo que ella sabe muy bien es una élite privilegiada. Por último, aporta datos e ideas interesantes de otras disciplinas como el psicoanálisis, la neurociencia, la biología e incluso la pediatría, y está muy bien escrito.
La tesis de que las emociones de los individuos responden a las instituciones bajo las que viven, y que de alguna manera la salud psíquica de los ciudadanos depende también de su tipo de democracia, resulta muy sugerente. Sin embargo, muchas de las dudas y preguntas que suscita la lectura de este libro se quedan sin respuesta. En parte porque se estudia el miedo como emoción permanente y universal, pero sin perspectiva histórica. El mundo ha sufrido con anterioridad profundos y vertiginosos cambios económicos, sociales y políticos que han trastocado también la escala de valores morales tradicionales. ¿Qué es lo que ahora es diferente? ¿No será, quizás, que las expectativas que había generado la vida en una democracia próspera y desarrollada han hecho que soportemos peor el miedo consustancial a la vida humana? J. Shklar lo tenía más claro: «To be alive is to be afraid».