El historiador holandés Frank Diköter se ha convertido por méritos propios en uno de los grandes especialistas mundiales en la historia de la China moderna y, en particular, la revolución comunista de la que, no sin enormes contradicciones, ha emergido el Estado chino actual. Profesor en la Cátedra de Humanidades en la Universidad de Hong-Kong, DiKötter previamente impartió clases en la School of Oriental and African Studies de la Universidad de Londres. De su trilogía sobre la revolución maoísta hasta el momento han sido traducidos al español los dos primeros volúmenes, que son los que se comentan en esta reseña. El tercero, centrado en la Revolución Cultural, vio la luz en 2016 en su edición inglesa, pero aún no lo ha hecho en el mercado de habla hispana. Dada la excelente acogida que han tenido en nuestro país los dos primeros tomos de esta magna obra, es de esperar que El Acantilado no tarde mucho en regalarnos con la traducción del último.
En realidad, Dikötter empezó su casa por el tejado porque el primer estudio que confeccionó fue el dedicado al Gran Salto Adelante (2010), mientras que el primero de la trilogía tuvo que esperar algo más (2013). En cualquier caso, entre los tres volúmenes existe una evidente línea de continuidad, sostenida además en los otros estudios que este autor ha dedicado a la historia del país asiático en la primera mitad del siglo xx. Hace ya casi treinta años desde que hiciera sus primeros pinitos editoriales. De todos los libros publicados sobre la historia china, The Age of Openness: China before Mao (2008) aporta una visión global del período que sirve de prólogo al que se analiza, a partir de la Segunda Guerra Mundial, en la trilogía que se comenta.
Precisamente, al final de esa gran conflagración y el inmediato repunte de la guerra civil entre comunistas y nacionalistas es donde se sitúa el inicio de La tragedia de la liberación. Que la guerra civil la ganaron los comunistas contra todo pronóstico ya se sabía, obviamente, pero en lo que no se había reparado suficientemente es en detalles tales como que Mao, presentándose como un reformista abierto a la democracia, no dudó en engañar a los norteamericanos para que dejaran de prestar su apoyo a Chiang Kai-shek. Como tampoco dudó en someter por hambre las ciudades controladas por el Kuomintang aun a costa de causar decenas de miles de muertos. Una circunstancia, la del hambre, que se hizo omnipresente en la historia de la China comunista hasta bien avanzados los años setenta, y que resulta algo difícil de imaginar cuando hoy contemplamos al gigante asiático convertido en la segunda economía del mundo. Tal punto de llegada solo se hizo concebible una vez que los dirigentes chinos abandonaron el gigantesco experimento que fue el maoísmo en el poder —casi treinta años de historia—, bajo el férreo liderazgo del Gran Timonel.
A diferencia de la mayoría de los investigadores que le han precedido, el gran mérito de Dikötter es que, aparte de memorias personales, cartas, diarios y narraciones oculares de testigos que vivieron la revolución, ha podido profundizar en ese pasado apoyando sus indagaciones en los archivos del propio Partido Comunista Chino, hasta ahora inaccesibles. No los archivos centrales del Partido, que todavía no pueden ser consultados por los historiadores no oficiales, sino los archivos provinciales gracias a los cuales, desde una mirada oblicua y por más que a retazos, el holandés ha podido reconstruir las líneas esenciales de los balbuceantes meandros recorridos por la revolución comunista. Para ello se ha servido de centenares de documentos que hasta ahora eran de imposible consulta, como informes de la policía secreta, versiones no censuradas de discursos de los líderes, confesiones, investigaciones sobre las revueltas que tuvieron lugar, estadísticas detalladas de las víctimas del Gran Terror, estudios sobre las condiciones de trabajo, cartas de queja escritas por personas corrientes, etc.
Tan rico y variado volumen de fuentes necesariamente aporta una visión más realista, precisa y certera sobre lo que representó aquel tortuoso pasado revolucionario, una historia de calculado terror y recurso sistemático a la violencia que nos presenta a Mao como uno de los grandes criminales del siglo xx, muy por delante, al menos en términos cuantitativos, de Stalin, Hitler, Lenin o Pol Pot. En virtud de sus campos de exterminio y los hornos crematorios, así como su inequívoca responsabilidad en el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la dictadura nazi se hace merecedora de una posición destacada en el ranking mundial del horror. Pero ello no debiera hacernos olvidar que el siglo pasado acogió otros muchos regímenes y dictadores con los que la historia y la política se han mostrado mucho más indulgentes. Hoy sería imposible ver una estatua o una fotografía del cabo austriaco en cualquier sitio céntrico —o incluso secundario— de cualquier ciudad alemana, mientras que la imagen del Gran Timonel todavía preside la plaza de Tiananmen, en Pekín, y las de otras innumerables ciudades chinas. Eso nos indica que el régimen asiático, por más que desde finales de los setenta soltara amarras con la herencia de Mao, todavía sigue siendo una dictadura de partido único que se ha mostrado incapaz de hacer un análisis crítico de sus orígenes y de los millones de muertos que provocó. En este sentido, la utopía maoísta constituye sin duda el experimento de ingeniería social más brutal con la propia ciudadanía —a gran distancia de la Unión Soviética y de la propia Alemania nazi— de todo el siglo xx.
Con la meticulosidad de un notario y un envidiable aparato empírico, Diköter da muestra detallada de esa historia en las más de mil cien páginas vertidas, por ahora, en nuestra lengua. Así, por ejemplo, se nos da cuenta de la extrema habilidad desplegada por los comunistas en la guerra civil frente a un adversario en principio mejor pertrechado al que derrotaron en 1949; o de las artimañas utilizadas para ganarse a los millones de campesinos pobres en el período de la Nueva Democracia, arremetiendo sin pudor y activando el odio social contra los representantes del viejo orden. En virtud de ello, como ante otros desafíos, se aplicaron medidas terroristas desde el primer día de la conquista del poder: hasta dos millones de presuntos terratenientes fueron asesinados a resultas de la reforma agraria emprendida en los primeros años cincuenta, sin contar que otros cuantos millones de individuos —mucho antes de la Revolución Cultural— fueron condenados a pasar largos años en la gigantesca red de cárceles y campos de trabajo. En clara emulación del Gulag soviético, fueron reducidos a la condición de esclavos sometidos a palizas, torturas y la reeducación ideológica. Lo mínimo que queda claro en este recorrido es que Mao sentía auténtica fascinación por la violencia, no dudando en aplicarla a todos aquellos que consideró opuestos a su experimento revolucionario, incluidos muchos camaradas del partido que se atrevieron a alzar la voz, por lo general con extrema timidez, ante los desastres que se sucedieron sin solución de continuidad hasta los últimos días de la vida de Mao. Este reiteró la idea muchas veces: «El socialismo de verdad exige una guerra». De este modo, todos los aspectos de la sociedad se organizaron con criterios militares, se glorificó la violencia y se dio alas a una ideología totalitaria en la que el fin justificaba los medios.
Hacia mediados de los años cincuenta ya se habían sentado las bases de aquel Estado totalitario, por más que no se dejara de experimentar con la población una y otra vez. A resultas de ello, cientos de millones de campesinos quedaron convertidos en siervos de la gleba sometidos a los cuadros del Partido Comunista, como también las etnias y nacionalidades minoritarias en el Tibet, Xinjiang u otros lugares. Dikötter se hace eco de esos millones de víctimas silenciadas, millones de tragedias individuales causadas por la revolución comunista en esta particular versión. La implicación de la China de Mao en la guerra de Corea —al margen del enorme coste humano que produjo— ayudó a impulsar el experimento en la medida en que constituyó una victoria personal de aquel dictador. Desde ese momento todo fue posible: la liquidación del mercado y de la iniciativa privada, la prohibición de las inversiones extranjeras, el control absoluto de la economía por el Estado, la prohibición de las huelgas y de la protesta social, la liquidación de la libertad de prensa, las trabas a la libertad de circulación y de residencia de las personas, la persecución de todos los credos religiosos, las purgas de los funcionarios, disidentes e intelectuales, la guerra cultural contra todas las manifestaciones artísticas tildadas de burguesas, y un largo etcétera.
Desde todos los puntos de vista, esta utopía revolucionaria no ha tenido parangón en la historia de la humanidad, superando incluso a sus homólogos soviéticos en los momentos más duros del estalinismo. Sus efectos catastróficos sobre la economía no tardaron en percibirse, por más que enseguida se advirtiera que todo se sostenía sobre una gigantesca mentira. Como apunta Dikötter: «Todo giraba alrededor del mundo que se iba a construir. Era un mundo de planes, proyectos y maquetas», «China era un gran teatro». Pero de inmediato y de forma constante se evidenció que la realidad no respondía para nada a esa auténtica farsa: «Lo que mostraba la propaganda del Estado no tenía nada que ver con la realidad». A mediados de los años cincuenta China hervía de descontento, con enormes problemas de desabastecimiento, desnutrición, escasez de viviendas o mala salud crónicas. Cuando en ese contexto se planteó la desestalinización en la Unión Soviética bajo el liderazgo de Kruschev, Mao lo vivió como un auténtico trauma. Pero lejos de seguir su ejemplo, reaccionó apostando por una profundización en la vía propia al comunismo. Fue poco después cuando apeló a dar el Gran Salto Adelante en pos de alcanzar en un tiempo record la plena colectivización y la ansiada sociedad sin clases, trampolín a partir del cual se hallaría al alcance de la mano un paraíso de felicidad y abundancia para todos los habitantes del país.
Durante los cuatro años siguientes, a la sombra de esa nueva escalada revolucionaria, decenas de millones de personas murieron a causa de los trabajos forzados, el hambre generalizada y la tortura en la que puede considerarse como la mayor catástrofe provocada por la mano del hombre en China y posiblemente en el conjunto del mundo a lo largo de la historia. Solo la población carcelaria se estima en este período entre ocho y nueve millones de seres humanos, de los que unos tres millones murieron durante la hambruna. Entre 1958 y 1962 se movilizó a toda la sociedad con la pretensión de convertir una economía subdesarrollada en una economía comunista moderna capaz de subir el nivel de vida de los ciudadanos hasta cotas inimaginables. En el intento de alcanzar tal meta, todo se colectivizó, concentrando a los aldeanos en comunas gigantescas que anticipaban el advenimiento del comunismo pleno. El experimento se tradujo en una gigantesca catástrofe demográfica. Antes de este estudio, lo historiadores habían estimado entre quince y treinta y dos los millones de vidas perdidas en esos cuatro años. Aparte de brindar un conocimiento mucho mejor de las consecuencias del Gran Salto Adelante, el libro de Dikötter eleva la cifra de muertos a un mínimo situado por encima de los cuarenta y cinco millones, si bien algunos historiadores recientes especulan con que la mortandad osciló en realidad entre los cincuenta y los sesenta millones.
Como nos advierte el autor, hasta ahora se hallaba muy extendido el punto de vista de que las muertes fueron una consecuencia accidental de programas económicos mal concebidos y ejecutados: «No se acostumbra a asociar a Mao y al Gran Salto Adelante con asesinatos en masa, y por ello China sigue saliendo bien parada cuando se la compara con la brutalidad que sí se suele asociar con Camboya y la Unión Soviética». Sin embargo, en este denso y muy documentado estudio se demuestra que la coacción, el terror y la violencia sistemática constituyeron los cimientos del Gran Salto Adelante y de la construcción de la China comunista. Entre un 6 % y un 8 % de las víctimas fueron torturadas hasta la muerte o ejecutadas sumariamente. A otras se las privó deliberadamente de alimento y se las hizo morir de hambre. Muchas otras perecieron porque eran de edad demasiado avanzada, o estaban demasiado enfermas o débiles para trabajar, y no pudieron ganarse el sustento. Todo ello por no hablar de los incontables seres humanos a los que indirectamente se les hizo morir por negligencia.
Así, la abundancia prometida no solo motivó uno de los mayores asesinatos en masa de la historia humana, sino que también infligió daños sin precedentes a la agricultura, el comercio, la industria y el transporte, así como una catástrofe incalculable en el entorno natural, en lo que puede ser calificado como una auténtica guerra contra la naturaleza (deforestación, erosión del suelo, alteración del sistema hídrico con las consiguientes inundaciones y plagas de langosta…). Si bien hubo muchos otros dirigentes comunistas detrás de esa enloquecida estrategia de ingeniería social, Mao fue el arquitecto indiscutible del Gran Salto Adelante, y por ello fue el principal responsable de la hecatombe que este ocasionó.