Una obra concebida como la historia del término y el concepto de totalitarismo podría haberse convertido fácilmente en un análisis desencarnado y abstracto. No faltan ejemplos de ese estilo en la historia de las ideas. Lo primero que sorprende de esta es su vivacidad. Es una obra de historia política, en la que los acontecimientos se evocan o se describen si se considera preciso, y también una obra de historia cultural, en la que el gran protagonista es el pensamiento humano y los diálogos —o monólogos— que engendró en el pasado siglo. Para hablar de esas ideas y esos diálogos, se centra la mirada en los que los protagonizaron, con nombres y apellidos y con un retrato habitualmente breve y agudo de su perfil, elaborado casi siempre a través de su discurso, pero también a través de sus circunstancias, sobre todo, políticas y públicas, pero también vitales. Así pues, una historia de los aspectos más dramáticos del siglo xx y de sus debates mayores, construida a partir de las palabras con que se construyó la vida pública y de los que las pronunciaron: Lenin, Marinetti, D’Anunzzio, Mussolini, Sturzo, Goebels, Hitler, Karl Schmit, Stalin, Orwell, Truman, Churchill, Kruschev, José Antonio Primo de Rivera, Kennan, Hayek, Aron, Popper, Arendt, Kennedy, Todorov, Reagan, y un largo etcétera de políticos, periodistas, intelectuales e historiadores que componen el intrincado tapiz tejido por el autor, lleno de colorido y acción. Intelectual casi siempre, pero acción. El rico dramatis personae hubiera merecido un índice onomástico que quizá termine llegando en futuras ediciones.
Otra característica del texto es su determinada búsqueda de la precisión en el conocimiento histórico. Para ilustrarlo puede bastar con decir que se corrige a sí mismo en una publicación anterior, para adelantar cuatro meses la fecha de nacimiento del término; o que se preocupa por hacer notar que la expresión «sociedad abierta» fue acuñada por Bergson en 1932 antes de que Popper la popularizara en el título de su obra de 1945. Por eso, su lectura contiene una lección de crítica histórica: la cronología resulta fundamental, la clave de toda interpretación, y se precisa todo lo posible. Y junto a ese dato, se traen a colación fuentes muy diversas. La primera, y fundamental, el análisis del lenguaje, considerado un indicador preciso de ciertos cambios. Se consigue apoyándose en estudios de carácter lexicométrico, utilizados ya por el autor en su producción anterior, que atienden a la prensa, a las revistas académicas y a los libros, en diferentes idiomas. Sobre todo en inglés, pero también en italiano, español, francés, alemán y ruso. La pericia en el manejo de esos instrumentos a través de búsquedas facilitadas por medios informáticos muestra cómo explotar una fuente de una forma nueva sin quedarse en el resultado meramente cuantitativo. Los números se acompasan con el conocimiento de los discursos, con las modas, complementan el conocimiento de las personas y permiten descubrir o constatar cambios de tendencia, ver cómo viaja el término en el tiempo. Junto a esto el autor se interesa por cómo se trasladó espacialmente la palabra, uniendo así conocimiento geográfico e histórico de forma iluminadora. Por último, el autor, que se interesa por lo simbólico como fuente especialmente reveladora para la comprensión histórica, encuentra un terreno fértil en los totalitarismos para trabajar con ese método. Hay un capítulo entero dedicado a esa dimensión y titulado, con un evocador juego de palabras, «The Body is the Message: The Corporeal Metaphor in Totalitarian Language». Trabaja en él la dimensión de «senso-propaganda», que fue característica de los sistemas totalitarios, y extrae algunas interesantes conclusiones que incluyen las diferencias entre los estilos de Lenin, Hitler, Goebbels o Mussolini, y de sus respectivos seguidores.
Precisión en el dato, claridad y riqueza de razonamiento, están muy relacionados con la idea que el autor tiene de qué significa comprender la historia: cómo cambian los hombres en el tiempo y cómo conocer los tiempos es la forma de conocer los cambios. Supongo que, por eso, dedica un detenido razonamiento en la introducción a la cuestión del anacronismo en la historia, una preocupación que late en todo su estudio. Su conclusión al respecto está formulada con una frase lapidaria: «[…] we can establish a tautological rule regarding the function of anachronisms in History: the only ones that work are those that are not» (p. 22). Y de ahí deriva otra idea central del trabajo: si algo sabemos del totalitarismo es que es la versión moderna en nuestro tiempo de la tiranía.
Para algunos autores, especialmente para los dedicados a la filosofía o al pensamiento abstracto, e incluso para algunos que dicen escribir historia, resulta fácil convertir la de la humanidad en un todo concentrado en un punto, haciendo de su análisis una suerte de Aleph borgiano que explica el hoy desde el ayer y el ayer desde el hoy con una capacidad reductiva y explicativa que, de responder a la verdad, constituiría una demostración de omnicomprensión, si no de omnipotencia. Hay elementos razonables en ese tipo de planteamientos, completamente lógicos. Popper, por ejemplo, retrotrae a Platón la raíz de la concepción totalitaria de la política. Algo así se puede conseguir concibiendo el pensamiento humano como algo intemporal o atemporal, o bien mirando al discurso como un crítico literario, más pendiente de forma y diseño, de la estructura querida por su autor, que del contenido. El historiador aporta otra mirada: comprender los tiempos. Esa es la clave de la capacidad de distinción en que consiste el saber histórico, y este es uno de los mayores méritos del trabajo de Fuentes: tiene un fuerte contenido histórico, busca ceñirse al tiempo que quiere conocer. A los hombres todo nos lleva tiempo: hablar, escuchar, comprender, contestar, y a eso lo llamamos cambio. Por eso, la historia bien hecha no piensa que una visión sirva para todos los tiempos, sino que se debe mirar de diferente forma los distintos tiempos si de verdad quiere comprender la historia y en qué consistieron los cambios que la han hecho. También los experimentados por un concepto que, por ser humano, es histórico.
El libro nació de forma inesperada, de un asombro del autor. Al trabajar en el lenguaje de las democracias en el siglo xx reparó, perplejo, en que el ismo político más original y representativo del siglo de las democracias era el totalitarismo. Eso desvió su atención y le consagró con su método híbrido de historia conceptual y biografía a la caracterización de un concepto tan representativo como escurridizo. La lectura de la obra confirma que acertó en la elección: hay pocas palabras que puedan ponerse globalmente ante la realidad del «siglo del exceso» de manera más extensa e intensa.
Tiene, al menos para mí, otro elemento de sorpresa: está escrito en inglés. Conozco la moda, necesidad a veces, de escribir en esa lengua para llegar a un público académico más amplio o, pudiera ser, para conquistar la benevolencia de potenciales evaluadores. Por haber leído a Fuentes en buen español en otras obras, agradecí que en el prefacio de esta señalara que escribía en esa lengua animado por Pilar Garí, su mujer. Después de leerlo, pienso que estamos en deuda con su iniciativa. Al menos por tres razones: primera, que el inglés de Fuentes es muy bueno, se lee con agrado, y no le impide, al contrario, usar de una fina ironía y de toques de humor en la esmerada redacción. Segundo, que, efectivamente, acercará un trabajo de gran calidad a un público amplio sin alejarlo, esperemos, del español. Tercero, que —por fin— una obra de historia general del siglo xx integra las referencias a la historia de España de forma natural y con buen conocimiento de los hechos. Es una suerte de hispanismo a la inversa que estoy seguro de que hará bien a la historiografía y ayudará a superar el enfoque predominantemente anglosajón que, con todas sus virtudes, no deja de tener carencias cuando trata de lo hispano. Y, sobre todo, porque nos ayuda a entender la historia de España como parte de la universal, alejados de un cierto excepcionalismo que puede ser fruto de la incapacidad de mirar lo nacional como parte del conjunto mundial. El autor parece disfrutar jugando con las palabras y con títulos de libros o películas, con un gusto muy norteamericano. El propio título de la obra, The Closed Society and its Friends rima con el de Popper The Open Society and its Enemies; «The Birth of a Notion», título de un capítulo, con la famosa película de Griffith; el de otro, «Totalitarianism: A Linguistic Turn» suena a ironía sobre modas historiográficas. Su afición al ritmo está por todas partes: «Profane Words, Sacred Symbols», o, en el que me parece uno de sus hallazgos más logrados «The language of the twentieth century created the word totalitarianism and totalitarianism partly created the language of the twentieth century» (p. 141), lo que él mismo califica de palíndromo histórico.
Con ese enfoque y esas formas, Fuentes ofrece la biografía de un concepto central en la historia del siglo xx, que precisa trazar un relato a la vez internacional y nacional del periodo de entreguerras, de los virajes en las alianzas en el camino hacia la Segunda Guerra Mundial, durante ella y en la Guerra Fría. Lo hace ajustadamente, con buen ritmo y con hallazgos originales para construir su narrativa. Los principales focos del totalitarismo, la Rusia soviética, la Italia fascista y la Alemania nazi, son objeto principal de su atención, pero el resto de las tentativas totalitarias aparecen también, con los asiáticos en un papel secundario, como lo hacen las democracias —las anglosajonas de modo particular—, sobre todo en la Guerra Fría: fue en Estados Unidos donde se acuñó el paradigma totalitario en ese tiempo. Quizá hay un protagonista pasivo que hubiera arrojado algo más de luz sobre esta historia si se hubiera considerado algo más: Polonia, seguramente la nación que sufrió de forma más dura la imposición del nazismo y el comunismo sucesivamente, y la que estuvo en la primera línea del desgaste y caída del soviético.
Me parece que estamos ante una obra de madurez de un historiador brillante de la que se aprende mucho y que me parece un ejemplo claro de qué significa calidad en el trabajo intelectual y renovación historiográfica. Es un recurso valioso para comprender el siglo xx, los problemas que aquejan a los tiempos modernos, y cómo se vivieron o se siguen viviendo hoy. El epílogo trata precisamente de eso, y detiene su mirada en España y el caso catalán como ejemplo de reviviscencia de tendencias totalitarias.