Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española, de Fernando del Rey, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, se publica a los veinte años de la primera edición de Víctimas de la Guerra Civil, el volumen dirigido por Santos Juliá en el que se hizo el primer balance general de la violencia represiva de las retaguardias de los dos bandos. Al cerrarse el siglo pasado, muchos de quienes contribuyeron a aquel volumen pionero esperaban que representara un punto de partida para el estudio científico de la violencia. Sin duda lo fue, y hoy contamos con un acervo acrecentado de estudios sobre distintos casos y provincias. Al tiempo, sirvió de pórtico involuntario a dos décadas de enconadas guerras por la memoria en las que numerosos historiadores, publicistas y políticos, todos militantes de causas del presente, buscaron, en las violencias padecidas por el bando con que se identificaban, la verdad y justificación de esa misma identificación. En las polarizaciones políticas del presente, además, la posibilidad de un relato histórico complejo, matizado, abierto a las improvisaciones y a la pluralidad de organizaciones, rivalidades y matrimonios de conveniencia, sucumbía a menudo a la facilidad del maniqueísmo. Los portavoces putativos de los legados de cada bando se lanzaban a rememorar a sus víctimas, demonizando a sus adversarios y rebajando el alcance de la violencia de los suyos. Como artefacto retórico más general, la violencia de quienes condenaban parecía emanar de una raíz ideológica profunda, mientras que la de sus próximos no sería sino un producto de las circunstancias.
En contraste con el panorama de luchas maniqueas, el estudio de Fernando del Rey entronca con el espíritu del volumen de Santos Juliá y rechaza ponerse al servicio de ninguna causa. Trata de la provincia de Ciudad Real, una retaguardia donde comités y milicias respondieron al golpe mediante la revolución. El mismo autor ya había trabajado con detalle la vida social y política de esa provincia durante la Segunda República y, anuncia, cuenta con material para estudiar el siguiente ciclo de violencia: el de la instauración del nuevo Estado franquista, acompañado, como es bien conocido, de su propio programa contrarrevolucionario y panoplia represiva.
La cantidad y calidad del material con la que el autor trabaja es el primer dato que llama la atención a quien abre el libro. La investigación se ha gestado desde hace tres décadas, cuando el autor comenzó a recoger testimonios y acumular materiales. El libro prueba una y otra vez la tenacidad con que el autor se ha dedicado a desentrañar protagonistas, episodios y procesos locales, pero también a conectar lo local con lo que sucedía en toda España y con las experiencias de guerra civil, movilización y violencia del periodo de entreguerras en toda Europa. El autor demuestra un excelente conocimiento de la bibliografía española e internacional de la que saca muy buen partido. Pero lo que arma la investigación son las 55 entrevistas, 25 títulos de prensa y 10 fondos de archivo cuidadosamente trabajados, a partir de los cuales el autor ha elaborado una base de datos de personas, reuniones de comités, antecedentes, sacas, asesinatos y testimonios en consejo de guerra que, mediante el cruzamiento crítico de las distintas fuentes, le permite reconstruir las múltiples dimensiones de la violencia de retaguardia en la provincia.
El libro se divide en cinco partes y diecinueve capítulos, más la introducción, un epílogo y la conclusión. La primera parte trata de la derrota del golpe en la provincia de Ciudad Real, la movilización de las milicias y la violencia que llama «en caliente», como respuesta inmediata al golpe. La segunda reconstruye el poder «revolucionario», la red de comités y milicias que se hacen con el control efectivo de la provincia y sus tensiones con la Administración, en especial la judicial. El tercero pone la lupa en los tiempos y espacios de la violencia, ofreciendo lo que llama una «radiografía cuantitativa» de los casos de violencia y un análisis detallado de varios casos representativos y extremos. La cuarta parte, la más corta, desarrolla los capítulos anteriores para argumentar que los militantes y comités estaban en constante comunicación unos con otros, por telégrafo, teléfono, carretera y ferrocarril, de modo que su actividad se comunicaba, coordinaba y orquestaba en el ámbito provincial, pero también con referencia a distintas redes sindicales supraprovinciales y organizaciones nacionales. La quinta y última parte se dedica a analizar el perfil de las víctimas, pero también a realzar los esfuerzos humanitarios y las solidaridades comunitarias que en muchas ocasiones protegieron a potenciales víctimas. El epílogo, a su vez, relata someramente la suerte posterior de varios de los más destacados líderes de las izquierdas de la provincia, algunos con currículum de sangre y otros notorios por su humanitarismo, si bien esta última condición fue a menudo insuficiente para evitar las severas condenas de los tribunales franquistas.
La conclusión del libro está plenamente demostrada. La violencia de retaguardia no fue ni planeada por los gobernantes de la república en su conjunto ni el producto de la espontaneidad incontrolada de las masas. Fue el resultado de la respuesta que las organizaciones revolucionarias dieron al golpe de Estado, para frustrarlo y, también, para aprovechar el vacío, causado por la guerra y el desplazamiento de guardias civiles y policías al frente, para avanzar en su propio proyecto y controlar parcelas de poder. Al igual que la violencia del bando sublevado se dirigió a controlar y descabezar las organizaciones y liderazgos que pudieran oponerse a su asalto al poder, las organizaciones revolucionarias, con especial protagonismo en este caso de las Juventudes Socialistas Unificadas, pretendieron hacer imposible que las derechas locales se sumaran a la sublevación o minaran el esfuerzo de guerra, o la propia revolución, desde la retaguardia. Se trató de una violencia política y estratégica, preocupada por el control del territorio y la población.
En la violencia revolucionaria de Ciudad Real, lo local tuvo importancia, pero los militantes y los comités de los pueblos no actuaban aisladamente, sino que estaban en comunicación con sus congéneres provinciales y de Madrid, en una coordinación que se extendió a la búsqueda y captura de derechistas huidos y al asesinato concertado de presos, incluso cuando el Gobierno ordenaba trasladarlos para protegerlos de los comités locales. Los Gobiernos de la república no ordenaron las detenciones y las sacas, pero tampoco fueron ajenos a esa violencia. En ocasiones intentaron limitarla, pero el propio Gobierno dependía de las organizaciones y líderes que la protagonizaban, mientras que organizar la defensa frente a los sublevados era más prioritario que movilizar los recursos necesarios para subordinar a las milicias y comités que se habían hecho cargo del poder en la respuesta revolucionaria al golpe.
Para explicar el carácter violento de la revolución, Fernando del Rey subraya la importancia de la cultura política de la época, del miedo y de la repercusión de las noticias de matanzas y violencias protagonizadas por los sublevados. Las experiencias de combate abierto de los milicianos ciudadrealeños movilizados para controlar la rebelión en la vecina Villarrobledo entre el 22 y el 25 de julio, por ejemplo, «encresparon los ánimos» y alimentaron las violencias que los milicianos ejercieron sobre sus potenciales rivales al regresar a sus localidades de origen (p.84). Sobre todo, sin embargo, el libro desentraña los factores que hicieron que la intensidad de la violencia variara de localidad en localidad dentro de la provincia. La plasmación de la revolución en violencia homicida dependió, en cada caso, del peso relativo de cada organización revolucionaria (allí donde los obreros eran republicanos, y no socialistas, hubo menos violencia), de la historia de conflictos previos que estructuraba las rivalidades y desconfianzas en cada pueblo (las víctimas derechistas habían gobernado y se habían enfrentado a los sindicatos y partidos obreros en los años anteriores) y de la naturaleza de los liderazgos.
La violencia varió también en intensidad y procedimientos en las distintas fases de la guerra, pero lo que también queda claro en la variedad de casos desgranados es que en esta provincia la violencia no brotó de una erupción de odios milenarista o atávica. La violencia fue, por decirlo con Clausewitz, política practicada por otros medios. Incluso los odios y rencillas personales que pudieran vincular a víctimas y victimarios se habían conformado en los conflictos económicos y políticos de los años previos. Se trató de violencia selectiva y moderna. El caso de los 223 religiosos asesinados en la provincia, tratado en el capítulo 18, es quizá el único en el que las víctimas individuales no se habían singularizado en las rivalidades y competiciones políticas, sociales y partidistas de los años previos. El clero regular, a diferencia de, por ejemplo, los terratenientes, fue atacado por su condición. Para el autor, no obstante, esto no se debería tampoco a causas atávicas, sino a la percepción del potencial que los monasterios y conventos tenían como bastiones fortificados donde los reaccionarios podían refugiarse y, sobre todo, a la comprensión de que la movilización católica de las décadas anteriores había sido el principal competidor del obrerismo y el republicanismo por la lealtad popular. La violencia respondería, de nuevo, a la política moderna. La provincia de Ciudad Real era rural y los trabajadores de la tierra vivían en condiciones de penuria, pero la interpretación de la violencia que propone Fernando del Rey nos invita a considerar que los hombres y mujeres de La Mancha participaban plenamente en la modernidad política.
El libro está elegantemente escrito y, abriéndolo por cualquier página, el relato preciso atrapa el interés en su reconstrucción de las razones y las circunstancias de episodios de violencia y de humanitarismo. Al lector más académico le gustaría, claro, que el aparato crítico estuviera a pie de página, no al final del libro, para poder cotejar las fuentes con mayor inmediatez. Esto mejoraría el libro, especialmente en el caso de las citas a interpretaciones de otros historiadores. Mientras que abundan en el cuerpo del texto los nombres de los hombres y mujeres de 1936-39, los historiadores, incluso los citados de modo entrecomillado para concordar con ellos, a menudo solo se identifican en las notas. En estos casos, muy numerosos, se agradecería que se nombrara al historiador o la historiadora en el cuerpo del texto y se señalaran las convergencias y analogías entre lo que ellos estudiaron y el caso de Ciudad Real, sin obligar a interrumpir la lectura y buscar la referencia al final del libro. Además, siendo un libro sobre la violencia, trata someramente el contenido económico y programático de la revolución. La revolución aparece retratada como una forma de tomar y controlar el poder en un contexto de respuesta un golpe de Estado, primero, y de guerra, después, lo que es sin duda lo más relevante para entender la violencia. Se echa en falta, no obstante, un desarrollo algo más pormenorizado de la organización del trabajo, apropiaciones, requisas y otras decisiones de gestión social o económica que, se entrevé, también conformaron tanto la revolución como la gestión de la guerra en la provincia.
Los anteriores reproches son minúsculos peros ante lo que se alza como un volumen monumental que marcará el campo de los estudios sobre la violencia, la política revolucionaria y la represión durante la Guerra Civil de los próximos años. Los resultados hacen referencia a Ciudad Real, una provincia idiosincrática como todas las otras, pero al tiempo interpelan a la interpretación global de la revolución de retaguardia que siguió al golpe de julio de 1936. Por ello, el libro invita estudios igualmente minuciosos que puedan hacerse sobre otras provincias con distintas composiciones sociales y trayectorias políticas, para seguir completando y revisando el mapa de la participación española en la Era de los Extremos.