RESUMEN

Existe un consenso en cuanto a la importancia de los últimos años del siglo xix y los primeros del xx en la aparición y consolidación de la figura del intelectual moderno en España, de forma pareja a lo que sucedía en otros países europeos durante los mismos años. Sin embargo, esto no significa que se consolidase una idea nítida o generalmente compartida acerca de cómo «era» o «debía ser» el intelectual, ni qué principios debían regir su actuación pública. Más bien al contrario: la palabra se instaló en una persistente ambigüedad semántica que hacía imposible formarse una idea clara de qué era y qué no era un intelectual. Esto nos anima a estudiar la figura del intelectual no como una categoría que se puede proyectar sobre ciertos individuos, sino más bien como un fenómeno discursivo. Paradójicamente, la ambigüedad denotativa de aquella palabra no impidió que a su alrededor se fuesen sedimentando toda una serie de discursos, como los que vinculaban al intelectual a algunas patologías físicas y sociales, los que lo relacionaban con ideas preexistentes sobre la masculinidad y la feminidad, los que comparaban a los intelectuales patrios con los de otros países europeos o los que estigmatizaban al intelectual como traidor a la clase obrera, a la patria española o a los principios católicos. Muchos de estos discursos reciclaron tradiciones anteriores, adaptándolas a un nuevo vocabulario surgido a finales del xix.

Palabras clave: Intelectuales; historiografía; generación del 98; generación del 14; España.

ABSTRACT

The final years of the nineteenth century and the first decade of the twentieth were crucial in the appearance and consolidation of the figure of the modern intellectual in Spain, in a process which was analogous to those happening elsewhere in Europe around the same time. However, this did not mean that a clear and generally agreed–upon idea of what an intellectual «was» o «should be» appeared, nor was there agreement on what principles should guide his interventions in the public sphere. Quite the opposite: the term acquired a persistent semantic ambiguity which made it impossible to develop a clear idea of what was —or was not— an intellectual. This then encourages us to study the figure of the intellectual not as a category within which we can include certain individuals, but rather as a discursive phenomenon and even as a cultural fantasy. For, paradoxically, the term’s ambiguity did not prevent it from accruing a series of discursive uses, like those which linked the intellectual to a number of physical and social pathologies, those which projected it onto certain notions about masculinity and femininity, those which drew a comparative geography of European intellectuals —in which Spain always occupied a lesser and subaltern role—, or those which stigmatized the intellectual as a traitor to the working class, to the Spanish nation or to Catholic principles. Many of these discourses recycled tropes from earlier traditions, adapting them to a new vocabulary which would become consolidated in the first decades of the century.

Keywords: Intellectuals; historiography; generation of 1898; generation of 1914; Spain.

Cómo citar este artículo / Citation: Jiménez Torres, D. (2020). La palabra ambigua. Los discursos sobre el intelectual en España, 1889-‍1914. Historia y Política, 43, 193-‍223. doi: https://doi.org/10.18042/hp.43.07

SUMARIO

  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. La palabra que no se supo definir
  5. III. Salud y género de los intelectuales
  6. IV. Variaciones del antiintelectualismo
  7. V. Geografía de los intelectuales
  8. VI. Conclusiones
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

La historia del intelectual en España entre 1889 y 1914 está más o menos escrita. Existe una amplia bibliografía que señala la importancia de este periodo en la configuración de diversas formas de actuación pública por parte de figuras del mundo cultural, lo que derivaría en la aparición de los primeros intelectuales modernos. Esto quedaría ratificado por la propia consolidación durante estos años de la palabra intelectual utilizada como sustantivo en lengua castellana. Se han analizado los distintos procesos que habrían contribuido a la aparición del intelectual en España durante estos años: el crecimiento de la clase media y lectora, la importancia de la prensa escrita, una secularización creciente y la quiebra de confianza en el sistema de la Restauración. Además, se ha insertado la aparición de los intelectuales en una serie de procesos que arrancarían con la Ilustración, y en los que destacarían los proyectos de construcción nacional. También se ha señalado la influencia de modelos foráneos —y especialmente el francés, encarnado por Zola durante el caso Dreyfus— a la hora de dar forma a los mecanismos de intervención pública de los intelectuales españoles. La historia literaria e intelectual, por otra parte, ha dividido a las figuras que compartirían este periodo en dos grupos (a menudo descritos como «generaciones»): el del 98 y el del 14. También se ha analizado el complejo papel de la intelectualidad catalana y su vínculo con proyectos catalanistas y con dinámicas de modernización

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2005
,

Casassas, J. (2009). La fàbrica de les idees: política i cultura a la Catalunya del segle xx. Barcelona: Afers.

2009
). También son relevantes tres trabajos acerca de aquellas figuras sobre las que más se ha proyectado la palabra intelectual: Roberts (

Roberts, S. G. H. (2007). Miguel de Unamuno o la creación del intelectual español moderno. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.

2007
); Zamora Bonilla (

Zamora Bonilla, J. (2002). Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza y Janés.

2002
), y González Cuevas (

González Cuevas, P. C. (2003). Maeztu: Biografía de un nacionalista español. Madrid: Marcial Pons.

2003
).

‍[2]
.

La historia de los intelectuales, sin embargo, se enfrenta a una complicación de inicio: la definición de su propio objeto de estudio. Y no es una cuestión menor, puesto que la polisemia de la palabra intelectual sigue dificultando hoy en día saber de qué hablamos cuando hablamos de intelectuales. Stefan Collini ha señalado que esta palabra se emplea para designar, como mínimo, tres conceptos muy diferentes; y si bien su distinción se refiere al uso en lengua inglesa, veremos que se pueden extraer conclusiones parecidas de su uso en español, lo que indicaría que estamos ante dinámicas transnacionales e interlingüísticas ‍[3]. Por un lado, estaría el sentido sociológico de la palabra: intelectual se referiría a alguien cuya ocupación principal tiene que ver con la intelección y el conocimiento, con lo que esto suele implicar en cuanto a nivel educativo. Por otro lado, estaría el sentido subjetivo: el vocablo haría referencia a alguien que siente interés por las ideas y por la cultura, independientemente de que esto tenga o no que ver con su profesión. El tercer sentido sería el sentido cultural: aquellos individuos que «are regarded as possessing some kind of “cultural authority”, that is, who deploy an acknowledged intellectual position or achievement in addressing a broader, non‒specialist public» ‍[4]. A estas acepciones podríamos añadir también las que resultan de trabajos concretos, como pueden ser los de Mannheim dentro de la sociología, los de Gramsci dentro de la tradición marxista, o los de Aron dentro de la tradición liberal; trabajos que definen al intelectual según una serie de funciones sociales o patrones de comportamiento. Ocurre lo mismo con la teorización de Bourdieu de los intelectuales como participantes en los mecanismos de legitimación cultural y con las prescripciones de Foucault acerca del intelectual específico. También podríamos añadir los relatos de naturaleza más claramente histórica, que articulan una serie de acontecimientos, procesos y carreras individuales en una historia acerca del auge, consolidación, declive y —en ocasiones— muerte de los intelectuales. Estos trabajos también pueden generar sus propias definiciones de lo que es un intelectual, como ocurre en el caso de Les intellectuels en France de Pascal Ory y Jean-François Sirinelli, y su idea del intelectual como alguien que interviene en la política ‍[5].

Los estudios sobre los intelectuales suelen optar por una de estas definiciones, utilizándola como base para su análisis, aunque también es común —sobre todo en obras polémicas o de divulgación— que planteen un pacto tácito al lector, según el cual el significado de la palabra sería lo suficientemente claro como para que no resulte necesario precisarlo

Johnson (

Johnson, P. (2008). Intelectuales. Madrid: Homolegens.

2008
), por ejemplo, reúne semblanzas de autores como Rousseau, Marx, Brecht, Hemingway y Sartre, sin explicar qué le lleva a considerar a estos autores como agentes históricos homologables.

‍[6]
. Pero, como apuntó Dosse, la polisemia de la palabra no es un mero obstáculo que el investigador deba sortear antes de alcanzar sus conclusiones, sino que forma parte intrínseca y definitoria del propio objeto de estudio: «El intelectual puede definir muy numerosas identidades, que pueden coexistir en un mismo periodo. Por lo tanto, la historia de los intelectuales no puede limitarse a una definición a priori de lo que debería ser el intelectual según una definición normativa. Por el contrario, tiene que quedar abierta a la pluralidad de estas figuras» ‍[7].

Efectivamente, hay que tener en cuenta que la heterogeneidad de ideas sobre el intelectual es un fenómeno sincrónico y se halla presente, incluso, en episodios considerados paradigmáticos como el caso Dreyfus ‍[8]. Esto nos remite a las consideraciones de Koselleck acerca de la atención debida al cambio semántico en la historia de los conceptos, y en particular a la posible coexistencia de varios significados de un concepto en un momento histórico. Por otro lado, la peculiaridad de la palabra que nos ocupa nos anima a considerar también las advertencias de Skinner y Ball contra la tentación de hipostasiar conceptos y aislar en ellos una coherencia que no tenían para el conjunto de quienes los usaban ‍[9].

Siguiendo estas apreciaciones, parece que no nos encontramos ante un sujeto histórico claramente delimitable, sino ante un fenómeno semántico y discursivo cuya principal característica es su ambigüedad, una palabra que se ha proyectado sobre ciertos individuos de forma problemática y deudora de discursos históricamente contingentes. Su naturaleza se antoja menos sociológica que fantasmática. Consideremos que ningún Estado occidental ha desarrollado mecanismos que sancionen la proyección de esta palabra sobre ciertos individuos, cosa que sí sucede —a través de la concesión de títulos educativos— con otras de pareja ambigüedad como filósofo o artista. En lo tocante a los registros oficiales, el intelectual no existe; es una categoría que discurre al margen de la organización institucional y del mercado laboral. Las definiciones que buscan destacar su naturaleza cualitativa se hunden, igualmente, en la ambigüedad (por ejemplo: ¿cómo acotar lo que es y no es «intervenir en política»?). Su única base es un acuerdo entre los hablantes de un idioma, según el cual la palabra se puede proyectar sobre ciertos individuos cuando cumplen una serie de características. Pero este acuerdo se ha mostrado claramente insuficiente, como muestra la cantidad de ocasiones a lo largo del siglo xx en que se ha planteado aquello que Azorín preguntaba en 1911: «¿Qué es lo que debemos entender por intelectual cuando de intelectuales hablamos?»

Azorín, «Más sobre los intelectuales», ABC, 2-1-1911.

‍[10]
.

Tiene sentido, por tanto, analizar las décadas de finales del xix y principios del xx no tanto como las de la aparición de un agente histórico, sino más bien como las de la configuración de varios discursos relacionados con el sustantivo intelectual. Así, el objetivo de este enfoque no sería proponer una categoría analítica que el historiador pueda proyectar luego sobre figuras que le parecen más o menos representativas de ella, sino recoger los usos de una palabra especialmente problemática y prestar atención a aquellos discursos que, paradójicamente, fueron sedimentándose a su alrededor. Como señaló Fox en un trabajo pionero, esto no implica relegar el estudio de los intelectuales al campo de la lingüística histórica ‍[11]. Más bien significa reconocer que, si existe una historia de los intelectuales, esta debe incluir la historia de los debates acerca de la naturaleza, la presencia y la función de los intelectuales. También significa revisar algunos presupuestos habituales de este campo, como aquel que señala que entre finales del xix y comienzos del xx se consolidó una idea generalmente aceptada de lo que era o debía ser un intelectual. Finalmente, este enfoque también permite abordar cuestiones centrales de la historia cultural y política: Collini ha demostrado cómo en Reino Unido los discursos acerca del intelectual dieron forma a ciertas ideas sobre la identidad nacional y la autoridad de las élites, al igual que contribuyeron a la legitimación —o deslegitimación— de proyectos políticos.

Partiendo de estas consideraciones, este trabajo analizará las décadas de aparición y consolidación del sustantivo intelectual en la cultura española. Se expondrá que aquella palabra se vio rápidamente ligada a preocupaciones de la época, incluyendo ideas de género y de salud nacional, quiénes debían participar en la dirección del país o cómo debía pensarse España con relación a los otros países de Europa Occidental. La fecha de corte de 1914 no es arbitraria, puesto que el estallido de la Primera Guerra Mundial y la consiguiente guerra de palabras entre aliadófilos y germanófilos supuso un cambio de paradigma en cuanto a los debates acerca de los intelectuales en España ‍[12]. Dado que este enfoque se centra en usos lingüísticos, las fuentes incluyen textos tanto expositivos como literarios, y se hará uso de una elevada cantidad de citas textuales de fuentes primarias. De nuevo, el interés radica en mostrar una heterogeneidad de usos de la palabra, y así dar fe de las tensiones del concepto del intelectual durante esta época. Por otro lado, y aunque se ha buscado recoger una amplia muestra de fuentes que abarque desde publicaciones militares hasta textos anarquistas, buena parte de los ejemplos proviene de las figuras canónicas de la historia intelectual de este periodo: Unamuno, Ortega, Maeztu, Azorín y Baroja. En esto confluyen cuestiones prácticas (la disponibilidad de antologías y bibliografía) y analíticas: al tratarse de las figuras sobre las que más temprano y más comúnmente se proyectó aquella palabra, estos autores se encontraron entre los primeros que reflexionaron públicamente —y con poder de prescripción— sobre su significado.

II. La palabra que no se supo definir[Subir]

La palabra intelectual, utilizada como sustantivo, aparece de forma prácticamente simultánea en la mayoría de lenguas europeas en las dos últimas décadas del siglo xix

En el momento de redacción de este artículo, el Nuevo Diccionario Histórico del Español (NDHE) no cuenta todavía con una entrada correspondiente a la palabra intelectual. Por otro lado, las obras contenidas en el Corpus Diacrónico del Español (CORDE) no muestran usos de intelectual como sustantivo hasta varios años después de los primeros registros de los que tenemos noticia. A cambio, el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE) y la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España suponen recursos muy valiosos para los resultados de investigación que se presentan en este trabajo.

‍[13]
. Su uso como adjetivo ya estaba consolidado en el castellano desde mucho antes, y la posibilidad de un deslizamiento hacia el sustantivo también parece haber existido durante mucho tiempo. Si bien durante el siglo xviii los diccionarios de la Real Academia solo recogieron sus dos acepciones como adjetivo («Lo que pertenece al entendimiento» y «Lo mismo que espiritual, sin cuerpo»), la edición de 1803 incluyó una tercera: «El dedicado al estudio y la meditación». Sin embargo, esto venía precedido por la abreviatura «ant.» (por «antiguo; anticuado; antiguamente») y seguido por una referencia al latín: «Litteris, meditationi deditus». Esta tercera acepción se mantendría en sucesivas ediciones hasta 1914, cuando se cambia por «Dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y letras. Ú. t. c. s.», abandonando cualquier indicación de que el uso no era actual

Según los registros del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (disponible en: https://bit.ly/3aizj2z). Otra palabra relevante para esta investigación, intelectualidad, mantiene durante el xix una sola definición, «entendimiento, en la acepción de potencia», hasta que en 1917 el Diccionario de la Lengua Española de José Alemany recoge una nueva acepción: «Conjunto de personas cultas de un lugar, de un país, etc.», añadiendo el ejemplo «La intelectualidad española, madrileña». Esto pasará al Diccionario de la RAE como segunda acepción de la palabra en la edición de 1925.

‍[14]
.

Si pasamos del diccionario a las fuentes, comprobamos que a lo largo de la segunda mitad del siglo xix el adjetivo intelectual fue adquiriendo una relevancia cada vez mayor en debates acerca de las élites, la autoridad cultural y la participación política de las masas. Como ha señalado Fox, en la década de 1880 y la primera mitad de la siguiente se puede apreciar un uso cada vez más común de sintagmas como la juventud intelectual, l’élite intelectual y obrero intelectual; este último estaba especialmente extendido en los círculos socialistas y anarquistas de toda Europa. También había sido influyente la familiarización con la palabra intelligentsia derivada del contexto ruso ‍[15].

De esta intensificación surgen los primeros usos de intelectual como sustantivo. Curiosamente, los más antiguos que he encontrado fueron escritos en la Cuba colonial y se publicaron en un periódico ligado al Ejército. En un artículo sobre la situación política en la todavía colonia, aparecido en 1889 en El Correo Militar, un autor que fecha su texto en La Habana argumenta que:

El partido autonomista nació de la impotencia separatista. De su dirección se apoderaron unos cuantos abogados sin pleitos, paseantes de esta capital, en cuya mayoría domina más el deseo de figurar y medrar que el interés por la felicidad del país. Dios me perdone si me equivoco; pero ocúrreseme pensar que si a los intelectuales se les diera algunos nombramientos de importancia, no para este país, que fuera una calamidad, sino para Filipinas y la Península, los vividores políticos, los que alborotan el cotarro, llegarían a ser ministeriales

K. Brera, «Ecos de Cuba», El Correo Militar, 7-10-1889.

‍[16]
.

Casi un año después, también en las páginas de El Correo Militar y también en un texto remitido desde La Habana (aunque firmado con un pseudónimo distinto), el autor se quejaba de «la prensa de la bulla»: si antes había exigido al Ejército una medida concreta contra el bandolerismo, tras su implementación «hoy salen diciendo los intelectuales que» es una medida ineficaz

E. C., «Isla de Cuba. El bandolerismo», El Correo Militar, 30-9-1890.

‍[17]
.

Además de su interés por lo que indican de la cronología del cambio semántico, estos artículos dan fe del tempranísimo vínculo entre el uso de intelectual como sustantivo y el discurso antiintelectual. En ambos casos se habla de los intelectuales para señalar su presunta frivolidad, además de su función de entorpecer la labor del Ejército y de la Administración, cimentando un discurso cuyas variantes analizaremos más adelante. Por otro lado, la procedencia de estos artículos sugiere que quizá la nueva acepción de la palabra se empezara a fraguar en el español de América, aunque también es posible que el autor fuese sencillamente un militar español destacado allí. La influencia de usos extranjeros también queda de manifiesto en otro texto temprano: en 1893, varios periódicos españoles transcribían fragmentos de una conferencia pronunciada por Zola en Londres. En ella, el escritor proclamaba que «si los poderosos, los reyes, los emperadores, los dueños de la tierra no se entienden, quizás los intelectuales, los espíritus ingeniosos, los que tienen la misión de juzgar y de hablar se entendiesen»

«En pro de los periodistas», El País, 26-9-1893.

‍[18]
.

El nuevo uso de la palabra se generalizó con rapidez. En 1894 aparece en varios libros de autores españoles, y en 1896 ya tenemos un testimonio de su popularidad: en una carta a Cánovas acerca del proceso de Montjuic, Unamuno escribía que «sacrificar a Corominas […] por el natural deseo de servir a una opinión pública, que […] pide caiga algún intelectual, llevaría a un acto de escasa justicia» ‍[19]. Y seguimos encontrando ejemplos al año siguiente (1897): el escritor Timoteo Orbe empleó la palabra en varias cartas a Unamuno, el teórico socialista José Verdes Montenegro publicó un artículo titulado «Los intelectuales», y en un cuento del veterano autor José Echegaray se señalaba que la fisonomía de un personaje «era la del que hoy, con mejor o peor gramática, se llama un intelectual». Vemos, por tanto, que el nuevo uso de la palabra ya estaba extendido en España antes de la publicación —a comienzos de 1898— del artículo de Zola «J’accuse!», del manifiesto de los dreyfusards y de la respuesta de Barrès titulada «La protestation des intellectuels!»

Gómez Molleda (

Gómez Molleda, D. (1980). El socialismo español y los intelectuales. Salamanca: Universidad de Salamanca.

1980
): 202, 213, 316; Echegaray, «Las últimas rosquillas; apuntes para un cuento», El Liberal, 16-5-1897.

‍[20]
.

La rápida generalización del vocablo convivió, sin embargo, con la clara incomodidad que provocaba su uso. Desde muy temprano podemos detectar en las fuentes una tendencia a señalar la naturaleza problemática de esta palabra. El recurso de escribirla en cursiva o entre comillas, por ejemplo, se prolongó mucho más allá de los años en que se trataba de un neologismo. Ninguno de los artículos de El Correo Militar (recordemos: de 1889 y 1890) entrecomillaba la palabra o la escribía en cursiva; sin embargo, Ortega y Gasset utilizó ambos recursos en textos publicados hasta veinticinco años después

Por ejemplo, «La destitución de Unamuno», El País, 17-9-1914.

‍[21]
. También es común encontrar usos de la palabra acompañada de prefijos o de sintagmas que matizasen su sentido: Maeztu se refería en 1899 a la educación religiosa como creadora de «medio-intelectuales»; el anarquista catalán Federico Fructidor escribía en 1911 sobre los «intelectuales a la moderna», y el escritor y crítico Eugenio Noel despotricaba en 1914 contra los «pseudointelectuales» ‍[22].

El más común de este tipo de recursos, sin embargo, fue el que señalaba que no era el autor quien llamaba a los intelectuales por este nombre, sino que eran otros quienes lo empleaban. Veamos algunos ejemplos:

La frecuencia de uso de esta muletilla nos anima a leerla como un síntoma de varias tensiones. Por un lado, indica una percepción de que aquella palabra tenía un significado impreciso; el uso del significante no se justifica por su significado, sino que se ve necesario aportar una fuente de legitimidad adicional —la frecuencia de uso—. Considérese que esto no sucede con palabras cuyo significado está claro: nunca diríamos «voy a comprar una de las llamadas sillas» o «me operará uno de los que a sí mismos se llaman cirujanos». Y, de nuevo, el hecho de que podamos ver este recurso en una fecha tan tardía como 1914 nos muestra que esto no es resultado de la novedad de la palabra. Hay algo en ella misma que genera conflicto en quien la emplea.

Por otro lado, que autores como Unamuno u Ortega recurrieran a esta muletilla muestra la reticencia que sintieron aquellos sobre quienes se proyectaba la palabra intelectual a emplearla para referirse a sí mismos. Este es un fenómeno que ya se manifestó en el caso Dreyfus: ni Zola en «J’Accuse!» ni los dreyfusards en el manifiesto «Une protestation» se referían a sí mismos como intelectuales. Fueron otros quienes proyectaron aquella palabra sobre ellos, tanto para alabarlos (caso de Clemenceau) como para burlarse de ellos (caso de Barrès) ‍[24]. Años después, esta reticencia estaba lo suficientemente extendida como para que Baroja señalase: «Yo, la verdad, no recuerdo de nadie, en España ni fuera de España, que se haya llamado a sí mismo intelectual —probablemente se pondría en ridículo—» ‍[25].

Esto no era cierto del todo: Costa describió su Unión Nacional como un «núcleo de intelectuales», y Unamuno escribió tras el Desastre que quienes no habían estado a la altura del dolor de los soldados «somos los intelectuales». Pero estos episodios fueron infrecuentes y, a menudo, revocables. El mismo Unamuno se quejaba en 1904: «¡Y que me hayan llamado intelectual! ¡A mí! ¡A mí, que aborrezco como el que más al intelectualismo! ¿Intelectual yo?»

Davies (

Davies, R. (2000). La España Moderna and Regeneración: A Cultural Review in Restoration Spain, 1889-1914. Manchester: Manchester University Press.

2000
): 94; Unamuno, «La vida es sueño», La España Moderna, 11-1898; Unamuno, «Intelectualidad y espiritualidad», La España Moderna, 3-1904.

‍[26]
. Reacciones como esta resaltan el carácter discursivo del fenómeno que estamos analizado: como ha señalado Aresti en otro contexto, los discursos no actúan como relleno simbólico de sujetos pasivos, sino que son asimilados, transformados o rechazados por sus destinatarios de acuerdo con procesos que escapan a la lógica interna del propio discurso ‍[27].

También es llamativo que la palabra brille por su ausencia en los manifiestos que firmaron durante estos años las principales figuras del mundo cultural; es decir, los documentos que se suelen señalar como prueba de la presencia y la acción de los intelectuales durante este periodo. Casi nunca aparecen en estos textos referencias a los firmantes como intelectuales. Lo habitual era, más bien, señalar su fama entre el gran público, o sus aptitudes profesionales, o su compromiso con una serie de principios. El «Manifiesto de los Tres» de Baroja, Azorín y Maeztu, por ejemplo, nunca emplea intelectual como sustantivo; los autores solo se refieren a sí mismos como «los que firman», y dicen querer movilizar a «hombres jóvenes, de ideas nuevas». La palabra tampoco aparece en el manifiesto de la «Joven España» de 1910, firmado por autores como Augusto Barcia y Ramón Pérez de Ayala, ni en la conferencia de Ortega «Vieja y nueva política», donde el autor incluso parece eludir su uso con fórmulas alambicadas (por ejemplo: «Las minorías que viven en ocupaciones intelectuales») ‍[28].

Otro caso ilustrativo es la polémica entre Ortega y Azorín que alumbró el concepto de generación del 98. En dos artículos publicados en 1913, Ortega propuso esta etiqueta para referirse a quienes —como él mismo— habían sido adolescentes durante el «Desastre». Poco después, Azorín proyectó aquella etiqueta sobre quienes —como él mismo— ya eran jóvenes periodistas y escritores durante la guerra contra Estados Unidos. Pero ni Ortega ni Azorín emplearon la palabra intelectual una sola vez para referirse a los personajes y a las características colectivas que estaban tratando de definir. Ortega escribió que su generación del 98 estaría compuesta de «hombres competentes y constructores», término al que también recurrió Azorín: «Hombres de la generación de 1898 son Valle-Inclán, Unamuno, Benavente, Baroja, Bueno, Maeztu, Rubén Darío.» Es decir: Ortega y Azorín pugnaron por atraer hacia los suyos la etiqueta de generación del 98, pero no sintieron interés en reivindicar para ellos la categoría de intelectuales

Ortega y Gasset, «Competencia. I» y «Competencia. II», El Imparcial, 8 y 9-‍2-1913. Azorín, «La Generación de 1898», ABC, 10, 13, 15 y 18-‍2-1913.

‍[29]
.

Todo esto cuestiona la extendida interpretación de que lo definitorio de la figura del intelectual surgida a finales del xix es la existencia de un grupo que se identificaba con aquella palabra ‍[30]. Las fuentes muestran, más bien, que prácticamente nadie, ni a título individual ni a título colectivo, aceptó esta palabra para definirse a sí mismos, sobre todo no de forma inequívoca y sostenida. Es más, muchos de los individuos sobre los que se proyectó se preguntaron abiertamente por su significado. Azorín escribió en 1911: «Confieso que no acabo de entender lo que se quiere decir cuando se habla de “intelectuales”». Unamuno, por su parte, preguntó: «¿Quién de nosotros, los que escribimos para el público, no ha usado, no ya una sino muchas veces, en estos últimos tiempos el sustantivo intelectual? […]. Y la verdad es que si se nos pidiera a cuantos nos hemos servido de semejante denominación, el que la definiéramos, nos habríamos de ver, los más de nosotros, en un gran aprieto»

Unamuno, «¿Quiénes son los intelectuales?», Nuevo Mundo, 13-7-1905; Azorín, «Más sobre los intelectuales», ABC, 2-1-1911.

‍[31]
.

Es cierto que quienes formulaban estas preguntas solían aportar a continuación una respuesta. Sin embargo, podemos concluir que ninguna de las definiciones que se aportaron se volvió hegemónica, y que muchas de ellas eran directamente incompatibles entre sí. Muchas suponían, sencillamente, una proyección del modus operandi o de las prioridades ideológicas de quien las realizaba: lo que se presentaba como descripción actuaba realmente como prescripción. Además, muchas de las ideas de lo que era un intelectual no aparecían en el contexto de preguntas explícitas como las planteadas por Unamuno o Azorín, sino que actuaban de forma implícita, en los matices que cada nuevo uso añadía a aquel campo semántico.

Uno de estos matices fue el que asociaba al intelectual a ideales nietzscheanos. En un contexto en el que las ideas del filósofo alemán se popularizaban en España, Azorín describió al intelectual como una suerte de superhombre misántropo: «La verdad para el intelectual no tiene valor ninguno: a la verdad como antigua medida de las cosas, él ha sustituido lo que es útil a la vida»

Azorín, «Los intelectuales», ABC, 28-3-1906. Para la influencia de Nietzsche en España, ver Sobejano (

Sobejano, G. (2004). Nietzsche en España. Madrid: Gredos.

2004
).

‍[32]
. Otros autores incidían en la cualidad directora y prometeica de ese intelectual-superhombre: Verdes Montenegro señalaba en 1897 que «los intelectuales aparecen como échantillons anticipados de una humanidad superior, que se erigen para la masa amorfa en núcleos de atracción». Y uno de los nietzscheanos más fervorosos del fin de siglo, Ramiro de Maeztu, escribía en 1898 que «cuando las masas se fatiguen de arrastrarse ante los sables y ante las sotanas, y vuelvan a impetrar su redención de los intelectuales, la palmeta de dómine que estos empuñan hoy habráse transformado en el látigo de domador que les corresponde»

José Verdes Montenegro, «Gabriel D’annunzio», Germinal, 9-7-1897; Maeztu (

Maeztu, R. de (1977). Artículos desconocidos. Madrid: Castalia.

1977
): 72-‍73.

‍[33]
. Para otros, el nietzscheanismo del intelectual era algo negativo: Felipe Trigo escribía en 1907 que la obra de Nietzsche conducía a «el intelectual, el grotesco héroe de la despreocupación y del escepticismo» ‍[34].

Otra idea del intelectual que apareció en este periodo fue la que lo relacionaba con el reformismo socioliberal. En 1908, Ortega escribía que el partido liberal «antes que ningún otro, debía ser el de los llamados intelectuales». También Maeztu, pasada su fase nietzscheana, asociaba al intelectual con el reformismo: frente a la tentación revolucionaria del pueblo, «la reforma encarna en unos cuantos intelectuales». Algo parecido decía Luis Araquistain en 1912: «La función de los intelectuales es influir en la vida pública de modo que se haga sin revolución lo que habría de hacerse después de ella». Y también Baroja señalaba durante su etapa de vinculación al partido de Lerroux que «el intelectual burgués va demoliendo la casa vieja e incómoda; el obrero va poniendo los cimientos de la casa del porvenir»

Ortega y Gasset, «Sobre la pequeña filosofía», El Imparcial, 13-4-1908; Maeztu (

Maeztu, R. de (1911). La revolución y los intelectuales. Madrid: Bernardo Rodríguez.

1911
): 43; Araquistain, «Agitación obrera y crisis del parlamentarismo», El Liberal 27-5-1912; Baroja, «La labor común», El Socialista, 1-5-1908.

‍[35]
.

También era posible definir al intelectual no por el contenido de sus intervenciones, sino sencillamente por el tipo de trabajo que hacía. Por esto se decantó Azorín en 1910: «La condición de inmaterialidad parece inseparable de la noción de intelectual. Así, un pintor, un arquitecto o un escultor no acaban de entrar dentro del estricto concepto de intelectualidad. El intelectual es un escritor, un literato, un crítico, un historiador, un poeta o un filósofo; es decir, gentes todas que producen […] obras que no son susceptibles de ser pesadas ni medidas»

Azorín, «Los intelectuales», ABC, 27-12-1910.

‍[36]
.

Pero también era posible optar por algo más cercano al sentido subjetivo de la palabra identificado por Collini. Eso hacía en 1908 el filólogo krausista Fernando Araújo: «El mayor número de los intelectuales son procedentes, en efecto, de las carreras liberales; pero hay en esas carreras personas que no merecen ese nombre, y en cambio se encuentran comerciantes, industriales, obreros y hasta rentistas que son intelectuales. Los intelectuales no forman una casta, ni siquiera un partido, ni una clase. Tienen una existencia especial que los distingue, y eso basta»

Araujo, «Los intelectuales y su papel social», La España Moderna, 3-1908.

‍[37]
.

Dada esta pluralidad de ideas en cuanto a qué era lo que definía a un intelectual, se entiende que Ortega se refiriese en 1908 a aquel vocablo como «la palabra ambigua.» Su proyección sobre proyectos tan distintos como el nietzscheanismo prometeico o el reformismo socioliberal desdibujaba su función denotativa. Esto vino a decir también Antonio Machado en 1905 cuando sentenció: «Hoy queremos ser intelectuales —que es algo como no ser nada—»

Ortega y Gasset, «El recato socialista», El Imparcial, 2-9-1908; Machado, «Divagaciones (En torno al último libro de Unamuno)», La Republica de las Letras, 9-8-1905; reproducido en Ribbans (

Ribbans, G. W. (1957). Unamuno and Antonio Machado. Bulletin of Hispanic Studies, 34 (1), 10-28. Disponible en: https://doi.org/10.1080/1475382572000334010

1957
).

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.

Un último aspecto contribuyó a desdibujar el significado de la palabra intelectual: su proyección hacia el pasado. Si bien existía una conciencia extendida a finales del xix de que el uso de intelectual como sustantivo era un neologismo, la palabra no tardó en ser empleada para referirse a figuras pretéritas. De este modo, la idea de que el intelectual había aparecido recientemente en la cultura europea convivió con la idea de que los intelectuales existían desde hacía cientos de años. En el artículo antes citado, Araújo señalaba que «desde los enciclopedistas del último tercio del siglo xviii puede decirse que los intelectuales han sido los dueños del mundo». Azorín, por su parte, escribió que «si se quiere un ejemplo típico de un intelectual, lo tendremos en Galileo». Además, la palabra servía para reformular antiguas ideas, propuestas o actitudes: el obispo Torras i Bages, señalaba en 1906 que «els nostres intel·lectuals [...] són com els acadèmics contra els quals escriví Sant Agustí». Por otro lado, Unamuno explicaba en Del sentimiento trágico de la vida que San Pablo «llegó a Atenas, la noble ciudad de los intelectuales […] y allí disputó Pablo con epicúreos y estoicos». Estos ejemplos nos muestran lo difícil que era establecer una definición clara de aquella palabra: si intelectuales eran tanto Galileo como los enciclopedistas franceses y los epicúreos de la antigua Atenas, ¿qué definición cabía de aquella palabra que no estuviera condenada a perderse en las más vagas generalidades?

Araujo, «Los intelectuales y su papel social», La España Moderna, 3-1908; Azorín, «Los intelectuales», ABC, 28-3-1906, y Torras i Bages (

Torras i Bages, J. (1988). Obres completes (vol. 5). Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat.

1988
): 189.

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III. Salud y género de los intelectuales[Subir]

Paradójicamente, la ambigüedad semántica del sustantivo intelectual no impidió que a su alrededor se fuesen acumulando toda una serie de discursos. Es más, durante esta época cobraron vida varios discursos sobre el intelectual que tendrían una larga trayectoria. Estos se mostraron sumamente permeables tanto a ideas previas acerca de quienes cultivaban las artes, el pensamiento y las ciencias, como a discursos específicos de esta etapa histórica. Es el caso, por ejemplo, del vocabulario medicalizante que se proyecta en numerosos textos de la época sobre la figura del intelectual. En 1907, Araújo se hacía eco en La España Moderna de un estudio realizado en Francia sobre la salud de los intelectuales; su cuadro general sería «cansancio general, perturbaciones en la digestión, atonía intestinal, insomnio, astenia genital y todo un conjunto de síntomas de orden psíquico», entre los cuales se encontraban «atenuación de la voluntad», «impotencia para el trabajo» y «tristeza, que acaba con la alegría de vivir». Tras lo cual añadía Araújo: «Nada hay en esto que sorprenda a quien conozca de cerca a los intelectuales, que son casi todos nerviosos y artríticos. Amigos del estudio, poco aficionados al trabajo muscular, viven en sus despachos vida sedentaria […]. La neurastenia, el agotamiento nervioso que con tanta frecuencia padecen, no es más que la fatiga organizada y sistematizada que toma forma de enfermedad»

Araújo, «Higiene. El alimento de los intelectuales», La España Moderna, 5-1907.

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.

El vocabulario medicalizante remitía, a su vez, a ansiedades culturales más amplias. Diagnosticar neurastenia en colectivos específicos era un elemento recurrente de las corrientes de pensamiento de finales del siglo xix preocupadas por el exceso de civilización, sedentarismo y uso de las facultades intelectuales del hombre moderno. Es más, aquello engarzaba con el concepto de degeneración tan en boga en la época. Uno de sus teóricos, Max Nordau, había señalado que los degenerados no eran solo los criminales, las prostitutas o los locos: muchas veces también eran escritores o artistas. En España, el publicista del darwinismo social Pompeyo Gener escribió en 1894 que «los intelectuales puros [son] neurasténicos o degenerados superiores». Así, el intelectual aparecía como un ser patológico: en una novela española de 1894 se explicaba que «un intelectual es […] un ser débil. Le teme al bullicio, al estruendo, a las grandes conmociones; y siendo el producto superior de la evolución moderna, es el que menos sirve para la lucha social». Timoteo Orbe también incidía en la falta de actividad física del intelectual: «Ninguno ha tenido que ganarse el pan. Toda holgazanería produce anomalías, desviación de los instintos vitales, un estado general contra natura» ‍[41].

Tampoco eran ajenos a estos discursos las ideas de género. Difícilmente podían serlo en una época en que los debates sobre nación, sociedad y política estaban imbricados en un vocabulario de género, y en que las ideas sobre este experimentaban importantes cambios. Las décadas finales del xix y primeras del xx están marcados por obras que, desde una perspectiva pretendidamente científica, insistían en una jerarquía de los sexos en la que la mujer sería inferior al hombre. A finales de la etapa estudiada, y sobre todo a partir de la Primera Guerra Mundial, esto se iría transformando en una idea de los sexos como radicalmente diferenciados y complementarios ‍[42].

En este contexto, se aprecia desde el comienzo una tendencia a presentar al intelectual como una figura masculina. Esto era, por un lado, consecuencia lógica de una realidad social en la que las actividades y los espacios vinculados a la esfera pública seguían siendo accesibles preferentemente a hombres, como lo eran el acceso a la educación o a las profesiones liberales. Pero también es consecuente con el hecho de que buena parte de los conceptos asociados a la figura del intelectual estaban vinculados, también, a ideas de la época sobre la condición masculina. Es el caso de la razón, la ciencia y la propia esfera pública, asociados en el último tercio del xix a la masculinidad en contraposición a la esfera privada, los sentimientos y la religión, asociados a la feminidad. Es el caso también de la participación política y de la emisión de arte y de pensamiento, consideradas actividades naturalmente masculinas. Además, el discurso médico sobre la inferioridad de la mujer insistía en que la actividad intelectual era contraria a la naturaleza femenina, y que en caso de ejercerla la mujer nunca alcanzaría los resultados de los que era capaz el hombre. Así se expresaba en 1908 el médico Nóvoa Santos: «La mujer, para desempeñar bien su cometido en la vida, requiere quietismo, sobre todo quietismo psíquico […]; y si la mujer […] se empeña o es forzada al cultivo de su inteligencia, verá cómo es incapaz de procrear hijos bellos y fuertes, cómo es impotente para sentir una fuerte pasión hacia el hombre, y cómo, a pesar de sus esfuerzos, no pasará de los linderos de las medianías intelectuales del sexo opuesto» ‍[43].

Sin embargo, la masculinidad del intelectual tampoco estaba exenta de problemática. La neurastenia que Araújo señalaba como congénita a los intelectuales era, al fin y al cabo, concebida en la época como una condición que afectaba a la virilidad; incluso se la relacionaba con la inversión sexual. En las jerarquías biológicas establecidas por Nóvoa Santos, por otra parte, se destacaba que «el salvaje es menos sensible al dolor que el europeo, el adulto menos que el niño, el hombre menos que la mujer y el “intelectual” más que el obrero manual» ‍[44]. Y es llamativo que muchas de las novelas de la época, como Camino de perfección (1902) o El árbol de la ciencia (1914) de Pío Baroja, tengan como protagonistas a jóvenes varones de inquietudes intelectuales que tienen dificultades para encajar en los ideales de masculinidad de su época y muestran un déficit de impulso erótico heterosexual.

Por otro lado, que el intelectual se concibiera como una figura masculina no significa que la palabra no se proyectase también sobre mujeres. En estos casos, sin embargo, se exacerbaban aún más las connotaciones de una desviación de género. Esto se aprecia en el sainete Las intelectuales ( ‍Buceta Mera, L. (1914). Las intelectuales: Sainete en un acto. Madrid: Regino Velasco.1914), del dramaturgo Luis Buceta Mera. La trama se centra en un hombre que vive rodeado de mujeres entregadas a ocupaciones intelectuales: su esposa es escritora, su cuñada es pintora y su suegra dirige un «Círculo de Señoras Independientes» donde predica la igualdad de los sexos. Como consecuencia, es el protagonista quien debe cocinar, limpiar y cuidar de los niños. Esto le lleva a quejarse a un amigo:

JULIO.

—Estás fuerte en literatura.

PASCUAL.

—Se me pega de mi mujer y de mi suegra, que son intelectuales.

JULIO.

—(Con sorna) Y ¿qué es eso?

Como se puede ver, la desviación de género que implica la mujer intelectual es doble: por un lado, se aleja del ideal de feminidad burguesa decimonónica, vinculada al cuidado del hogar, a la maternidad y a la esfera privada ‍[46]. Por otro lado, la mujer intelectual supone una amenaza para la masculinidad del varón. El mero hecho de estar casado con una intelectual implica un cuestionamiento de su virilidad: Nóvoa Santos explicaba que «los hombres de consistencia débil son los que se enamoran más frecuentemente de las “intelectuales”, mientras que los machos vigorosos sienten más afinidad por las mujeres sencillas» ‍[47]. La amenaza, una vez detectada, debía ser corregida: al hilo del citado diálogo, Julio pregunta a Pascual: «¿Eres un hombre?», y le anima a recuperar su virilidad dando una paliza a su suegra: «Es preciso que acudas a medios enérgicos si quieres recobrar tu autoridad […] ¡A ver si eres hombre o no eres hombre!» Tras apalear a la suegra, la esposa decide abandonar su vocación literaria y ceñirse al cuidado del hogar: «Has hecho lo que debe hacer un hombre. Yo haré lo que debe hacer una mujer» ‍[48].

La palabra también se proyectó sobre mujeres en el contexto de las reivindicaciones sufragistas. Maeztu —a la sazón corresponsal en Londres— escribió en 1907 un artículo en el que explicaba la agitación en Reino Unido por el sufragio femenino: «La cuestión está planteada entre las mujeres de sociedad, enemigas del sufragio por punto general, y las intelectuales, que son sus partidarias entusiastas. […] En general, puede afirmarse sin riesgo al error que las intelectuales son sufraguistas y las de sociedad antisufraguitas. Y también puede decirse que las antisufraguitas suelen ser guapas y las sufraguitas, feas»

Maeztu, «Sufraguitas y antisufraguitas», La Correspondencia de España, 2-3-1907.

‍[49]
.

Maeztu continuaba diciendo que las mujeres «guapas y atractivas» no sentían interés por la participación política, dado que ya tenían suficiente atendiendo a sus maridos y sus admiradores. «Pero las otras, las que no han sabido hacerse amar, tienen que refugiarse en algo. Y las de Inglaterra se refugian en la política y en la vida intelectual». Debió de ser tan común que la proyección de aquella palabra sobre una mujer sirviese para cuestionar su feminidad que María de Echarri aludió a ello en 1907: «Permitidme, señores […] que haga una ligera defensa de la mujer intelectual por llamarla así, aunque no sea palabra que me entusiasme, pues si bien en nuestra tierra ya no se la mira como un bicho raro, quedan bastantes enemigos de ella, asustados porque creen que la mujer que escribe no puede ser buena ama de casa, que la mujer que emplea su tiempo en obras benéfico‒sociales desatiende su hogar y sus hijos» ‍[50].

La intelectual apareció a comienzos del siglo xx, por tanto, como una heredera de la literata, la marisabidilla o la politicómana, aquellas figuras decimonónicas a través de las cuales se había estigmatizado la intervención de la mujer en el pensamiento, la creación literaria o la participación política. Como en aquellos casos, la intelectual era presentada como una desviación de género que rayaba el hermafroditismo. Así pues, vemos que también en el plano discursivo se planteaba lo que Burdiel ha señalado sobre las carreras de escritoras: la imposibilidad de concebir un «intelectual sexualmente neutro» ‍[51].

IV. Variaciones del antiintelectualismo[Subir]

Otro aspecto notable de esta época es la aparición de un discurso que asignaba connotaciones negativas al sustantivo intelectual. De nuevo, no fue necesario que existiera una definición generalmente compartida de aquella palabra para que este discurso arraigase en sectores muy distintos. Lo encontramos en los campos republicano, socialista, anarquista, clerical, militar y tradicionalista, con distintos matices y registros, pero también con cierta transversalidad de argumentos. Esto replica a escala nacional lo que Lindenberg ha señalado a nivel transnacional: el antiintelectualismo tiene un haz de recursos comunes, pero también muestra caras distintas dependiendo del país ‍[52]. En el caso español, y en la época abordada en este trabajo, las líneas maestras del antiintelectualismo tuvieron que ver con la legitimidad de los intelectuales para intervenir en la esfera pública, con su relación con otros grupos —como el proletariado y el clero— y con su posicionamiento ante el patriotismo y la historia nacional. A menudo también se hacía hincapié en las presuntas actitudes y cualidades personales de los intelectuales, postuladas como comunes a todos ellos.

Un argumento recurrente, por ejemplo, fue acusar a los intelectuales de arrogancia elitista. Así se expresaba Araújo: «Las faltas más graves qué han cometido son las debidas a su orgullo: pretendiendo imponer a los hombres sus teorías y sus gustos, se han echado fuera de la humanidad como seres privilegiados, si es que no llegaban en su aristocratismo al aislamiento en sus “torres de marfil”»

Araujo, «Los intelectuales y su papel social», La España Moderna, 3-1908.

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Fue común, además, señalar que esta presunción de superioridad no tenía base. Así se expresaba el protagonista de Troteras y danzaderas, novela de Pérez de Ayala sobre el mundillo cultural madrileño: «Habláis mal de los tertulines de café, de la charlatanería y politiquería españolas. Pues […] vosotros, los que os las dais de intelectuales, con vuestro énfasis, vuestras conferencias, vuestro redentorismo, no decís ni hacéis cosas más ni menos razonables o profundas que las que se dicen y hacen en los cafés» ‍[54].

En otras ocasiones, el discurso que vinculaba al intelectual con la arrogancia iba dirigido a propuestas más concretas. Por ejemplo, se movilizó contra la idea de que los intelectuales intervinieran de manera privilegiada en la dirección política del país. Después de que Maeztu propusiera esto en su conferencia de 1910 «La revolución y los intelectuales», Azorín respondía: «¿Por qué este absurdo monopolio que se atribuyen los intelectuales respecto a la felicidad de España? […] No mejor, sino quizá peor, mucho peor, marcharían los asuntos públicos de un país gobernando los intelectuales».

Azorín, “Los intelectuales”, ABC, 27-12-1910.

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Era fácil cargar las tintas contra la presunta frivolidad de quienes se creían especialmente capacitados para dirigir la nación; esto hacía el periódico republicano El País en 1905 en un editorial sobre el movimiento reformista: «Ingresen esos jóvenes intelectuales que se creen superiores en el ejército revolucionario innominado que trabaja en la redención de la vieja España […] y lograrán la nombradía que merecen y el puesto que anhelan, dejando de agitarse en la impotencia, echándose sahumerios individuales que no traspasan los límites de la tertulia de café o de esas parodias de Ateneo, en donde se recluyen por aburrimiento de la vida o por economía doméstica» ‍[56].

Otra crítica a los intelectuales era la de su presunta hipocresía. Encontramos un ejemplo de esto en un editorial de El Socialista de 1905, al hilo de un manifiesto que se acababa de publicar contra el gobierno del momento: «Han afirmado los intelectuales en su soflama que ellos son desdeñosos de la política y de sus medros y esto, francamente, es abusar de la credulidad de las gentes. Porque no falta entre ellos quien sigue las inspiraciones de tal cual hombre público, quien ha sacado jugo a la política, ni quien a la sombra de su protector disfruta su parte en el festín presupuestívoro»

El Socialista, 7-7-1905.

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De nuevo, no era necesario que alguien se autodefiniese como intelectual para que este discurso se movilizase en su contra: el manifiesto contra el que clamaba El Socialista no utilizaba en ningún momento aquella palabra para referirse a los firmantes. Además, y del mismo modo en que la acusación de arrogancia llevaba fácilmente a la de frivolidad, la acusación de hipocresía solía derivar en el señalamiento del intelectual como traidor. Este fue un recurso común y podía activarse por motivos muy distintos, siendo uno de los más recurrentes el acercamiento a algún partido político. La fecha del editorial de El Socialista hace pensar que señalaba a Azorín, quien por entonces completaba su acercamiento al partido conservador de Maura. Es posible que este fuese en España el primer caso de un escritor sobre el que se proyectó el discurso del «intelectual traidor», aunque pronto hubo otros: en 1912, el semanario anarquista Tierra y Libertad denunciaba en un artículo titulado «Intelectuales a sueldo» los «“casos” Azorín, Claudio Frollo, Camba; antaño fieros apologistas del anarquismo; hogaño fervientes servidores del régimen. Estos hombres que no ha muchos años laboraban incansables contra la propiedad, la religión y el Estado, consiguieron, gracias a sus claudicaciones, cierto bienestar social, y entonces, ya asegurada la pitanza, renegaron de sus doctrinas y rindieron vasallaje a las instituciones»

Soler, «Intelectuales a sueldo», Tierra y Liberad, 20-3-1912.

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Como se puede ver, el campo semántico de la traición ya se proyectaba sobre la figura del intelectual muchos años antes de que Julien Benda publicase una de sus formulaciones más influyentes, La Trahison des clercs (1927). Pero este discurso era heterogéneo y versátil: también se podía movilizar con motivo de la concesión de alguna ayuda como las becas de la Junta de Ampliación de Estudios. Así, en 1911 el periodista y militante del PSOE Tomás Álvarez Angulo hacía balance del grupo Joven España —en el que incluía a Ortega— y denunciaba «ciertos rumores que hasta nosotros han llegado, en los cuales se asegura que unos de aquellos intelectuales pescaron viajes pensionados, con los cuales habían de adquirir cultura de superhombres; otros ciertas prebendas y canonjías. Y que, a la sombra de aquel hervor revolucionario, vino el acomodo y el bienestar, en cambio de sus propósitos»

Álvarez Angulo, «La Joven España. Verdades amargas», España Libre, 22-5-1911.

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El texto de Álvarez Angulo indica, además, el papel del socialismo español en la conformación y difusión del discurso antiintelectual. Muchos de los primeros usos en España de aquella palabra surgen, precisamente, con motivo de la difícil relación que con ella tenía el PSOE. Si bien los socialistas sentían interés por la legitimidad que los intelectuales podían dar al partido —sobre todo entre las clases burguesas—, su propia cultura política contenía rasgos fuertemente antiintelectualistas. Maeztu escribía en 1897 sobre «el tacto de codos» del PSOE bilbaíno «contra los intelectuales», y apuntaba sus causas: «Lucha el obrero de la mina contra el capataz que le maltrata; contra el contratista que le obliga a gastar en su tienda; contra el patrono que le rebaja el salario, y cree necesitar, no espíritus superiores, que critiquen magistralmente el sistema social y edifiquen en párrafos soberbios la “Ciudad del Buen Acuerdo” y la del “Trabajo Libre”, sino hombres decididos que le lleven a la viril protesta y plumas que denuncien en la prensa atropellos» ‍[60].

La crítica, sin embargo, no se ceñía solamente a cuestiones de estilo. Pese a la popularidad del sintagma obrero intelectual, estaba igualmente extendida la idea de que los intelectuales no eran obreros de verdad y, por lo tanto, nunca podían estar plenamente unidos a los trabajadores. En una entrevista de 1915 Baroja relataba una anécdota de un mitin al que había asistido tras afiliarse al Partido Radical. Baroja había ido como oyente, pero uno de los ponentes del acto habló elogiosamente de él. Entonces «un obrero me dijo al oído: “Ya me está reventando a mí oír hablar tanto de ese Pío Baroja; ese señor será todo lo intelectual que quieran, pero aquí no ha aparecido más que a la hora de coger un cargo”. Y otro obrero agregó: “Dicen que los intelectuales son trabajadores como nosotros; pues si lo son que vayan a romper piedra a la carretera”» ‍[61].

Esta idea de una diferencia ontológica entre los intelectuales y los obreros bebía de tradiciones anteriores. En 1894, Valentín Hernández escribió a Unamuno que muchos de los obreros estaban «acostumbrados a ver a los obreros intelectuales puestos al servicio del capitalismo». Y la diferencia de clase servía también para cuestionar lo que sobre el socialismo escribían quienes eran vistos como intelectuales. Este era el argumento de un artículo de 1902 escrito por el dirigente socialista Vicente Barrio, en el que denunciaba que «hay muchos intelectuales que tienen la ridícula pretensión de que al poseer un título [conocen] mucho mejor que el obrero manual, que la ha estudiado, la cuestión social» ‍[62].

Por su parte, también en el mundo clerical se forjó un discurso contrario a los intelectuales. Algunos de los recursos más comunes fueron acusarlos de vanidad —con todas las connotaciones que este concepto tenía en la tradición cristiana— y asociarlos a la tradición herética que habría arrancado con la Ilustración ‍[63]. Encontramos un buen ejemplo de estas estrategias en una pastoral de 1906 del obispo de Vic, Josep Torras i Bages, titulada «La Confessió de la Fe (Contra la vanitat dels que es diuen Intel·lectuals)». Si bien el obispo no definía en ningún momento qué era un intelectual, su crítica era implacable: «La vanitat dels que a si mateixos s’anomenen Intel·lectuals es insuportable. Ignoren el misteri de la vida, i volen passar per mestres de la vida humana; [...]. Són enemics de la fórmula, [...] i la nostra fórmula és la santa fe catòlica». Como se puede apreciar en la última parte de esta cita, Torras buscaba insertar una connotación anticatólica en la compleja semántica del sustantivo intelectual. Así, insistía en la inconformidad fáustica de los intelectuales: «La modèstia de la nostra vida cristiana contrasta amb la ufana dels nostres intel·lectuals. Ells tot ho remenen, cel i terra; els cristians ens acontentem, Jesucrist s’acontentà amb la societat existent». Torras presentaba así a los intelectuales como aspirantes a directores de la masa, adaptando al nuevo vocablo la larga tradición de la denuncia de falsos pastores. Y la advertencia a los fieles para que no escucharan su palabra era tajante: «La iglésia dels intel·lectuals és la Babilònia de la confusió» ‍[64].

También apareció durante estos años la acusación a los intelectuales de antipatriotas. Ejemplo paradigmático es el ensayo de Julián Juderías La leyenda negra (1913), en el que se argumentaba que los intelectuales habían participado del antiespañolismo que surgió en el extranjero como reacción a los siglos de hegemonía española. Juderías se centraba principalmente en el siglo xviii: «Por aquellos tiempos habían penetrado en [España] las ideas de los filósofos ultrapirenaicos y un elemento importante de la sociedad española, el elemento que pudiéramos llamar intelectual, pues ofrecía los mismos caracteres que el que hoy recibe este nombre, admiraba las obras y seguía las doctrinas de los grandes difamadores de nuestra patria».

Como muestra este extracto, el ensayo de Juderías también incurría en la proyección del sustantivo intelectual hacia un pasado distante, anterior a su propia consolidación en nuestro idioma. Además, Juderías aportó una oposición entre la condición de intelectual y la de español, que llega a hacerse explícita en pasajes como el siguiente: «Mientras los intelectuales del siglo xviii se afanan por imitar a los pseudoclásicos franceses, prototipo de la elegancia y de la belleza según ellos, no faltan españoles que trabajan en el silencio de las bibliotecas y de los archivos olvidados» ‍[65].

Esta idea de los intelectuales como intrínsecamente antipatriotas también era parte importante del discurso antiintelectual en la propia Francia, si bien allí tenía más que ver con la crítica de los intelectuales al Ejército ‍[66]. En España, el presunto antipatriotismo de los intelectuales versó más sobre su —igualmente presunto— desapego por la historia patria. En cualquier caso, se aprecia que el discurso antiintelectual podía adoptar muchas formas, pero su efecto era unívoco: transmitir la impresión de que el propio uso de la palabra intelectual podía entenderse como insulto. Y, al menos en este sentido, el discurso tuvo éxito: Ortega y Gasset llegó a advertir en el «Prospecto de la Liga de Educación Política» que «el nombre y menester de una gran parte de nuestros agrupados podía atraernos el apelativo pernicioso de “intelectuales”» ‍[67].

V. Geografía de los intelectuales[Subir]

Otro de los discursos sobre el intelectual que aparecieron entre 1889 y 1914 fue el que asociaba esta figura a países que no eran España. El intelectual sería una especie propia de naciones extranjeras, que se daba en ellas con mayor pureza y abundancia que en el suelo patrio. La base de este discurso podía ser la mayor representación de nombres extranjeros en la nómina de ilustres científicos y artistas de los siglos pasados, o también podían ser el atraso del sistema educativo español en comparación con los de otros países europeos. Así lo expresaba el escritor Felipe Trigo en una carta de 1901: «Suele quitarme el sueño la desventura de nuestro país. Ante todo, encuentro como causa suya la falta de intelectualismo, de intelectualismo metodizado, de ese que se inicia con el hábito de leer, […] que se ahonda y agranda en otras naciones (me parece) por todo un plan tónico de estudios universitarios y que concluye formando ciudadanos responsables» ‍[68].

Fuera como fuese, las experiencias en el extranjero solían servir para reforzar este discurso. Maeztu, tras cinco años trabajando como corresponsal en Londres, explicó en el Ateneo madrileño que «en el Extranjero hemos venido a descubrir lo que es la dieta normal de los intelectuales: concentración de la energía vital en el cerebro, y renuncia absoluta a todos les placeres que no sean los del trabajo mismo. […]. Yo no tenía ni la idea más vaga de la cantidad de esfuerzo mental de que es capaz un hombre hasta que me puse en íntimo contacto con los intelectuales de otros países».

Maeztu evidenciaba, además, que la comparación de España con el resto de Europa —tan importante en los discursos políticos y culturales de la época— había incorporado el contraste entre los intelectuales patrios y los extranjeros: «Ya sabemos, no opinamos, sino que sabemos que la diferencia entre España y Europa sólo consiste en el menor o mayor esfuerzo de los intelectuales». El intelectual español sería un agente fracasado, ya por su escaso esfuerzo —como señalaba Maeztu— o por su reducido número, como señaló Ortega en 1908: «El pueblo español no existe políticamente, porque el número de intelectuales es tan escaso que no puede formar una masa bastante para que se le llame pueblo»

Maeztu (

Maeztu, R. de (1911). La revolución y los intelectuales. Madrid: Bernardo Rodríguez.

1911
): 30 y Ortega y Gasset, “La conservación de la cultura”, Faro, 8-3-1908.

‍[69]
.

La idea de una mayor presencia o pureza de intelectuales en otros países podía derivar incluso en un cuestionamiento de si en España había llegado a haber verdaderos intelectuales. Así, vemos que en España también se dio lo que Collini ha definido en el contexto británico como la tesis de la ausencia: la idea de que, a diferencia de lo que habría sido normal en otros países europeos, en Reino Unido —o, en el caso que nos ocupa, en España— los intelectuales no han existido o no han tenido la suficiente relevancia. De nuevo, esto no se plantea ni en la obra de Collini ni en este trabajo como una constatación histórica (que resultaría de difícil verificación: ¿cómo medir la cantidad y/o calidad de los intelectuales de un país?), sino como la constatación de un discurso que se extiende rápidamente durante la época estudiada y que ha tenido una considerable proyección histórica después de la misma ‍[70]. Ya en 1899 Maeztu escribía que «las ideas socialistas se han ido infiltrando en el mundo de los que pudiéramos llamar intelectuales, si estas frutas se produjeran en España». En 1908, Ortega también se preguntaba «¿Hay, por ventura, entre nosotros gentes que merezcan plenamente el nombre de intelectuales?»

Maeztu (

Maeztu, R. de (1977). Artículos desconocidos. Madrid: Castalia.

1977
): 97 y Ortega y Gasset, “El recato socialista”, El Imparcial, 2-9-1908.

‍[71]
. Y, años después, Baroja declaraba con rotundidad: «Entre nosotros ni se da ni se ha dado el intelectual puro […] que ha sido el honor y la gloria de otros países de Europa» ‍[72].

Si bien la apelación genérica a «otros países de Europa» estuvo muy presente en este discurso, también se solía destacar una nación en concreto: Francia. Es cierto que algunas voces de esta época se fijaron en modelos foráneos alternativos, como sucedió con Maeztu y los intelectuales británicos o con Ortega y Gasset y los alemanes ‍[73]. Pero la actuación de Zola durante el caso Dreyfus había quedado identificada desde el primer momento con la figura y el modus operandi del intelectual: ya en 1900 Emilia Pardo Bazán, escribiendo acerca del país vecino, confesaba que «les envidio sus intelectuales». Y el ejemplo de Zola perduraría como un modelo privilegiado contra el que medir toda acción de los intelectuales españoles. Unamuno confesaba en una carta de 1905 su intención de que su ensayo «La crisis actual del patriotismo español» fuese «mi J’accuse». Por otro lado, un editorial de El País de 1906 señalaba que la inminente conferencia de Unamuno acerca de la Ley de Jurisdicciones «puede ser un despertar de la intelectualidad española, semejante al que causó en Francia el asunto Dreyfus». Y en 1909, tras la Semana Trágica y el fusilamiento de Francisco Ferrer, Manuel Ciges Aparicio lamentaba que en España «no ha habido un Zola que con gesto airado y mano misericordiosa haya intentado arrancar del enemigo la presa». Vemos así que en España también se produjo, desde un momento muy temprano, el fenómeno descrito por Collini como Dreyfus‒envy: la idea de que, puesto que el caso Dreyfus se plantea como el ejemplo paradigmático de intervención de los intelectuales en política, la intelectualidad de cualquier país distinto de aquel en el que se produjo sería sospechosa de sufrir alguna anomalía, a menos que se encuentre algún caso parecido (como puede ser el caso de los presos de Montjuic) que certifique la homologación al modelo francés ‍[74].

Vale la pena recalcar que, del mismo modo que el antiintelectualismo clerical reciclaba elementos del discurso antiilustrado, el discurso acerca de la inferioridad o inexistencia del intelectual español era una evolución de ideas preexistentes sobre la inferioridad de España frente a sus vecinos europeos. Se trataba de una de las grandes preocupaciones de los primeros regeneracionistas, como había dejado claro Lucas Mallada en Los males de la patria ( ‍Mallada, L. (1890). Los males de la patria y la futura revolución española. Madrid: Manuel Ginés Hernández.1890) al preguntarse: «¿Será posible que, física e intelectualmente considerados, seamos los españoles de notable inferioridad con relación a los demás europeos?» ‍[75].

VI. Conclusiones[Subir]

La palabra intelectual, en su uso como sustantivo, comenzó a extenderse en España tan pronto como 1889, y su uso ya estaba generalizado antes del caso de los presos de Montjuic o de que llegaran a España las noticias del caso Dreyfus. La palabra se incorporó a numerosos debates de la época, como quién debía dirigir el país, cómo debían pensarse los españoles en comparación con el resto de Europa o qué actividades correspondían a los hombres y cuáles a las mujeres. Los discursos sobre los intelectuales influyeron así en las tesis de la época acerca de la inferioridad cultural española en comparación con los vecinos europeos, la indeseabilidad de que las mujeres participasen en la esfera pública y en la producción cultural y científica en pie de igualdad con los hombres, y los límites del poder social y político que debían tener quienes proviniesen del mundo cultural o universitario.

Esto no quiere decir, sin embargo, que para 1914 se hubiese generalizado en la sociedad española una idea homogénea de cómo «eran» los intelectuales ni que hubiera un grupo de individuos que se reconociese en aquella palabra y derivara de ella prescripciones claras acerca de cómo y con qué objetivos debía participar en la esfera pública. Más bien al contrario: para 1914 se habían ido sedimentando alrededor de aquella palabra una serie de connotaciones que la condenaban a una gran ambigüedad semántica. El proceso de consolidación del sustantivo intelectual en España se caracterizó por la pluralidad, la ambigüedad e incluso la abierta contradicción. El intelectual continuó siendo un significante en disputa, si bien esta pugna quedó subsumida en otras sobre cuestiones más amplias. Todo esto anima a abordar su estudio de una manera que preste atención tanto a la inestabilidad semántica de esta palabra como a los discursos que recurrían a ella. Al final no cabe rehuir una paradoja que se dio en este periodo y se extendería a los posteriores: aunque no se supiese muy bien quiénes eran o qué hacían, había cierto consenso en que los intelectuales eran importantes. Al menos, lo suficiente como para que fuese necesario hablar sobre ellos.

NOTAS[Subir]

[1]

Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el Seminario de Historia del Instituto Universitario Ortega y Gasset. Mi agradecimiento a todos los asistentes a aquella sesión por sus comentarios y aportaciones, y muy en especial al profesor Santos Juliá, quien actuó como comentarista del trabajo y lo mejoró con sus valiosas sugerencias. Sirvan estas líneas como un recuerdo más de su figura y su labor.

[2]

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[3]

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[6]

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[7]

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[10]

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[13]

En el momento de redacción de este artículo, el Nuevo Diccionario Histórico del Español (NDHE) no cuenta todavía con una entrada correspondiente a la palabra intelectual. Por otro lado, las obras contenidas en el Corpus Diacrónico del Español (CORDE) no muestran usos de intelectual como sustantivo hasta varios años después de los primeros registros de los que tenemos noticia. A cambio, el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE) y la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España suponen recursos muy valiosos para los resultados de investigación que se presentan en este trabajo.

[14]

Según los registros del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (disponible en: https://bit.ly/3aizj2z). Otra palabra relevante para esta investigación, intelectualidad, mantiene durante el xix una sola definición, «entendimiento, en la acepción de potencia», hasta que en 1917 el Diccionario de la Lengua Española de José Alemany recoge una nueva acepción: «Conjunto de personas cultas de un lugar, de un país, etc.», añadiendo el ejemplo «La intelectualidad española, madrileña». Esto pasará al Diccionario de la RAE como segunda acepción de la palabra en la edición de 1925.

[15]

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[16]

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[17]

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[18]

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[19]

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[20]

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[21]

Por ejemplo, «La destitución de Unamuno», El País, 17-9-1914.

[22]

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[23]

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[24]

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[25]

Cit. en Ouimette ( ‍Ouimette, V. (1998). Los intelectuales españoles y el naufragio del liberalismo (1923-1936). Valencia: Pre-Textos.1998): 58.

[26]

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[29]

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[30]

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[31]

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[34]

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[36]

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[37]

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