Isabel Burdiel casi siempre se ha movido en el campo de la historia política. Sus eminentes estudios sobre los partidos de notables en el reinado de Isabel II, sus reflexiones sobre el Estatuto Real y su muy afamada biografía de la propia reina así nos lo han mostrado. «Casi siempre» porque ya hizo, en 1996, una espléndida incursión en la historia literaria con la edición del Frankenstein de Mary Shelly en la editorial Cátedra, lo que es sinónimo de edición «canónica».
En su nueva obra, Emilia Pardo Bazán, se sitúa a la vez dentro y fuera de la historia política. Dentro por las necesidades obvias de atender al contexto en el que se mueve la vida de su protagonista, pero fuera porque coloca la óptica en el interior de su personaje. Pero no en su intimidad familiar, ni en su mundo espiritual ni en sus creaciones literarias. La mirada está colocada en el relato de cómo quiso ser vista la condesa de Pardo Bazán, en la construcción que ella misma hizo de su vida pública, en su «anhelo biográfico», como lo define la autora. Es un punto de vista original y muy fructífero porque permite la distancia propia del historiador y la cercanía propia del biógrafo, y sabe captar al personaje en su mejor desenvolvimiento en el mundo, y a ese mundo con él.
Inclinada a la escritura desde la adolescencia, con un entorno familiar próspero, liberal y tolerante que siempre le dio su apoyo, el primer retrato que Emilia compone de sí misma es el que refleja en la correspondencia con todos los hombres de letras de su época. A pesar de su residencia en una provincia tan alejada de los círculos literarios como La Coruña, la joven Emilia es capaz de tejer una red de relaciones epistolares, de conversaciones regulares con las figuras más importantes de la época: Giner de los Ríos, al que convierte en su mentor y guía intelectual, Menéndez Pelayo, Clarín, Valera…, de los que recibe consejos muy diversos, pero no se compromete con ninguno. Su objetivo es escribir, ser una literata, y no hay empresa que no vea al alcance de sus fuerzas: cuentos, una primera novela, poemas, ensayos literarios, una biografía de San Francisco de Asís… Las cartas que se conservan, y que Isabel Burdiel maneja con rigor y con respeto al texto como buena historiadora, reflejan el afán de su personaje por convertirse en una escritora profesional, por vivir de su trabajo literario, sin necesidad del dinero de su familia. Un objetivo que llama la atención, y más al tratarse de una mujer, ante las dificultades que antes y hoy han existido para vivir de la pluma, abandonando el diletantismo de quien cuenta con respaldo económico para no tener que buscarse el sustento. Un objetivo que nos permite conocer el entramado literario de la época, con los favores y los enconos de los editores, la relación entre escritores y críticos, el juego de la prensa…
Muy interesante resulta la crítica literaria como pedagogía que ejerció Emilia Pardo Bazán con su serie de artículos sobre La cuestión palpitante, de 1883, acerca de la introducción del naturalismo en España, que causó escándalo en los ambientes más conservadores e incomprensión en los más acomodaticios. Las páginas que Burdiel dedica a este tema son de las más llamativas para un lector no especializado en temas literarios. Poner el punto final al Romanticismo y hacerlo con decisión y franqueza, siendo una dama de buena familia, declaradamente católica y asidua de los cenáculos aristocráticos, fue una apuesta que retrata en toda su dimensión a esta mujer consciente de las innovaciones que traía el siglo y dispuesta a gustar de ellas junto con todo lo demás. El éxito de sus novelas El viaje de novios (1881) y Los pazos de Ulloa (1887) vinieron a darle la razón y a consagrarla como esa escritora profesional y célebre que siempre quiso ser. Más cosmopolita que muchos de los renombrados autores de su época, no solo asistió a las tertulias literarias de las vanguardias parisinas, sino que viajó por distintos países europeos y escribió sus impresiones en una serie de relatos de viajes que marcaron, también en este campo, la modernidad en España.
Hay poco trasfondo político en la biografía que nos ofrece Isabel Burdiel. Pardo Bazán no quiso proyectarse o construirse en la política como sí quiso hacerlo en el mundo literario. Su salida hacia el carlismo tras la revolución de 1868 tiene sin embargo algo de puesta en escena, con visita incluida a la familia real carlista. Hay poca fe en los postulados políticos tradicionalistas, como hay poca fe en el autoproclamado catolicismo de doña Emilia. Y sobre todo poca mística. Del carlismo quedó poco rastro, más allá quizá de sus amistades aristocráticas; del catolicismo no mucho más cuando optó por una vida personal al margen de los convencionalismo católicos de la época: se separó con discreción de su marido, no presumió de maternidad más que en un libro de versos dedicado a su primogénito y optó por anudar lazos sentimentales con quien quiso y cuando quiso. La religión para ella garantizaba un cierto orden en el mundo y proporcionaba consuelo en las penas y ante los temores del más allá, pero no era necesario tomársela tan en serio que llegara a estropearnos la vida.
Quizá el lector echa de manos un poco más de política, de cómo era una sociedad, una sociedad literaria al menos, que permitía que Pardo Bazán fuera a la vez amiga de Giner de los Ríos y de Menéndez Pelayo, que acudiera a los salones de la aristocracia y describiera en sus obras con crudeza la inocencia de un incesto o la inevitabilidad de un suicidio. ¿Era esa sociedad más tolerante de lo que habíamos imaginado? ¿O era solo la capacidad de doña Emilia para tocar todos los registros desplegando su voluntad de estar en todas partes?
Queda por mencionar la cuestión palpitante de la feminidad de nuestra protagonista. El hecho de que Emilia Pardo Bazán era, además, una mujer, una mujer con enaguas y corsé, y con plumas de marabú en su sombrero; que era madre de tres hijos, que se sentía sexualmente libre, que no se arrepentía de nada y que lo ambicionaba todo. La imagen de una mujer en un mundo de hombres, con sus dificultades y sus notas distintivas, está muy presente en esta biografía, como no podía ser menos. Pero nunca se abusa de ella. Isabel Burdiel no construye su relato alrededor del género, como se dice hoy. No nos empalaga con un retrato femenino, de mujer luchadora, rompedora, precursora o heroína de un feminismo militante. Pardo Bazán se instaló con relativa comodidad en el mundo que había elegido y combatió con las armas a su alcance. Sin apuros económicos y con una familia de respaldo, el hecho de ser mujer no le perjudicó mucho más que sus pretensiones de ser conocida y reconocida, en una época en que se está construyendo una «cultura de la celebridad», de querer ser académica y catedrática, de competir por publicar novelas y escribir en los periódicos. Es cierto que no fue académica por ser mujer, pero ¿cuántos hombres quisieron ocupar un sillón y tampoco lo lograron? No hay en las más de setecientas páginas de la biografía demasiada queja por la discriminación femenina, sino más bien una continua voluntad de la señora por opinar, por medrar y por triunfar. Tan solo en el episodio de su relación amorosa con Benito Pérez Galdós se deja ver, con sutileza, el coste no de ser mujer, sino de ser mujer escritora. Las pocas cartas conservadas, todas de ella a él, no permiten conocer los entresijos de la relación, pero se puede leer que doña Emilia no solo quería un amante, sino también un amigo, un compañero literato, una relación entre iguales. Don Benito en cambio, siempre soltero, dedicó sus mayores cuidados a una joven y abnegada modista a la que protegía y con la que tuvo una hija.
Hay que saber deslizarse por el mundo y no hundirse en él, decía Montaigne. Y hay algo de esa sabiduría montañesca en la vida de Pardo Bazán, pero también de la reflexión de Aristóteles de que la felicidad se construye. No sabemos si Emilia Pardo Bazán fue feliz, pero sí que fue una constructora de sí misma, de su vida tal como la iba proyectando, de ese «anhelo biográfico» que siempre le acompañó. Y la biografía de Isabel Burdiel nos lo ha narrado muy bien.