El sentido común parecería dictar que el pasado, precisamente por el hecho de haber ocurrido ya, es algo fijo y cerrado. De hecho, incluso entre quienes lo estudiamos no han faltado ni faltan quienes creen también que el pasado está ahí, inmutable, esperándonos, como si estuviera escrito de una vez por todas y nuestra labor no fuera otra que narrarlo o describirlo. Pero al margen de disquisiciones epistemológicas que nos llevarían lejos, se diría que hasta fuera del mundo académico se está quebrando ese lugar común. Algo quiere decir que se vea cada vez menos el pasado como algo de lo que aprender para no repetir errores, y más como algo que cambia y se modula, y que hasta en el habla cotidiana florezcan expresiones aparentemente contradictorias como que el pasado no pasa, que vuelve o que, como en el título del libro que aquí se reseña, resurge.
El resurgir del pasado en España. Fosas de víctimas y confesiones de verdugos, fruto de la colaboración entre Paloma Aguilar y Leigh A. Payne, es una prueba más de la presencia del pretérito, en este caso en este país. En realidad, y quizá habría sido bueno aclararlo desde el subtítulo del libro aun a costa de hacerlo menos breve y redondo, el que resurge o está aún presente no es cualquier pasado. En España, como en el resto de sociedades occidentales y de otras latitudes del planeta en estas últimas tres décadas, los que nos persiguen y acompañan son siempre ayeres traumáticos, de guerras y guerras civiles, ocupaciones, dictaduras, revoluciones y grandes violencias. La falta de concreción en el subtítulo muestra que resulta innecesaria, puesto que todo el mundo sabe qué pasado regresa en cada país. De hecho, tampoco la edición en inglés del libro precisaba en su título a qué tiempo pretérito se refiere cuando habla de Revealing New Truths about Spain’s Violent Past. Estamos pues ante un nuevo libro sobre la guerra civil de 1936-1939, su larga posguerra y las violencias de que ambas fueron escenario, pero en particular sobre cómo se ha lidiado después con ese «pasado violento» y qué resultados ha tenido el modo como ha sido gestionado, representado y socializado.
En cambio, lo que sí se subraya en el título inglés es que el trabajo pretende aportar «nuevas verdades» sobre ello, algo que parecería aventurado, al menos una vez más desde el sentido común, a juzgar por el volumen sencillamente inabarcable de la literatura académica y no académica y del sinfín de productos culturales de diferentes tipos que han abordado ese pasado violento y su gestión posterior. La propia Paloma Aguilar, una de las dos autoras, es una consumada experta en cómo el pasado de Guerra Civil y franquismo fue después gestionado, en particular durante la transición posfranquista y en la democracia consiguiente. Su Memoria y olvido de la Guerra Civil española resultaba al ser publicado hace veintidós años un libro seminal en este campo y, por ese libro o por sus posteriores trabajos, esta catedrática de Ciencias Políticas sigue siendo una referencia insoslayable cuando se debate sobre las bondades o miserias de la Transición y se busca alguna postura intermedia entre quienes ven en el olvido de las víctimas el pecado original de nuestro régimen democrático y quienes no ven en ella ningún silencio ni reproche. En tal caso, ¿cuál es la novedad de este nuevo libro?
En mi opinión, y aun a riesgo de reducirlo mucho, la principal aportación de El resurgir del pasado en España es que se nutre de una fructífera combinación de dos miradas distintas pero complementarias. Por un lado, el libro se beneficia de la expertise de Paloma Aguilar en ese tema, en cuya forja como objeto de estudio fue pionera y que nunca ha dejado de preocuparle: el de la(s) política(s) de memoria hacia la Guerra Civil, incluyendo lo que ella llamó «pacto de olvido» durante la Transición y los grandes relatos hoy en disputa sobre esta última (y sobre el lugar que cupo en ella para la guerra, la posguerra y sus violencias), el uno más optimista sobre sus resultados y legado y el otro abiertamente crítico hacia ella. Y, por otro lado, el enfoque que aporta Leigh A. Payne, en particular el que sistematizó en su fundamental Unsettling Accounts: Neither Truth nor Reconciliation in Confessions of State Violence. En esa obra de 2008, la profesora de Sociología en Oxford y latinoamericanista estudiaba los «testimonios perturbadores» de victimarios de grandes fenómenos de violencia estatal, en los que «confesaban» su participación en ella, y definía el papel que tenían en la construcción de relatos que desafíen a los más estereotipados y oficiales y que ayuden a edificar espacios de debate y lo que llamaba una «coexistencia contenciosa». El resultado es una obra breve y con una intención hasta cierto punto divulgadora, en la medida en que fue originalmente escrita en inglés y dirigida a un público no español, pero que revisita con rigor la presencia de ese pasado violento, explora la existencia de tales confesiones de verdugos y busca problematizar su inserción en los relatos actuales sobre dicho pasado.
Ni que decir tiene que todo eso se plantea de modo más complejo de lo que ese resumen puede hacer ver. Para empezar, el libro arranca con dos útiles capítulos donde se plantea el marco histórico y conceptual de la investigación. El primero es una introducción de 35 páginas, pensada quizá para un público menos conocedor del caso español, pero en todo caso sólida y provechosa. En ella se resumen y actualizan los hallazgos y propuestas de análisis que ha aportado desde hace tiempo Paloma Aguilar: por un lado, acerca de la existencia —y límites— de un «pacto de olvido» en el ámbito político-institucional, un olvido que no habría tenido que imponerse, sino que «se convirtió en algo inherente a las prácticas sociales y políticas de la época» (p. 27) y se mantuvo gracias al recuerdo traumático de la guerra y al miedo a las consecuencias que podía acarrear indagar en el pasado; y, por otro, sobre la persistencia de un «relato asentado» que se basaría en la idea de la guerra entre hermanos y el olvido como único camino para consolidar la democracia, lo que permitiría que llegue hasta hoy mismo la resistencia a afrontar ese pasado y la carencia de medidas de justicia retributiva y políticas públicas encaminadas a dignificar a las víctimas porque, como se concluye en una frase contundente, «en España, más que saldar cuentas con el pasado, el régimen democrático ha tendido a ocultarlas bajo el mantra de la reconciliación nacional» (p. 45).
El resto del libro trata de alguna manera de ofrecer una respuesta al porqué de esa relativa particularidad española respecto de otros países que vivieron después procesos transicionales tras guerras y dictaduras. Y el primer paso para ello es un más breve capítulo segundo en el que se sintetiza la propuesta analítica propuesta por Leigh A. Payne en su citada obra de 2008. En él se señala que, en esos otros países, ha habido a menudo confesiones, testimonios y declaraciones de los victimarios de la violencia, se describen sus elementos y dinámicas y se subraya que, al aportar nuevos datos y voces, han tenido una cierta capacidad de negar silencios, remover los relatos asentados y contribuir a generar lo que Payne denomina una «coexistencia contenciosa». El argumento fundamental aquí es que, en contextos de sociedades fracturadas, la reconciliación y la configuración de un único relato sobre el pasado resultan imposibles o artificiales, pero a cambio la emergencia de los «testimonios perturbadores» de los verdugos no sería perjudicial, sino que puede ayudar a crear espacios de debate entre interpretaciones y agentes de memoria diferentes y, de este modo, a través del cuestionamiento de las imágenes estereotipadas y/o oficiales, serviría «para ahondar en la práctica democrática» de las sociedades implicadas. Sin embargo, en el caso español, el peso del relato de la reconciliación y la creencia en los beneficios del relativo silencio habrían balizado un contexto mucho menos propicio que en las transiciones de otros países para que surjan esos relatos de los verdugos y tengan tales repercusiones.
A partir de ahí, los sucesivos capítulos pasan revista a la existencia de tales testimonios en España y a su (falta de) impacto. Los hay de muy distinta naturaleza, desde declaraciones públicas y discursos en la radio durante la guerra hasta alusiones posteriores en documentales y novelas, pasando por autobiografías y diarios. Se recogen así testimonios y declaraciones de quienes, ya durante la propia Guerra Civil, reconocían o legitimaban en primera persona el castigo e incluso exterminio del contrario «rojo» pero que, en el marco de un entramado discursivo que hiperbolizaba las atrocidades de ese enemigo y le atribuía todas las responsabilidades, no tendrían ocasión para urdir a su alrededor narraciones significativas. Desfilan después ante los ojos del lector o lectora las confesiones que aparecieron durante la Transición, de las que se dice que su naturaleza de «escasas, breves y fugaces», la falta de escenarios y plataformas para hacerse públicas y la atmósfera de miedo e intimidación se conjugarían para que no pudieran romper el silencio ni corregir el relato hegemónico. Encontramos después otros testimonios posteriores, procedentes de victimarios que actuaron no solo en la zona franquista, sino también en la republicana, algunos variopintos, así como las reacciones a veces airadas ante ellos e incluso los ejercicios negacionistas que han generado en determinadas instituciones y sectores de la población.
En realidad, y no tanto por su escaso número cuanto por la continuación del escenario poco favorable, en ningún caso habrían suscitado en España el cuestionamiento del relato anterior y de su consenso. El desafío de la idea según la cual la consolidación de la democracia depende de arrinconar lo más sucio del pasado reciente, y con él el germen de una tímida «coexistencia contenciosa», habrían empezado a tomar cuerpo en los medios de comunicación y en una parte de la sociedad con la llegada de una nueva generación de nietos de la guerra movilizada a través del movimiento memorialista. En concreto, tendrían su principal vehículo en el ciclo de exhumaciones de los restos de fosas comunes abierto en 2000 y en otras iniciativas y procesos testimoniales similares que han producido y reproducido la idea de que el olvido no fortalece la democracia, sino que lo que hace es recuperar los huesos, palabras y huellas de las víctimas. Dicho en palabras de las autoras, son esas exhumaciones, con su valor performativo y creador de nuevos significados, «mucho más que las pocas confesiones existentes, lo que ha acabado transformando los relatos y promoviendo la coexistencia contenciosa» (p. 129), en lo que sin embargo no ven un proceso lineal ni mucho menos garantizado, sino forzosamente sujeto a vaivenes y viejos o nuevos obstáculos.
El libro en ocasiones puede saber a poco al lector familiarizado con la cuestión y con la literatura de que es objeto por mor de su brevedad, y, por ello mismo, quedarse en la epidermis en algún punto y no demostrar quizá suficientemente algunas ideas y afirmaciones. Aunque por definición los reconocimientos explícitos de haber participado activamente en violencias de masas resultan raros, cabría preguntarse si no puede haber desperdigados más o hasta qué punto son significativos el del excéntrico José Luis Vilallonga o el ciertamente discutible del supuesto anarquista Josep S. recogido en un libro tan sui generis como el de Miquel Mir. Habrá también quienes echen en falta que la útil sugerencia sobre las asimetrías de poder existentes en el proceso negociador durante la Transición —con una oposición democrática en desigualdad de condiciones— se haga extensiva a las también poco simétricas condiciones de los diferentes sectores sociales —más o menos próximos al poder— a la hora de desafiar públicamente los relatos hegemónicos sobre la guerra y la posguerra. Si recuperáramos los términos del clásico Maurice Halbwachs, el pasado se socializa a través no tanto de recuerdos vividos cuanto de representaciones surgidas en el seno de «marcos sociales» que son cambiantes y reflejan las condiciones y equilibrios sociales de cada momento. Trabajos recientes o en marcha, como el de Sergio Murillo sobre las iniciativas de dignificación de las víctimas en el Aragón de los años setenta y ochenta, destacan la naturaleza plural y conflictiva de tales iniciativas, las desiguales relaciones sociales entre las que surgen y se preguntan hasta qué punto las exhumaciones podían ser capaces por sí mismas de cuestionar el relato franquista sin necesidad de más simbología.
Con todo, este volumen supone desde luego una contribución interesante al debate sobre los usos y representaciones del «pasado violento» durante la Transición y la consiguiente democracia. Entre otras cosas, aporta un elemento complementario que puede ser útil para dar contenido a la idea según la cual si no hubo un pacto de silencio en el ámbito de lo social, cultural y público en un sentido amplio, sí que pudo haberlo en el del discurso y las prácticas conmemorativas oficiales. Seguirá siendo necesario precisar mejor cómo interactúan los actores y lógicas de esos distintos ámbitos y, en particular, por retomar una de los términos de la obra, cómo el «olvido político» podía estar bloqueando o retrasando la emergencia de relatos alternativos al difundido en clave de reconciliación nacional y «todos fuimos culpables». En ese sentido, queda no poco por hacer en el sentido de explorar cómo este último era recibido y resignificado desde abajo por una sociedad a la que en ocasiones hemos desprovisto de agencia y de qué manera distintos «actores de memoria» proponían e improvisaban con mayor o menor éxito otros. Tal vez se puedan crear así espacios de debate al margen de las posturas que tienden con frecuencia a sacralizar o a condenar en bloque «la» Transición, como si fuera un todo indiferenciado y gobernado por una sola lógica digna de loas o de reproches según los casos y urdida en las más o menos preclaras mentes de las élites políticas. Sea como fuere, indagar en una parte de esa sociedad y de sus actores, en el caso de este libro a través de los testimonios de los verdugos y de las iniciativas locales que acometieron iniciativas como las exhumaciones, y ensanchar el marco temporal a antes y después de la propia transición, parece un paso en la buena dirección.