Copyright © 2018:  El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales tiene el derecho de primera publicación del trabajo, el cual está simultáneamente sujeto a la licencia de reconocimiento de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obra derivada 4.0 Internacional, que permite a terceros compartir la obra siempre que se indique su autor y su primera publicación en esta revista. 

Manuel Álvarez Tardío presenta su biografía del que fuera líder de la CEDA como la primera de investigación histórica. El propósito del autor ha sido ceñirse a los datos y hechos documentados explicándolos dentro de cada contexto. En ocasiones, él mismo reconoce que esta tarea no ha resultado fácil. Cuando el régimen de la Segunda República todavía sigue en el candelero, vista la reivindicación de algunos agentes políticos, se revela harto complicada una labor de análisis contrastada, serena e imparcial. La consulta de una reseñable variedad de archivos se ordena a esta pretendida finalidad. Los legajos del Congreso de los Diputados, del Centro Documental de la Memoria Histórica, del Archivo Histórico Nacional o los fondos documentales de personalidades destacadas de la época como Manuel Giménez Fernández o el cardenal Vidal i Barraquer certifican la intención de Álvarez Tardío de adentrarse en el escenario poliédrico de la Segunda República y en el ámbito concreto de la derecha española.

A lo largo de trescientas páginas el autor nos introduce en la vida política de José María Gil Robles. No estamos, por tanto, ante una biografía íntima que trate temas familiares, reducidos a informaciones puntuales de contexto. El itinerario político-ideológico del dirigente salmantino constituye el hilo conductor de toda la obra. Más aún en los años centrales de la República de 1931, convertida en el nudo gordiano de una publicación que apenas se detiene en los orígenes o precedentes juveniles del biografiado; ni tampoco en el papel del líder de la CEDA después de la Guerra Civil hasta su defunción en 1980. Esto no significa que se prive al lector de los datos más relevantes de los períodos mentados; más bien se incide en la etapa nuclear del personaje, de la que es experto el autor. Se trata de detallar el cometido de Gil Robles en la organización del primer gran partido conservador de masas, en su propuesta de reforma constitucional o en su gestión al frente del Ministerio de la Guerra. Todo ello enmarcado en el formato de un libro con una clara intencionalidad divulgativa, aunque siempre entremezclado con el debido rigor científico. Es claro, pues, que había de priorizarse si se aspiraba a ofrecer una lectura asequible, equidistante tanto del academicismo como de la crónica periodística.

En el capítulo inicial queda correctamente perfilada la adscripción conservadora de Gil Robles, hijo de un jurista y profesor de ideas tradicionalistas. La formación en los postulados de un catolicismo opuesto a la modernidad, entendida como conciencia cultural surgida con la Ilustración antropocentrista y el individualismo liberal, es uno de los episodios que introduce el autor para adentrarse en el posterior compromiso político del biografiado. En efecto, la vinculación de Gil Robles a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNdP), fundada en Madrid por el padre Ayala en 1909, sitúa al joven salmantino en las corrientes católicas más propicias al posibilismo. En este caso concebido como un medio estratégico para procurar la restauración cristiana de la sociedad y de sus sistemas políticos, a partir de los instrumentos que estos mismos ofrecían. Aunque Álvarez Tardío cite la obra de Ordovás sobre la historia de la ACNdP para explicar la posición del grupo durante el tránsito de la monarquía a la república, se echan en falta otras menciones bibliográficas. Me refiero a la obra de Feliciano Montero El movimiento católico en España (Madrid, 1993), por cuanto contribuye a esclarecer programas y actitudes de esos sectores con arreglo a las directrices del pontificado de León XIII (1878-‍1901). Que se invitara a la activa participación de los católicos en todas las facetas de la vida pública implicó una paulatina superación de los posicionamientos retardatarios o integritas. Aquella solución de compromiso, dispuesta a aceptar los regímenes liberales como mal menor, pretendía alentar el ascenso de los católicos a las instituciones, llenándolas así de contenido cristiano. En este sentido, Álvarez Tardío expone cómo Gil Robles se imbuyó de aquella doctrina hasta el punto de descifrar —aunque no siempre de modo explícito en la obra— el supuesto enigma de la evolución ideológica del dirigente conservador. La adopción de los esquemas de la democracia cristiana moderna alrededor de los años cincuenta, como narra el autor al final del libro, serían la consecuencia de esos inicios formativos, luego madurados en otras circunstancias una vez concluida la Segunda Guerra Mundial.

El hecho de que Gil Robles participara en la puesta en marcha del Partido Social Popular en vísperas de la dictadura de Primo de Rivera confirma lo dicho hasta aquí. A la iniciativa del que fuera joven promesa del maurismo —Ángel Ossorio Gallardo— se sumaron otros correligionarios de aquel movimiento junto con algunos tradicionalistas y socios de la ACNdP. Esta amalgama confluía en tres principios fundamentales para dar respuesta a la crisis del entramado político de 1876. En primer término, la aconfesionalidad y autonomía de la formación, es decir, informada por ideales cristianos pero desligada de cualquier control clerical. Su propósito regeneracionista basado en el reformismo social de inspiración católica y en la autentificación representativa del Parlamento terminaban de conformar aquel tridente. Con esta fugaz experiencia Álvarez Tardío aventura las líneas maestras que, en buena medida, guiarán el pensamiento de Gil Robles en la fundación de la CEDA.

Sobre estas premisas el autor accede a considerar los capítulos centrales de la biografía, encuadrando el devenir político del líder salmantino en el transcurso de la República. No sin antes recordar su filiación monárquica, en la que veía una garantía de orden y catolicidad frente al peligro revolucionario. Con todo, el desenlace de las jornadas de 1931 abocó a Gil Robles al acatamiento del nuevo régimen, en línea con la posición adoptada por la ACNdP y sus órganos de prensa. En realidad se seguía la ruta marcada por el magisterio de la Iglesia desde que León XIII publicara la encíclica Sapientiae Christianae en 1890. Según su contenido, la Iglesia debía mostrarse respetuosa e indiferente con las formas de gobierno o las leyes civiles mientras se salvaguardaran los derechos de la religión y de la moral. Si con esto se desvinculaba a la Iglesia de cualquier régimen político en particular, del mismo modo se proclamaba que aquella no podía estar supeditada a ningún partido, ni actuar como auxiliar para la lucha política. Que Álvarez Tardío no aluda a estos textos supone una carencia, en parte resuelta por varias citas de los editoriales del periódico El Debate, que actuaba en España como correa de transmisión de aquel pensamiento.

Con estas pautas el autor pasa a desentrañar las causas que conformaron Acción Nacional como herramienta para coaligar a la derecha ante el auge y predominio de la izquierda republicana. A partir de aquí, Álvarez Tardío deslinda los grupos que, forzados por unas circunstancias adversas, cohabitaban en el seno de una organización heterogénea que pronto habría de quebrarse. La prevalencia de los sectores posibilistas, atizados por el accidentalismo de Ángel Herrera con respecto a las formas de gobierno, concluyó con la separación de los monárquicos, agrupados desde entonces en Renovación Española bajo el liderazgo de Antonio Goicoechea. Llegados a este punto, el autor delimita de modo oportuno los caracteres y dimensiones de la familia conservadora, recordando su pluralidad innata —como en el caso de la izquierda— para aseverar lo acientífico y contraproducente de un juicio global sobre su actuación durante la República.

Ciertamente, en la biografía subyace un propósito claro de revisión histórica. De hecho, algunos podrán tildar la obra con la peyorativa acepción que ahora se aplica al término «revisionismo». No obstante y aun a riesgo de incurrir en una perogrullada, cabe rememorar que la misión del historiador consiste en indagar la verdad del pasado. Para ello el especialista precisa sumergirse en los esquemas mentales de la época estudiada y no juzgarlos desde los parámetros del presente. Es a través de este procedimiento con el que puede procurarse una explicación imparcial y razonada sobre los fenómenos o acontecimientos investigados. Las fuentes documentales, debidamente contextualizadas, nos permiten explicar los hechos tal como sucedieron en realidad. Sabemos que en nuestros días existe un nuevo intento de politización de la historia. Casi siempre condicionado por ideas preconcebidas o consignas ideológicas que tienden a tergiversar, cuando no a frustrar, un análisis pretendidamente histórico. Es lo que denuncia Álvarez Tardío en relación con algunos profesionales del gremio al desdibujar la figura de Gil Robles. Ofrecer una imagen del líder de la CEDA como uno de los principales exponentes del fascismo en España, sonsacando algunas declaraciones en intervenciones públicas sin valorarlas en su integridad y contexto, representa —a decir del autor— lo opuesto a esa labor de estudio y esclarecimiento del pretérito.

Se entiende entonces que en los capítulos centrales de la biografía se aporte numerosa documentación —tanto de las proclamas de Gil Robles como de la izquierda— para visualizar un retrato preciso del personaje y de su ideario político. La ruptura propinada por la Constitución republicana respecto a los derechos de la Iglesia (que la izquierda más exaltada vinculaba con el poder monárquico) condujo al posibilismo católico a la organización del primer gran partido conservador de masas. Según el autor, esto manifestaría la convicción de Gil Robles de enderezar el régimen por la vía democrática apelando a la revisión constitucional. Se descartaría así el recurso al golpe de fuerza animado por los conservadores subversivos, como los llamara Julio Gil Pecharromán. De hecho, nada tuvo que ver el dirigente salmantino con la sanjurjada, al contrario que algunos monárquicos ligados a Renovación o a la revista Acción Española. Es verdad que Gil Robles aspiraba a reforzar la autoridad del Estado; primero mediante un modelo político que subrayara los poderes del ejecutivo; y en segundo lugar, reduciendo ciertas facultades del Parlamento. En este caso, se trataba de modificarlo de tal modo que pudiera compatibilizarse la representación de los partidos con otra de cuño corporativo, aminorando las divisiones sociales que atribuía a los excesos del individualismo liberal. Es una lástima que el autor no abunde en el ejemplo que para Gil Robles revistió el Estado Novo portugués ideado por Antonio de Oliveira Salazar. Era este el modelo de estadista a seguir, tanto por su procedencia (ligada al accidentalismo del Centro Académico de la Democracia Cristiana) como por su realización constitucional de 1933 al combinar ciertos hitos del liberalismo con algunas pautas del pensamiento tradicionalista.

Gil Robles tampoco estaba planteando la ruina del edificio republicano, como de hecho propugnarían los monárquicos, cada vez más partidarios de una solución autoritaria. De ahí la constante distinción por parte de Álvarez Tardío de estas dos líneas o grupos de la derecha española. Según el autor, solo se produjo una convergencia de pareceres a la altura de 1936, cuando se llegó a una situación insalvable. El libro nos presenta a la CEDA como envuelta en una especie de tenaza entre una izquierda nada condescendiente, debido a la presión ejercida por la fuerza movilizadora de un PSOE con unas bases muy radicalizadas, y una derecha dispuesta a finiquitar cuanto antes y por medio de la violencia todo el entramado republicano. Estas circunstancias explicarían —a decir de Álvarez Tardío— la dificultad de la CEDA en proclamar un republicanismo que no compartía la mayoría de sus votantes, pero que era exigido por la izquierda para aceptarla como alternativa institucional. Tal como refiere el biógrafo, una declaración tan explícita —como la que luego profesarían los Agrarios— en un partido de masas, tan plural y diverso como la CEDA, hubiera provocado más inconvenientes que ventajas al reforzar el apoyo electoral de la derecha monárquica. El trasvase de votos habría debilitado el peso e importancia de la CEDA, perjudicando con ello la estrategia posibilista focalizada en la reforma de la Constitución. Para Álvarez Tardío, la ambigüedad calculada en el discurso de Gil Robles sobre el hipotético republicanismo de su partido se ordenaba a dicho fin: despojar a la República de sus rasgos sectarios para dar cabida a todos. La izquierda interpretó este objetivo como un asalto a los principios programáticos que les habían inspirado en la redacción del texto. Por su parte, la derecha alfonsina lo juzgó como una traición al votante conservador, por cuanto asentaba un sistema considerado nefasto en tanto que desnaturalizaba la metafísica de España, ligada —para ellos— a la acción conjunta del altar y el trono.

Otra faceta del posibilismo de la CEDA que nos revela Álvarez Tardío es su colaboración con el Partido Radical de Lerroux. Debía evitarse que esta formación se inclinara hacia la izquierda, a pesar de que con ello desertaran algunos dirigentes disconformes con la nueva orientación centrista del radicalismo. Aunque se alcanzaran varios objetivos en el reconocimiento de los derechos de la Iglesia y en el impulso de algunas medidas socioeconómicas como la Ley de Arrendamientos, no logró revisarse la Constitución. Sobre todo porque no contaba con el beneplácito de Alcalá Zamora, al que se unió la falta de cohesión de los radicales a la altura de 1935 y la ausencia de una posición preeminente de la CEDA en el Gobierno. Así lo expone el autor, quien relata el paso de Gil Robles por el Ministerio de la Guerra. Subyace aquí una doble intención: la de asegurar el cumplimiento de un programa mínimo dentro del gabinete y la de frenar la influencia del marxismo preservando el papel de las fuerzas armadas como garantes del orden. Con este argumento, Álvarez Tardío intenta desmontar la idea del golpe de Estado desde dentro que han lanzado otros autores.

A pesar de los abusos infringidos después de las elecciones de 1936 (reconocidos en sus testimonios por varios de sus protagonistas), el profesor de la Universidad Rey Juan Carlos insiste en la disposición de la CEDA a sostener un Gobierno de izquierda moderada que lo librara de las presiones del sector marxistizado del PSOE. La certificación del fracaso posibilista sentenciado por José Calvo-Sotelo ante las Cortes encontró las últimas resistencias desde los escaños de la CEDA. La imposibilidad de escindir el Frente Popular a favor de los grupos moderados para brindarles su apoyo parlamentario determinó el cambio de actitud de Gil Robles. Para Álvarez Tardío, la imposibilidad de un acuerdo de convivencia no puede reducirse a que los cedistas tuvieran un compromiso ambiguo con la democracia liberal, sino también porque la mayor parte de la izquierda no se preocupó por integrar en la República a ese amplio sector del conservadurismo católico.

Sin embargo, parece claro que —a pesar de una cierta voluntad de diálogo— acabó por imponerse la polarización de las bases, dificultando una lectura incluyente del régimen republicano. El calado social del tradicionalismo ideológico por un lado y de la marxistización por otro (prototipo sociológico de los países latinos, según Raymond Aron), impidieron aquella realización. Quizá Álvarez Tardío tendría que haberse detenido más sobre este punto. En cualquier caso, estamos ante una obra recomendable para comprender mejor los entresijos y complejidades de la política española de entreguerras.