Antonio Morales Moya —aquel penetrante historiador y llorado amigo— contó en alguna ocasión que don Julio Caro Baroja, en conversación con un joven historiador que acababa de ofrecer una imagen brillante y sugestiva de los años de la Segunda República, le felicitó efusivamente por su libro, pero no dejó de mostrar una cierta reserva ante la imagen que aquel historiador, y otros de la nueva generación, solían ofrecer de aquel periodo: «Sí, sí, pero aquello fue un poco más molesto de lo que ustedes cuentan».
Nunca he estado seguro del todo sobre el adjetivo que usó don Julio, según el relato del profesor Morales. Tal vez dijo «incómodo» en lugar de «molesto», pero la cuestión no cambia mucho, porque lo que trataba de hacer el sobrino de don Pío era, simplemente, una educada y discreta reserva a la idea de la Segunda República como una experiencia democrática casi modélica, plena de proyectos de reformas, que fueron cercenadas por un alevoso pronunciamiento militar.
No puedo ocultar que quien esto suscribe pertenece a la generación de historiadores a los que el sabio antropólogo dirigió esa advertencia y, de hecho, formó parte del supuesto equipo que, bajo la dirección de Javier Tusell, elaboró un primer estudio detallado sobre Las elecciones del Frente Popular, que se publicó en 1971. Digo «supuesto equipo» porque Javier era un historiador de tanto empuje que no necesitó la colaboración de nadie para realizar la casi totalidad de aquellos dos volúmenes, a los que Genoveva Queipo de Llano aportó unos espléndidos mapas.
La fecha de publicación de aquel estudio también es significativa. Eran los años finales de la dictadura franquista y los jóvenes historiadores que éramos entonces estábamos empeñados en desenterrar una tradición liberal democrática de casi un siglo de duración que probablemente habría que recuperarse tras la muerte de Franco y, precisamente por eso, nos interesaba conocer el comportamiento electoral de los españoles, que podría darnos claves para un futuro que se intuía cercano. Era, por ejemplo, lo que ya estaba haciendo Juan José Linz en sus artículos de aquellos años.
Los referentes teóricos de aquellos estudios eran los de la sociología electoral francesa, tal como había sido establecida por el tempranero trabajo de André Siegfried, y continuada por los estudios de François Goguel, Georges Dupeux o Pierre Barral. Sus investigaciones estaban encaminadas a establecer relaciones significativas entre el comportamiento electoral y otros elementos característicos de las sociedades pasadas, como podrían ser la estructura de la población y la propiedad, el nivel educativo o la práctica religiosa.
Unos aspectos que tenían especial sentido en sistemas políticos más o menos estables, como el de la Francia de la Tercera República, pero que no aseguraban resultados esclarecedores cuando se trataba de aventurar lo que podría suceder en la transición de una dictadura a una democracia, como esperábamos que ocurriera en el caso español. De ahí la preocupación, que se albergaba en los estudios de Linz, sobre la cuestión de continuidad/discontinuidad en los análisis de los procesos electorales.
En ese sentido, el estudio que dirigió Tusell se realizó en un contexto de recuperación de la corta experiencia democrática española anterior a la guerra civil y no sin una cierta fascinación por aquella experiencia, lamentablemente frustrada. He escrito en alguna ocasión que los historiadores de entonces éramos en su gran mayoría azañistas, porque fueron los aún incompletos diarios de Azaña (1968), con su estilo acerado y un pelín agrio, los que nos habían introducido en un periodo sobre el que no abundaban las monografías. Recuérdese que el primer testimonio de Alcalá-Zamora no se conoció hasta 1977 y el de Martínez Barrio hasta 1983. Por el lado conservador del espectro político el testimonio de Gil-Robles (1968) debía ser tomado con muchas precauciones, por no hablar de las peregrinas explicaciones que había aportado Alejandro Lerroux (1945 y 1963). El punto de vista de los socialistas había que buscarlo en los parciales recuerdos de Largo Caballero —que Araquistáin calificó de «crimen editorial»— y en los dispersos escritos de Indalecio Prieto.
En esas condiciones el equipo de Tusell nos volcamos sobre la prensa nacional y provincial asequible en la Hemeroteca Municipal de Madrid y en el manejo de una documentación electoral que, a la altura de 1971, no era excesiva. El balance de la investigación —que no ha resistido mal el paso del tiempo— hablaba de unos resultados muy equilibrados en cuanto a número total de votos y un comportamiento moderado de los electores que mereció la reserva de otros especialistas del periodo, como Santos Juliá.
La investigación que nos presentan ahora Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, casi medio siglo después de aquella investigación pionera que dirigió Tusell, responde a unos planteamientos completamente distintos, acordes con las nuevas exigencias de la historia política.
El estudio es, básicamente, una historia política del segundo bienio republicano, con una especial insistencia en las condiciones de una vida política en la que, paulatinamente, fueron ganando terreno las posturas excluyentes que ya se habían puesto de manifiesto con la incapacidad de los republicanos de izquierda para aceptar el resultado de los comicios de noviembre de 1933.
Las memorias de Alcalá-Zamora y, sobre todo, las de Martínez Barrio, revelaron la insólita petición, transmitida por Félix Gordón Ordás con el apoyo de Felipe Sánchez-Román, de anular unas elecciones que el propio Villa, en otro de sus trabajos, ha dicho que «constituyeron las primeras elecciones democráticas en el sentido pleno de la palabra».
Azaña, sin embargo, en carta a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, se consideraba amenazado por la «opresión españolista, patriótica y eclesiástica», mientras Largo Caballero, que ya había iniciado su proceso de radicalización en el verano de ese año 1933, habló de la amenaza fascista al evaluar el resultado de las elecciones (Juan Francisco Fuentes).
Ese clima político, enemigo de la aceptación del adversario, se agravaría aún más con la ruptura del sistema político que supuso el estallido revolucionario de octubre de 1934, con sus gravísimas secuelas de violencia y de represión. Álvarez Tardío y Villa dedican todo el primer capítulo a ilustrar ese clima de violencia en línea con trabajos como el dirigido por Fernando del Rey en el 2011 (Palabras como puños) o el más reciente Políticas del odio (2017), también dirigido por del Rey y por Álvarez Tardío.
Aunque a alguno pudiera parecerle excesivo este énfasis en la violencia, resulta necesario reconocer que fue un elemento básico de la vida política de aquellos meses, y la abrumadora aportación de fuentes hemerográficas que hacen los autores —con profusión de títulos de diversos lugares y de diversa orientación política— resulta imprescindible para describir una violencia política que resultaría un factor determinante en la contienda electoral de 1936 y en los acontecimientos posteriores.
Convendría, en todo caso, no encerrase en la situación española para tomar conciencia de que la apelación a la violencia era también moneda corriente en las sociedades de nuestro entorno, de las que apenas hay mención en el libro.
Bastaba abrir un periódico madrileño de marzo de 1936 —mientras se hacía patente el sectarismo de la Comisión de Actas del Congreso de los Diputados— para comprobar que la violencia estaba presente en la vida política europea, incluso en su forma más extrema: la guerra.
Alemania militarizó durante aquellos días la orilla derecha del Rihn, y la amenaza de guerra, a la que se aludía abiertamente en todos los periódicos, obligó a una reunión en Londres del Consejo de la Sociedad de Naciones en el que se conseguiría, a duras penas, un modus vivendi con Alemania. Era una cuenta más del rosario de claudicaciones que conduciría inexorablemente a la Segunda Guerra Mundial. En esa situación, la amenaza fascista, que tan alegremente se invocaba en la vida política española, era mucho más que un arma de combate dialéctica encaminada a la descalificación de las fuerzas políticas conservadoras.
La parte más polémica del libro, y la que más desabridos comentarios ha suscitado, se dedica a los cuatro días que se prolongan desde el domingo 16 de febrero, día de las elecciones, hasta el día 19, con el precipitado abandono de la Presidencia del Gobierno por parte de Manuel Portela Valladares. Fue entonces cuando la violencia que se había apoderado de la calle, forzó un cambio de Gobierno que se constituyó de forma bastante anómala frente a lo que sería deseable en una democracia parlamentaria.
A partir de la misma noche del día 16, y como consecuencia de los buenos resultados de las izquierdas en la grandes capitales, así como de alguna dimisión significativa, se puso en marcha la especie del triunfo de las izquierdas, que se movilizaron para asegurar un resultado que nadie habría podido asegurar hasta que se realizase el escrutinio oficial el jueves día 19.
La consecuencia sería un proceso de recuento de votos bajo la presión de la calle, a lo que vendría a sumarse la actuación de la Comisión de Actas del nuevo Congreso, que dictaminó la anulación de las actas de Cuenca y Granada y amplió, con criterios muy sectarios, la mayoría de los diputados del Frente Popular.
Carlos Seco Serrano, en el emocionado y elegante prólogo que escribió para el estudio de Javier Tusell, ha dejado dicho que, para los ojos del niño que era él entonces, resultó «lógico, como el final de un proceso de descomposición, el estallido del 17 de julio».
Son, como muchos sabemos, las palabras del hijo de un militar, destinado en Melilla, que se mantuvo leal al Gobierno de la República y pagó con su vida esa decisión. Pero es también la reflexión de un historiador equilibrado y riguroso —recuérdese su gran síntesis del periodo y sus comentarios a las memorias de Gil Robles y de Chapaprieta— que no podía pasar por alto el importantísimo componente de la violencia política antes y después de las elecciones de 1936.
En sus conclusiones, los autores advierten que no pretenden deslegitimar al Gobierno de Azaña ni, mucho menos, al régimen republicano, como consecuencia de las anomalías que ellos han señalado en el proceso electoral. Se han limitado a hacer buena historia política, con una abrumadora movilización de fuentes hemerográficas y documentales, ante las cuales están de sobra las descalificaciones personales y las apelaciones a un consenso en la investigación histórica que se perfila como una tenebrosa amenaza para quienes creemos en la libertad de expresión y de análisis histórico.
Tal vez no han acertado los autores al poner el título del libro. Es posible que hubiera sido mejor cambiar el orden de las palabras —poner «violencia y fraude»—porque sería la violencia el aspecto verdaderamente definitorio de aquel largo periodo que arranca en octubre de 1934 y llega hasta los umbrales de la Guerra Civil. No parece que el fraude —que lo hubo— fuera tremendamente decisivo en el resultado de los comicios, mientras que la realidad de unas elecciones violentas y violentadas ayuda a entender mucho de lo que ocurrió entonces.
Ese es el servicio que Álvarez Tardío y Villa han prestado con este libro.