En los últimos años, una serie de, sobre todo, investigadores jóvenes ha hecho mucho para recuperar las voces de nuestros mayores. Hay que felicitarlos porque ellos, que muy a menudo son ellas, están haciendo el trabajo que los historiadores más veteranos, con notabilísimas excepciones, no hicimos porque no supimos o no pudimos. Como es lógico, hubo razones para esta inacción. La voz del pasado solo puede llegar de dos maneras: a través de la historia oral o mediante los documentos (escritos o gráficos). En su momento, poco después de la Transición, en el caso de la historia oral andábamos con un bagaje de prejuicios hacia este campo que nos impedían valorar su importancia y posibilidades. Hay quien ve en todo esto mala fe (p. 36) para con la memoria. Sin duda, demasiado mala sí que fe hubo (sobre todo desde el Estado), pero esta no fue la causa principal de este «olvido» sino, más mundanamente, que nuestras preguntas eran distintas de las que nos hacemos ahora. En todo caso, lo no hecho en historia oral ya no tiene solución y se han perdido de forma irremediable muchas voces en el camino. Pero a la escasez de testimonios orales con la que nos encontramos los historiadores que comenzamos a trabajar hace treinta años, y aún mucho después, se sumaba otra tan o incluso más aguda: la falta de legados escritos de personas de a pie. Afortunadamente, aquí sí hubo más tiempo y oportunidades para recuperar lo no hecho entonces y la situación se pudo corregir hasta cambiar de forma dramática. Este libro de Verónica Sierra —sólido, claro y que está muy bien documentado— es buen ejemplo de ello. Se trata de un trabajo refrescante y necesario, porque quien quiera saber qué recursos de escritura popular tenemos hasta el día de hoy sobre el Guerra Civil y la dictadura, tendrá que consultarlo.
Contar lo que dicen las voces siempre es difícil. El historiador corre el riesgo de ahogar con sus análisis —esto es, con su propia voz, a menudo pedante y árida— no ya solo la realidad de la experiencia sino también la autenticidad humana del testimonio. A veces es preferible decir lo mínimo posible y dejar que las voces hablen directamente al lector. Yo mismo he seguido este camino en dos libros de testimonios escritos que he editado. Pero también es muy respetable, entre otras cosas porque hay que hacerlo, usar las voces para construir una narrativa mediante la que el historiador analice y explique al lector el sentido (por ejemplo: contexto, medio, intención y efecto) de los testimonios. Este es el camino elegido por Verónica Sierra en este libro, en general con muy buen criterio. A pesar o quizás precisamente por sus análisis de los textos que reproduce, salen las voces heridas e hirientes de aquellos españoles —que la autora, con razón, en principio no separa por ideologías o bandos— que sufrieron un tiempo terrible. Aquí la función del análisis histórico es precisamente hacer que ese sufrimiento no pueda aparecer como abstracto o simplemente individualizado, sino como resultado de circunstancias concretas que incluyen la identificación de víctimas y verdugos, y los que se encuentra en cualquier lugar intermedio. Esta coherencia narrativa, no obstante, se resiente en algunos momentos del libro cuando se extiende en teorías de apariencia atractiva, o en los orígenes más o menos remotos de tal o cual evento, proceso o institución. Foucault (pp. 42-43), por ejemplo, puede ser un teórico muy sugerente y sofisticado pero no acaba de acoplarse bien al tono de este libro.
La verdadera belleza de este trabajo reside en la impresionante recolección, reproducción y contextualización de testimonios de muy diverso origen y formato. Estos muestran la lucha de las personas encarceladas y sus allegados por superar su situación, que es trágica siempre y desesperada en el caso de los reos condenados a muerte. Aquí salen a relucir todas las armas posibles de los débiles, y en el camino quedan algunas visiones simplistas, y puramente ideológicas, que se han hecho públicas, incluso en los últimos años, en torno al debate sobre la memoria. Por ejemplo, aparecen contadas y en su voz las súplicas de mujeres y niños a menudo dirigidas a la adusta esposa de Franco y a su nada simpática hija (pp. 196-201), el trabajo infatigable de aquellas para sacar adelante a sus familias en situaciones imposibles, los años gastados con tanto dolor, la juventud truncada ante el pelotón de fusilamiento, los mensajes (escritos en cualquier sitio) cuando todavía había esperanza o en la víspera de la ejecución, etc. Por eso mismo chirrían un poco los escasísimos lapsos del humanismo de la autora, como llamar «gran líder comunista» a Dolores Ibárruri (p. 276) y luego dejar sin analizar ni los valores que defendía esta señora ni la utilización maniquea de la carta que provocó la inserción de esta personalidad política en este libro.
A lo largo del texto, Verónica Sierra se queja (pp. 34, 216), con mucha razón, del déficit de museos y centros dedicados a preservar las voces del pasado, y compara con balance negativo esta situación con la de algunos países europeos. La lista más o menos completa que ofrece en las últimas páginas es un muestrario de lo poco que hay (pp. 218 y ss.). Así estamos porque la historia pública ha sido una gran olvidada de nuestra Transición. A pesar de valiosísimas iniciativas locales y autonómicas, los Gobiernos centrales, en especial los regidos por el Partido Popular, se ha desentendido del tema. Y por eso los pocos centros e instituciones que custodian las voces, los lugares y los artefactos del pasado han quedado aislados en forma de islas de historia pública que existen ignoradas y desconectadas en medio de una cierta indiferencia general. Por ejemplo, si muchos de los proyectos, recursos y hasta museos descritos por la autora eran desconocidos hasta ahora a quien esto escribe, no puedo imaginar qué sabrán de ellos el público. Como he dicho en más de una ocasión, en España se han gastado miles de millones en elefantes blancos de la «cultura» (Valencia, Santiago de Compostela, entre otros lugares), pero no se han dedicado unos pocos a adecentar en términos de conocimiento histórico lugares como el Valle de los Caídos, por no hablar del sueño de los justos que duerme un hipotético museo de la Guerra Civil. Esto sí que es mala fe.
Si hay algo que he echado en falta en este libro, ha sido un apartado específico dedicado a comparar el lenguaje y los valores de los mensajes de presos republicanos con los franquistas. El tema no está completamente ignorado, sino que es abordado de forma esporádica y aislada (por ejemplo en la p. 298). Pero creo que, fuese cual fuese el resultado de este análisis, el esfuerzo de resumirlo en, al menos, un epígrafe habría valido la pena. Quizás veremos este estudio en otro lugar; puede incluso que escrito por esta misma autora. En todo caso, enhorabuena y gracias a Verónica Sierra por las voces que nos ha permitido no ya leer, sino sentir que escuchamos.