Con su estudio sobre la familia Goytisolo, Martín Rodrigo amplía la intrincada galería de indianos catalanes (o asentados en Cataluña a su retorno a la península, como es el caso) en la que ya fijó sus ojos, certeramente, hace algunos años. Hay en las páginas de este nuevo libro, de hecho, un retorno a cuestiones que, por medulares, había abordado el autor en obras previas: las formas en que se verificó el trasvase de capitales cubanos a Barcelona y los usos que se le dio a esa ingente cantidad de dinero; los mecanismos para la construcción de fortunas personales que, pese a descansar sobre una férrea voluntad de agregación familiar (o precisamente por ello) terminarán desmoronándose en un proceso inverso de desagregación; la proliferación de redes de individuos que se consideran entre sí semejantes para gestionar negocios comunes; y muy especialmente, la importancia de los réditos de la esclavitud en la economía catalana del siglo xix.
Seguramente sin quererlo, Rodrigo y Alharilla ha publicado su libro en un momento muy oportuno en el que —una vez más— algunas voces claman en Barcelona por que se expliciten las actividades negreras de las respetables familias que construyeron la ciudad tal como hoy la conocemos. Obviando que algo hay de pedestre (y mucho de estéril) en derribar viejos iconos para sustituirlos por otros antitéticos pero casi nunca más ejemplares, quien desee documentarse al respecto hallará en la lectura atenta del estudio sobre los Goytisolo argumentos, a mi juicio, demoledores para sumarse a una revisión crítica del pasado esclavista de tantos barceloneses ilustres. Saber que la familia Goytisolo, propietaria de varios centenares de esclavos en Cuba, se interesó en el comercio de coolíes chinos y se dedicó a vender niñas y niños de entre dos y diez años de edad en fecha tan tardía para el tráfico de seres humanos como 1870 (p. 159); que el patriarca de la saga, Agustín Goytisolo Lezarzaburu, dio con la fórmula por ese mismo tiempo para perpetuar en la práctica la servidumbre de dos de sus esclavas domésticas trayéndolas con él a España, encubriendo el hecho bajo una supuesta liberación (p. 116); o que la matriarca del clan, Estanisláa Digat Irarramendi, tenía muy claro que a los negros —como a los trabajadores europeos en general— había que concederles lo mínimo para que no se enredasen en nuevas y molestas reclamaciones (p. 164) evidencia que lo que Rodrigo aporta son pruebas concluyentes para quienes, en una interpretación maximalista, bien podrían reclamar la demolición no ya de una estatua como la del marqués de Comillas, Antonio López, sino del ensanche barcelonés al completo, en la medida en que buena parte de esos capitales fraguados en un régimen esclavista financiaron las grandes operaciones inmobiliarias, en general especulativas, con que la ciudad modernizó entonces su fisonomía.
Tal vez sean los pasajes referidos a Cuba los más valiosos del libro. Con la minuciosidad en el uso de documentos originales ya cultivada en trabajos anteriores —lo que equivale a decir que el autor renuncia a toda especulación gratuita y formula afirmaciones siempre ancladas a un paciente buceo en una docena de archivos— Rodrigo y Alharilla reconstruye con linealidad y coherencia la historia de Goytisolo Lezarzaburu, carpintero bastardo natural de Lekeito que se enriqueció gracias a la explotación del azúcar en la localidad de Cienfuegos tras emigrar a Cuba en 1833. No se limitó el patriarca a esperar los resultados de cada zafra. Pronto se dotó de un instrumento financiero propio que habría de resultarle muy útil (la sociedad Solozábal Campo y Cía.), tomó inversiones ferroviarias y adquirió la cuarta parte de una empresa de vapores, comprada por varios socios junto a su infaltable dotación de esclavos. De todo ello da cuenta Rodrigo, desplegando un rico catálogo de emigrantes vascos y catalanes que rodearon a Goytisolo en los tiempos en que este labró su fortuna. Aunque inevitable, y siempre difícil de resolver para el narrador (más aún para el que debe sujetarse a unos hechos históricos), acecha a ratos una cierta dispersión cuando el relato principal se orilla para trazar el obligado retrato de todos sus personajes laterales o secundarios. Quizás podría haberse incluido, junto a la cronología final que resume las fechas clave en la historia de la familia, un glosario de nombres propios con una semblanza breve de cada uno de ellos, habida cuenta de que los protagonistas que hay al fondo de este buen libro son muy numerosos y que Martín Rodrigo acredita conocerlos en profundidad. Es cierto, no obstante, que una lectura no tan crítica bien podrá considerar la honestidad intelectual con que el autor se esfuerza una y otra vez en comprender (y hacer comprender) el entorno de su familia protagónica, tirando rigurosamente de cada hilo auxiliar que encuentra con un apreciable sentido de la mesura.
Con su seguimiento al indiano en que se convierte Goytisolo Lezarzaburu al instalarse en Barcelona en 1870, el autor proporciona otro estudio de caso más a esa historia del retorno que voces como la de Yolanda Blasco han reclamado llevar más allá de los nombres y las cifras, para valorar cómo influyó cada regreso en la comunidad catalana. En este sentido, Rodrigo perfila un par de cuestiones interesantes. Por un lado, el pétreo pensamiento conservador que indianos como el patriarca de los Goytisolo contribuyeron a instalar en unas clases urbanas acomodadas, y sobre todo autorreferenciales, que veían con espanto la cada vez más próxima abolición de la esclavitud en Cuba. Ni siquiera el golpe con que Pavía prefiguraba la Restauración consiguió persuadir a don Agustín de que «aquí todo va mal» (p. 205), y de hecho Goytisolo volvió a Cuba (donde quedaría atrapado hasta 1878) en un intento fallido de reflotar sus negocios. De otra parte, en la segunda mitad del libro quedan patentes las fisuras del modelo burgués que aquellas buenas familias podían aspirar a fijar, para su propia complacencia, en la sociedad barcelonesa. Ni la fórmula era infalible para lo estrictamente económico (el espinoso regreso de Agustín a Cuba, bien explicado por Rodrigo, lo ejemplifica), ni faltaban evidencias de lo frágil que resultaba la transición de las fortunas estrictamente personales a su gestión posterior por distintos miembros de una misma familia. Como fue casi regla en la época, al clan de los Goytisolo no le faltó su escándalo privado: un cuñado del patriarca, Salvador Harguindéguy, abandonó a su mujer en Cuba y huyó a Francia con buena parte de la riqueza de ambos, desatando el consecuente pleito entre herederos a su fallecimiento. Y no hubo pleno entendimiento ni entre Agustín Goytisolo y su hijo Antonio, primero (a cuenta de la percepción dispar que ambos tenían de Cuba, donde residía el descendiente), ni tampoco más tarde entre los dos representantes de la segunda generación, los hermanos Agustín y Antonio Goytisolo Digat, quienes en los años finales del siglo debieron además lidiar con el declive, ya declarado, de la pujanza familiar. Por no hablar de los términos gruesos en que el escritor Juan Goytisolo, prologuista del libro de Rodrigo, abjurará de las ficciones familiares que él mismo había asimilado de niño y que tiempo después comprendió como un trampantojo colosal levantado para ocultar «un universo de desmán y pillaje, desafueros revestidos de piedad, abusos y tropelías inconfesables» (p. 360).
«Por grande que sea un determinado patrimonio —razona al respecto Martín Rodrigo en la p. 353 de su libro— las reglas propias del capitalismo exigen su constante reproducción si se quiere evitar que éste acabe desapareciendo con el mero paso del tiempo». No le falta razón. Ciertamente no abundan ejemplos notables de familias que hayan logrado sobreponerse al patrón clásico según el cual la primera generación crea una fortuna, la segunda la disfruta y una tercera la dilapida, o simplemente asiste a su ocaso. De por qué los Goytisolo no son uno de esos raros clanes triunfantes en el largo plazo da buena cuenta Martín Rodrigo en el tramo final de su estudio.
Dos apuntes más podrán completar esta panorámica breve, que pretende animar al lector o lectora a asomarse a un libro sólido que a buen seguro le hará formularse nuevas preguntas a propósito del lado más tenebroso de la historia colonial cubana, y de las mentalidades con que los indianos transitaron por ella. El primero tiene que ver con la calidad de la edición, a la que contribuye decisivamente la inclusión de una docena de buenos retratos fotográficos familiares que el autor supo hallar en Lekeitio. Uno de ellos, el del lucumí Vicente Goytisolo (p. 188) —que mira de frente a cámara, pipa en mano, aferrando una bandera cubana, y que escribe al pie de sus cartas «biba Cuba libre»— es un estupendo punto de partida para quien quiera adentrarse con más detalle en la historia de la esclavitud narrada por los propios esclavos. El segundo apunte debe reconocer la prosa cuidada con que Martín Rodrigo va desplegando su relato, a partir de unas páginas iniciales compuestas con tono novelesco que, si bien no encontrarán una continuidad formal estricta en el resto del relato, cumplen su función de llamar la atención sobre la narración que arrancará de inmediato y prueban el esfuerzo del autor (patente hasta el final del libro) por alejarse de un relato histórico escrito solo para especialistas.