RESUMEN
Las publicaciones periódicas de la Sección Femenina de Falange en la posguerra, Medina e Y, contribuyeron a construir y a difundir los modelos de feminidad que se consideraron válidos en la primera etapa de la Dictadura de Franco. Frente a la tesis generalizada de que el referente de la domesticidad, que concebía a la mujer como esposa y madre, se reforzó y fue el único modelo para las mujeres españolas de la posguerra, el análisis de estas revistas confirma que la construcción de los ideales de género fue un proceso atravesado por tensiones y contradicciones. Estas fueron el resultado de la herencia de los cambios socioculturales que habían tenido lugar durante las décadas anteriores, así como de la experiencia de la Guerra Civil, que, por la participación activa de miles de mujeres en el trabajo de retaguardia, alteró los modelos dominantes de género incluso en la zona sublevada. Asimismo, las publicaciones reflejaron los intentos de las mujeres falangistas por negociar su lugar en la España de Franco así como visibilizar su contribución a la Nueva España. El artículo, en definitiva, propone que la construcción de la feminidad en la posguerra española estuvo marcada por la inestabilidad, y no tanto por la imposición de un modelo rígido o e inmutable.
Palabras clave: Género; historia de las mujeres; Falange; fascismo; Dictadura de Franco.
ABSTRACT
The Women Section of the Falange’s periodicals in the forties, Medina and Y, contributed to the construction and dissemination of ideals for womanhood accepted in the early period of Franco Dictatorship. Contrary to the thesis that the domesticity model, by virtue of which women were exclusively conceived as spouses and mothers, was reinforced and it emerged as the only referent for Spanish women in the postwar, the analysis of these periodicals confirms that the construction of gender models was a process permeated by tensions and contradictions. These were the legacy of social and cultural changes that had taken place in previous decades, as well as the experience of the Spanish Civil War that, by means of the active participation of thousands of women in the war effort, the dominant gender models in the Francoist side became redefined. Besides, altered these female publications reflected the fascist women’s efforts to negotiate their place in Franco Dictatorship, as well as their desire to make visible their contribution to the ‘New Spain’. To sum up, the article explores the construction of femininity in the Spanish postwar as a process defined by the instability instead of the imposition of a rigid and immutable model.
Keywords: Gender; women’s history; Falange; fascism; Franco Dictatorship.
SUMARIO
Este artículo pretende explorar los modelos de feminidad en la producción discursiva de las mujeres falangistas en la etapa final de la Guerra Civil y la primera mitad de los años cuarenta. Se sitúa, pues, en una línea de investigación que, desde hace ya varios años, viene insistiendo en la idea de que estos arquetipos no estuvieron estrictamente construidos a partir de las nociones de sumisión con respecto a los hombres, ni de exclusión con respecto a los espacios públicos —la «comunidad de la Victoria», de la que formaban parte tanto por su compromiso político e ideológico, como por su contribución activa al esfuerzo bélico—[1]. Con independencia de que las políticas franquistas auspiciasen un claro retroceso para las mujeres en materia jurídica, ya ampliamente estudiado[2], los relatos contenidos en las revistas femeninas de la posguerra ofrecieron un relativo grado de pluralidad a la hora de responder a la pregunta de qué era ser mujer en la Falange y en la España de Franco. Sus propuestas constituyeron un intento de ofrecer unas definiciones de género legítimas y aceptables durante la Guerra Civil y los primeros años cuarenta que resultaron, a su vez, llenas de tensiones. En este particular contexto, la formulación de la feminidad quedó atravesada por concepciones de género que el producto de los procesos de politización y nacionalización a los que habían sido expuestas las mujeres desde comienzos del siglo xx y que alcanzarían su máxima expresión durante el conflicto bélico. Estos, a su vez, habían operado en el marco de la concepción de la diferencia sexual moderna —en virtud de la cual hombres y mujeres eran diferentes por naturaleza, pero complementarios por los roles sociales que se les asignaban— dando lugar a un nuevo arquetipo de la feminidad, que no fue exclusivo de las culturas políticas derechistas, el de la «madre patriótica»[3].
El análisis crítico de los arquetipos de género ha subrayado su naturaleza inestable, en tanto que resultan del deseo de eliminar «ambigüedades […] con el fin de asegurar (y crear ilusión de) coherencia», tal y como propuso Joan W. Scott (1999: 39) a propósito de esa parte de la teoría lacaniana que consideraba «instructiva». Años más tarde, abundaba en la idea de que eran el resultado de procesos de diferenciación a partir de modelos binarios, basados «en la negación o represión de algo que es presentado como antitético con respecto a la definición dada»[4]. Pero aquello que se niega, excluye o reprime estaría, desde su punto de vista, muy presente en las concepciones que aspiran a convertirse en hegemónicas. Para Denise Riley (Riley, D. (1988). ‘Am I that name? Feminism and the Category of ‘Women’ in History. Basingstoke: Macmillan.1988: 5) la inestabilidad de las identidades tiene un fundamento histórico, por lo que no es ajena a los momentos de cambio político y social profundo, que pueden agudizarla. Así sucedió, desde nuestra perspectiva, durante la Guerra Civil y los primeros años de la Dictadura de Franco, una etapa marcada por la violencia brutal contra el enemigo político y un arriesgado alineamiento con las potencias del Eje que albergó sueños imperiales a la vez que el temor a su desvanecimiento a partir de 1942.
Si por su naturaleza inestable las identidades de género están sujetas a la posibilidad de transformación y redefinición, el análisis histórico ha confirmado también su capacidad para pervivir y adaptarse a distintos contextos[5]. Las publicaciones femeninas falangistas exhibieron las enormes dificultades que entrañaba apuntalar el estereotipado modelo de mujer esposa y madre, reforzado ahora por el nuevo proyecto estatal pronatalista. Mediante su particular reformulación de las nociones modernas de feminidad, con la maternidad como eje conductor de su identidad, o la actualización de arquetipos bien arraigados en la etapa premoderna, que bebían de la noción de excepcionalidad, consiguieron introducir en las concepciones de la feminidad una dosis de pluralidad nada despreciable. El hecho de que las falangistas recorrieran estos caminos discursivos apunta a la existencia de unas experiencias compartidas como mujeres en las que se combinó el disfrute de su condición de vencedoras con la percepción de que su activismo a favor de la causa de los sublevados tenía unas implicaciones que desbordaban el rol limitado e invisible que se esperaba de ellas —por más que fuera esencial como fórmula aceptada de entrega simbólica a la Patria—. Con la difusión insistente y reiterada de otras formas de ser mujer estaban negociando su lugar en la Falange y en la España de Franco.
Esta investigación permite también poner en valor las fuentes principales utilizadas, es decir, las dos revistas impulsadas por la Sección Femenina durante la Guerra Civil y la primera mitad de los años cuarenta: Y. Revista para la Mujer Nacionalsindicalista, que se publicó de forma mensual entre febrero de 1938 y enero de 1946, y Medina, que nació en marzo de 1941 «para ser la voz de una empresa abnegada: la de las mujeres de la Falange»[6] y mantuvo su regularidad semanal hasta diciembre de 1945. Ambas fueron el fruto de la apertura de un espacio específico dentro de la Sección Femenina, el Servicio de Prensa y Propaganda, que controló Marichu de la Mora desde el verano de 1937 hasta noviembre de 1939, cuando fue sustituida por Mercedes Werner. De la Mora asumió también la dirección de Y, mientras que por la de Medina pasaron, sucesivamente, Carlos J. Ruiz, Mercedes Formica y Pilar Semprún[7]. Con unas tiradas de 18 000 y 20 000 ejemplares en 1945 respectivamente[8], al igual que otras publicaciones dirigidas a un público femenino y que contaban con un número importante de mujeres entre sus redactores y colaboradores, estas revistas han sido consideradas un producto de calidad inferior a la prensa diaria o a las publicaciones especializadas, en tanto que «la mujer y lo femenino, la cultura popular y la subalternidad forman una unidad de sentido»[9].
Desde mediados del siglo xix ha existido una continuidad en el formato y los contenidos de las revistas dirigidas a las mujeres, marcadas por el predominio de un tono personal, próximo al epistolar, más propio del diálogo que de un sistema de difusión hacia una masa anónima, una temática centrada en el hogar, la maternidad y la moda y el cultivo del género narrativo, como la novela amorosa o el relato moralizante. Las publicaciones de la Sección Femenina respondieron a este modelo, a la vez que, como fue tónica habitual en el siglo xx, incorporaron la propaganda política, por lo que fueron impulsadas desde el entorno de Pilar Primo de Rivera como instrumentos de ideologización para formar a la mujer falangista ideal[10]. Ahora bien, la pluralidad de sus contenidos y su difusión entre un amplio número de lectoras las convierte en fuentes privilegiadas para explorar su potencial desestabilizador de las versiones más rígidas de la feminidad normativa franquista.
Dos son los presupuestos de partida para abordar la complejidad de las elaboraciones discursivas que van a ser analizadas. En primer lugar, queremos considerar como hipótesis que las mujeres de Falange, en tanto que disfrutaron de un espacio de poder que era la Sección Femenina, tuvieron la capacidad de reelaborar algunos elementos constitutivos del sujeto falangista. A menudo se ha señalado el carácter endeble o inespecífico de la doctrina y la ideología del fascismo español, que fue percibido como un «modo de ser» antes que como un programa político. En palabras de Zira Box, «la Falange era norma y estilo, entraña y sentimiento, acción y voluntad»[11]. Los conceptos considerados esenciales en su doctrina, como la juventud, la acción, el recurso a la violencia, la jerarquía o el caudillaje, excluyeron cualquier referencia a los rasgos constitutivos de la feminidad. Y cuando se ha querido establecer una relación entre doctrina y práctica, se han utilizado las palabras pronunciadas por Hitler en 1934, quien distinguió entre la existencia de un «mundo grande», el de los hombres, y un «mundo pequeño», el de las mujeres, para definir el lugar de estas en esa comunidad nacional excluyente —con respecto a los hombres y a «otras» mujeres— que forjaron los fascismos en el poder[12]. Considero, pues, de suma importancia entender la Sección Femenina como un espacio abierto por mujeres falangistas desde el que se elaboraron relatos, atravesados por nociones de género, en los que se intentó dilucidar la posición que podían o debían ocupar en esa Nueva España que ellas mismas —junto a sus camaradas varones— estaban forjando.
Nuestro segundo punto de partida es la consideración de que los discursos o relatos son construcciones que, lejos de ser un mero reflejo de la realidad social, apuntan a las posibilidades que se abren y/o los límites que se imponen en cada momento de la historia, y por lo tanto son decisivos para la configuración de los deseos y las expectativas de los sujetos. Si las publicaciones femeninas habían sido desde sus orígenes una vía privilegiada para la construcción de la «feminidad exquisita», la presencia de mujeres redactoras favoreció la revisión de algunos estereotipos, así como la reflexión en torno a su identidad y subjetividad[13]. En el caso de las revistas falangistas, que combinaron el modelo de publicación femenina clásica con el adoctrinamiento político, sus responsables tuvieron un relativo margen de maniobra para incluir contenidos y colaboraciones diversas, lo que las convirtió en espacios donde convivieron varias modalidades de relato —reportajes, consultorios sentimentales, crónica política, novelas por entregas, poesía, crítica literaria y cinematográfica, etc.— dirigidos a dotar de significado a la diferencia sexual en los albores de la Nueva España. Fue, precisamente, esta pluralidad la que facilitó que las tensiones en torno a ella se hicieran visibles. Además, al estar estas publicaciones destinadas a un público femenino amplio, la proyección pública en potencia de tales relatos fue notable. Y estos ofrecieron la posibilidad de «acción, identificación y experimentación identitaria para las mujeres» que, como lectoras, no solo fueron receptoras de consignas y referentes normativos conforme a los idearios del régimen, sino también de las contradicciones que albergaban sus páginas[14].
Probablemente, una de las primeras novedades que trajo la Guerra Civil desde el punto de vista de la reconfiguración de los arquetipos de género fue que feminidad normativa no se definió solo por oposición a la masculinidad, o en tensión con ella, sino también frente a «otras mujeres», un antagonismo que se ha revelado esencial en los proyectos de construcción nacional[15]. Esto explicaría que en los primeros números de la revista Y abundaran los artículos dedicados a denigrar a las mujeres republicanas y de izquierdas, así como a las feministas y las sufragistas, o recuperasen escritos del siglo xv que presentaban a las mujeres como seres naturalmente avariciosos, exagerados y murmuradores. Enrique Jardiel Poncela efectuó una clasificación entre distintos tipos de mujer, representantes de la emancipación y el cosmopolitismo, y las calificó como «mujeres de las que estábamos deseando huir siempre». Frente a ellas se alzaban ahora las «azules», que habían conseguido «hacer real lo ideal»[16]. Son descripciones que remiten a la pervivencia de un paradigma misógino, definido por la consideración de las mujeres como seres inferiores e imperfectos, que si tenía sus orígenes en la etapa premoderna, había mostrado su capacidad de pervivencia hasta el siglo xx y ahora se reformulaba para ponerse al servicio de la forja de una comunidad nacional excluyente[17]. No parece una casualidad que dichas representaciones coincidieran con la etapa bélica como forma de construir «otro» enemigo, propia de todos los conflictos bélicos, y que fueran remitiendo con los años para aparecer solo puntualmente en la posguerra[18].
El mismo paradigma admitía el reconocimiento de la excepcionalidad de algunas mujeres, algo a lo que se aferraron las falangistas —y compartieron algunos de sus compañeros— para ofrecer una representación positiva de sí mismas. Si su identificación como una especie de casta superior de mujeres fue habitual, en ocasiones también se subrayó su superioridad con respecto a los camaradas varones: «Nuestras mujeres son mejores que nosotros», podía leerse en uno los números iniciales[19]. Precisamente, durante los primeros seis meses de Medina, bajo dirección de Carlos J. Ruiz[20], se publicaron de forma constante una «Consigna» y un editorial, ambos anónimos, que ofrecieron el intento más claro de definir qué era ser una «mujer falangista». El nuevo ideal femenino quedaba definido por el valor del activismo y el compromiso de las mujeres en la guerra, a la vez que por la imposición de unos límites que asegurasen su feminidad. Los autores o autoras de los editoriales mostraban su rechazo a la «mujer moderna», pero consideraban que la crisis en la que estaba sumida España requería el esfuerzo de todos, también el de las mujeres, que «ha[bían] de sacrificar su tibia intimidad». Durante la guerra habían efectuado un «servicio heroico y militar», lo que suponía reconocer la existencia de un «campo ilimitado para las actividades femeninas», que ellas debían desempeñar sin convertirse en «sucedáneos del hombre». Su tarea, ingente, tenían que cumplirla «callada y silenciosamente»[21].
En los números siguientes continuó este ejercicio definitorio: el rigor, a la vez que la gracia; la sujeción a la norma, con el fin de crear «generaciones de vencedores»; el «dolor gozoso» ante el «sacrificio de nuestros mejores»; la entrega a la familia, concebida como ligazón con la patria; la contención en el fervor; la austeridad frente a la frivolidad; la abnegación frente al egoísmo; la firmeza y la permanente alerta, en un «sentido preciso de función guerrera». Se reconocía asimismo que su actividad en la esfera pública debía realizarse con los habituales atributos femeninos, «el pudor y el silencio», con el fin de llevar «al ámbito nacional este mismo trabajo silencioso que limitan las paredes de nuestra casa»[22]. La lógica que vertebraba el discurso de las «consignas» consistía en abrir posibilidades por la vía de la identificación con las actitudes y atributos masculinos, para establecer, en un segundo momento, una diferencia con respecto a ellos como forma de salvaguardar la feminidad de las falangistas.
En este juego de tensiones, el resultado fue una apuesta por la consideración de la superioridad de la mujer falangista porque había elegido la disciplina frente a la libertad, la abnegación frente al egoísmo y el servicio frente a la comodidad, así como a la habitual frivolidad que se derivaba de ella, en un ejercicio de resignificación de las dicotomías que sustentaban la feminidad ideal a partir de los conceptos esenciales de la doctrina falangista. Pues en la interpretación de las palabras de José Antonio, el «servicio» era un elemento identitario del «modo de ser» falangista esencial para contribuir activa y eficazmente a la patria[23]. Igualmente, la «disciplina» se entendía como el respeto a la jerarquía, que compartían hombres y mujeres, y que estaba investida de una dimensión creadora, porque «únicamente así podía adquirir [la Falange] la fuerza necesaria para conseguir el triunfo»[24]. La «abnegación», como había dicho José Antonio en el famoso encuentro con un grupo de mujeres en Don Benito (Badajoz, 1935), era esa «virtud femenina» que debía ser la de todos los falangistas, palabras que adquirieron un significado fundacional, como si de una revelación se tratase, para las militantes[25]. Lo que se estaba dirimiendo no era la subordinación a los hombres frente a la emancipación, sino la identificación con el «modo de ser» falangista como alternativa a otras manifestaciones de la feminidad, identificadas con la frivolidad o el egoísmo, devaluadas en la España de Franco. En definitiva, las falangistas hicieron propias las mismas consignas que servían para construir el nuevo sujeto falangista, que ya no era racional, libre ni autónomo, como en las culturas políticas liberales, lo que suponía una arriesgada identificación con sus camaradas varones. «Se nos hizo por primera vez el honor de equipararnos en voluntad y fortaleza con la voluntad y fortaleza del hombre; que no se derrumbe este honor con la primera palabra insidiosa, con la primera piedra del camino», argumentaban[26]. Y al igual que sus compañeros de militancia, se unían en «apretada camaradería […]», valor masculino por excelencia derivado de la experiencia de combate, en torno a su líder, Pilar Primo de Rivera[27]
Tal identificación con los valores e ideales falangistas estaba estrechamente relacionada con la necesidad de encontrar un espacio propio, digno y reconocible, dentro del fascismo español. Esta era, a su vez, una consecuencia de la marginación e invisibilidad a la que estuvieron sometidas las primeras mujeres militantes en los momentos fundacionales de la organización, una etapa que se revelaría decisiva a la hora de definir las señas de identidad falangistas en los años siguientes. Así se desprende de las tres publicaciones de dimensión nacional previas a la guerra civil, F. E., Arriba y No importa: Boletín de los Días de Persecución. En sus páginas abundaron los llamamientos para la salvación de la patria y las descripciones de los innumerables actos de propaganda que se organizaron a lo largo de 1935 y comienzos de 1936, siempre llenos de «camaradas» entusiasmados. Asimismo, recogieron las diversas formas de reconocimiento a las víctimas, todos varones, en esos días heroicos «de persecución»[28]. A diferencia de la cobertura privilegiada de la que fueron objeto las centrales sindicales locales y el Sindicato Español Universitario (SEU), considerados los dos pilares esenciales de la joven organización, no hubo ninguna mención a los grupos de mujeres que estaban ya, desde 1934, trabajando por el mantenimiento y la extensión de la Falange. Tan solo Rosario Pereda, que participó activamente en los mítines por las tierras castellanas, fue objeto de atención puntual[29]. Tampoco se hicieron referencias a Pilar Primo de Rivera ni al resto de integrantes del núcleo madrileño que, según todas las narrativas posteriores, constituyeron el embrión de la Sección Femenina y el motor de su extensión por el resto de las provincias.
Pocas noticias tenemos, en definitiva, sobre los primeros pasos de las mujeres que constituyeron el núcleo fundacional de la Sección Femenina. Y es en esta invisibilidad donde encuentran buena parte de su lógica las publicaciones femeninas falangistas. En sus páginas encontramos los primeros relatos, que luego se convertirían en historia oficial, sobre los orígenes de la organización. Así se hace en los primeros números de Medina e Y, con un reconocimiento a las «fundadoras», y en las lecciones dirigidas a las maestras de la revista Consigna, que aparecieron publicadas de forma regular a partir de 1945. También en los libros que con el tiempo publicaría la propia delegación femenina[30]. El relato, organizado siempre en torno a los mismos ejes narrativos —la existencia de tres etapas en la historia de la Sección Femenina, antes, durante y después de la guerra—, otorgó un sentido y un sentimiento colectivo de pertenencia que fue crucial para forjar una identidad femenina falangista diferenciada. Asimismo, la capacidad de proponer esta particular lectura del pasado a las militantes, así como de proyectarla al espacio público en un momento en el que la actuación de las mujeres estaba tan restringida, constituía un acto de empoderamiento femenino, vinculado a la adquisición de una posición de autoridad a través de la palabra. La capacidad de elaboración de esta narrativa es, precisamente, una de las claves explicativas del liderazgo de Pilar Primo de Rivera, más allá de su condición privilegiada como hija del dictador y hermana del Ausente[31].
Abrir un espacio femenino en el contexto del falangismo y el franquismo fue, en definitiva, uno de los grandes logros de la Sección Femenina. Ello implicaba un posicionamiento muy concreto desde el punto de vista institucional y discursivo en la Dictadura de Franco y, en este sentido, era crucial elaborar simbólicamente, a través de nuevos —o mediante una resignificación de los viejos— arquetipos de género, la particular contribución de las mujeres a la construcción del Nuevo Estado. Publicaciones como Y o Medina no se limitaron a reconstruir una historia de la Sección Femenina desde los «tiempos heroicos», sino también a dar protagonismo y visibilidad a las camaradas que habían hecho una contribución esencial al triunfo de la verdadera España durante la guerra. Las páginas de ambas revistas se llenaron de referencias a las jóvenes muertas o perseguidas en la «zona roja». El primer número de Y recogió la semblanza de dos «caídas en servicios de vanguardia», Luisa Terry de la Vega y María Moreno Tena. Agustín de Foxá se hizo eco de los padecimientos sufridos por las hermanas Larios en la batalla de Brunete. En Medina, la primera novela de Mercedes Formica fue, no casualmente, un relato por entregas inspirado en la historia de la falangista gaditana caída[32]. Perseguidas, heridas, detenidas y encarceladas, las mujeres de la Falange adquirieron un protagonismo imprevisto por los horrores padecidos durante el conflicto. La relevancia de su contribución se consideró todavía mayor si habían sucumbido como consecuencia de una acción de guerra, asesinadas en una checa o por la sentencia de un tribunal popular, como en el caso de Carmen Tronchoni, porque alcanzaban la categoría de mártires.
Asimismo, sus nombres quedaron revestidos de la misma retórica que los camaradas varones habían utilizado desde los años treinta para dignificar a sus «caídos», pues se insertaban en largas listas, encabezadas por una cruz o encuadrados en sus ángulos, bajo el lema «¡Presentes!»[33]. Y al igual que habían hecho ellos desde antes de la Guerra Civil, la Sección Femenina pronto instituyó una forma de homenaje, la concesión de varios tipos de recompensas —la Y de oro, la Y de plata y la Y roja— siendo la primera un reconocimiento a las que «en alegre sacrificio [hubieran] consumado una conducta heroica»[34]. Las mujeres quedaban igualadas simbólicamente a los hombres por su martirio en la guerra, entendido como episodio salvífico para la redención de la patria. La reproducción fidedigna de los rituales que daban sentido a la «religión política» del fascismo español situaba a las falangistas en una posición idéntica de dignidad y reconocimiento en el acto fundacional de la Nueva España. Algo que sus camaradas varones habían ignorado sistemáticamente desde que se fundara el partido en el año 1933, construido simbólicamente en torno a un liderazgo masculino, el de José Antonio, y a una serie de caídos y perseguidos, siempre presentes, entre los que nunca se deslizó un nombre de mujer[35].
Las falangistas construyeron así un nuevo arquetipo femenino, el de las mártires y las heroínas, que sirvió para otorgar legitimidad a la organización femenina, en tanto en cuanto esta también aportaba sus «caídas por Dios y por España», y para elaborar una memoria colectiva del falangismo en femenino[36]. Unas y otras quedaron investidas de rasgos de la identidad masculina normativa, como el valor, el arrojo y el recurso ocasional a la violencia, una constante en este arquetipo de feminidad que, forjado durante la Guerra de la Independencia, había pervivido hasta el siglo xx para dar sentido a la transgresión de los límites de la diferencia sexual que tiene lugar en esos episodios excepcionales que son las guerras patrióticas[37]. De nuevo, pues, se abría una vía para la identificación con la masculinidad que no estuvo exenta de tensiones. En los relatos que rodearon el reconocimiento de las mujeres caídas o perseguidas, es perceptible la conciencia de que se estaba entrando en un terreno resbaladizo, en el que la concepción binaria de los sexos se difuminaba. Si los hombres, como había recomendado José Antonio, debían asumir la virtud femenina por antonomasia de la abnegación, las mujeres habían demostrado su capacidad para salir al espacio público y defender con el mismo ahínco que ellos la integridad de la Patria.
La contradicción se resolvió a menudo con la insistencia en la idea de que ellas no habían cogido las armas, sino que habían luchado desde posiciones maternalistas, como enfermeras o con su trabajo en los lavaderos del frente. Se trataba de una reelaboración de la contribución de las mujeres al esfuerzo bélico que conllevaba una dosis importante de normalización de lo que se había percibido, incluso en la zona franquista donde las mujeres nunca integraron unidades militares ni fueron al frente, como una transgresión o una amenaza ante la posibilidad de la misma[38]. Desde esta perspectiva, cuando se abordó la complicada relación de las mujeres y la violencia en las coyunturas bélicas, las reflexiones fueron por delante de la realidad social. Así, a propósito de la conmemoración del Dos de Mayo, en Medina se recordó a las mujeres «que supieron vencer la comodidad de su vida para luchar, abierta y violentamente por su Patria amenazada». También se hicieron explícitas las particulares características de esta experiencia. Una era su naturaleza extraordinaria: «Excepcionalmente, en aquel lugar y momento en que la gravedad de las circunstancias era tal que todo debe supeditarse a ellas, es posible que pueda borrarse fugazmente la línea que separa las virtudes de la mujer de las del hombre». Otra, su misión ejemplarizante: «Cuando la mujer cumple, así, por un instante, el deber, exclusivamente masculino de defender la especie, lo hace como cumpliendo hasta el fin su función educadora. Agustina de Aragón […] fue y es ejemplo vivo del deber de todos los hombres de nuestro pueblo»[39].
La fantasía proyectada en las páginas de la revista a propósito de unas mujeres contribuyendo a la nación desde posiciones «violentas», que bebía del modelo de heroína forjado durante la guerra contra los franceses, servía para sancionar el valor de su contribución en el momento fundacional de la Nueva España, pero también para señalar con rotundidad cuáles eran los límites de su identificación con el arquetipo viril que no debían ser traspasados. El empeño en cercenar estas ambigüedades hacía visibles las posibilidades no aceptadas por el modelo normativo vigente.
La aportación de las falangistas al nacimiento de la Nueva España se presentó como una experiencia que contaba con una larga tradición. En 1941 apareció en Medina la sección titulada «Mujeres en la historia», en la que se incluyeron pequeños relatos, de tono narrativo y coloquial, que recuperaban a mujeres relevantes del pasado histórico español. Si entre las elegidas predominaban las reinas medievales, también hubo espacio para otros perfiles, como la escritora liberal Carolina Coronado y las heroínas de la Guerra de la Independencia. Los autores —Jorge Pedreña, José Altabella y Martín Huécar— ofrecían un ejercicio de construcción de memoria colectiva en femenino, con el fin de reparar «tantos lamentables olvidos» y traer al recuerdo de las mujeres españolas el ejemplo de aquellas «injustamente olvidadas». Se hizo explícita la presentación de las mismas como referentes de autoridad femenina por su contribución «a la marcha de nuestra historia». Aparte de encarnar los ideales ya descritos, como el valor, el brío, el arrojo y la generosidad, que compartían con las heroínas, junto a otros más tradicionalmente asociados a lo femenino, como la modestia, el tacto, la delicadeza y la capacidad de influir y modelar a sus hijos —especialmente en los casos de las reinas y madres de reyes— estas figuras estaban muy lejos de encarnar la feminidad normativa porque el mérito que se reseñaba era su intervención activa, presidida por la mesura, para resolver un conflicto o contribuir al progreso material[40]. Al margen de esta sección, fue habitual la representación de otras mujeres relevantes de la historia de España, como sor Juana Inés de la Cruz, las reinas Ana de Austria y doña Blanca de Navarra, la escritora doña Blanca de los Ríos de Lamérez, la actriz María Ladvenant o sor M.ª Jesús de Agreda, con el argumento de que «es el sino de las grandes épocas […] que las mujeres que también tienen brío para ser algo más que madres de héroes, [sean] capitanas también ellas, fundadoras en religión y servicio»[41].
Sin ser protagonistas absolutas, los dos grandes referentes femeninos para las falangistas, la reina Isabel de Castilla y santa Teresa de Jesús, también tuvieron un lugar importante en las páginas de estas publicaciones. No solo porque fueran profundamente católicas y españolas, sino por méritos, respectivamente, como forjadora de una nación y fundadora de una orden religiosa. Isabel la Católica era clave en la construcción del nacionalismo español desde las culturas políticas derechistas, pues encarnaba la unión de los reinos peninsulares y el descubrimiento de América. Que su imagen estaba profundamente ligada a la representación del españolismo quedó de manifiesto en la primera intervención pública de Rosario Pereda, quien apeló al lema «tanto monta, monta tanto» para señalar el lugar simbólico que debían tener las mujeres con respecto a sus camaradas varones. La idea de equiparación y complementariedad se reiteraba en el primer número de la revista Y, donde se incluía una explicación sobre las razones de este título, el yugo de Isabel, «letra que une y agrega aquellas cosas medias que en soledad perecerían», y que expresaba para ellas la «voluntad de cumplir una misión de compañía, de amoroso complemento e integración del hombre y elevación sacramental de las dos mitades a la redonda tarea común»[42]. En el caso de santa Teresa, lejos de ser una mera actualización de un modelo de santidad barroco, se subrayaban esas cualidades que, en la reelaboración efectuada desde las páginas de la revista, coincidían con las que hacían suyas las falangistas: fundadora («vosotras, camaradas de la Sección Femenina, tenéis como ella misión de fundadoras»[43]), andariega («caminante infatigable»), con vocación de perfección y dimensión guerrera: nacida para «Capitana General […]», era «jefa por excelencia», «formadora de mujeres fuertes» y poseía un «sentido militante y heroico de la vida»[44].
En definitiva, desde la prensa femenina falangista se estaba contribuyendo a la redefinición de la feminidad mediante la recuperación de referentes históricos femeninos que, situados por lo general en un pasado español glorioso, se actualizaron en los años cuarenta para construir un arquetipo que insistía en la excelencia de algunas mujeres, dentro de un orden simbólico masculino y patriarcal. Se trataba de un recurso habitual que bebía de las nociones de excepcionalidad propias el paradigma preilustrado hegemónico, que se había mantenido en etapas posteriores e, igualmente, había sido utilizado también por la feminista Concepción Gimeno de Flaquer como una fórmula para reconstruir genealogías de poder y de autoridad femeninas[45].
Si hubo un empeño claro en estas revistas fue el de visibilizar a las falangistas, así como ofrecer una imagen dignificadora de la mujer, de sus capacidades y de su potencial para el desempeño de una serie de actividades fuera del hogar consideradas legítimas en su contexto político. Las falangistas no siguieron la pauta de limitar la presencia de figuras o personalidades en el ámbito nacional o local propia de la prensa del Movimiento[46] para dar una amplia cobertura a la actuación de muchas mujeres anónimas que, desde posiciones distintas —delegadas locales y provinciales, regidoras, cursillistas, divulgadoras, enfermeras de la División Azul y maestras, entre otras— estaban contribuyendo al mantenimiento de servicios de bienestar esenciales para la nación. Gracias a estos artículos, que unas veces adquirían la forma de reportaje, con entrevistas a las protagonistas, y otras eran pequeños retazos biográficos que describían la excelencia de su actuación, centenares de mujeres que constituían la base social de la Sección Femenina, adquirieron un nombre propio y ocuparon un lugar en la historia de la posguerra española. De forma bastante extraordinaria también con respecto a los modelos normativos de género del momento, no se hacía mención a su estado civil o su condición de madre, sino a la relevancia de su quehacer cotidiano responsable, diligente y disciplinado, como mandaban los cánones falangistas.
Distinto fue el caso de otros contenidos, que aparecieron cuando Mercedes Formica asumió la dirección de Medina en agosto de 1941. Su presencia al frente de la publicación coincidió con novedades significativas, como la eliminación del apartado «Consigna», el más comprometido en definir el «deber ser» de la mujer falangista, y la inauguración de secciones que les daban un nuevo protagonismo y reconocían el valor del trabajo femenino. En una de ellas, «Hogares falangistas», se ofrecían reportajes a página completa sobre la trayectoria de vida de diversas militantes con un patrón narrativo muy definido, como parte de esa lógica, ya expuesta, de poner rostro a las integrantes de la Sección Femenina. Fueran mujeres cercanas a los líderes masculinos por sus vínculos de sangre, como Ángela Ridruejo, Dolores e Inés Primo de Rivera, o prácticamente desconocidas hasta el momento, las entrevistadas decían ser «mujeres corrientes»: «¡Cuidado con lo que decís de mí! No aumentes por tu cuenta […] que lo que te he dicho carece de interés. Te dije que era una vida vulgar[47]».
La insistencia casi obsesiva en la «normalidad» o «vulgaridad» de sus vidas contrasta con la descripción de una trayectoria poco común para las mujeres de clase media española, que puede interpretarse como un recurso periodístico que facilita la identificación del personaje con las lectoras. A lo largo del reportaje las protagonistas narran un pasado de compromiso activo en las filas de Falange, marcado por la resistencia a la persecución durante la Segunda República y la Guerra Civil —en particular durante esta etapa, en la que sufrieron la detención y el encarcelamiento por las «autoridades rojas»—, así como por el desempeño de tareas auxiliares o de dirección en los distintos niveles organizativos del partido. En un momento determinado de esa trayectoria, en la que ya habían dado claras muestras de compromiso con la causa del falangismo, como el producto de una vocación o fe que surgía de forma espontánea, conocían al que iba a ser su marido. Solo en algunas ocasiones su compromiso político se derivaba de la relación sentimental que habían iniciado con un falangista que, poco tiempo después, tras un breve noviazgo, se convertía en su esposo. Con el final de la guerra —si no antes, en el fragor del combate— para todas llegaba la formalización del matrimonio y la maternidad.
Esta narrativa servía para subrayar que ellas habían compartido con sus compañeros la persecución en los «tiempos heroicos», la clandestinidad y la muerte de sus allegados, en una clara exhibición de armonía entre las experiencias de ambos. A pesar de su insistencia en que la maternidad era la ocupación que absorbía todas sus energías —casi todas aparecían fotografiadas con sus hijos en brazos o junto a imágenes de los pequeños—, o a la idea de que su vida estaba centrada en el apoyo al marido —que seguía activo en Falange o en la División Azul— muchas reafirmaban su compromiso político al hacer compatibles las tareas domésticas con un trabajo en la delegación local o provincial de la Sección Femenina. Julia Alcántara, por ejemplo, viuda del marino Manuel Eliot, afirmaba combinar su actividad en el partido, que comenzaba tras la muerte de su esposo al comienzo de la Guerra Civil, con el atento cuidado de sus hijos. A pesar de su doble faceta, como militante falangista y madre, consideraba que un día de su vida era «idéntico al del resto de las mujeres de España»[48]. No era tampoco incompatible la militancia pasada con la maternidad, la excelencia profesional y la armonía conyugal, como demostraba el caso de Carolina Zamora de Pellicer, médica formada con el doctor Jiménez Díaz, que mostraba su voluntad de ejercer su profesión una vez cumplidas sus obligaciones como madre:
—Tú, licenciada en Medicina, y él, pintor. ¿No te preocupó los rumbos dispares de vuestras profesiones?
—Yo no creo en la disparidad que dices […]. Creo en la benéfica influencia de un campo sobre otro. Mi hogar, puedo decirlo en voz alta, es un modelo de armonía y nadie limita a nadie[49].
Esta sección, en definitiva, cumplió esa doble función de visibilizar a las mujeres falangistas y presentar su activismo como una faceta perfecta y necesariamente compatible con su rol doméstico de esposas y madres. Constituyó, pues, un claro esfuerzo de normalización de la mujer falangista desde el punto de vista de la feminidad hegemónica. El empeño por normalizar y resituar dentro de los límites de lo aceptable el compromiso político de estas mujeres y su actuación en la esfera pública no consiguió, sin embargo, eliminar las tensiones que emergían entre dos modelos antitéticos —el del activismo frente al de la domesticidad— cuyas trayectorias encarnaban de manera paradigmática. Pero más allá del reforzamiento de este patrón de género, propio de las posguerras, se reconocía la existencia de una vida propia y autónoma de estas falangistas previa al matrimonio, y difundían un modelo de relaciones entre los sexos presidida por la «camaradería» entre los cónyuges. Bebía por tanto de una noción de la diferencia sexual propia de la modernidad, basada en la complementariedad del hombre y la mujer, entre quienes fluía la armonía y el equilibrio por la existencia de una profunda afinidad derivada de su implicación compartida en el nacimiento y consolidación de la Nueva España.
En Medina, especialmente bajo la dirección de Mercedes Formica, abundaron los reportajes sobre la dedicación de las mujeres al trabajo y su acceso a los estudios universitarios. Cuando la abogada gaditana fue sustituida por la periodista Pilar Semprún en septiembre de 1942, la revista experimentó un relativo declive y sus contenidos perdieron la fuerza y la pluralidad de intereses que habían mostrado en su fase inicial. No obstante, el hecho de que los artículos relacionados con la educación y el trabajo remunerado de las mujeres se mantuvieran hasta el último número, revela hasta qué punto ambas cuestiones eran un tema de discusión en la posguerra española, relacionadas con el intento de elaborar las tensiones profundas que generaba la dificultad por imponer un modelo único de feminidad. Por mucho que el régimen hubiese definido con una claridad meridiana su política con respecto a la mujer —apartarla del taller y de la fábrica, según rezaba el Fuero del Trabajo—, y por más que los discursos pronatalistas, presentes en la vida pública desde principios del siglo, se hubieran convertido desde 1939 en política de Estado, no era posible ignorar de un plumazo los cambios sociales de las décadas anteriores entre los cuales destacaba de manera llamativa el acceso de las mujeres a los espacios públicos en el ámbito de la política, la educación y el trabajo.
A la altura de los años cuarenta, esta era una realidad palpable que había generado ansiedades colectivas porque implicaba una alteración sustancial de la separación de las esferas pública y privada, uno de los grandes puntales del orden político y social burgués. Además, esta nueva realidad había sido atendida y legitimada por la derecha española en las décadas precedentes. Las opciones políticas conservadoras y católicas habían aceptado el trabajo remunerado para las mujeres, por más que establecieran algunos límites en el tipo de actividad que se consideraba adecuada para ellas. Así lo había hecho el catolicismo político y social desde sus orígenes al reivindicar el derecho al trabajo como uno de los ejes centrales de su «feminismo sensato». La escritora falangista Carmen de Icaza lo había defendido también como una necesidad propia de los tiempos de crisis que había traído la Gran Guerra. La reclusión en el espacio doméstico, argumentaba, era un problema que las mujeres de clase media, a diferencia de las obreras, debían resolver. La Sección Femenina, ya en los años cuarenta, había adoptado una posición ambivalente, derivada de la contradicción que entrañaba defender las políticas de retorno al hogar a la vez que reconocer la existencia de las mujeres trabajadoras, mediante la creación de enlaces en los sindicatos oficiales y una amplia red de centros de formación[50].
La revista Medina reflejó estas tensiones en sus páginas al incluir de forma habitual amplios reportajes sobre las mujeres en el mundo del trabajo, la Universidad y, muy especialmente, en el de la creación artística y literaria, sin dejar de abordar la cuestión de fondo que más inquietudes suscitaba: la posibilidad de que el estudio o la actividad laboral contribuyese a su «masculinización». Tal preocupación era el legado de un pensamiento que se articulaba en torno a concepciones de la diferencia sexual muy rígidas, consolidadas en las primeras décadas del siglo xx [51]. El reto en la España de los cuarenta, un contexto marcado por el éxito de un proyecto fascista en el poder y una dura posguerra, con sus efectos normalizadores desde el punto de vista de las relaciones de género, no era tanto la afirmación de la igualdad o la posibilidad de la emancipación de las mujeres a través del trabajo y la educación, nociones todas ellas desterradas en la tradición discursiva del fascismo, sino abrir una vía que apostase por la posibilidad de que las mujeres accediesen a esos ámbitos. Había que evitar, además, cualquier duda sobre la existencia de una naturaleza femenina diferenciada o que esta resultase devaluada. En realidad, esta propuesta se planteaba como un rasgo de la identidad falangista, que deseaba dejar atrás el «concepto ñoño y pacato, limitadísimo, del papel de la mujer en la marcha vital de las sociedades»[52]. Conceptuar la feminidad como perfectamente compatible con la actividad extradoméstica fue central en sus argumentos. «¿Podrán decir los que las contemplan que los estudios han borrado su feminidad? ¡No, y mil veces no!», concluía Pilar de Abia en uno de los primeros reportajes sobre las chicas universitarias[53].
La noción de compatibilidad fue recurrente en varias secciones de la revista dedicadas a ofrecer semblantes de mujeres artistas, estudiosas y trabajadoras. De esta forma se formalizó tanto el reconocimiento como la legitimidad de esta realidad social mediante la representación de mujeres relevantes, que destacaban por su contribución a las artes, al conocimiento o a un ámbito profesional, y que se situaban en el marco de una concepción de mujeres excelentes por sus especiales capacidades. Por ejemplo, la sección «Valores actuales», que se publicó entre finales de 1942 y mediados de 1943, ofreció retratos de mujeres que destacaban en diferentes campos, especialmente en el literario o artístico. La nómina de entrevistadas fue muy larga: las pintoras Julia Minguillón y Aurora Lezcano, las expositoras de la Academia Nacional de Bellas Artes —Rosario Velasco, María Roesset, Nelly Harvey y Teresa Condeminas—, escritoras como María Jiménez Salas, Amalia Bisbal o las falangistas Luisa M. de Aramburu y Mercedes Formica, la campeona de esquí Molly Eraso, la primera directora de la Residencia de Señoritas tras la guerra, Matilde Marquina, la actriz Ana Mariscal o la encuadernadora Josefina L. Díaz de Lassaletta, entre otras muchas. Al margen de esta sección, también fue frecuente la visibilización de las mujeres relevantes de la cultura española, como las escritoras Emilia Pardo Bazán y Concha Espina, o que realizaban actividades poco habituales, como las periodistas Viera Esparza, colaboradora de Blanco y Negro, y Sofía Morales, de Primer Plano, así como la ilustradora, directora artística de la revista Vértice, Ángeles Torner Cervera[54].
Un amplio número de mujeres, en definitiva, identificadas con el régimen franquista plenamente o de forma tibia, tuvieron un lugar en las páginas de Medina para confirmar las capacidades femeninas y la validez de las más variadas actividades extradomésticas. Y para reforzar este argumento, en otra sección, «Ellas fueron así», se utilizaba el recurso habitual de apoyar tales concepciones mediante una larga lista de mujeres ilustres que encabezaba Beatriz Galindo y entre las que se encontraban la actriz teatral María Malibrán, la reina consorte y novelista Isabel de Weid Nassau, la poeta ilustrada Margarita Hickey, la actriz francesa Sarah Bernhardt y la científica Madam Curie. Ello contribuía a crear una genealogía femenina en clave de autoridad, así como un vínculo entre las lectoras y las mujeres relevantes que en un pasado lejano o reciente habían mostrado su brillantez artística o profesional. Incluso, a propósito de las quince jóvenes que se formaban en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de las que se ofrecía una pequeña semblanza, la autora del reportaje, Sylvia Arellano, enumeraba a las mujeres que a lo largo de la historia habían pasado por este distinguido centro de formación y apostillaba «aunque ahora pretendan los caballeros que las damas que amaron sus antepasados eran ignorantes y nunca supieron nada de nada»[55].
Lo significativo fue que este recurso, la representación de la excelencia, fue de la mano con la visibilización de otras tareas más comunes en la España de la posguerra, que encarnaban mujeres anónimas con las que fácilmente podían identificarse las lectoras. Así, junto a los nombres más reconocidos de la época, las redactoras también se hicieron eco de aquellas que desempeñaban oficios distintos para salir adelante, como una profesora particular, una vendedora a domicilio, una secretaria… De una joven que preparaba un examen para entrar en la Universidad, la autora del reportaje concluía: «No es marimacho ni descuidada. Es simplemente una mujer a quien por encima de todo sostiene la ambición de ser algo […]. Quiere ser doctora en Derecho. Luego, probablemente, la oposición diplomática. Recorrer el mundo […]. Aspira a una absoluta independencia. Y es, tal vez, la más difícil oposición»[56].
Anónimas hasta el momento eran también las protagonistas de la sección «¿Cómo es vuestro trabajo?», que apareció en la etapa final de la revista entre enero y septiembre de 1945 para abundar en esta línea. En ella se recogían las experiencias de mujeres con nombre propio que desempeñaban trabajos en sectores habitualmente feminizados, como bibliotecarias, planchadoras o bordadoras, pero también otras que encarnaban una desviación con respecto a esta pauta, como era el caso de la estuquista, la encuadernadora, la técnica bacteriológica, la farmacéutica o la locutora. En definitiva, la presentación reiterada de mujeres de carne y hueso que ponían rostro con su experiencia cotidiana a una profesión, o ilustraban lo que se presentaba ya no tanto como una excepción sino como una realidad social aceptada, planteaba la conveniencia del trabajo y la formación a la vez que desafiaba la idea de la falta de aptitud de las mujeres para ellos.
Otro de los argumentos se centró en el reconocimiento de estos ámbitos, en particular el estudio y la creación artística y literaria, como ajenos a cualquier rasgo constitutivo de la feminidad y de la masculinidad. Se trataba de un argumento de matriz católica, legado de esa fase previa al nacimiento de las concepciones modernas de la diferencia sexual, que insistía en la igualdad de las almas o en la naturaleza única del espíritu: «Si el espíritu es excelente cualidad del ser humano, un preciado don divino que el cielo ha designado a los seres, ¿por qué ese espíritu apto, capaz, cuando se expresa por medio de valores —capacidades femeninas— cae tan mal en determinados sectores masculinos?», denunciaba Sarah Demaris para defender la «avalancha, si no arrolladora, sí considerable, de mujeres capaces»[57]. Igualmente, a propósito del reportaje sobre las mujeres expositoras de la Academia Nacional de Bellas Artes, se indicaba que su obra no entrañaba
diferencia específica entre el arte de los hombres y el arte de las mujeres. […]. Hay obras buenas, obras menos buenas, pero no es ninguna de ellas «femenina» en el sentido peyorativo, en el sentido sospechoso y harto ambiguo, cuando no francamente deleznable, en que antes se entendía esta palabra. Es natural que así sea. El arte carece de género. No tiene que haber arte de mujer, porque no debe haber arte de hombre […][58].
Y en uno de los primeros reportajes a una mujer trabajadora, la registradora de la propiedad Beatriz Blesa, ante la pregunta de si «ciertos estudios rest(aban) feminismo», contestaba: «¡Absurdo, totalmente absurdo! […]. La falta de feminidad no proviene del estudio, sino, al contrario; la mujer que de este sentimiento carece, puede recuperarlo con el trabajo intelectual. […]. No conozco un lugar donde se derroche más espiritualidad y feminismo que en los claustros universitarios»[59].
Atender a la dimensión espiritual del estudio y de las artes suponía considerar tales ámbitos como exentos de toda connotación de género, hasta el punto de reforzarse una determinada noción de la feminidad desligada de la naturaleza sexuada de las mujeres y vinculada, en cambio, a la de igualdad espiritual con los hombres, o incluso de superioridad en este terreno —derivada del proceso de «feminización de la religión»—, que había sido esencial en periodos anteriores de la historia a la hora de combatir la misoginia imperante. Tales razonamientos confirmaban la pervivencia de un marco discursivo legado por el catolicismo que, frente al peso del positivismo científico y su determinismo biologista, había abierto posibilidades para visiones dignificadoras de las mujeres entre las últimas décadas del siglo xix y comienzos del xx y que ahora se ponía al servicio de la defensa de su capacidad para saber y la creación[60].
En otra línea argumental se situaron los reportajes en los que se presentaba la educación como la vía adecuada para el desempeño de un trabajo, una experiencia que podía ser vital en los tiempos que corrían. En este caso, el «deber ser» quedaba aparcado frente a los imperativos de índole práctica, que requerían el esfuerzo de las mujeres fuera de casa para el mantenimiento de unos niveles dignos de solvencia material. De hecho, algunos artículos reflejaron la preocupación por la situación en la que quedaban las mujeres tras las guerras, solas, por la muerte del esposo, o desmovilizadas al haberse puesto fin a la necesidad de atender al esfuerzo bélico: «Habrá que procurar sentido y misión a esa legión de viudas intactas, a esa multitud de energías despiertas y sin demanda, herencia, la más triste, la más callada, de la guerra»[61]. De ahí que la mezcla de «vocación y necesidad» se considerase la fórmula idónea de las estudiantes «cien por cien», muy distintas de las que iban a la Universidad como pretexto para salir de casa, y que encarnaban el arquetipo de «mujer frívola» que el falangismo femenino perseguía erradicar. La situación de precariedad en la que muchas jóvenes habían quedado sumidas tras la guerra, marcadas por la muerte de los varones cabeza de familia y por lo tanto con madres viudas o hermanos a los que sostener era, en definitiva, una de las razones legítimas para el acceso a la Universidad[62]. En la misma línea, defendía Carmen Buj: «La mujer guarda en sí un caudal inmenso de voluntad y energía adormecida por falta de educación, que paraliza sus más preciadas facultades y que es preciso desarrollar […]. No hay que olvidar que dada la evolución de la vida en lo sucesivo no habrá lugar apropiado para zánganos y muñequitas vivientes […]»[63].
Por último, se utilizó también un argumento derivado de concepciones muy arraigadas en torno a la diferencia sexual y, en particular, sobre la que era —y debía ser— la particular contribución, como madres, de las mujeres a la nación. En esta línea se reconoció la importancia de que las mujeres, tanto si estudiaban como si trabajaban, no abandonasen ese destino al que estaban abocadas por su naturaleza («la vida femenina tiene un noble destino de amor»), aunque planteaban, desde esa nueva posición, una redefinición de las relaciones entre los sexos, porque «gustarán de ofrecerle al hombre, como ayuda y compañía, estos conocimientos que sin intención de pedantería buscan ahora en la Universidad»[64]. Desde esta lógica, articulada en torno a la noción de complementariedad, se propugnó que la formación de las mujeres era esencial en tanto que «tiene encomendada una formación educadora inicial en la vida del niño». Este argumento, constante en la defensa de la educación de las mujeres desde la polémica ilustrada, se había dotado de un nuevo significado en el marco de los proyectos nacionalizadores, por el especial protagonismo que adquirían mujeres como reproductoras de la nación. La defensa de las capacidades femeninas y de la conveniencia de la educación podía y debía combinarse con esa función: «Queremos, pues, dotar de inteligencia a nuestras características temperamentales y eternas. Revalorizadas por la inteligencia, daremos a la Patria hijos de una preparación superior»[65].
En definitiva, los artículos sobre la educación y el trabajo de las mujeres incluyeron reflexiones explícitas acerca de la compatibilidad entre las nuevas experiencias y la condición femenina. Asegurar esta última pasaba por la necesidad de adecuarse al «signo de los tiempos», ante el cual las mujeres no podían ni debían quedar impasibles, o por la conveniencia de que su educación redundara en la correcta formación de los hijos. También, su combinación con el matrimonio y la maternidad, experiencias a las que estaban destinadas con independencia de su nivel de formación intelectual. Desde este punto de vista, el «modo de ser» que se difundía desde las páginas de las revistas falangistas no era mera reacción a la «mujer moderna», sino que formaba parte del diálogo con las identidades de género alteradas por la modernidad. Y por más que se recordara la existencia de límites a sus ambiciones intelectuales o profesionales, la exhibición permanente de mujeres que habían destacado en un campo del saber o la creación, así como de mujeres anónimas que ponían rostro a un número amplio de profesiones, necesariamente tuvo que ensanchar las expectativas de las lectoras, al abrirse para ellas la posibilidad de configurar una subjetividad no estrictamente identificada con el matrimonio y la maternidad.
Parece claro, tras el análisis de los contenidos de las dos principales revistas falangistas dirigidas a las mujeres, la enorme capacidad que tuvieron estas publicaciones, que respondían al modelo de publicación femenina clásica, de hacer visibles las tensiones que emergieron en torno a la definición de la feminidad en la posguerra española. A pesar de su vinculación a la prensa del Movimiento, la particularidad del formato propició que la respuesta a tales tensiones fuese más plural de lo que en principio podría esperarse en el contexto de la posguerra y de la Dictadura de Franco. Con unos límites que pretendían estar bien delimitados, los recursos para establecer qué era ser mujer en la España de Franco fueron, asimismo, variados. Por un lado, se apropiaron de las nuevas concepciones en torno al sujeto falangista, ya expuestas por José Antonio en sus escritos y discursos, con particular atención a las ideas de servicio y abnegación, para efectuar un ejercicio de identificación con los arquetipos de la masculinidad falangista. El reconocimiento de la particular labor «callada» y «silenciosa» de las mujeres venía después, para romper con el excesivo y arriesgado deslizamiento hacia lo masculino que desestabilizaba la tradicional separación de ámbitos de actuación para hombres y mujeres. En la misma tensión quedaron situadas las heroínas, perseguidas y caídas durante la Guerra Civil, que investidas de rasgos típicamente viriles sirvieron para demostrar que la Sección Femenina contribuía a la forja de la Nueva España con el mismo ahínco que la Falange masculina y, por lo tanto, se justificaba en la Dictadura de Franco.
Por otro, la enumeración prolija de mujeres ejemplares del pasado en el campo de la política, del conocimiento y de la producción artística y literaria, constituyó un recurso que permitía construir genealogías de poder y autoridad femeninas dentro de un paradigma, el de la misoginia, en el que solo se reconocía el valor y la dignidad de las mujeres de forma excepcional. Ahora bien, el carácter reiterativo e insistente con el que estas mujeres, tanto relevantes como anónimas, aparecieron en casi todos los números de la revista ponía en entredicho tal excepcionalidad. Por supuesto, recurrieron a la noción de complementariedad entre hombres y mujeres, así como de la conveniencia de la armonía entre ellos. Era una idea cada vez más extendida en el primer tercio del siglo xx, de la que habían bebido también los feminismos articulados discur- sivamente en torno a la diferencia sexual. Si bien en este caso era el hogar, el matrimonio y la maternidad el destino que estaba preparado para ellas, los numerosos relatos que se publicaron en las páginas de Medina, pusieron de manifiesto que no era del todo incompatible con la educación y el trabajo remunerado, por más contradicciones que tales experiencias entrañasen.
Es innegable que el franquismo, al igual que otros regímenes fascistas, había previsto un «mundo pequeño» para las mujeres, frente al «mundo grande» de los hombres. Pero desde las páginas de estas publicaciones femeninas ellas intentaron ensancharlo en la medida de sus posibilidades y, con sus contradicciones entre esa normatividad que se prescribía como única válida y la riqueza de matices que emergían de los innumerables reportajes, entrevistas y relatos, permitieron, con toda probabilidad, que las lectoras, receptoras de esos mensajes ambivalentes, pudieran reconsiderar su lugar en ese contexto excluyente que les había tocado vivir y que muchas de ellas, además, habían contribuido a forjar.
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