José María Cardesín Díaz (dir.): Revuelta popular y violencia colectiva en la guerra de la Independencia, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2024, 346 págs.
El libro que reseñamos, coordinado por José María Cardesín, posee un objeto muy definido: el estudio de los motines que se sucedieron en la Peninsular War al inicio, sobre todo, de la rebelión contra las tropas napoleónicas de 1808. Unos motines en los que un componente distintivo fue el «arrastre» y eventual ejecución de personalidades que ostentaban responsabilidades políticas o militares y que fueron acusadas de «traición» por la multitud y eventualmente sacrificadas. La repetición de este tipo de actos (al menos 73, con unos 130 fallecidos) en los diferentes reinos de la monarquía y en Portugal, su concentración en el tiempo o su carácter predominantemente urbano invitaban a realizar un estudio monográfico que ayudara a contrastar algunas de las tesis habitualmente manejadas para explicar el desencadenamiento de la guerra de la Independencia. Todo ello justificaba el diseño de esta investigación que ha tomado la forma de un proyecto del Ministerio de Ciencia e Innovación (conocido con el acrónimo VICES), en el que sus diferentes miembros han trabajado intensamente y de forma coordinada.
El libro se estructura en cuatro grandes secciones. La primera, titulada «Las ciudades, protagonistas de la revuelta», se abre con un texto de Alejandro Román, que acomete la definición de las características principales del sistema urbano español en la época estudiada, y que señala que las ciudades donde preferentemente acaeció un linchamiento, provistas de una función administrativa y/o militar, propiciaron la «creación de un marco de tensión social» que estalló a raíz de la invasión. Carlos Sambricio efectúa una reflexión más general para plantear cómo, al hilo de las transformaciones que experimentan las ciudades europeas y españolas desde el siglo xviii, estas pasaron de ser un escenario a protagonista, y ello no solo desde la perspectiva de quienes ostentaban la fuerza, el poder, sino también, en el caso contrario, de los insurgentes urbanos en el 48 europeo o el 54 español. Jorge Ramón Ros, por su parte, se centra en la ciudad de Valencia y la interacción con un entorno agrario que las autoridades valencianas trataron de regular ante el estallido de la guerra. Un objetivo que apuntaba especialmente a aquellos grupos no residentes en Valencia, gentes propensas a la asonada y al tumulto por razones fiscales, acciones susceptibles, no obstante, de mutar en movilizaciones antinapoleónicas, aunque eso no excluye el influjo que pudieron ejercer sobre ellas personajes o familias poderosas, como los Bertrán de Lis.
El segundo bloque, «Estudios de caso», se abre con una aportación de José Antonio Piqueras, centrada también en Valencia y en la conflictividad en la ciudad y su entorno en aquellos meses, y en el que el autor procede a una escrupulosa averiguación de la identidad de los implicados, de la «multitud», especialmente huertanos y menestrales. En este contexto tendría lugar la matanza de unos cuatrocientos franceses en la ciudadela, que proporcionó el motivo para crear un tribunal de seguridad paraa recuperar el control de la situación en la ciudad y el campo circundante. La ciudad de Murcia y el asesinato del regidor perpetuo, Joaquín de Elgueta, son estudiados por María José Vilar y Davinia Albadalejo, que nos ponen en antecedentes de quién era Elgueta, asesinado el día 26 de abril a las puertas de su casa, a manos de hombres que en su mayoría provenían de la huerta. Al asesinado se le atribuía el haber entablado negociaciones con los franceses —que acababan de salir de la población— y, por tanto, de ser un «traidor». Pocas semanas después, en Cartagena, el comandante general de Marina, Francisco de Borja y Poyo, sería igualmente asesinado y arrastrado. La vecina Portugal cuenta con la aportación de María Zozaya-Montes, que toma pie en el arrastre y asesinato en el verano de 1808 de José Paulo de Carvalho, y que constata la vigencia de una cultura de la protesta —que incluye modalidades como esta del arrastre— similar en España y Portugal (la autora habla por eso de «arrastres sin fronteras»), que puso como objeto de la ira popular a determinados cargos de origen ilustrado, como los «juizes de fora» o los «magistrados regios». Esta parte se completa con un tercer estudio, a cargo de Jordi Roca Vernet, que se sale en realidad de la coyuntura de amotinamientos populares del inicio de la guerra contra el francés, para saltar a las prácticas de violencia popular provistas de un contenido político que se dieron en Barcelona en los años 1834-1835 y se condensaron bajo el término bullangas, pero que contaron con un claro precedente en los años 1822-1823 en lo relacionado con la intensa violencia anticlerical.
La tercera parte, «Estudios regionales», comprende dos trabajos, escritos respectivamente por Daniel Aquillué (Aragón) y Héctor Monterrubio (Castilla la Vieja), que contienen un repertorio suficientemente amplio de motines con el resultado de arrastre y/o muerte de autoridades, que cubren de sobra la dimensión regional de la investigación. El caso de Aragón entre marzo de 1808, año en que se tuvo noticia del motín de Aranjuez, y febrero de 1809 brinda un rico muestrario de casos en un contexto de miedo, ira, y señalamiento popular de presuntos traidores a los que se aplicó una violencia relativamente selectiva y ejemplarizante. Por lo que respecta a Castilla y León, se estudian los amotinamientos en los que se registró una mayor violencia y que terminaron en derramamiento de sangre. En uno de ellos tuvo lugar el linchamiento y arrastre en Valladolid del director de la Academia de Artillería de Segovia, Miguel de Ceballos. En total, se habrían producido en este espacio trece motines, con veintiuna personas atacadas, de las que once fallecieron.
Llegados a este punto, el director del proyecto, José María Cardesín, reaparece con un relativamente largo texto en el que reúne, ensambla y sistematiza los datos empíricos y las percepciones más relevantes aportadas por los miembros del equipo de investigación en los estudios anteriores. Y las trasciende, valiéndose de un surtido de conceptos muy pertinentes tomados de diferentes ciencias sociales, y situando el tema del proyecto en un plano novedoso y enriquecedor para la investigación histórica.
Una dimensión no secundaria de esta investigación ha consistido en la voluntad de contrastar las hipótesis de partida mediante la construcción de una base de datos y la elaboración de un sistema de información geográfica a escala peninsular. El resultado es un valioso Atlas de la violencia colectiva. Estas metodologías resultan muy bien explicadas en los tres capítulos finales del libro, que corren a cargo de Raimundo Otero Enríquez, que explica la construcción de la base de datos; de Estefanía López Salas, que trata de la cartografía digital de las ciudades, y de Samuel Fernández Ignacio (atlas temático sobre el fenómeno de los «arrastrados»).