La historia sobre las masculinidades en el franquismo, que está despegando en los últimos años, ha producido hasta la fecha escasas investigaciones monográficas, aunque estas cada vez son más numerosas. Uno de los grandes méritos del libro de Francisco Jiménez es, precisamente, abordar en profundidad la construcción de las masculinidades en la primera mitad de la dictadura, incluyendo la guerra civil. La obra, escrita con un estilo claro y preciso, analiza las virilidades concebidas, promovidas e impuestas a los hombres españoles por las principales culturas políticas del régimen —la falangista, la nacionalcatólica y la tradicionalista—. La aportación del libro va más allá, pues ofrece una visión renovada y matizada de la evolución de las masculinidades en el primer franquismo, señalando la pluralidad de identidades masculinas que convivieron en el momento. Por lo tanto, el autor se opone a la idea de que hubo una sola y principal masculinidad franquista, la del «hombre nuevo» fascista, de corte militar, que conoció su expresión más acabada durante la guerra y los primeros años de la posguerra.

La obra comienza con una innovadora propuesta del autor para clasificar las virilidades con fines analíticos, en la que se basa el propio libro de una forma convincente. Jiménez señala la importancia de distinguir entre atributos, modelos y tipos de masculinidad, siendo los dos últimos elementos en los que estriba el potencial de su planteamiento. A grandes rasgos, los modelos de masculinidad constituyen ideales concretos a los que corresponden determinados atributos, mientras que los tipos se refieren a las lógicas de poder subyacentes tras dichos modelos. El volumen indaga en dos tipos de virilidad, que Jiménez denomina masculinidad dominadora y masculinidad protectora, y que se caracterizan, respectivamente, por la agresión y el dominio, por un lado, y por el control de las necesidades básicas de las personas, por otro lado. Estos dos grandes tipos coinciden, en líneas generales, con los dos modelos de masculinidad examinados en detalle en la obra, que son la masculinidad marcial franquista, representada por la figura del monje-soldado, y la masculinidad trabajadora propugnada por el régimen.

Los dos modelos mencionados, el marcial y el trabajador, que el autor considera hegemónicos simultáneamente en el primer franquismo, se disputaron el predominio del uno sobre el otro en la relación jerárquica o vertical que los unió a lo largo de todo el periodo estudiado, a pesar de que ambos compartieron componentes tan cruciales como su existencia al servicio de la nación y la religión católica. Si el modelo castrense del monje-soldado primó durante los años de la guerra civil, el modelo del hombre productor y sustentador de los suyos se impuso a partir de los años cincuenta. Otra de las virtudes del libro es su capacidad para demostrar cómo la precedencia otorgada por el régimen a uno u otro modelo en cada momento estuvo muy influenciada por sus cambiantes intereses políticos y económicos, en conexión con la situación interior de España y las transformaciones ocurridas a nivel internacional. Así, durante la guerra civil, pero también en la posguerra —durante la cual el país se encontraba sometido a la autarquía y se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial—, el régimen promovió principalmente la masculinidad agresiva de los monjes-soldados, con sus valores militaristas y ascéticos. No obstante, de la mano del aperturismo al exterior impulsado desde finales de los años cuarenta y de otros procesos sociales acaecidos en la década siguiente, como la progresión de la sociedad de consumo, los caracteres del modelo del trabajador —y, en concreto, del empresario— ganaron vigencia en detrimento de los antiguos elementos castrenses.

En cualquier caso, lo más destacable de la comparación efectuada por Jiménez entre ambos modelos de masculinidad es, sin duda, el análisis pormenorizado de la virilidad trabajadora franquista, más desatendida por la historiografía de género. Jiménez muestra cómo el modelo del trabajador fue fomentado por las culturas políticas de la dictadura desde el inicio del conflicto bélico, aunque, al principio, este modelo fuese subordinado a la figura del combatiente. Asimismo, evidencia que el ideal del trabajador estuvo atravesado por una red compleja de relaciones jerárquicas en las que tampoco todos los productores fueron considerados iguales. Por otra parte, como el autor también prueba, el modelo del monje-soldado no fue sustituido rápidamente por el del trabajador tras el final de la contienda. Por el contrario, en la posguerra, a pesar de la desmovilización militar, la masculinidad marcial pervivió de un modo latente, permeando los discursos sobre los atributos más adecuados para los hombres españoles, debido, entre otros factores, a que el régimen todavía no había dado por finalizadas las hostilidades contra la resistencia interior.

Por último, resalta el examen llevado a cabo de la evolución de los ideales de masculinidad favorecidos por la dictadura para el ámbito doméstico, un aspecto poco abordado por la historiografía hasta el momento. En este punto, al señalar el énfasis realizado por las culturas políticas franquistas en las responsabilidades domésticas de los hombres —énfasis acentuado con el tiempo— y al mostrar la progresiva aceptación del trabajo de las mujeres como parte aceptable de su feminidad, el autor sugiere la existencia de un orden de género menos dicotómico de lo comúnmente estimado hacia el ecuador de la dictadura. Sin negar la dualidad de género y el sometimiento de las mujeres a los hombres, Jiménez apunta esta novedosa conclusión, que sería provechoso que nuevas investigaciones continuasen explorando.

En definitiva, estamos ante una obra imprescindible para conocer las transformaciones en las relaciones de género en los primeros veinte años de la dictadura franquista. El libro, que aporta innovadoras y sugerentes perspectivas, amplía y renueva el panorama de los estudios sobre las masculinidades en la época.