El profesor David Jiménez Torres tiene ya una considerable obra. Si dejamos de lado su muy destacada producción como ensayista (El mal dormir, 2022; 2017. La crisis que cambió España, 2021), novelista (Cambridge en mitad de la noche, 2018) y columnista, sus trabajos se han centrado en la historia de los intelectuales. Como es conocido, dedicó su tesis doctoral a la figura de Ramiro de Maeztu y sus años londinenses, resultado de la cual fue su muy relevante trabajo Nuestro hombre en Londres. Ramiro de Maeztu y las relaciones angloespañolas (1898-‍1936), publicado en 2020. Este nuevo libro no solo es coherente con sus investigaciones, también representa un salto cualitativo e interpretativo, tanto en relación con su propia obra como respecto el estado de los conocimientos sobre la temática abordada.

Contra lo que podría intuirse por su subtítulo, este libro no es exactamente una historia de los intelectuales. No es un trabajo que pretende superar Historias de las dos Españas, de Santos Juliá. A pesar de que aún no contemos con una obra panorámica como la que elaboró para el caso francés François Dosse, el objetivo de David Jiménez es otro: presentar una investigación de matriz filológica sobre el concepto «intelectual», sobre sus usos en España a lo largo de cerca de ciento treinta años.

En este marco, una de las principales aportaciones reside en la demostración de que en nuestro país ya se hablaba sobre la figura del intelectual bastante antes de su supuesto bautismo oficial con la publicación del J’accuse de Émile Zola a principios de 1898 (ya se sabe: durante años, la historia de los intelectuales no fue otra cosa que la historia de los intelectuales franceses). En realidad, como explica Jiménez, en paralelo a lo que sucedía con otras lenguas, fue a finales de la década de 1880 cuando empezó a normalizarse el uso de la palabra en España. Cuando esto ocurrió, casi de forma inmediata, como también se observó en otros países y otras culturas, el uso de la palabra intelectual se proyectó de la mano de los discursos contra los intelectuales. Como se explica en el libro, que en este sentido sigue unos argumentos ya apuntados en un artículo de Jiménez publicado en Historia y Política en 2020, durante los años del fin de siglo y en las primeras décadas del siglo xx nadie parecía estar cómodo con la denominación, ni siquiera Miguel de Unamuno, uno de los intelectuales por antonomasia, Azorín o Pío Baroja, en cuyas novelas los jóvenes intelectuales solían tener como características marcados déficits de virilidad. Incluso José Ortega y Gasset llegó a afirmar en 1916 que la palabra intelectual era una de las más desprestigiadas entre todas las que podían escucharse en España.

A pesar de todo ello, y a pesar también de que pareció morir en varias oportunidades en Europa y España, el intelectual no ha dejado de existir en la conversación pública. En este sentido, los discursos contrarios a los intelectuales, presentes a lo largo de todo el siglo xx, revelan la importancia de estas figuras y su capacidad de incidencia. De otra forma no podría entenderse que durante la dictadura de Primo de Rivera —«el dictador antiintelectuales», escribe Jiménez— ocuparan un lugar tan destacado, a un lado y al otro del régimen, que su papel en los años de la Segunda República fuera central, a un lado y al otro de la tradición liberal y democrática, o que a lo largo de las largas décadas del franquismo asumieran la importancia que consiguieron, tanto a la hora de construir el nuevo Estado como en la larga articulación de la alternativas al régimen fundado el 18 de julio. De hecho, hasta la Transición el rol de los intelectuales en España y el significado de la palabra intelectual fueron fundamentales: fuese desde el molde institucionista o desde una tradición reaccionaria o falangista, el debate sobre estas figuras y su incidencia en la vida pública siempre ocuparon un lugar de relevancia en los debates políticos y culturales. Incluso, como muestra La palabra ambigua —y este es otro de sus méritos—, la ampliación de la cronología más allá de la muerte de Franco y la incorporación de cuestiones capitales del período democrático —la relación con la institucionalización cultural desplegada por el PSOE, las posiciones asumidas frente a ETA, la guerra de Irak, las consecuencias de la crisis de 2008 y 15-M, entre otras cuestiones— muestran con claridad que el debate continuó ocupando un espacio muy destacado que en su esencia no se ha visto excesivamente modificado.

En muchos sentidos, aunque no aborde directamente la eterna y parcialmente irresoluble cuestión de la definición del intelectual, este libro nos ayuda a entender que, más allá de debates taxonómicos y a menudo esencialistas, lo interesante que es comprenderlos de forma dinámica a través del análisis de los usos del concepto. Unos usos, por supuesto, que no pueden entenderse separados de los contextos políticos y culturales y de la evolución de las disputas dentro de ellos. Desde este punto de vista, la apelación a la historia intelectual británica y a los planteamientos de Stefan Collini permiten a Jiménez argumentar con solidez que siempre es necesario tener en cuenta no solamente el papel de los intelectuales en sus sociedades, sino también y sobre todo los debates que se desarrollan sobre ellos dentro de ellas. Dicho de otra forma: para entender esta cuestión debemos analizar a los intelectuales en los tres sentidos que propone Collini: sociológico, subjetivo y cultural. De esta forma se explica el interesante planteamiento que articula todo el libro, la línea de continuidad que su autor encuentra en el largo periodo de la historia española que aborda: a pesar de que los intelectuales siempre son los otros y rara vez utilizan el término para referirse a sí mismos, su poder simbólico reside en su capacidad de proyectarse como tales hacia la sociedad. En este dilema se desarrolla un interesante ensayo que sitúa, otra vez, a David Jiménez Torres como uno de los referentes de nuestra historiografía en este ámbito de conocimiento.