RESUMEN

La Primera República en España (1873-‍1874) transcurrió en el ecuador de la guerra de los Diez Años en Cuba (1868-‍1878). Este artículo examina a través de fuentes militares y coloniales cómo las mujeres afrocubanas libres y esclavizadas participaron en las partidas insurrectas y contribuyeron a su fortalecimiento durante el bienio republicano. El género, así como la experiencia común del esclavismo y las prácticas de resistencia, jugaron un papel fundamental en las tácticas insurgentes, como las deserciones en masa de los campamentos militares españoles. Aunque el republicanismo en la metrópoli apostaba por la abolición de la esclavitud y la concesión de derechos políticos y civiles para los afrodescendientes libres, no se llegaron a implementar las reformas coloniales en Cuba. Las mujeres afrocubanas de las comunidades insurrectas, que se basaban en relaciones de parentesco, experimentaron el colonialismo republicano como una extensión del sistema esclavista y del racismo. Al poner el género y la raza en el centro de la guerra en Cuba y de las políticas republicanas coloniales, podemos observar una dimensión más compleja del colonialismo y los procesos revolucionarios anticoloniales en la Primera República española.

Palabras clave: Primera República española; guerra de los Diez Años; mujeres; colonialismo; esclavitud.

ABSTRACT

The First Spanish Republic (1873-‍1874) took place during the Ten Years’ War in Cuba (1868-‍1878). This paper examines through military and colonial sources how Afro-Cuban women participated in the insurgency and contributed to their strengthening during the First Spanish Republic. Gender, and a common experience of enslavement and resistance practices, played a key role in insurgent tactics such as mass desertions from Spanish military camps. Republicanism in the Spanish metropole advocated for the abolition of slavery and political and civil rights for free Afro-descendants but did not implement their reformist policies in Cuba. Afro-Cuban women participating in the insurgent communities, which were based on kinship relations, experienced republican colonialism as an extension of the slave system and racism. By focusing on gender and race in the context of the colonial war and republican policies, it is possible to observe a more complex dimension of the colonial relationship and the revolutionary (anti)colonial processes during the First Spanish Republic.

Keywords: First Spanish Republic; Ten Years’ War; women; colonialism; slavery.

Cómo citar este artículo / Citation: Andrés Bauzá, Carla (2025). Lealtades insurrectas: mujeres afrocubanas y guerra colonial en la Primera República española, 1873-‍1874. Historia y Política, 53, 131-‍162. doi: https://doi.org/10.18042/hp.53.05

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

«¿Cómo ha de haber republicano honrado que se atreva a negar para un pueblo derecho que él usó para sí?»[1]. Desde su exilio en Madrid, José Martí daba una agria bienvenida al cambio de régimen político en España: «Saludo a la República que triunfa, la saludo hoy como la maldeciré mañana». Con estas palabras resumía las expectativas de los independentistas cubanos para con los republicanos españoles. En consonancia con su visión, el clima político de la capital —preocupado por afianzar la nueva forma de Estado y reacio a grandes cambios— transmitía serias dudas sobre las decisiones que tomarían los republicanos con respecto a la guerra colonial en Cuba[2]. La Primera República, sin embargo, constituyó un espacio en el que se produjo una intensa confluencia de expectativas políticas y de experiencias revolucionarias en el imperio español, protagonizadas por distintos grupos sociales[3].

Este artículo propone una nueva perspectiva sobre el colonialismo y la guerra cubana durante el primer republicanismo español partiendo del análisis de las experiencias de las mujeres afrodescendientes libres y esclavizadas que colaboraron directa o indirectamente con las partidas insurrectas en el oriente de la isla. Para ello, dos cuestiones principales vertebran esta investigación: la relación de las autoridades republicanas con respecto a las partidas insurrectas en Cuba —que contaba con la participación de mujeres africanas y afrodescendientes—, y los posibles significados del período de la Primera República para dichas mujeres.

Entre 1868 y 1878 se desarrolló un largo conflicto guerrillero en Cuba que supuso el comienzo de un ciclo revolucionario de treinta años. En la que sería la primera guerra de independencia cubana, la participación de la población esclavizada y «libre de color» tuvo un papel clave en la lucha anticolonial y en acelerar la abolición de la esclavitud en la isla[4]. Cuatro años después del inicio de esta guerra irregular, la proclamación de la Primera República en España complejizó la relación colonial en las Antillas. En general, el republicanismo en la metrópoli se postulaba como antiesclavista y favorable a una reforma social que extendiera derechos políticos y civiles a las colonias[5]. El 20 de marzo de 1873, de hecho, se decretó la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, con indemnizaciones para los propietarios de esclavos. No obstante, la Primera República no llegaría a extender la abolición de la esclavitud a Cuba, a pesar de que se había promulgado una ley de «vientres libres» en 1870. La situación bélica, las desavenencias entre el Gobierno republicano y las autoridades coloniales cubanas, la capacidad de influencia política de la clase esclavista, y la inestabilidad política en la metrópoli, concluyeron en el abandono de las pretensiones republicanas de abolición inmediata de la esclavitud en la isla. En cambio, en el territorio del este insular tomado por los rebeldes, el autoproclamado Gobierno republicano «en Armas» había declarado la abolición de la esclavitud en 1869. Si bien un sector de los insurgentes trataba de perpetuar las relaciones esclavistas en la práctica, las expectativas generadas con la abolición de la esclavitud revolucionaron la forma en que los esclavizados y los «libres de color» se percibían a sí mismos en relación con la libertad y la ciudadanía.

La relación colonial en Cuba, intrínsecamente ligada a la esclavitud, ha sido abordada por la historiografía centrándose en cuestiones clave como la economía colonial cubana, el abolicionismo de la esclavitud, la reconfiguración imperial y el reformismo colonial, el integrismo y el movimiento obrero en la isla, y los vínculos entre la revolución en Cartagena y la guerra colonial en Cuba[6]. También destacan las investigaciones en torno a las concepciones de género en el discurso republicano y la actividad política y cultural de las mujeres metropolitanas, relegadas al margen de la política institucional[7]. Aunque la relación entre el colonialismo y el género aún debe ser estudiada en profundidad, los estereotipos atribuidos a hombres y mujeres en la época se reflejaban en el modo en que las autoridades coloniales percibían a las mujeres en Cuba a mediados del siglo xix[8]. Al mismo tiempo que la esclavitud y el racismo influían en el tratamiento desigual hacia las mujeres blancas y «de color», la historiografía más reciente ha argumentado que las africanas y afrodescendientes a menudo utilizaban las nociones de género coloniales para protegerse de la violencia colonial y/o negociar su libertad y la de sus parientes[9].

La articulación de estas contribuciones historiográficas sobre el género, las jerarquías raciales y la relación entre la Primera República y la guerra colonial constituye el marco conceptual con el que analizar fuentes de distinta naturaleza desde una metodología cualitativa. En ausencia de documentos escritos por las mujeres, los testimonios de dos corresponsales de guerra que visitaron campamentos insurrectos en Santiago de Cuba, la documentación de las prefecturas y subprefecturas de la Administración insurrecta, las políticas militares del bienio republicano y, sobre todo, los interrogatorios de los expedientes judiciales militares, ofrecen la posibilidad de acercarnos a las experiencias y las voces de las mujeres afrocubanas involucradas en las actividades insurgentes.

El uso de los interrogatorios como fuente implica que los testimonios de las mujeres fueron obtenidos y registrados en torno a la coerción, por lo que la interpretación de tales fuentes se basa en trabajos de referencia sobre experiencias y vidas subalternas que, en otros contextos de brutalidad colonial, pusieron en práctica diferentes formas de resistencia[10]. Desde esta perspectiva se indaga en la participación de las mujeres africanas y afrodescendientes en la guerra colonial durante la Primera República con un doble objetivo: introducir las variables de género y de raza en el estudio de las dinámicas de la guerra y las políticas militares de dicho contexto, y aproximarnos a las lealtades políticas de estas mujeres que, a pesar de que su subjetividad jurídica les era negada, buscaban un espacio en el que reclamar sus derechos y libertades.

II. LA PRIMERA REPÚBLICA Y LA GUERRA IRREGULAR EN CUBA: ESCLAVITUD, COLONIALISMO Y GÉNERO[Subir]

Desde el boom azucarero de principios del siglo xix, la llamada Perla de las Antillas constituía una piedra angular del colonialismo español decimonónico. Cuba se había convertido progresivamente en una de las zonas de implantación de la Segunda Esclavitud, con la expansión de la producción y exportación de azúcar a escala global[11]. La base del sistema productivo era la esclavitud, que coexistía con otras formas de trabajo asalariado y servil[12]. En las décadas de 1860 y 1870, la economía imperial dependía de la producción esclavista en Cuba y los negocios directa o indirectamente ligados a la misma[13]. El inicio del Sexenio Democrático y de la guerra de los Diez Años en octubre de 1868 constituyó un punto de inflexión en el colonialismo y la esclavitud antillana, condicionando los Gobiernos de la Primera República desde su proclamación en febrero de 1873 hasta su fin en diciembre de 1874.

A simple vista resulta difícil imaginar qué podía haber en común entre los intereses republicanos de la metrópoli y los de las mujeres afrocubanas. No obstante, la Primera República, en su etapa federal, tenía una voluntad reformista sobre la política colonial y apostaba por que las leyes de la metrópoli se aplicaran en la colonia[14]. Una de las reformas más importantes que se plantearon y debatieron estaba relacionada precisamente con uno de los objetivos de la revolución en Cuba: la abolición de la esclavitud y los derechos políticos y civiles en las colonias[15]. Aunque se decretó la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, en el caso de Cuba, la causa abolicionista debía esperar hasta que se diera por terminada la guerra[16]. Había dos frentes que amenazaban la estabilidad del nuevo orden político imperial republicano: el de los insurrectos en la región centro-oriental, y el de los integristas (partidarios de la «integridad nacional») radicados fundamentalmente en el oeste insular. En el centro de las reivindicaciones de ambos movimientos se encontraba la esclavitud, los primeros porque querían abolir este sistema y los segundos porque querían conservarlo[17]. La Primera República se encontraba en una encrucijada que había polarizado la política del Sexenio Revolucionario y que estaría en el trasfondo de la Restauración monárquica[18].

Los acontecimientos en la periferia imperial resultaron cruciales para situar la abolición inmediata de la esclavitud en el centro de la agenda política de la Sociedad Abolicionista Española, fundada el 7 de diciembre de 1864, y sus aliados republicanos[19]. La campaña por la abolición de la esclavitud en Cuba se intensificó en junio de 1873, cuando el Gobierno federalista la incluyó entre sus prioridades políticas[20]. El 28 de marzo de 1873, el capitán general de Cuba Cándido Pieltain había recibido una carta firmada por el ministro de Ultramar José Cristóbal Sorní en la que manifestaba que era de «imperiosa» necesidad la abolición de la esclavitud[21]. «Solo así, el Gobierno podrá presentarse ante las constituyentes con la autoridad y prestigio indispensables, para que sean igualmente atendidos así el derecho del esclavo, como el interés del propietario»[22]. Estos dos intereses contrapuestos, sin embargo, parecerían inviables unos meses después. El 7 de julio de 1873, el ministro de Ultramar envió a La Habana un telegrama consultando a Pieltain sobre la idoneidad de declarar libres por decreto «[a] todos los esclavos insurrectos que se presentasen con las armas»[23]. El 9 de julio, Pieltain contestó que aquello «no daría grandes resultados», pues «seria mal recibido en el país por temor que [los] esclavos busquen libertad por ese medio». No obstante, se comprometía a «conceder» la libertad a los que se «presentasen» y a «trabajar en ese sentido», refiriéndose a la voluntad de la República de abolir la esclavitud en Cuba[24].

Pieltain no era el único que consideraba problemático declarar libres a «todos» los esclavos en la isla. Cuando Emilio Castelar, uno de los fundadores de la Sociedad Abolicionista Española, asumió la presidencia de la República en setiembre de 1873 evitó referirse a la abolición de la esclavitud, principalmente por el aislamiento internacional del republicanismo español[25]. En octubre, Castelar aceptó una alianza con el partido integrista y los cuerpos de Voluntarios, vinculados a los intereses esclavistas[26]. El 3 de enero de 1874, con el golpe de estado de Pavía, la República se alejó definitivamente de su objetivo de abolir la esclavitud en Cuba. El 2 de febrero de 1874, el nuevo capitán general de Cuba Joaquín Jovellar y Soler envió un telegrama al Ministerio de Ultramar en el que informaba de que los rebeldes estaban concentrando sus fuerzas en el departamento del centro, amenazando «parar la trocha del Júcaro» e invadir el territorio de las Guásimas[27]. Jovellar no estaba seguro de poder impedirlo y advertía del impacto moral y material que la expansión insurrecta podía causar en la isla, dando «lugar á nuevos levantamientos así en las poblaciones, como en las negradas de las fincas [sic]»[28]. Para el capitán general la situación no podía ser «más grave» y comunicaba que iba a tomar «disposiciones excepcionales de todo género». Las disposiciones consistían en aumentar el alistamiento de hombres «en el país» y las compañías en todos los batallones, sacar provisionalmente nuevos cuerpos militares, y declarar «inmediatamente toda la isla en estado de sitio»[29].

El 4 de febrero de 1874 se aprobaron las propuestas del telegrama que había enviado Jovellar al ministro de Ultramar Víctor Balaguer, y el 7 de febrero se publicó el bando con las propuestas en el Diario de la Marina[30]. Con el estado de sitio, los delitos de rebelión, sedición y otros similares contra la seguridad interior de la isla y el orden público serían juzgados en consejo de guerra ordinario con penas contempladas en las ordenanzas militares del ejército[31]. Entre las propuestas aprobadas se encontraba el aumento de los contingentes del ejército colonial, la movilización de las «clases de color libres», la exigencia de reclutar el 15% de los esclavos para el servicio de campaña y la organización de un servicio de vigilancia rural para «aislar a las partidas rebeldes en los montes, cortándoles toda comunicación con las poblaciones y fincas rurales». Según las autoridades de la isla, la experiencia les había demostrado que rara vez «se lleva a efecto el ataque de una población sin que previamente se hayan puesto el enemigo de acuerdo con algunos vecinos del mismo, que perfectamente conocedores de la localidad, le guían y favorecen en su obra de incendio, saqueo y devastación». Asimismo, se dictaban reglas «sobre la conservación y defensa de poblados»[32].

El 13 de marzo de 1874 el sucesor de Jovellar, el capitán general José Gutiérrez de la Concha, remitió una memoria al Ministerio de Ultramar sobre el plan de campaña en Cuba formado en Junta de Generales convocados por el Ministerio de la Guerra para acabar con la insurrección, en la que participó el brigadier Indalecio López Donato y una comisión de ingenieros del ejército de Cuba[33]. El militar opinaba que tanto los hombres afrocubanos libres como esclavizados sentían «adhesión» y «fidelidad» a la bandera española y veía una serie de ventajas en su incorporación al ejército español[34]. Para dar más solidez a sus argumentos decía que no había habido ninguna sublevación esclava durante la contienda, a pesar de que varios expedientes militares de los primeros años de la guerra sugieren que los levantamientos y boicots de los esclavizados se percibían como una amenaza constante[35].

El plan de campaña incluía reestablecer las milicias de «pardos y morenos», así como aumentar el número de tropas «de color» en el ejército permanente a cambio de la posibilidad de ascender en los cargos militares[36]. Pero en la práctica, la población afrocubana debía ocuparse de los servicios que causaban «bajas considerables en las fuerzas de los batallones peninsulares» como camilleros, acemileros y, sobre todo, para trabajos de tala en los bosques y de construcción en las obras de fortificación. El capitán general afirmaba que la «raza de color» soportaba mejor el clima y las enfermedades del trópico en comparación con los contingentes peninsulares, pudiendo «cubrir las guarniciones más insalubres [sic]»[37].

Otro de los argumentos que esgrimía De la Concha ante el Ministerio de la Guerra era que el empleo de hombres afrodescendientes en el ejército español contribuiría a la disolución de las partidas insurrectas. Según los militares, cuando los esclavos eran reclutados por los insurrectos en las plantaciones, no se «presentaban» a las autoridades coloniales por temor a ser reesclavizados. De la Concha opinaba que la promesa de libertad y la concesión de ciertas condiciones materiales como la vestimenta y la manutención permitiría desmovilizar una parte del Ejército Libertador Cubano [ELC], incorporando a los esclavos al ejército colonial[38]. Esto ya se estaba implementando nominalmente desde la entrada en vigor de la Ley de Vientres Libres de 1870, que en su artículo 3 concedía la posibilidad de liberarse a través del servicio militar en las filas españolas[39].

Tanto la ley de 1870 como las propuestas de la Junta de Generales celebrada a principios de 1874 ofrecían pocas posibilidades reales de liberación a las mujeres esclavizadas adultas, aunque algunas pidieron cartas de libertad por haber realizado trabajos como lavar, cocinar, limpiar, curar y planchar para el ejército español[40]. La «negociación» sobre la lealtad a la nación española a cambio de la libertad interpelaba a los hombres y excluía implícitamente a las mujeres, a pesar de que también eran «agentes activos de la revolución», como señaló Valeriano Weyler refiriéndose a las familias insurrectas[41]. En la etapa republicana continuó forjándose un sentido de la libertad masculinizado, que en el contexto de la guerra colonial se entendía generalmente a través de la actividad militar combatiente protagonizada por hombres.

Ante todo, las políticas coloniales y militares del bienio republicano no representaron un cambio con respecto al Gobierno provisional (1868-‍1871) y el reinado de Amadeo I de Saboya (1871-‍1873). Para los gobernantes republicanos la permanencia de Cuba en el imperio español era prioritaria. La libertad de los esclavizados se entendía desde un punto de vista estratégico —ganar la guerra, mantener la nueva forma de estado y reorganizar el marco imperial— más allá del abolicionismo español republicano[42]. La lógica colonial-militar republicana, con las implicaciones de género y raciales que hemos señalado, fue la consolidación de la política anterior del Sexenio, que había promulgado la Ley de Vientres Libres en 1870, entre otros motivos, para dar respuesta las políticas abolicionistas en el territorio insurrecto y disputarles a los independentistas liberales-republicanos la lealtad de la población afrodescendiente[43].

Esta perspectiva nos hace pensar que las mujeres afrodescendientes que vivían la guerra desde el otro lado del Atlántico pudieron sentirse más afines al experimento político de los republicanos cubanos en la región oriental de la isla que a las políticas coloniales y pretensiones de reforma social metropolitanas. Su participación en la guerra fue a veces contingente, pero al mismo tiempo numerosas mujeres apoyaron la insurrección en aras de conseguir su libertad y la de sus parientes[44]. La presión que ejercieron los esclavizados y «libres de color» había sido, en 1869, un elemento clave para la abolición de la esclavitud en «Cuba Libre», incluyendo múltiples formas de colaboración con las partidas insurrectas[45]. No solo a través de la lucha armada y el liderazgo de hombres afrodescendientes en el ELC, sino también por la presión que las personas menos visibles en las fuentes documentales ejercieron desde abajo, reclamando derechos y libertad a la nueva administración insurrecta. El 10 de abril de 1869, la Asamblea de Representantes del Centro, el órgano legislativo del Gobierno rebelde radicado en la actual Camagüey había declarado en el artículo 24 de su Constitución a «todos los habitantes de la república […] enteramente libres»[46]. Ello sentó las bases sobre las que algunas mujeres esclavizadas se apoyaron para acudir a las prefecturas y subprefecturas creadas por el Gobierno insurgente y tratar de hacer efectivo su nuevo estatus (limitado en la práctica) de «ciudadanas libertas».

El 5 de mayo de 1869, en Guáimaro, en la misma localidad en la que se había redactado dicha constitución para el territorio insurrecto, un holguinero llamado Francisco Socarrás denunció la fuga de la «liberta» Rosa, que había sido su esclava. Según el escrito que dirigió al «c. Presidente de la República» Carlos Manuel de Céspedes, Socarrás afirmaba que la «liberta» no tenía motivos para escapar «y mucho menos para haberse presentado […] al prefecto de Sibanicú y a la corte marcial en busca de amparo»[47]. Rosa se había presentado en la prefectura para denunciar el «muy mal trato de su antiguo amo», que se había convertido en su «patrono» por la ley insurrecta. Estando embarazada, Rosa había recibido tantos golpes que le terminaron por provocar un aborto. Cuando el prefecto le preguntó si su «patrono» le había dicho «que era libre» o si «le [había leído] el decreto de abolición de la esclavitud», contestó que no, que Socarrás le había dicho que debía seguir trabajando «hasta que se acabara la revolución», «y que entonces sería libre». Rosa y las demás mujeres esclavizadas de la casa habían oído hablar sobre el decreto de abolición de la esclavitud en una conversación que había tenido la familia propietaria. Aunque estuvieron esperando a que les leyeran el decreto, esto no llegó a suceder. Después de la carta que había enviado Socarrás a Céspedes, el presidente de la República y máximo representante del poder ejecutivo autorizó la entrega de Rosa a su «patrono» a fin de continuar «prestando sus servicios». Sin embargo, desde la prefectura —la representación local de la «República en Armas»— investigaron los hechos y acordaron que la causa pasaría al «Gobierno civil» de la administración republicana[48].

Los años de 1869 y 1870 habían sido cruciales para la configuración de las bases del Gobierno revolucionario, un proceso en el que mujeres afrocubanas como Rosa negociaron in situ su estatus jurídico apelando a la legalidad y la administración rebelde[49]. El 8 de agosto de 1869, una Ley de Organización Administrativa de la «República en Armas» oficializó un sistema de prefecturas y subprefecturas, talleres, predios agrícolas, salinas y casas de posta con el que se trataba de organizar la nueva forma de Gobierno republicana en Cuba. Este sistema funcionó de forma heterogénea y, con frecuencia, ineficaz durante la guerra de los Diez Años[50]. Como puede observarse en el caso de la fuga de Rosa, podía haber discrepancias entre las prefecturas y el poder ejecutivo sobre el destino que debían darles a los nuevos «ciudadanos libertos» en el marco de la revolución. Para regular el derecho constitucional de todo habitante a ser libre en territorio insurrecto se promulgó el Reglamento de Libertos el 5 de julio de 1869. El Reglamento ofrecía «mediación» entre los «libertos» y los «patronos» (sus anteriores amos) a través de una Oficina Principal de Libertos, y permitía a los «libertos» denunciar malos tratos por parte de sus «patronos»[51]. Pero también permitía mantener los vínculos esclavistas al dar la posibilidad a los «patronos» de «alquilar» a los «libertos», y abría la puerta a que pudieran ser obligados a prestar servicios a la revolución, sobre todo para trabajar en la agricultura y el servicio doméstico[52]. Esta cuestión se reforzó mediante una circular emitida en Guáimaro el 1 de marzo de 1870 en la que se ordenaba que los exesclavos «se ocuparan sin tardanza en las faenas agrícolas, toda mujer que antes se empleaba en ellas y todo varón apto no incluido en las filas libertadoras»[53].

En la práctica el Reglamento de Libertos no fue aplicado de forma sistemática y causó indignación en parte de la población insurgente[54]. El Gobierno revolucionario terminó por emitir el 25 de diciembre de 1870 una «Circular del Ejecutivo» que cesaba el Reglamento y abolía la esclavitud en el territorio insurrecto[55]. El hecho de que algunas mujeres libertas acudieran a las prefecturas y subprefecturas para reclamar su libertad parece indicar que esta forma de gobierno paralela al Gobierno español tuvo influencia entre la población afrocubana.[56] La noticia de abolición de la esclavitud por parte del Gobierno «en Armas» viajó con rapidez entre propietarios y esclavos. Estos últimos fueron los que más presionaron para que se hicieran efectivas las leyes republicanas insurrectas «negociando» su libertad con los representantes del poder local rebelde. En el caso concreto de Rosa, aunque no sabemos si finalmente consiguió su libertad, su experiencia nos sugiere que la política abolicionista en el campo insurrecto generó expectativas y demandas de libertad e igualdad racial. Al margen de las políticas imperiales, estas mujeres se movilizaron en el marco del proyecto anticolonial.

En los años que siguieron, las afrocubanas debieron disputar los significados tangibles de su nueva condición de «ciudadanas libertas» desde los territorios insurreccionados. Este proceso de emancipación ya estaba en marcha cuando se proclamó la Primera República, y continuó gestándose «desde abajo» independientemente de que los republicanos en la metrópoli situaran el fin de la esclavitud en el centro de los discursos políticos. La subordinación de la causa abolicionista a las políticas contrainsurgentes y el uso instrumental de la «libertad» de los esclavizados a través de la participación armada de los hombres esclavos a cambio de su libertad, pudo contribuir a que las mujeres afrodescendientes en el centro-este de la isla se volcaran en mayor medida en la lucha anticolonial.

III. EN EL INTERIOR DE LA INSURGENCIA DEL ORIENTE CUBANO: MUJERES «DE COLOR» Y RETAGUARDIA[Subir]

En el período de la Primera República española, las partidas del ELC se fortalecieron. Con anterioridad, Blas de Villate, o conde de Valmaseda, había iniciado una campaña en el oriente de la isla basada en una política sistemática de «tierra quemada» y ejecuciones sumarias[57]. Esto debilitó a las partidas insurrectas, que eran numéricamente inferiores en comparación con el ejército colonial y tenían graves problemas de desabastecimiento[58]. Tras este período conocido como «Creciente Valmaseda», a partir de 1873 las partidas rebeldes se expandieron por el centro y el oriente antillano. En 1874, el teatro de la guerra se extendía desde la punta del Maisí, en el extremo oriental de la isla, hasta la trocha de Júcaro a Morón, cubriendo el territorio de Cinco Villas y rozando el próspero departamento occidental[59]. En la región oriental, que contaba con más de 1.244 leguas cuadradas de superficie cubierta de bosque (el equivalente aproximado a 21 731 quilómetros cuadrados) y en la que dos terceras partes del terreno permanecía sin cultivar, se encontraban la mayor parte de los campamentos insurrectos. Estos paisajes, inhóspitos para los peninsulares y voluntarios procedentes de La Habana, se convirtieron en el «hogar» de la insurgencia cubana[60].

En este contexto, en 1873, desembarcaron en Cuba dos corresponsales de guerra del New York Herald, James J. O’Kelly y Francis Frederick Millen, para pasar al territorio insurrecto. Tras estar varios meses en «Cuba Libre», ambos coincidieron en un aspecto que consideraban fundamental: las partidas insurrectas no estaban compuestas por «cuatro negros salvajes», sino por familias que organizaban en el día a día su supervivencia en condiciones extremadamente inciertas[61]. Desde la perspectiva del New York Herald, dichos testimonios eran una prueba de las contradicciones de los republicanos españoles, sobre todo en lo referente a la abolición de la esclavitud y la violencia colonial en Cuba. Sin embargo, las observaciones de los periodistas también revelan aspectos importantes acerca de quiénes componían las partidas insurrectas, qué funciones desempeñaban y qué podían significar estas comunidades para sus integrantes.

El 21 de febrero de 1873, diez días después de que la Primera República fuese proclamada en España, O’Kelly llegó «por fin a Cuba Libre»[62]. Había alcanzado un campamento con «pocos hombres» y una multitud de mujeres con sus hijos, «todos, excepto uno, de color»[63]. Según su testimonio:

In the depths of these woods fugitive families and disabled patriots have opened little clearings; but as every effort is made to conceal these homes of misfortune, it is next to impossible to discover them even by the aid of most skillful guides. Hid away in the most silent solitudes of those gloomy forests, little colonies of freemen, accepting rather suffering, want, danger, and death than submission to slave-masters, toil and watch and suffer, waiting for the terrible night of agony and sorrow to pass by[64].

Esta visión era muy similar a la que aportó Francis Frederick Millen, otro corresponsal del New York Herald que había llegado a Santiago de Cuba el 3 de febrero de 1873. El 13 de marzo, Millen emprendió su viaje «hacia la manigua» y esa misma noche alcanzó un campamento situado a unas tres leguas de distancia (12,54 quilómetros aproximadamente) de la capital de la región. A la mañana siguiente escribió sus observaciones:

I saw that the surrounding huts were inhabited by negroes, men and women. The poor souls were wonderfully kind to me. They moved round me in the most unsophisticated manner, evidently anxious to please and nearly ashamed of their own blackness. I responded heartily to their considerate kindness, and at once became a great favorite. The women brought me agua mona, which I drank with a relish that was really delightful[65].

Millen pasó dos meses y medio en el este de la isla visitando distintos poblados rebeldes. Un día se trasladó con un grupo a una ranchería no muy lejos del río Cauto, donde, de acuerdo con sus observaciones, se encontraban entre quince y dieciocho hombres «y más mujeres y niños»[66]. Por la edad de algunos de los niños, probablemente habían nacido y crecido en territorio ocupado por los insurrectos[67]. El corresponsal explicaba esta situación con una anécdota:

I was not a little amused at one little fellow, a negro child, about three or four years old. As soon as he saw me he got awfully frightened and commenced yelling and crying at a terrible rate. He had never before seen a man of my color, and he evidently thought that I must be some dreadful sort of wild animal, specially made to scare little boys. Between every fit of crying he would look at me frightened, wondering looks, as much as to say: ‘What a hideous-looking man! How did he come to lose his natural color and become that dirty white?[68].

Es posible que la reacción del niño tuviese que ver con la constante amenaza de sufrir un ataque por parte del ejército colonial. En esta y otra ranchería que Millen visitó vivían varias familias compuestas por mujeres y sus hijos, que en el momento en que llegaban noticias de que una columna española podía estar avanzando hacia ellas se preparaban para huir. El 22 de marzo de 1873, el reportero observó cómo en la mañana, cargadas con ollas, teteras, platos y bultos de ropa, las mujeres, niños y enfermos o heridos, fueron conducidos lentamente por una pequeña guardia de hombres armados a otro lugar en el bosque, en una zona aún más escondida del mismo. Algunos meses antes, O’Kelly había descrito un hecho parecido: al entrar en un campamento, las mujeres pensaron que a él le habían podido seguir soldados españoles y se prepararon para defenderse y huir[69].

No siempre se producía el esperado ataque por parte de las tropas españolas, pero la movilidad entre campamentos rebeldes era constante para poder sobrevivir[70]. El modus operandi de las partidas insurrectas consistía en eludir los encuentros directos con los contingentes españoles aprovechando la geografía oriental. Esperaban a que las columnas se dividieran para combatirlas cuando podían obtener alguna ventaja numérica y estratégica[71]. El armamento y las municiones de los insurrectos era escaso y solía tener una función disuasoria por su precaria capacidad destructiva[72]. En su libro Tierra del Mambí, O’Kelly narraba que «solo a pie y armado con el útil machete podría uno abrirse camino a través de esos bosques y no sin muchos trabajos y molestias; siendo casi seguro que un hombre poco conocedor de la localidad nunca llegaría a salir de tan enmarañado laberinto»[73]. El clima húmedo y lluvioso en determinados meses del año hacía casi intransitables los caminos para la infantería del ejército español. Según los oficiales militares, sus «enemigos» atravesaban «por todas partes sin dificultad los terrenos cultivados», «abriéndose paso por entre los bosques con el machete»[74].

El abastecimiento de las partidas insurrectas recaía en una compleja red de campamentos y talleres situados en puntos recónditos de las sierras y zonas boscosas o pantanosas de difícil acceso. Las formas habituales de obtener alimentos y recursos para la supervivencia de las partidas armadas y sus familias dependían, además, de un estrecho vínculo de los insurgentes con la zona de residencia. El «regionalismo» configuró el desarrollo de la guerra de guerrillas no solo en un sentido práctico, sino también a través de conocimientos, relaciones sociales y valores espirituales[75]. Una red de lealtades basadas en distintas formas de parentesco, intercambio y convivencia, además de un profundo conocimiento de la geografía local, fue clave en la supervivencia de las comunidades insurgentes. Estas contaban con varias generaciones de mujeres (abuelas, madres, tías, sobrinas y sobrinos, hijos e hijas) cuyos lazos de parentesco podían ir más allá de la consanguineidad. Algunos vínculos familiares provenían de su vida en esclavitud o de la experiencia común del racismo, lo que pudo influir en la formación de las comunidades insurgentes[76].

Asimismo, las estrategias para el mantenimiento de la vida en la manigua, así como el tejido social que conformaba las comunidades insurgentes, guardaba una significativa similitud con el cimarronaje en el mundo rural[77]. No exclusivamente por las actividades de mantenimiento y supervivencia en sí, sino también por el uso y despliegue de tácticas defensivas o guerrilleras. El objetivo de las autoridades coloniales era destruir los campamentos y aprehender a la población que los habitaba porque eran los garantes del sustento de las partidas combatientes. En 1874 el Ministerio de la Guerra era consciente de que las «bandas de insurrectos» encontraban medios de subsistencia en las raíces, plantas y frutas que cultivaban en los bosques, así como en el ganado que conducían hasta los mismos desde poblaciones relativamente cercanas[78]. Particularmente las mujeres aseguraban el sostén diario y se encargaban de curar a los heridos y enfermos[79]. Además, estaban integradas en los centros de operaciones de los hombres insurrectos y, aunque se las excluía de la toma de decisiones militares, tenían acceso y custodiaban armas y municiones.

Los posibles significados de la participación afrofemenina en las comunidades insurrectas pueden inferirse a partir de sus acciones y de las dinámicas sociales de la región. Cabe preguntarse en qué medida la colaboración de las mujeres afrodescendientes libres y no libres con el ELC podía ser una forma en la que ellas trataran de construir espacios de libertad basados en solidaridades raciales y de género. En un contexto revolucionario protagonizado por grupos sociales diferentes, se entrecruzaban (y se enfrentaban) visiones e interpretaciones divergentes de la insurrección.

El ejemplo más claro sobre esta cuestión es que en los territorios controlados por el ELC se solían reproducir las relaciones esclavistas, aun cuando se había declarado abolida la institución[80]. Un sector de los insurrectos consideraba que las mujeres libertas debían continuar trabajando forzadamente en la agricultura o en el servicio doméstico para las familias blancas favorables a la insurrección[81]. Las fuentes primarias con las que se ha documentado este fenómeno lo sitúan mayoritariamente en la zona central de la isla, siendo plausible que ello se debiera a que la esclavitud, en el siglo xix, se había asentado en esta área[82]. La transformación de una sociedad con esclavos a una sociedad basada en la esclavitud se había producido sobre todo en el oeste y el centro de la isla, intensificando el racismo ya existente[83]. Especialmente a partir de mediados de la década de 1840, la «frontera del color» se volvió más rígida como consecuencia de la represión de La Escalera (1844)[84].

En el este de Cuba, en cambio, las barreras raciales eran más permeables que en el occidente porque el modelo productivo predominante no era el de los grandes ingenios azucareros. En el oriente el campesinado blanco y la población libre «de color» tenían a menudo un nivel de vida similar, trabajaban en los mismos oficios y compartían espacios dedicados al intercambio comercial y a las actividades sociales[85]. Es posible que las características socioeconómicas del extremo oriental insular facilitaran la colaboración entre individuos de distintos orígenes sociales que conformaban una población campesina multiracial, debilitando la desigualdad racial en las partidas insurrectas que operaban en dicho territorio.

En la década de 1860, se había producido un empeoramiento de las condiciones de vida de la población rural[86]. Las dificultades para el acceso a la tierra, el aumento de la vigilancia colonial, y un nuevo régimen impositivo afectó negativamente a los pequeños propietarios, entre ellos muchos «libres de color» que iban perdiendo poder adquisitivo[87]. Asimismo, la reforma del sistema judicial iniciada en los años de 1850 había mermado la capacidad de la población de negociar derechos consuetudinarios en los tribunales locales[88]. Por otro lado, en un contexto en que los esclavos superaban numéricamente a los «libres de color», la manumisión, la principal estrategia legal de libertad, se había hecho más difícil a causa del aumento de los precios de los esclavos, sobre todo para los que tenían entre trece y cuarenta años[89]. Estas dificultades compartidas pudieron ser un aliciente para que hombres y mujeres afrodescendientes (libres o esclavos) decidieran unirse a las comunidades insurrectas[90].

Los campamentos rebeldes que visitaron los periodistas irlandeses se encontraban en Santiago de Cuba, un territorio con una población predominantemente afrodescendiente en el que habían ido cobrando fuerza las premisas de abolición e igualdad racial de la revolución. Para las mujeres afrocubanas en este territorio, el empeoramiento de las condiciones de vida y la dificultad para la manumisión pudo influir en que buscaran otras alternativas de libertad al margen de las estructuras coloniales. Tras varios años de conflicto, las posibilidades de las mujeres de liberarse de sus esclavizadores y de mejorar su posición social pudieron parecerles más viables en la órbita de la organización insurrecta.

IV. «QUE NADA SABE»: COMUNIDADES DESERTORAS Y TÁCTICAS INSURGENTES[Subir]

En marzo de 1874, el que sería nombrado capitán general de la isla en abril del mismo año, José Gutiérrez de la Concha, escribió que la guerra en Cuba no podía compararse ni con la rebelión de la India de 1857, ni con la Guerra de la Triple Alianza en el Paraguay, ni con los enfrentamientos en las «montañas» de Abisinia[91]. En su opinión, únicamente era comparable a las guerras seminolas en Florida (1816-‍1858) porque las tácticas insurgentes de los nativos americanos y los afroamericanos habían prolongado la lucha durante varias décadas, aun siendo escasos en número de combatientes y sin contar con ayuda exterior[92]. Las guerras seminolas habían costado cuantiosas pérdidas humanas y económicas para los Estados Unidos, tal y como estaba siendo el caso de la guerra cubana para España. El capitán general deducía a partir de este ejemplo que tan solo con tiempo y perseverancia sería posible destruir las partidas insurrectas en la colonia[93].

Después de haber comenzado la guerra asimétrica en Cuba, a partir de 1869, las políticas militares coloniales se enfocaron en una nueva estrategia contrainsurgente dirigida contra las familias rebeldes capturadas en los bosques, deportándolas o reubicándolas en ciudades, pueblos y haciendas fortificadas[94]. Los «pueblos fortificados», los antecedentes de los «campos de reconcentración» de la guerra del 1895-‍1898, estaban habitados por «presentados»: civiles que habiendo estado en territorio insurrecto durante un tiempo variable se dirigían a las autoridades militares en busca de «protección». Las «presentaciones» formaban parte de las estrategias militares de control de la población que, a la vez, permitía generar una retórica humanitaria a favor de la continuidad del dominio colonial. No obstante, dichas «presentaciones» se solían producir en situaciones muy complejas y por diferentes razones. Si bien a menudo los «presentados» regresaban a los territorios no-insurreccionados para sobrevivir, en ocasiones también se trataba de una estrategia para obtener información sobre los movimientos de las tropas españolas y transferir recursos a las partidas insurrectas.

Esta cuestión fue una preocupación constante para los sucesivos Gobiernos coloniales. Con anterioridad al mando de Gutiérrez de la Concha, el que había sido el primer capitán general de Cuba en la Primera República, Francisco Ceballos, había dispuesto que las poblaciones de los «pueblos de reconcentrados» fuesen reubicadas en zonas militares fortificadas porque eran un objetivo preferente de los insurrectos y debían contar con una vigilancia militarizada[95]. Al final de su mandato, en abril de 1873, fue sustituido por Cándido Pieltain, quien creía, por el contrario, que enviar a las familias a los bosques podía ser una política contrainsurgente más efectiva[96]. En primer lugar, argumentaba que las familias difundían ideas revolucionarias y mantenían el contacto con las partidas armadas desde los poblados fortificados españoles. Segundo, pensaba que si enviaban a las familias a los bosques para que se unieran a las partidas armadas, los combatientes verían reducida su movilidad y perderían ventaja militar. En tercer lugar, consideraba que las condiciones de miseria en las que vivían los civiles en la situación de guerra podían conducir a que las familias decidieran unirse a las filas rebeldes con sus parientes[97].

La actitud de Pieltain reflejaba la impresión que tenían las autoridades militares sobre el papel de los insurrectos no-combatientes en las estrategias insurgentes. Pero la necesidad de preservar el departamento occidental y La Habana ante el avance de las partidas insurrectas a finales de 1873 condujo al despliegue de una política de contención en la que se redujo la fuerza activa del ejército de operaciones de los departamentos oriental y central para desplazar un mayor número de tropas a la construcción de la trocha y al control de la agitación política en la capital habanera[98]. Esta política tuvo entre sus consecuencias un aumento de las fuerzas insurgentes en el este de la isla, y que una parte de la población «presentada» en los años anteriores optara por volver a unirse a la insurrección.

A lo largo de 1873, las deserciones de soldados españoles, civiles, trabajadores forzados en las trochas y las fugas de la población esclavizada se habían convertido en otro aspecto alarmante para las autoridades coloniales, y que incrementaba las sospechas sobre la población no-combatiente. El 26 de enero de 1874, el sucesor de Pieltain, Joaquín Jovellar, apoyado por los integristas, emitió una circular dirigida a los comandantes de división de la isla con una perspectiva matizada sobre los poblados fortificados y los presentados[99]. En cinco años de guerra se habían creado un gran número de poblados que funcionaban como hospitales y centros de racionamiento para las tropas españolas e individuos y familias «presentadas» o capturadas. Según Jovellar, estos poblados no respondían «a ningún género de conveniencia política ni militar» y constituían «centros de espionaje y de abastecimiento para las partidas insurrectas»[100]. Para solucionarlo, debían estudiar detenidamente el estado de las poblaciones y poner en conocimiento de la autoridad superior qué poblaciones debían conservarse y cuáles debían desaparecer[101].

La política de Jovellar pretendía evitar episodios como el que sucedió apenas unas semanas después de publicarse la circular, en el campamento militar español de Campechuela, en Santiago de Cuba. En la noche del 19 al 20 de febrero de 1874 «pasaron al enemigo» 93 voluntarios, contraguerrilleros y soldados del ejército colonial, así como las familias que vivían en el campamento, alcanzando como mínimo la cifra de 153 individuos[102]. Las familias salieron del campamento español en algún momento entre las 9 y las 11 de la noche, rompiendo la estacada del poblado militarizado «por la parte que daba a la playa», llevándose consigo armas, municiones y zapatos, y abriendo fuego contra los que trataban de impedir la fuga[103]. La gente que se marchaba llevaba «gallinas y otros efectos», y un testimonio «vio que salían muchas mugeres con lios de ropa en la cabeza [sic]». En cuestión de horas «no había quedado ninguna familia en el campamento», habiendo abandonado el lugar «por un boquete que habían abierto en la estacada». Caminaron toda la noche bordeando la costa hasta llegar a un campamento rebelde, cerca del río Jo. Allí permanecieron durante un tiempo y luego se dividieron, trasladándose a puntos diferentes del sureste de la isla.

Para investigar el caso se formó un expediente militar en el que se registraron las relaciones nominales de «vecinos» fugados del campamento, donde entre los «cabeza de familia» se nombraba, en su mayoría, a mujeres[104]. Aunque en el documento no aparece de forma explícita la condición social de los individuos citados (si eran blancos o afrodescendientes, libres o esclavizados), en los documentos solía añadirse el apelativo «don» o «doña» junto al nombre cuando se trataba de una persona blanca, y el calificativo «negro» como sinónimo de «esclavo»[105]. La ausencia de ambos tratamientos para casi todas las mujeres nombradas en el expediente parece indicar que formaban parte de la población rural oriental libre o semi-libre predominantemente «de color»[106].

Del expediente se desprende, asimismo, que la comunidad desertora de Campechuela provenía de localidades como Guá o Vicana, y que conocía en detalle la geografía de la zona. Aunque en la jurisdicción de Santiago de Cuba había más población esclavizada que «libre de color», la demografía de partidos como Yaribacoa, Guá, Vicana o Yara se caracterizaba por que la esclavitud estaba «próxima a la extinción»[107]. En Vicana, por ejemplo, de 2484 personas «enumeradas en su gran mayoría como mestizos», solo había 33 esclavos[108]. La demografía local de la costa santiaguera, en conjunto con las categorías sociales coloniales con las que operaba la justicia militar, nos hace pensar que un número importante de las mujeres que desertaron eran afrodescendientes libres. Además, uno de los testimonios parece confirmarlo. A los pocos días de la deserción regresó al campamento Saturnina Toro, una mujer que se había fugado con los soldados el 19 de febrero de 1874. Fue, aparentemente, la primera persona que ofreció información a los militares sobre lo que había ocurrido aquella noche. Cuando le preguntaron si los fugados iban armados y si eran «blancos o de color» dijo que la mayoría iban desarmados y «que había algunos blancos y muchos de color»[109].

Entre tres y cinco meses después de la deserción, algunas de las mujeres con sus hijos fueron capturadas por el ejército colonial, mientras que otras regresaron al amparo de un indulto a los «presentados». En los interrogatorios explicaron, con distintos matices, que entre las familias se había corrido la voz de que iban a enviar a los hombres «útiles» a España y que a las mujeres las iban a «machetear» o a «degollar». Al parecer, un rumor había sido el detonante de que más de un centenar y medio de personas hubieran decidido huir[110]. Pero al margen de la circulación del rumor, Saturnina Toro había «oído decir» que en el poblado aún quedaban «muchos amigos [de los insurrectos]» y que se irían pronto con ellos, si aun no lo habían hecho. La red insurgente parecía articularse más allá del campamento español, puesto que, con anterioridad a la deserción, no solo las personas que vivían allí, sino también individuos en Vicana, Níquero y Manzanillo, habían estado en comunicación con los rebeldes. En consecuencia, las averiguaciones sobre la fuga nocturna de Campechuela continuaron hasta 1877, dando por resultado un grueso expediente de más de quinientas páginas.

En las declaraciones de las mujeres, frases como «que todo lo ignora» o «que nada sabe», se repetían constantemente. Cuando les preguntaban por qué no se habían presentado con ellas sus maridos, hijos, hermanos o padres, también desertores, formulaban una respuesta sencilla: estaban enfermos y se presentarían en cuanto estuviesen curados. Por ejemplo, a una mujer joven de diecisiete años, María Nicolasa Núñez Aruaga, le preguntaron «por qué motivo no [habían ido] sus hermanos [a] presentarse», a lo que contestó «que [por la] noche ellos mismos [la] mandaron, [a] su madre[,] dos hermanas y un hermanito que se presentaran y que ellos lo verificarían dentro de unos días[;] que no esperaban más que acabarse de poner buenos para poder presentarse»[111].

La recurrencia de estos argumentos sugiere que, las «presentaciones» con posterioridad a la deserción podían tratarse de una táctica de supervivencia que ponían en práctica las mujeres. Parece ser que, en general, eran ellas las que tanteaban el terreno cuando se trataba de volver a territorio controlado por los españoles, y que lo hacían mediante un uso selectivo del lenguaje de género colonial. Este apelaba a un imaginario en que las mujeres debían ocupar un lugar secundario en la guerra, aparentemente «pasivo». Por ejemplo, cuando los militares las reconvenían haciendo referencia a por qué habían tardado tanto en «presentarse» si, como decían, habían huido «por temor a la muerte», o a por qué, si sus parientes varones no eran insurrectos, no se habían presentado con ellas, las mujeres insistían, como Higinia Pérez Martínez (veinticinco años), «[en que] ya había pensado antes venir á presentarse pero […] no sabia si la matarían ó no [sic]»[112].

Los testimonios parecen indicar que las mujeres interrogadas utilizaban las nociones de género decimonónicas para proteger su integridad física y la de sus parientes[113]. En el siglo xix, la construcción ideológica de la feminidad se basaba en la concepción del «ángel del hogar» y la domesticidad[114]. En el sistema esclavista cubano, las mujeres «de color» tenían una consideración social inferior con respecto a las mujeres blancas, vinculada a nociones como el «honor» y la «virtud»[115]. En el caso de las esclavas, estas debían trabajar del mismo modo que los hombres y por ley no se hacían distinciones en el trato dado a hombres y mujeres esclavizados[116]. Aun así, hacia mediados de la centuria comenzaron a integrarse ideas sobre la domesticidad y la diferencia sexual en el mundo de la esclavitud[117]. En algunos contextos como el de las demandas de libertad, o en el de los interrogatorios de un proceso criminal, este imaginario de género colonial era, en cierto modo, manipulado por las propias mujeres para tratar de favorecer sus peticiones o evitar ser descubiertas, torturadas o condenadas a prisión[118].

El hecho de poseer información subversiva podía ser considerado un acto criminal más allá del estado de guerra[119]. La manipulación de las nociones de género y los silencios con respecto a episodios de rebeldía como la deserción (el «ignorar» o «no saber nada») representa que las tácticas insurgentes tenían un carácter de género que se movilizaba en determinadas circunstancias relativas a la supervivencia y la protección de las redes insurrectas. Asimismo, es relevante señalar que la mayoría de las mujeres que se fugaron del campamento no regresó, y las que lo hicieron (voluntaria o forzosamente) estuvieron sometidas a una gran presión en los interrogatorios. Aunque no podemos asegurar que las mujeres que huyeron estaban al corriente de lo que iba a suceder la noche del 19 de febrero, es probable que tuvieran afinidades políticas compartidas y que a través de sus testimonios buscaran minimizar las posibilidades de sufrir la represión colonial.

La influencia de las redes insurgentes entre la población rural afrodescendiente no era un asunto baladí, como nos hace pensar el potencial movilizador del rumor en Campechuela. Además, la deserción en masa se produjo en un período, 1873 y 1874, en el que las partidas del ELC adquirieron ventaja militar en comparación con los años anteriores. Las partidas armadas se sostenían gracias a actividades clandestinas en las que participaban numerosas mujeres afrodescendientes desde los campamentos rebeldes o desde poblados fortificados españoles. A pesar de la ausencia de testimonios directos que revelen las distintas identificaciones políticas de las afrocubanas, se infiere a partir de la documentación militar y colonial que formaban parte de grupos insurrectos. El comportamiento social que revelan las declaraciones de las mujeres interrogadas en Campechuela sugiere que no percibían en el republicanismo español un cambio político con respecto a la etapa anterior (1868-‍1872). Parece ser que el terror a la represión colonial y las lealtades locales —moldeadas desde el inicio de la guerra por las expectativas de transformación social que comportaría la insurrección— pudieron guiar la conformación de las afinidades políticas de las afrocubanas más que los cambios políticos que se producían en la metrópoli.

V. CONCLUSIONES[Subir]

En el verano de 1874, el presidente de la «República en Armas», Salvador Cisneros Betancourt, rechazó con contundencia cualquier fórmula política procedente de la metrópoli: «No necesitamos ni su imperio ni su monarquía, ni su república, ni nada que tenga relación con España, nada absolutamente sino completa y total independencia»[120]. Durante la Primera República, ni las intenciones de reforma colonial ni las políticas bélicas se tradujeron en un aumento de las «presentaciones» o en una desmovilización generalizada de los cubanos, al contrario de lo que había sucedido en los años anteriores. En 1874 la guerra había adquirido «un carácter grave» debido a que las fuerzas «enemigas» estaban «tomando la ofensiva»[121]. Este año fue el punto álgido de los ataques insurrectos a las plantaciones y fortificaciones militares españolas, así como del control de los rebeldes sobre las zonas rurales orientales y del centro de Cuba.

La Primera República se vio envuelta en un clima de revoluciones más allá de las fronteras metropolitanas. En la guerra colonial en Cuba, la participación afrodescendiente en las partidas insurrectas se vertebró en torno a cuestiones ligadas a la esclavitud y a la emancipación. Si bien los republicanos se proclamaron favorables a abolir la esclavitud y a extender los derechos de ciudadanía a la colonia, no pudieron cumplir con las prioridades que habían establecido en 1873. Entre factores como el aislamiento internacional de la Primera República, el peso de los intereses esclavistas y la desconexión entre las decisiones políticas de Madrid y La Habana, el avance de la insurgencia en Cuba durante el bienio fue uno de los motivos principales por los que no pudieron hacer efectivas dichas prioridades[122].

Los gobernantes de la Primera República fueron conscientes de la participación de gran parte de la población «de color» en la guerra y las políticas belicistas tuvieron que ver, en parte, con disputarle a los independentistas cubanos la «lealtad» de las personas afrodescendientes. Fundamentalmente, prometiendo libertad a los esclavizados a cambio de ofrecer «servicios a la nación española» y consolidando una práctica ya institucionalizada a partir de la Ley de Vientres Libres. Estas políticas se dirigían implícitamente a buscar la lealtad política de los hombres afrocubanos desde una perspectiva masculinizada de la libertad. En este sentido, las mujeres de ascendencia africana no eran consideradas como un sujeto colectivo al que interpelar, aunque podían ser reprimidas si se les consideraba insurgentes.

Las mujeres afrodescendientes de las comunidades insurrectas del oriente cubano contribuyeron a configurar el desarrollo de la guerra colonial y a fortalecer la revolución, sobre todo gracias a sus actividades orientadas a la supervivencia de los campamentos rebeldes. Las particularidades de la región del este de Cuba sugieren que los grupos insurrectos pudieron ser espacios en los que las afrocubanas volcaron ciertas expectativas de libertad. En la retaguardia insurgente, tal vez lejos de sus antiguos propietarios o empleadores, compartían el día a día con otras mujeres de igual o diferente condición social y jurídica. Pese a la escasez de recursos, sus funciones en las comunidades insurrectas como proveedoras, cultivadoras, enfermeras o productoras de manufacturas les permitían tener cierta autonomía, construir un sentido de pertenencia y conservar vínculos familiares y sociales amenazados por el sistema de la esclavitud.

Las poblaciones rurales del este se vieron inmersas en procesos de resistencia comunitarios que se extendieron mediante redes de parentesco, que operaban clandestinamente en territorio controlado por los españoles, y que tenían más poder de influencia que las políticas coloniales del republicanismo español. El caso de Campechuela nos permite diseccionar una deserción masiva de soldados y familias, lo que evidencia la presencia de mujeres «de color» en los grupos desertores y las vertientes de género de las tácticas insurgentes. En este último caso, se observa que las mujeres hacían uso de las percepciones de género coloniales para camuflar su participación en la insurgencia y escapar de la violencia o la muerte[123]. En definitiva, sus experiencias en la guerra colonial nos permiten reconocer su agencia en los procesos revolucionarios que se dieron en la segunda mitad del siglo xix alrededor del Atlántico. Pero lo que también ponen al descubierto dichas experiencias es la compleja relación entre el colonialismo, el género y la esclavitud en la Primera República española.