«CENTINELA AVANZADO DE LA FEDERACIÓN EUROPEA». LAS EXPECTATIVAS REVOLUCIONARIAS TRANSNACIONALES EN LA PRIMERA REPÚBLICA ESPAÑOLA[1]
«Advanced sentinel of the European federation». Transnational revolutionary expectations in the Spanish First Republic
RESUMEN
Este texto tiene por objeto proponer un redimensionamiento interpretativo del establecimiento de la Primera República en España desde una mirada sensible a sus implicaciones transnacionales. Las expectativas de realización democrática de alcance supranacional que el acontecimiento suscitó entre los republicanos europeos permiten desestabilizar el estricto significado nacional del fallido proceso de consolidación de la república. Al mismo tiempo, ponen de manifiesto el horizonte de posibilidades políticas que abría el imaginario demócrata a la altura de 1873, en relación con las diferentes geografías revolucionarias elaboradas desde mediados del siglo xix en el marco de la tradición cultural republicana. A partir del análisis contextualizado de la prensa demócrata europea y española del momento, complementado con fuentes diplomáticas, se argumenta que tras la derrota francesa en la guerra franco-prusiana los republicanos interpretaron la proclamación de la Primera República como la última esperanza de la democracia en Europa. Esta lectura gozó de especial predicamento entre los republicanos de la Europa suroccidental, deudores de una larga tradición revolucionaria soberanista que, en el contexto político-cultural de 1873, alimentaba el ideal de la federación de pueblos latinos como primer paso hacia la futura realización de los Estados Unidos de Europa. Desde esta perspectiva, el triunfo y consolidación de la federación española se podía entender como un logro fundamental para la articulación de un nuevo orden europeo que contrarrestara la hegemonía monárquica y militarista de las potencias del norte.
Palabras clave: Primera República española; republicanismo; democracia; federalismo; latinismo; Europa del Sur.
ABSTRACT
This text deals with an interpretative re-dimensioning of the Spanish First Republic’s establishment from a perspective concerned with its transnational implications. The expectations of democratic realisation of supranational scope that the event aroused among European republicans allowed us to destabilise the strict national meaning of the failed process of the republic’s consolidation. At the same time, they reveal the horizon of political possibilities opened up by the democratic imaginary in 1873 concerning the different revolutionary geographies elaborated since the mid-nineteenth century within the framework of the republican cultural tradition. Based on a contextualised analysis of the European and Spanish democratic press of the time, complemented by diplomatic sources, I argue that, after the French defeat in the Franco-Prussian War, the Republicans interpreted the proclamation of the First Republic in Spain as the last hope for democracy in Europe. This interpretation was specifically popular among republicans in south-western Europe, who were indebted to a long revolutionary tradition of sovereignty which, in the political and cultural context of 1873, nurtured the ideal of the federation of Latin peoples as the first step towards the future realisation of the United States of Europe. From this perspective, the triumph and consolidation of the Spanish federation coul be seen as a fundamental achievement for a new European order that would counteract the monarchical and militarist hegemony of the northern powers.
Keywords: Spanish First Republic; republicanism; democracy; federalism; latinism; Southern Europe.
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
En febrero de 1873, la inesperada proclamación de la Primera República española introdujo nuevas perturbaciones en las agitadas aguas de la política europea del momento. Los ecos de la Comuna resonaban aún en una Europa que conjuraba sus miedos mediante un giro conservador y represivo. La derrota de la Francia republicana frente a Prusia renovaba los argumentos de quienes apelaban a la superioridad de los valores monárquicos como antídoto contra la revolución y el socialismo. En este contexto, la noticia de la revolución pacífica española fue recibida con una ambivalente mezcla de temor y entusiasmo, tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales. La opinión conservadora en general, y las cancillerías europeas en particular, observaron con recelo o con abierta hostilidad la proclamación del 11 de febrero. Por el contrario, los republicanos de todo el continente celebraron el acontecimiento con esperanza y también con cierta urgencia. En aquellas circunstancias, para el antiguo líder communard Félix Pyat no se trataba ya de «República ni de monarquía, ni aun de Francia, de España y de Italia. La causa es más grande. Va en ella la humanidad»[2]. La idea de que el 11 de febrero constituía el posible punto de partida de algo más, que desbordaba en mucho su estricta significación nacional, estaba en la mente de buena parte de los demócratas europeos del momento.
Esta manera de interpretar el advenimiento de la Primera República en España pone el foco sobre el horizonte de posibilidades políticas de alcance supranacional que su eventual consolidación abría en el imaginario de los republicanos europeos de la época. Es un planteamiento que invita a reflexionar acerca de las posibles articulaciones entre las dinámicas políticas particulares y las narrativas generales que construyen su significado histórico en un contexto concreto, tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales, así como sobre las condiciones de elaboración imaginativa de las geografías revolucionarias en el marco de la tradición cultural republicana. Este enfoque, que considera el establecimiento de la república en España como la expresión particular de un fenómeno más amplio, progresivo y de apelación potencialmente europea —cuando no universal—, induce a ensayar un redimensionamiento interpretativo del proceso desde una mirada sensible a su vertiente transnacional[3]. A la luz de esta propuesta, el objetivo de este texto es abordar cómo pudieron operar las expectativas abiertas por ese imaginario en la dinámica política de la etapa federal de la Primera República y en la revolución cantonal del verano de 1873. Con ello, pretendo aportar nuevos elementos que permitan avanzar en la comprensión de la experiencia republicana desde una perspectiva que ha sido escasamente aplicada al estudio del republicanismo español.
El planteamiento propuesto tiene como punto de partida los diversos trabajos que, al menos en el ámbito euroamericano, han abordado el estudio de las culturas revolucionarias del siglo xix en clave transnacional y que, desde distintas perspectivas analíticas, han puesto de relieve las múltiples conexiones que desestabilizan el estricto significado nacional de los procesos particulares[4]. Si bien los especialistas han tendido a centrar su atención en el contexto atlántico de la llamada Era de las Revoluciones, algunos autores han dirigido su mirada hacia el mundo mediterráneo, crucial para dimensionar el caso español, subrayando las aportaciones particulares de los países de la Europa meridional a las culturas revolucionarias y democráticas[5]. Para lo que aquí interesa, destacan los trabajos que consideran la interconexión a distintos niveles de los movimientos demócratas en el marco de un universo cultural común de alcance europeo, con especial énfasis en el ámbito de la Europa suroccidental[6]. Sin embargo, como ha señalado Florencia Peyrou[7], los estudios son todavía insuficientes y, además, tienden a concentrarse en las décadas centrales del siglo.
Esta observación es especialmente pertinente en el caso de la historiografía española sobre el republicanismo en general y sobre la Primera República en particular. Los trabajos clásicos de Clara Lida o María Victoria López-Cordón mostraron la implicación del republicanismo español en las tramas conspirativas y en el ambiente político-cultural de la democracia europea en los años previos a la Revolución Gloriosa y en el Sexenio Democrático[8]. Más recientemente, autores como Florencia Peyrou o Juan Luis Simal han abordado la aportación española a la formación de una cultura política democrática transnacional en la Europa de mediados del siglo xix[9]. Sin embargo, apenas se ha tenido en cuenta esa dimensión transnacional de la democracia a la hora de analizar la Primera República y la revolución cantonal. El reciente estudio de Jeanne Moisand sobre el cantón de Cartagena, desde un enfoque social, supone una aportación significativa en este sentido[10].
En general, el desarrollo de la etapa federal de la Primera República se ha tendido a explicar en clave política interna, con particular énfasis en las rupturas y las contradicciones que atravesaron al Partido Republicano Democrático Federal[11]. Esta última clave explicativa adquiere especial relevancia en relación con la revolución cantonal, interpretada de manera predominante como una lucha de élites en el seno del partido. A falta de una síntesis actualizada, algunos trabajos han propuesto visiones más contextualizadas y matizadas[12], aunque otros monográficos recientes perpetúan la imagen del cantonalismo como una revuelta antigubernamental de diputados intransigentes guiados por la impaciencia, el oportunismo o la ambición personal[13]. Este tipo de interpretaciones circunscriben la revolución cantonal a lo anecdótico y lo extravagante, oscureciendo su significación y su alcance como proyecto político, en la medida en que quedan totalmente desdibujados los contextos y las tradiciones políticas que hicieron posible pensar en la solución cantonal como una opción necesaria y viable para consolidar la República Federal. Además, no explican de manera convincente la mezcla de anhelo y miedo que está en la base de la extraordinaria urgencia y de la acusada sensación de peligro que alimentaron el cantonalismo.
El análisis que aquí se propone parte de la premisa de que una mirada más atenta a estas cuestiones, sensible a su dimensión transnacional, permite repensar la dinámica política que llevó a la ruptura revolucionaria del verano de 1873. En concreto, la atención por las expectativas de avance democrático que la proclamación de la república española despertó entre los republicanos europeos ayuda a entender la amplitud de posibilidades políticas que se barajaron en ese contexto. Esta perspectiva suscita interrogantes en torno al significado específico que podían otorgar a la revolución cantonal tanto sus agitadores como los observadores externos en el contexto político-cultural del momento, así como sobre las expectativas revolucionarias compartidas y las posibilidades de acción interconectadas que abría su inserción en una geografía revolucionaria imaginada en clave supranacional. A partir del análisis contextualizado de la prensa demócrata europea y española del momento, complementado con fuentes diplomáticas portuguesas y francesas, se argumenta que los agitadores del cantonalismo entendieron el movimiento y las posibilidades de realización supranacional que abría como la última esperanza de la democracia en Europa en clave latina.
II. LOS ROSTROS DE LA FRATERNIDAD UNIVERSAL[Subir]
La interpretación de la Primera República española como un fenómeno de significación supranacional remite a una tradición política de largo recorrido que hunde sus raíces en las primeras experiencias revolucionarias de la contemporaneidad. Desde las revoluciones americana y francesa, como señaló Hanna Arendt, la revolución se habría caracterizado en el mundo occidental por la construcción simbólica de los conflictos insurreccionales particulares como impulsos del progreso humano, es decir, por la explícita identificación de las causas singulares con la causa de toda la humanidad[14]. Así visto, en palabras de Jürgen Osterhammel, la revolución en época contemporánea se dibuja, al menos en el contexto euroamericano, como «un acontecimiento local que pretende un efecto universal»[15].
El momento fundacional francés transformó la imaginación política europea e inspiró a las generaciones revolucionarias posteriores, dispuestas desde la Restauración dinástica de 1815 a completar la obra revolucionaria. Tanto si se entendía como esperanza o como amenaza, la revolución fue un elemento clave en las dinámicas políticas europeas del siglo xix que no se pensó como un fenómeno particular o aislado, a pesar del auge de la nación como espacio hegemónico de la acción política. Si bien los procesos revolucionarios concretos se enmarcaban en el conflicto inherente a la construcción de los respectivos Estados nacionales, el contagio, la emulación y la solidaridad revolucionaria —tejida a través de múltiples conexiones propiciadas por la circulación de la propaganda, el contacto entre exiliados o la pertenencia a sociedades secretas— levantaron un «verdadero espíritu internacional» capaz de articular esfuerzos insurreccionales y conspirativos notables[16]. Es de señalar que la colaboración y el estímulo mutuo más allá de las fronteras nacionales no fueron prácticas exclusivas de los revolucionarios, ya que las culturas contrarrevolucionarias tampoco fueron ajenas a este tipo de solidaridad[17].
Con todo, el contenido y alcance de esa revolución a la que se apelaba no eran obvios ni permanecieron indiscutidos. Precisamente, la experiencia de la revolución en el primer tercio del siglo llevó a una reformulación en clave conservadora del liberalismo, que cerró filas en torno al modelo doctrinario de la monarquía constitucional. El consenso que este modelo alcanzó en el mundo liberal de orden se observa en la resolución política de la oleada revolucionaria de 1830, no solo en torno a la Monarquía de Julio francesa, sino en el diseño de las cartas y constituciones europeas de esa década. Más aún, en el marco del giro conservador que siguió a las revoluciones de 1848, buena parte de las monarquías europeas mostraron su capacidad de liderar desde arriba los diferentes procesos de reforma política, lo que llevó a la consolidación de la opción monárquica constitucional como sistema preferido por los liberalismos de orden para gestionar las sociedades postrevolucionarias[18]. Frente a esta deriva elitista del liberalismo, fueron las culturas radicales —demócratas y republicanos— las que conservaron y proyectaron hacia la segunda mitad del siglo xix los anhelos universalistas, democratizantes y emancipadores de raíz ilustrada que caracterizaron al espíritu revolucionario de finales del xviii.
Si bien los demócratas europeos de las décadas centrales del siglo se mostraron críticos con el modelo revolucionario francés, que trataron de superar, también veneraron su legado simbólico y asumieron la defensa de los principios universales de igualdad, libertad y fraternidad[19]. Quizás el caso más significativo de esa tensión entre continuidad y ruptura con la anterior generación revolucionaria, por la enorme influencia que ejerció en el pensamiento demócrata y republicano global entre las décadas de 1830 y 1870, sea el de Giuseppe Mazzini, quien defendió en 1835 el auge de una nueva era «destinata a organizare un’Europa di popoli liberi, independenti quanto alla loro missione eterna, associati fra loro a un intento comune, sotto la divisa libertà, eguaglianza, umanità»[20]. La independencia nacional se conjugaba con la fraternidad universal para levantar un mundo nuevo que desafiaba el orden europeo, organizado en torno al consenso monárquico doctrinario desde 1830. Con el paisaje de fondo de la reiterada frustración de expectativas revolucionarias, muchos demócratas europeos llegaron a la conclusión de que la libertad era totalmente incompatible con la monarquía y se decidieron por el republicanismo. Este giro republicano de la democracia alcanzó una particular entidad en aquellos países de la Europa suroccidental donde existía una destacable tradición revolucionaria soberanista, como Francia, Portugal, España o algunos Estados italianos. A diferencia de otras regiones europeas, había arraigado aquí una concepción de la soberanía que supeditaba la corona a la voluntad nacional y que legitimaba, en determinados casos, la expresión de esa voluntad por medios insurreccionales. En estos países, frente al consenso monárquico que dejaba la iniciativa reformista en manos de la corona, el republicanismo cristalizó en opciones políticas concretas con alta apelación popular[21]. Además, la publicación de la influyente Démocratie en Amérique (1835) de Alexis de Tocqueville proporcionó nuevos elementos de reflexión en torno a una manera de entender la democracia, republicana y federal, que se alejaba del modelo jacobino[22]. Al hilo del debate, demócratas y republicanos fueron construyendo el significado de la revolución en torno a una particular narrativa de modernidad demócrata que no solo proporcionaba claves de lectura para interpretar el devenir político global, sino que también inspiraba actitudes, iniciativas, proyectos y prácticas revolucionarias compartidas.
Es cierto que la heterogeneidad de lo que Mazzini denominó la democracia europea era considerable en cuestiones como la arquitectura institucional o los aspectos económicos y sociales, pero la elaboración de una visión del mundo compartida otorgó cohesión a las distintas aspiraciones demócratas. Las expectativas revolucionarias se fueron articulando en torno a una narrativa teleológica en la que la democracia, entendida como corolario ineludible de la ley del progreso, se encaminaba de manera inexorable hacia su providencial triunfo frente a la tiranía; una vez superada la violencia inherente al principio de autoridad que regía el viejo mundo monárquico, el triunfo de la libertad republicana abriría hipotéticamente un nuevo tiempo de paz, orden y armonía entre los pueblos, procurando el progreso sostenido de la humanidad[23]. En las décadas centrales del siglo, la perspectiva de una futura —e inminente— unión fraternal de las naciones mantuvo vivo el mito revolucionario de la república universal, magistralmente recreado al hilo de las revoluciones europeas de 1848 por Fréderic Sorrieu en su conocida litografía Le Pacte (1850). Este relato, ampliamente compartido por los republicanos europeos del momento, no solo fijaba el propósito confraternal de las aspiraciones demócratas y otorgaba significado a los procesos revolucionarios, imagi- nados como expresiones particulares de la secular lucha entre los principios opuestos de libertad y tiranía. También proporcionaba un marco simbólico que permitía insertar los conflictos inherentes a cualquier proceso de construcción nacional en una lógica interpretativa más amplia, pensada como avance hacia un superior destino de alcance universal dictado por las leyes del progreso, de la historia y de la ciencia.
En el marco de este universo político-cultural compartido, el hipotético conocimiento anticipado de lo que había de venir dio cuerpo a diferentes proyectos de integración progresiva en clave republicana y federal, llamados a hacer realidad ese avance de los pueblos hacia su unidad fraternal. A la hora de imaginar el camino que llevaría de la emancipación nacional a la república universal, los demócratas pensaron que la tendencia a la unidad de los pueblos se resolvería mediante la consolidación de una serie de federaciones regionales de repúblicas que propiciarían otras más amplias sucesivamente. En esto, las nociones de civilización y de raza intervinieron de manera decisiva en la operación de imaginar las diferentes geografías demócratas, en la medida en que se entendió que los pueblos se unirían guiados naturalmente por afinidades culturales, históricas, étnicas o geográficas. Los movimientos que buscaban la agrupación de distintos países europeos sobre esas bases —germanos, eslavos, teutones, latinos, ibéricos— no eran nuevos ni tampoco patrimonio exclusivo de los demócratas —ni siquiera la idea federal lo era—, pero estos defendieron una inequívoca solución republicana y federal como manera armónica de progresar hacia la unidad. Como destino superior, y siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos de América, esa fraternidad universal a la que se aspiraba adoptó la fisionomía concreta de los Estados Unidos de Europa, horizonte de expectativa que cohesionaba los esfuerzos propagandísticos y revolucionarios de los demócratas europeos en las décadas centrales del siglo[24].
Siguiendo la lógica de los pactos por afinidad, los países de la Europa meridional hicieron sus propias aportaciones al mapa ideal de las geografías demócratas. En el caso de los países ibéricos, España y Portugal, la senda hacia ese superior destino que era la unidad europea venía trazada por su ubicación geográfica y cultural en el mapa del continente. Desde mediados del siglo xix, la lectura en clave federal de las aspiraciones iberistas formaba parte de la cultura política de los republicanos españoles y portugueses, quienes, con matices, atribuían la división peninsular y la consiguiente decadencia de ambas naciones a la ambición de las monarquías. Pensadores como Emilio Castelar, Fernando Garrido, Antero de Quental o Sebastião Magalhães Lima dibujaron la federación de repúblicas ibéricas como un proyecto regenerador que no solo obedecía a criterios geográficos, históricos o raciales, sino también a un deseo fraternal que impulsaría la unidad de los pueblos de Europa[25]. En ese mismo contexto, la incorporación de la noción de raza latina al imaginario de los republicanos europeos introdujo una nueva posibilidad de realización demócrata desde el sur que iba más allá de los países ibéricos, pero que también les concernía.
La idea de que existía algo como la raza latina, entendida fundamentalmente en términos civilizatorios, se basaba en la presunción de que los países de la Europa meridional —Francia, Italia, Portugal, España— compartían un patrimonio cultural e idiosincrásico derivado de su común pasado romano. En el marco de este imaginario, la raza latina se distinguía por su superioridad cultural y conquistadora, en la medida en que había acunado la civilización europea y la había extendido a los bárbaros pueblos del norte. A mediados del siglo xix se consideraba que, a diferencia de las racionales, individualistas y protestantes razas germana o anglosajona, los pueblos de raza latina se caracterizaban por su catolicismo, su tendencia al pensamiento social y su talante imaginativo y pasional. El auge del latinismo entre los republicanos fue notable desde la década de los cincuenta del siglo xix, proyectado además hacia la unidad de los pueblos latinos europeos y las repúblicas latinoamericanas, si bien tomó nuevos vuelos al hilo de la derrota francesa ante Prusia en 1870. En este contexto, no es casualidad que el ideal de la democracia latina emergiese con fuerza extraordinaria entre las culturas republicanas de la Europa suroccidental, deudoras como ya se ha apuntado de una arraigada tradición revolucionaria soberanista. Destacados republicanos como Emilio Castelar, Giuseppe Mazzini o Antero de Quental fueron notables defensores de la federación de pueblos latinos. Desde esta perspectiva intelectual, las clásicas aspiraciones iberistas podían cargarse de nuevo significado y ser entendidas como un primer paso hacia la federación democrática de los pueblos de raza latina, impulsora a su vez de la realización democrática en toda Europa[26].
Para completar el panorama de esta cultura política democrática transnacional[27] que se viene comentando, cabe destacar que esta manera de imaginar la construcción efectiva de la democracia, a partir de la inevitable federación por afinidad de diferentes repúblicas, dibujaba un compromiso político en torno al ideal demócrata que desbordaba los límites nacionales. Fueron muchas las iniciativas que, con fines propagandísticos y/o revolucionarios, reunieron a representantes de la democracia de distintas procedencias, desde la participación en organizaciones como la Giovine Europa (1834), el Comité Central Democrático Europeo (1850) o el Centro Democrático Ibérico en el París del II Imperio, formado por exiliados portugueses y españoles, hasta la implicación en conflictos armados fuera de las propias fronteras, como la formación de la Legión Ibérica en 1857 con el fin de apoyar al ejército garibaldino en Italia[28]. En los años previos a la proclamación de la Primera República en España, destaca la constitución de la Liga para la Paz y la Libertad (1867) tras la celebración de un congreso en Ginebra, presidido honoríficamente por Mazzini y Garibaldi, así como la fundación del semanario Les États-Unis d’Europe, que fue su órgano de expresión. En su segundo congreso, celebrado en 1868 y presidido por Victor Hugo, se confirmó la fórmula de los Estados Unidos de Europa, ya adoptada en la primera reunión, como aspiración común de los demócratas europeos. Para alcanzarla, se fijó como objetivo de cada uno de los delegados de los diferentes países el establecimiento de regímenes democráticos y republicanos, entendiendo que solo la caída de los tronos podía procurar la unidad europea en paz y libertad. Por su parte, la solidaridad entre revolucionarios latinos quedó patente en la inciativa de Garibadi de capitanear un cuerpo de voluntarios italianos, portugueses y españoles que intervino a favor de Francia en la guerra franco-prusiana en 1870[29]. En ese tiempo, Mazzini aún impulsaba en Italia, poco antes de su muerte, la formación de una Alianza Republicana Universal[30].
Las expectativas —y temores— que levantó la inesperada proclamación de la Primera República en España, tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales, deben entenderse en el marco de este universo político-cultural, plenamente vigente entre las generaciones revolucionarias que habían crecido al calor del mito de la fraternidad universal. El significado que los republicanos españoles y europeos otorgaron a lo que estaba pasando en España tras la proclamación del 11 de febrero de 1873 iba mucho más allá de un conflicto particular en torno a la construcción del Estado nacional. Más bien, la interpretación del agitado periodo que se desarrolló entre la primavera y el verano de 1873 respondía a las posibilidades de realización democrática que abría el imaginario elaborado por los republicanos en las décadas previas. En las páginas que siguen, analizaré la dinámica política de la Primera República y de la escalada cantonal a la luz de este imaginario, prestando particular atención al significado específico que se le otorgó en el contexto europeo de 1873 y a las posibilidades de acción que abría el horizonte ibérico, latino y europeo.
III. LA ESPERANZA DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA[Subir]
Todo el universo cultural que había alimentado las aspiraciones, proyectos e iniciativas políticas transnacionales de los republicanos europeos en el tercio central del siglo sufrió un duro golpe en 1870. El ideal de la unidad parecía progresar, pero se resistía a discurrir por los caminos esperados: Italia cerró su unificación en torno a la monarquía de los Saboya y la unidad alemana se resolvió mediante una federación monárquica bajo la hegemonía de la Prusia imperial. La proclamación de Amadeo de Saboya como rey de España frustraba las esperanzas de una resolución en clave republicana a la Revolución Gloriosa. El golpe del mariscal Saldanha en Portugal alentó fugazmente las expectativas de la unidad ibérica entre los republicanos españoles, pero pronto se desvanecieron. Sobre todo ello, la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana hizo palidecer el ideal de una Europa unida, fraternal y pacífica. En ese contexto, se hizo patente la pujanza de un nuevo orden regido por el imperialismo y la fuerza, bajo la hegemonía de las potencias del norte[31].
Las interpretaciones de la contienda, por un lado y por otro, iban mucho más allá del simple enfrentamiento entre dos países y se elevaban a la región de los principios. Tras la proclamación de la III República francesa al hilo de la derrota de Sedán, en septiembre de 1870, Bismarck planteó el enfrentamiento bélico como una lucha del principio monárquico-conservador contra el principio republicano-socialista, alertando de la vinculación del Gobierno de París con la propaganda revolucionaria de toda Europa. Aún no había terminado la guerra cuando inició contactos con el fin de alcanzar una «estrecha alianza entre las monarquías conservadoras contra las agitaciones republicano-socialistas». Todas las alertas se dispararon con la Comuna de París y, en medio del cierre conservador que le siguió en toda Europa, la maniobra culminó en 1873 con el llamado acuerdo de los tres emperadores —Alemania, Austria, Rusia— para hacer frente a la amenaza[32]. Por otra parte, según sus propias premisas, los republicanos europeos atribuyeron la ruptura bélica a las ambiciones monárquicas, lo que les reafirmó en su idea de que la paz solo era posible bajo unos Estados Unidos de Europa republicanos y federalmente constituidos. Desde la proclamación de la III República, entendieron la contienda como una lucha de la democracia contra el despotismo, si bien la intervención del imaginario latinista desempeñó un papel crucial en la construcción, desde la Europa meridional, del significado de la guerra y del nuevo orden que esta dibujaba[33].
Para entender el alcance del discurso latinista en este contexto, vale la pena referir un artículo dedicado a «El pacto de los pueblos latinos» en La Igualdad. Tras alertar sobre el peligro que supondría para la «sagrada raza» latina el triunfo prusiano, ya que esta vería «coartada su libertad y ahogada su civilizacion por la bárbara imposición de un pueblo de soldados», propone la solución: «Una confederación republicana de la raza latina constituiría un valladar insuperable, donde vendrían á estrellarse toda la diplomacia y la fuerza del presunto emperador de Alemania [...] y seria la base y el principio de los Estados-Unidos de la Europa, que rivalizaria con América en la grandeza moral y en los adelantos de la ciencia y de la industria»[34]. Las propuestas en este sentido crecieron como la espuma. El apogeo de las monarquías del norte se vivió como una amenaza y, en este contexto, el ideal de la democracia latina adquirió un peso enorme en los discursos y argumentos de los demócratas de la Europa meridional. Pasando de la defensa al ataque, los republicanos franceses, españoles, portugueses o italianos invocaron la federación de los pueblos latinos como medio para hacer frente al despotismo del norte y lograr, finalmente, la necesaria unidad europea que haría posible construir el orden y la armonía sobre bases democráticas[35].
Proclamada la III República, todos los ojos republicanos se volvieron hacia Francia. Sin embargo, el episodio de la Comuna y la actuación represiva del Gobierno de Versalles encabezado por Adolphe Thiers sembró la desconfianza hacia la capacidad de Francia, el más fuerte de los países latinos, de liderar ese movimiento. Para José María Orense, «París y la Francia no pueden recuperar su verdadero esplendor, sino siendo la cabeza de la gran República latina primero, y de los Estados-Unidos de la Europa después», pero para eso hacía falta que «las palabras libertad y república sean una verdad en vez de ser un engaño como han sido hasta aquí»[36]. En este contexto, entre el temor a la pujanza de las potencias monárquicas del norte, la sensación de amenaza a los pueblos latinos y la decepción respecto al incierto desarrollo de la Francia republicana, se entiende que la proclamación de la Primera República fuera leída por buena parte de los republicanos, tanto españoles como europeos, como la gran esperanza de la democracia en Europa.
Este estado de ánimo es muy visible en los mensajes de multitud de organizaciones y de comités republicanos que expresaron su apoyo al nuevo régimen, invocando las posibilidades de realización democrática en clave supranacional que se abrían tras el 11 de febrero. En las páginas de Les États-Unis d’Europe se saludaba a la república española como primer paso hacia los Estados Unidos de Europa y se planteaba la inminencia del pacto ibérico, previendo «le jour où le Portugal, voyant l’ordre établi en Espagne, cessera de former un Etat séparé et demandera à entrer, lui aussi, avec son autonomie, dans la fédération ibérique»[37]. La idea de que la república española impulsaría la federación de los pueblos latinos estaba presente en multitud de comunicaciones, como en la felicitación del Conseil d’Arrondissement de Lyon, en la que auguraban que «los demás pueblos de la raza latina […] se unirán á vosotros y al pueblo francés para echar los cimientos de la gran confederación republicana de los Estados-Unidos de Europa»[38]. En La Tribune Républicaine de Marsella se recreaba la idea de que la república triunfaría porque era ley de la historia: «se impone hoy a la Europa latina, como se impondrá mañana á la Europa anglo-germánica»[39]. El propio Garibaldi se preguntaba «Que fera l’Italie? — Voilà ce que le monde entier va se demander après la proclamation de la République en Espagne, et il faut le confesser, bien qu’avec chagrin, notre peuple est en arrière de ses frères latins»[40].
Por su parte, las nuevas autoridades federales en España eran plenamente conscientes de las expectativas que levantaba el nuevo régimen, tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales, así como de sus implicaciones en el panorama europeo del momento. El mito de la Federal se encontraba en todo su apogeo, con su sistema de libertades absolutas y su tradición inmediatista, con su narrativa de dignificación humana y su dimensión social de apelación universal, con sus aspiraciones de realización ibérica, latina y europea[41]. Por esta razón, el nuevo ministro de Estado, Emilio Castelar, se vio en la tesitura de dirigir al cuerpo diplomático una circular en la que aseguraba que «no conspiraremos jamás contra la autonomía, contra la independencia de los otros pueblos […] nuestra república no será una manzana de la discordia arrojada en el seno de Europa. Estos cambios y transformaciones son completamente interiores y ninguna relacion tienen, ninguna, con los diversos problemas politicos e internacionales planteados hoy en el mundo»[42]. No pudo evitar Castelar que, en el marco de la tradición político-cultural demócrata que se había ido construyendo en las décadas previas, los periódicos republicanos españoles difundiesen un significado bien distinto de la nueva etapa política que se inauguraba.
En aquellos días eufóricos de febrero, La Discusión proclamaba que «pronto sabrán todos […] la grande obra que hemos realizado; y la más grande que tenemos que realizar intimando nuestras relaciones fraternales con las Repúblicas americanas, […] con la Europa entera, á la cual prepara el camino de la federación, por medio de la federación de los pueblos latinos»[43]. La misión de España en este contexto era desarrollada por La Igualdad, quien consideraba que «la trasformacion presente nos ha convertido en el pueblo más libre de Europa y más apto para inaugurar esa edad de oro que ha de venir en pos del término de las violencias políticas y de la solución de las cuestiones sociales». Tras desgranar el programa de la revolución, llamaba a «un pacto de fraternidad con los pueblos de raza latina que luchan en Europa contra los reyes» y anunciaba los esperados efectos de una resolución institucional de la nueva república en sentido federal:
Continuemos como hemos empezado, y la federación perfeccionará la República, y esta incomparable epopeya de la democracia despertará á los pueblos, y mañana arrastrarán hasta el mar pedazos de dos tronos las aguas del Tajo y la rápida corriente del sombrío Tíber: huirán espantadas á sus antros las momias de 1814, que pretenden en Francia galvanizar el derecho divino y unidos para siempre en el pacto latino los pueblos de Occidente, tenderemos los brazos á nuestros hermanos de América, para formar una sola familia que realice para siempre la misión encomendada á nuestra raza y escrita con este lema imperecedero en la enseña de la República: ¡Libertad, igualdad, fraternidad![44]
La idea de que el triunfo y consolidación de la federación española supondría un logro fundamental para la articulación de un nuevo orden europeo en clave latina, capaz de contrarrestar la hegemonía de las potencias del norte, emerge por todas partes en este momento. Sin embargo, el inicial optimismo pronto se desvaneció ante la magnitud de los retos a los que tuvieron que hacer frente los primeros Gobiernos de la república, encabezados por los federales. La decisión de la Asamblea Nacional, dominada por los radicales, de dejar a unas Cortes Constituyentes el diseño del nuevo régimen aplazó por un tiempo prolongado la hipotética resolución efectiva de la república en sentido federal. La medida introdujo una buena dosis de incertidumbre en el proceso e incomodó al sector que se reconocía como intransigente, que esperaba una inmediata proclamación de la Federal desde los municipios. En principio, a pesar del malestar, se mantuvieron a la expectativa del desarrollo de los acontecimientos. Por su parte, los redactores de Les États-Unis d’Europe celebraron la convocatoria de las Cortes Constituyentes. Lejos de parecerles un impedimento, consideraban que este aspecto marcaba la diferencia con la decepcionante situación en Francia: «Point d’usurpation, ouverte ou déguisée, point de luttes, point d’injures, point de disputes misérables, point de finesses, point de bysanthinisme. En tout Madrid est en contraste avec Versailles»[45]. No quedaba sino esperar a la constitucionalización de la república, procedimiento que desconcertaba a los intransigentes, ya que contravenía toda lógica federal.
Con todo, la expectación dio pronto paso a una sensación de urgencia y de peligro que crecía al ritmo de los acontecimientos. Los intentos de golpe de Estado empezaron en el mismo mes de febrero, si bien el más importante fue el que tuvo lugar el 23 de abril, en el que estaban implicados desde el general Serrano hasta los socios radicales del Gobierno de Estanislao Figueras. Los rumores acerca de la preparación de un golpe alfonsino o de una maniobra militar a favor de una república unitaria fueron constantes y no carecieron de fundamento. Estaban tan extendidos que Pi y Margall lo mencionó en las Cortes a finales de junio. Por esas mismas fechas, el embajador francés Bouillé informaba al ministro Rémusat de una conspiración en la que estaban involucrados desde isabelinos hasta radicales para proclamar una república unitaria presidida por Serrano. Según sus informaciones, contaban con el apoyo financiero de bancas importantes como la de Castro o Salamanca[46]. Parecidas noticias, esta vez referidas a Caballero de Rodas, aparecieron en la prensa a principios de julio[47].
A estos peligros domésticos había que sumar otros que provenían del exterior y que incrementaban la inquietud. La alianza de los tres emperadores contra la amenaza revolucionaria y la negativa de los países europeos a reconocer la república española alimentaron el temor a una intervención extranjera que, efectivamente, fue barajada por Bismarck desde abril de 1873[48]. Nicolás Estévanez advirtió de este peligro poco antes de las elecciones constituyentes: confiaba en que de la futura Asamblea saliese «una República modelo de Europa y admiración del mundo», pero no descartaba que se ensayara la imposición de un dictador o que «la realista Europa intentase menoscabar nuestros fueros»[49]. En este contexto, los redactores de Les États-Unis d’Europe entendían el aislamiento internacional de España como un movimiento defensivo de las monarquías amenazadas. Deploraban aquella «coalition de monarques», pero más aún la actitud de «cette triste et pâle République française»[50]. En este sentido, el panorama aún se oscureció más a finales de mayo, cuando el triunfo del legitimista Patrice MacMahon en las elecciones francesas disparó todas las alarmas acerca de una restauración monárquica en el país vecino, poniendo sobre la mesa los peligros de una república conservadora y unitaria[51]. La permisividad del nuevo Gobierno francés respecto a la ayuda que recibían los carlistas a través de su frontera no solo aumentaba la sensación de urgencia y peligro, sino que desbordaba el significado de la guerra como conflicto civil. Para los intransigentes de La Justicia Federal, «lo que llamamos impropiamente guerra civil, no es tal guerra intestina; sino una guerra internacional […] es el respiradero, el foco del partido legitimista en Francia, en Italia, Alemania, Inglaterra. […] es la legitimidad de toda Europa»[52].
Las expectativas depositadas en España se tambaleaban al ritmo que proliferaban los peligros para la naciente república. Al calor de las crecientes dificultades, las dudas en torno a la idoneidad de la vía constituyente para hacer efectiva la federación fueron cada vez más acuciantes. La agitación de los intransigentes no hizo más que crecer, en particular tras el fallido golpe de Estado del 23 de abril. La retórica de la república en peligro creció de forma extraordinaria entre este sector, volcado desde ese momento en presionar a los Gobiernos republicanos para que se estableciese la república federal en la práctica sin esperar a la reunión de las Cortes Constituyentes. No se trataba solo de dar solución al problema de la construcción de la democracia en España, tal y como la entendían los federales. También se trataba de mantener vivas las posibilidades que alentaban la esperanza de la democracia en Europa, en el marco de un imaginario que hacía de España el escenario de la lucha —a muerte— entre la Europa monárquica y la Europa republicana.
En relación con este marco interpretativo y el estado de desasosiego que suscitaba fuera de las fronteras nacionales, es muy significativa la carta que envió Félix Pyat a los republicanos españoles en mayo de 1873[53]. Desde la experiencia de la república francesa bajo el Gobierno de Thiers, carente todavía de institucionalización y constantemente amenazada por la restauración monárquica, el antiguo communard advertía que «no consiste todo en hacer repúblicas; es preciso consolidarlas». Alertaba por ello de los peligros que suponían no solo los pretendientes al trono de España, sino también las repúblicas mal constituidas. En una clara alusión a la inminente formación de las Cortes Constituyentes, instaba a los republicanos a temer «á la República sin republicanos, á la República conservadora, á la República realista, y aun á la radical. No os parezcais demasiado á nosotros. No vayais á tener un Versalles contra vuestro Madrid». Si, por el contrario «vuestra República es federal, láica y civil […] obligará á los valientes de Versalles á su partido definitivo, resolucion ó disolucion». La república federal era la única manera de avanzar hacia la República Universal:
Si la República triunfa en Francia como en España, entonces victoria en todas partes. Italia y Portugal seguirán. Toda la raza latina, cien millones de republicanos. La Europa no será cosaca. ¡Pobres reyes! ¡Todos á pedir limosna! […] ¡más de cien millones de hombres libres! ¡Qué masa! Lo arrastrará todo. De ahí, la confederación latina, trayendo consigo los Estados-Unidos de Europa, aliados de los de América […] Los reyes no tendrán fuerza suficiente contra los pueblos. [...] No habrá, pues, más, si queremos, que una gran potencia europea, una República, amiga de otra gran potencia americana, otra República; en una palabra, la República universal.
La situación se percibía, con todo, como una cuestión «de vida o de muerte» ante la pujanza de las monarquías del norte. La causa y la hora eran solemnes para Francia, Italia o España, ya que se trataba de «ser o no ser». Si la República federal fracasaba,
se acabó la raza latina, esta maestra del mundo moderno. Volverá a caer para no levantarse más, bajo el yugo del soldado y del sacerdote, bajando más y más y cediendo su plaza á las usurpaciones de los pueblos protestantes, administrada como enfermo turco por un tutor aleman y enterrada en la tumba de las razas muertas […] Y todo estará ya dicho para nuestra raza y lo que representa en la tierra, para sus grandes principios de unidad, de igualdad, de catolicismo, en el verdadero sentido de la palabra universal.
Así visto, el panorama se presentaba alarmante. Buena parte de estos miedos compartidos en torno a las posibilidades de consolidación de la federación operaron de manera muy intensa en la agitación propagandística que alentó la ruptura cantonal. Los temores a una restauración monárquica o al establecimiento de una república unitaria y conservadora, que hiciesen imposibles todas las expectativas depositadas en España, están muy presentes en los argumentos esgrimidos por los intransigentes contra el proceder de los Gobiernos republicanos y de la Asamblea. La imperiosa necesidad de hacer realidad la Federal que estuvo en la base del cantonalismo fue alimentada de manera extraordinaria por este sector, fundamentalmente a partir de la actividad propagandística del diario La Justicia Federal y de las iniciativas del Centro Republicano Federal Español de Madrid.
Respecto al significado que los intransigentes otorgaban a la federación en medio de toda aquella sensación de peligro, son muy reveladores los debates que tuvieron lugar en el Centro Republicano Federal Español desde el mes de mayo, así como en otros clubes intransigentes, en torno a los peligros que amenazaban a la República federal y los medios que debían emplearse para salvarla[54]. En una concurrida reunión que tuvo lugar en el Centro Republicano el 29 de mayo, el ciudadano Tomás Suárez tomó la palabra para expresar su desconfianza hacia la Asamblea Constituyente y alertó de que se debían poner en contacto con las provincias para que estas actuasen revolucionariamente al margen de ella, si esta «falseaba el sistema que se había predicado y prometido al pueblo». Lo que pretendía el ciudadano Suárez es que «la República federal se tradujera en hechos concretos […] para que de este modo la República federal española viniese a ser la clave y el punto de partida de los Estados Unidos de Europa y de la República universal». Por su parte, el ciudadano Nin y Tudó argumentó que «los comuneros de París» habían caído por no hallar el respaldo de las provincias «y que por eso se hallaba hoy de presidente de la mentida República francesa el mariscal Mac-Mahon: que del mismo modo si el partido republicano no estaba alerta y preparado en España, sobrevendría un Serrano ó cualquier otro general conservador»[55]. Apenas un mes después, el Centro Republicano impulsó a propuesta de Roque Barcia, director de La Justicia Federal, la formación del Comité de Salud Pública de Madrid, encargado de formar el Cantón de Castilla la Nueva y de dictar las directrices para la reunión del resto de cantones[56].
Las opiniones y soluciones debatidas por los intransigentes en este contexto debieron mucho a la intensa labor propagandística de La Justicia Federal y de su director, Roque Barcia, instigador intelectual del cantonalismo y futuro presidente de la Federación Española en Cartagena. En sus artículos, orientados desde el golpe del 23 de abril a exigir la inmediata construcción efectiva de la federación desde los municipios, clamaba contra aquellos comités republicanos que confiaban en esperar a las Cortes Constituyentes, recordándoles que la «Europa realista» se cernía sobre la república española y amenazaba con hacerla imposible[57]. Barcia negaba la capacidad de las Cortes de establecer la federación, entre otras cosas, porque «intrigará la Europa realista; esa Europa caduca que siente desplomarse sus tronos y crugir sus huesos bajo el peso de la filosofía alemana y de las democracias latinas […] y nos quedaremos sin República federal. Y si viene la federacion, esa federacion será una mentira»[58]. Por el contrario, en su opinión, si se construía una República verdaderamente federal desde los Estados particulares, «ni todos los tronos de Europa» tendrían poder para luchar contra el pueblo español. Contra los que confiaban en la vía constituyente:
Nosotros respondemos lo que cree todo el mundo, lo que deben creer los gobernantes y las Córtes: creemos que, si para tener una República federal, debe esperar á que se promulgue la Constitucion, aquella República será devorada mil veces por las facciones realistas que están conjuradas contra nosotros, no solamente en nuestro país, sino en toda Europa. Nuestra situacion es hoy la clave de las democracias europeas; y el realismo, toda la Europa legitimista, toda la Europa privilegiada, toda la vieja Europa, todo el viejo mundo, mira hácia España con ojos espantados. […] Esperar la Constitucion, es abdicar en los Borbones. Esperar un año, es matar la República[59]
La convocatoria por parte del Gobierno de elecciones municipales y provinciales a finales de junio cerró la posibilidad de construir la federación desde los espacios locales y decidió a los intransigentes de Madrid a emprender la vía revolucionaria. Como ya se ha apuntado, fue Barcia quien propuso la formación del Comité de Salud Pública, que él mismo presidió tras su instalación el 29 de junio. Los preparativos de la revolución cantonal ya estaba en marcha y en el manifiesto que el Comité dirigió a los federales de Castilla la Nueva el 5 de julio estaba muy presente la misión histórica que creían cumplir: «¡Sí, federales! ¡Sí, españoles! El pueblo glorioso que, en las aguas de un golfo griego, en la batalla de Lepanto, supo salvar al cristianismo y á la cristiandad contra todo el peso de Oriente […] tiene el deber histórico, tiene la sacrosanta obligación de salvar la República en España, la democracia en el pueblo latino, la libertad en toda Europa»[60]. Pocos días después, ese deber histórico era evocado por Sebastián Joaquín Bazán en un artículo firmado en Lisboa a 10 de julio. Bajo el título de «¡Adelante!», recordaba a los republicanos españoles que «hoy España es verdaderamente la llave de Europa […] es el blanco de las miradas de Italia y Portugal, porque estas naciones, víctimas de la tiranía de sus reyes y de sus Gobiernos conservadores, desean romper las cadenas que las oprimen y proclamar la federación que es indispensable para matar las aspiraciones de los bárbaros del Norte»[61]. Para Barcia, esta era una tarea que no podían emprender las Cortes Constituyentes: «Con estas pantomimas palaciegas ¿hemos de crear la nueva España? ¿Hemos de inspirar fé á la democracia latina? ¿Hemos de dar alientos á toda la Europa liberal?»[62]. Frente a la incapacidad de la Asamblea, los agitadores de la revolución cantonal asumían esa responsabilidad. Al grito de «¡Basta de mistificaciones! ¡Paso á la revolución!», Manuel Fernández Herrero argumentaba que «el porvenir de la raza latina, la República europea está en nuestras manos: un esfuerzo, federales españoles, y se salvarán para siempre tan caros intereses»[63].
Cartagena ya se había levantado y, en los días siguientes, entre las llamadas de adhesión a las provincias, menudearon las proclamas en este sentido[64]. Entre ellas destaca el artículo «La revolución y la traición», escrito por José Vázquez Brabo, «apreciando en lo que vale la revolución de Cartagena»[65]. En un texto cargado de épica, la interpreta como un esfuerzo del pueblo —«de la humanidad entera»— que, «siguiendo […] la ley del progreso», se enfrenta a «los tiranos del mundo». No tiene que ver con ambiciones personales, ni banderías de partido, ni mucho menos con «una de esas luchas que determinan el cambio de Gobierno en un solo pueblo». Por el contrario, «la lucha iniciada en Murcia […] es la lucha que el pueblo sostiene contra los tiranos para realizar la federacion europea. Es lo que significa el alzamiento de Cartagena». Si España sigue los pasos de Cartagena, «será el centinela avanzado de la federación europea, porque á la regeneración de España seguirá la de Portugal, que ya prepara sus armas y se organiza para tomar parte en la lucha». A ella seguirían, por este orden, Italia y Francia «que, despertando del letargo conservador en que hoy yace sumida, arrojará con indignación la política versallesa que la corrompe y envilece». Detrás de Francia seguiría toda Europa «proscribiendo para siempre esa familia de déspotas que por tantos siglos oprimieron al pueblo». Eso era lo que representaba la revolución de Cartagena, y por eso España se encontraba en el deber de «derramar hasta la última gota de su sangre por salvar á Europa». Llamaba a las provincias a unirse a esta lucha, puesto que «su salvacion está en nuestras manos, y mereceremos bien [sic] de la humanidad».
La competencia por hegemonizar la construcción del Estado federal que se escenificó en el verano de 1873 se desarrolló sobre el telón de fondo de la narrativa que hacía de España la última esperanza de la democracia europea frente al despotismo monárquico. Los agitadores intelectuales de la revolución cantonal entendieron el movimiento como un intento, heroico y desesperado, por mantener abiertas las posibilidades de realización democrática en clave republicana y federal que dibujaba el imaginario de los demócratas europeos desde mediados del siglo xix, empezando por la federación de los pueblos ibéricos. Sabemos que tal movimiento no se produjo, pero eso no quiere decir que la posibilidad no existiera nunca. Las noticias que nos han llegado acerca de ciertas conexiones revolucionarias hispano-lusas en el verano de 1873 inducen a proponer la posibilidad ibérica en este contexto.
IV. EL PELIGRO DEL SUR: UNA MIRADA TRANSNACIONAL[Subir]
Las expectativas que levantó la proclamación de la Primera República no se desahogaron solo en mensajes de adhesión y aliento. También apelaron al compromiso político de los demócratas europeos más allá de las fronteras españolas. Según las informaciones de la policía de París, el mismo 13 de febrero se estaba organizando ya el envío de ayuda a la nueva república, mientras que en los espacios de sociabilidad republicana o española se daba por hecho que habría agitaciones en Portugal; algunos aseguraban incluso que habría una República Ibérica[66]. Las posibilidades estaban abiertas, y la inquietud que produjo en las cancillerías europeas esa mera posibilidad es un buen indicativo de que las expectativas republicanas no permanecían encerradas en los márgenes de la retórica revolucionaria. La correspondencia diplomática que circulaba entre Lisboa, París, Roma, Berlín o Madrid en aquellos días muestra la preocupación de unos y de otros acerca de un contagio revolucionario en Portugal, así como los temores acerca de las inciertas consecuencias que tendría el movimiento español en el orden europeo[67]. Todas las cancillerías se mantuvieron expectantes, evitando el reconocimiento de la Primera República española.
Los rumores acerca de contactos entre agentes revolucionarios portugueses y españoles, más o menos fundados, no tardaron en circular en la prensa de ambos países[68]. Más sólidas parecen las noticias que, desde principios del mes de julio, encontramos en la correspondencia del vizconde de Carnide, primer secretario de la legación portuguesa en Madrid. En ella se ofrecen detalles acerca de una intricada red conspirativa hispano-lusa que se movía entre Madrid, Badajoz y Lisboa, aspecto este que vendría a revelar que en el verano de 1873 se llevaron a cabo intentos efectivos de revolucionar Portugal[69]. La información que ofrece esta fuente es, desde luego, parcial e incompleta. Un análisis en profundidad de las ramificaciones e implicaciones de esta trama exigiría un estudio que excede el propósito de este texto, pero la correspondencia de Carnide aporta los suficientes indicios como para considerar con seriedad la posibilidad ibérica en el escenario cantonal. Al menos, permite proponer que el análisis de las interconexiones hispano-lusas en este contexto puede constituir una vía fértil para avanzar en la comprensión de las implicaciones transnacionales de la Primera República española.
La red conspirativa descubierta por Carnide se articulaba en torno a un club intransigente ubicado en la Puerta del Sol de Madrid, punto de encuentro de revolucionarios españoles y portugueses[70]. Por allí pasaban personalidades como Pi y Margall o Roque Barcia, además de otros redactores y colaboradores de La Justicia Federal [71]. Este club estaba en correspondencia con varios clubes lusos a través de un núcleo de portugueses radicados en Badajoz[72]. A sus sesiones también asistían de manera regular personalidades portuguesas muy relevantes, como el mariscal Saldanha, el conde de Magalhães o el conde de Peniche[73]. Todos eran conocidos conspiradores que habían participado en marzo de 1870 en la fugaz Saldanhada. Pero, sin duda, el personaje clave de este grupo era el controvertido conde de Peniche, agitador de las protestas democratizantes que crecieron en Portugal desde finales de la década de los sesenta. Su ambigua labor conspirativa reunía a todos los que estaban interesados en desestabilizar la monarquía de Luis I, desde demócratas a obreros o republicanos, sin hacer ascos a algunos legitimistas. Hacía ya tiempo que los llamados penicheiros estaban en estrecho contacto con los españoles residentes en Lisboa y también con los federales e internacionalistas españoles[74]. Es posible que estas relaciones respondiesen no solo a la señalada labor agitadora de los penicheiros, sino también a la escasa organización de los federales portugueses en ese tiempo, ya que el Centro Republicano Federal de Lisboa no se formó hasta el mes de junio de 1873[75].
Desde su formación, el Centro Republicano Federal de Lisboa estuvo también en estrecho contacto con el club de la Puerta del Sol, pero no queda clara su relación con el grupo de Peniche[76]. Es más evidente la conexión entre los intransigentes de Madrid y los federales de Lisboa a través de sus respectivos órganos de propaganda, La Justicia Federal y O Rebate, ya que las alusiones mutuas son frecuentes desde que este último periódico vio la luz el 29 de junio de 1873. Las noticias referentes a Portugal menudean en La Justicia Federal a partir de ese momento, mientras anuncian que el pueblo español prestará al pueblo portugués «todo su apoyo para que pueda conquistar su independencia»[77]. En el mismo momento que La Justicia Federal estaba agitando la revolución cantonal en España, los federales de O Rebate llamaban a constituir el municipio republicano de Lisboa[78]. La sintonía entre ambos era tal que Carnide llegó a pensar que O Rebate era financiado por el club de la Puerta del Sol[79].
Todo apunta a que la trama conspirativa se puso en movimiento con la publicación del manifiesto del Comité de Salud Pública del 5 de julio, ya aludido, que fue acompañado de la salida de agentes intransigentes hacia diversos puntos de España con el objetivo de agitar la sublevación cantonal[80]. Según las noticias de Carnide, el club de Madrid estaba detrás de esta maniobra y tenía planeado mandar agentes a todos los distritos de Portugal para fomentar la revolución[81]. La oleada de proclamaciones cantonales que se sucedieron entre el 18 y el 22 de julio fue significativa, pero no supuso el movimiento general que sus instigadores anhelaban. Las órdenes del club, en aquellas circunstancias, era que los portugueses se mantuvieran a la espera hasta que los intransigentes pudiesen prestarles auxilio[82]. En esos días, O Rebate expresó su total apoyo a los cantonales, pero los portugueses debieron impacientarse, porque a finales de julio solicitaron al club de Madrid que activase la revolución en Andalucía y en Badajoz, ya que eran los cantones que más les convenían[83]. En esta situación, parece que los intransigentes trataron de enviarles armas, pero sin demasiado resultado, ya que en septiembre los portugueses lamentaban que la revolución no se hubiese podido iniciar allí por falta de armamento[84]. A esas alturas, las expectativas revolucionarias habían perdido buena parte de su hipotética viabilidad. Los cantones fueron reducidos rápidamente por el Gobierno de Nicolás Salmerón y, a mediados de agosto, solo quedaban Málaga y Cartagena. O Rebate lamentaba la situación en España, considerando que «a resistência n’estas circumstancias é que nos parece já infructifera e prejudicial, pelos sacrifícios que vae acarretar sem resultado favoravel»[85]. No dejaban de mostrar una ansiedad general a la vista del estado de Europa; aún creían que se acercaba uno de esos «momentos supremos em que os povos jogam os seus destinos. É precisamente na raça latina, que mais se accentuam os symptomas sa proxima lucta»[86].
La cancelación del periodo constituyente federal el 3 de enero de 1874 diluyó la conexión portuguesa, que no vuelve a aparecer en la correspondencia de Carnide. El movimiento ibérico que muchos republicanos europeos —y no solo republicanos— daban por hecho apenas un año antes no fructificó, y quizás nunca había tenido demasiadas opciones a pesar de los anhelos de unos y de los temores de otros. Pero la posibilidad existió y se intentó llevar a cabo por parte de los agitadores de la revolución cantonal, aquellos que se pensaban guardianes de la misión de España frente a la democracia europea. Aún poco antes de cancelar La Justicia Federal, en los primeros días del Gobierno de Salmerón, «Un soldado de la república» publicaba un artículo en el que planteaba el enfrentamiento entre «el poder central y la autonomía cantonal» como una lucha «entre el realismo y la federación, entre el absolutismo disfrazado con el gorro frigio y el moderno derecho, entre el principio de autoridad y el principio de libertad». Era una lucha grandiosa y, en su opinión, «de su triunfo depende la regeneración de nuestra pátria, la regeneración de la raza latina, la regeneración de la Europa hoy, y del mundo entero mañana»[87].
V. CONCLUSIONES[Subir]
La interpretación de la Primera República como un fenómeno de significación supranacional debe entenderse en el marco del universo político-cultural que habían elaborado los republicanos europeos en las décadas centrales del siglo xix, deudor de una larga tradición política que enlazaba con el espíritu fraternal, universalista y democratizante de las revoluciones americana y francesa. Frente al nuevo orden de orientación conservadora y elitista que surgió en Europa desde 1830, articulado en torno al consenso monárquico doctrinario de los liberalismos respetables, las culturas políticas radicales asumieron la defensa del legado revolucionario que se sostenía sobre el mito de la fraternidad universal. La consolidación de la monarquía constitucional como depositaria de la iniciativa reformista impactó de manera particular entre los demócratas de la Europa suroccidental, ya que en países como Francia, Portugal, España o Italia había arraigado con fuerza una concepción de la soberanía que propició un desarrollo particular —inmediatista, insurreccional— del liberalismo revolucionario. La frustración de expectativas revolucionarias en 1830 y 1848 indujo a muchos demócratas europeos a abrazar el antimonarquismo, pero fue en estos países de tradición soberanista donde el republicanismo se consolidó en opciones políticas definidas y logró un grado de apelación popular notable. Si bien la democracia europea fue muy heterogénea, el éxito a la hora de elaborar una visión del mundo compartida cohesionó a las distintas sensibilidades demócratas en torno a una narrativa teleológica en la que la lucha de la libertad contra la tiranía se resolvía mediante la unidad confraternal de los pueblos, efectuada mediante diferentes pactos por afinidad. Se consideraba, además, que este era un superior destino de alcance universal dictado por las leyes del progreso.
El ideal de los pactos fraternales por afinidad dio lugar a la elaboración imaginativa de diferentes geografías demócratas en clave republicana y federal. Si bien la fraternidad universal adoptó entre los demócratas europeos la formulación de los Estados Unidos de Europa, destaca la aportación de los republicanos de los países meridionales a ese mapa imaginado de las geografías demócratas a partir de la formulación de las federaciones ibérica y latina. En el contexto de la derrota francesa en la guerra franco-prusiana en 1870, el ideal de la democracia latina alcanzó un auge extraordinario entre los republicanos franceses, españoles, italianos o portugueses. Ante la pujanza de las potencias monárquicas del norte, los países meridionales se sintieron amenazados. Los republicanos que habían crecido al calor de la tradición soberanista llamaron a la federación de los pueblos latinos como único medio de salvar el sueño de una Europa unida sobre bases democráticas. Tras la decepcionante actuación de la III República francesa frente a la Comuna, la proclamación de la Primera República en España fue leída, tanto por sus protagonistas como por los observadores exteriores, como la última esperanza de la democracia en Europa.
Las expectativas que levantó el establecimiento de la república respondían a las posibilidades de realización democrática en clave supranacional que abría el imaginario elaborado por los republicanos en las décadas centrales del siglo. La idea de que la misión de España en esas circunstancias consistía en impulsar la federación de los pueblos de raza latina que haría posible la democracia en Europa —y en el mundo— inunda las comunicaciones de los republicanos españoles y de otros países meridionales. En este contexto, y ante los retos a los que tuvo que enfrentarse la naciente república, el miedo a una restauración monárquica o al establecimiento de una república unitaria que acabase con las expectativas depositadas en la federación española estuvo muy presente en la agitación propagandística cantonal. Los líderes intelectuales del cantonalismo se arrogaron la misión histórica que debía cumplir España, convencidos de la incapacidad de la Asamblea de hacer realidad la federación. El levantamiento de Cartagena se dibujaba, a sus ojos, como la última esperanza de la federación europea frente al despotismo monárquico. Las noticias de algunas conexiones entre los intransigentes y algunos revolucionarios portugueses en el verano de 1873 permiten vislumbrar la posibilidad ibérica tras la agitación cantonal.