RESUMEN

En el tránsito del siglo xix al xx, la creciente percepción de la infancia como un sector social definido, con sus propias características y necesidades, hizo de él objetivo de diferentes partidos e ideologías políticas. Un ejemplo de ello fue el carlismo en España, que comenzó su socialización política desde los primeros años del siglo xx. Contaba para ello con un pasado que sirvió como elemento legitimador y proporcionó el marco en el que insertar a los niños. Cuando llegó la guerra civil de 1936, la organización de los menores contaba con experiencia para su movilización y una estructura, los Pelayos, que permitió el acomodo de los chicos (no las chicas) en el seno de una cultura de guerra propia, favoreciendo así la movilización de sus integrantes dentro del esfuerzo de guerra total y a través de unos modelos heroicos ampliamente difundidos a través de mecanismos diversos dentro de la agrupación infantil, como la realización de actividades de adoctrinamiento, militares o la distribución de publicaciones, entre las que destacó la revista Pelayos. La huida e incorporación de adolescentes a los tercios de requetés mostró esta capacidad movilizadora y de adhesión a la cultura de guerra carlista.

Palabras clave: Carlismo; niños; Pelayos; cultura de guerra; socialización política.

ABSTRACT

In the transition from the 19th to the 20th century, the growing perception of childhood as a defined social sector, with its own characteristics and needs, made it the target of different political parties and ideologies. An example of this was Carlism in Spain, which began the political socialization of children in the early years of the 20th century. It counted on a past that served as a legitimizing element and provided the framework in which to insert the children. When the civil war of 1936 broke out, the carlist organization of infancy had experience for their mobilization and a structure, the Pelayos, which allowed the boys (not the girls) to fit into the heart of a war culture of their own, thus favoring the mobilization of its members within the total war effort and through heroic models widely disseminated through various mechanisms within the children’s group, such as indoctrination and military activities or the distribution of publications, among which the Pelayos magazine stood out. The escape and incorporation of adolescents to the tercios de requetés showed this mobilizing capacity and attachment to the Carlist war culture.

Keywords: Carlism; children; Pelayos; culture de guerre; political socialization.

Cómo citar este artículo / Citation: Caspistegui Gorasurreta, Francisco Javier (2025). Los niños carlistas en 1936: ¿insertos en una cultura de guerra? Historia y Política, 53, 325-‍355. doi: https://doi.org/10.18042/hp.2025.AL.06

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Tras la I Guerra Mundial, una corriente en aumento reclamó el establecimiento de derechos para los niños, lo que se esbozó en Moscú en 1918 y se llevó a la declaración de Ginebra, en 1924, en la que se establecía la necesidad de salvaguardar a los menores. No fue una resolución vinculante para los Estados, que solo en 1959, en el marco de la ONU, proclamó los derechos de los niños[1]. La pregunta podría ser: ¿qué había pasado los años previos y en el primer conflicto mundial para que la conciencia de que la infancia debía ser protegida, se convirtiese en una aspiración universal?

Se había extendido la idea de que el niño formaba parte de un grupo con rasgos distintivos y fue crecientemente excluido, por ejemplo, del mundo laboral[2]. De hecho, la combinación de estas medidas, con la escolarización obligatoria, la protección generalizada a la infancia y otras similares fueron capaces, combinadas[3], de limitar el alcance de una práctica tan difundida.

De cualquier forma, la mera existencia de normas legales indicaba que la percepción de la infancia estaba cambiando y avanzado el siglo xix se entendía que era necesario establecer algún tipo de protección para un sector de la población con características propias y necesidades específicas, por ejemplo, la de la educación. En definitiva, se tendió a proteger a la infancia, a darle una finalidad concreta. Pero este altruismo también puso de manifiesto la importancia de este sector de cara al futuro de las naciones. La lógica de que la configuración del porvenir partía de la formación de aquellos que lo protagonizarían, hizo que también creciera la conciencia de la importancia de esta infancia, sobre todo de aquella que tenía capacidad para ir asumiendo ideas, es decir, los adolescentes. Se trataba del tiempo que precedía a la edad adulta, período de formación que daba a sus integrantes la capacidad para formar criterios que se entendían definitivos o, al menos, duraderos. De ahí que se convirtieran paulatinamente en objeto del interés de unas fuerzas políticas que se constituyeron plenamente como tales a lo largo del último cuarto del siglo xix.

A partir de todo ello se produjo la nacionalización de la infancia, primordialmente a través de la escuela, como se recogía en la novela Los que teníamos doce años, que afirmaba que la guerra era «uno de los primeros «vocablos» que enseñan a los chicos en todas las escuelas del mundo»[4]. Además, se producía también a través de otros espacios de socialización más inmediatos, como la familia o las iglesias. Buen reflejo de esta nacionalización banal, por llevarse a cabo a través de mecanismos cotidianos o informales, no especialmente agresivos, que permeaban las conciencias, es lo que contaba Bertha von Suttner[5], una pacifista austriaca que en una novela de 1889 con elementos autobiográficos buscaba la erradicación de la guerra. Y en esa lucha, constataba la importancia de la educación formal e informal de niños y niñas, pues «de cada niño debe formarse un defensor de la patria, y por lo mismo excitarse el entusiasmo infantil para que pueda cumplir su primer deber de ciudadano. Es preciso fortificar su espíritu contra la aversión que los horrores de la guerra pueden provocar, […] consiguiendo, por este medio, formar una raza batalladora y valiente»[6]. Esta crítica la extendía al ámbito familiar, que jugaba un decisivo papel en la conformación informal de las ideas sobre la guerra, con experiencias personales o percepciones sobre la nación[7]. De hecho, señalaba von Suttner la importancia, por ejemplo, de los juguetes, para configurar la querencia hacia lo militar, como cuando el abuelo se los regalaba al nieto de cuatro años y lo justificaba: «Mis primeros juguetes fueron trompetas y sables. A los tres años. Jugaba con soldaditos y no me cansaba de hacer los ejercicios y dar voces de mando. De este modo se despierta la afición a las armas»[8]. Además, estaban las lecturas extraescolares, muy desarrolladas en el xix al amparo de la creciente alfabetización y escolarización, con un considerable auge, por ejemplo, de novelas de aventuras o relatos edificantes[9]. En la novela de Ernst Glaeser, el protagonista afirmaba durante la Gran Guerra: «Seguíamos al día el avance de nuestras tropas, con más emoción que si leyésemos una novela de aventuras. ¿Y qué era aquello, en realidad, sino una magnífica novela de viajes y aventuras escrita en el lacónico lenguaje de los comunicados de guerra?»[10].

Estos procesos de socialización y nacionalización impulsados por los Estados y reforzados en ámbitos como el familiar desde el siglo xix tuvieron como repercusión más significativa la actitud entusiasta al inicio de la I Guerra Mundial. De hecho, por lo que nos atañe, hubo un número considerable de adolescentes que buscaron alistarse o tomar parte activa en ella, en todos los casos al margen de la legalidad. Y es que las llamadas a la guerra total, a que todos ocuparan su puesto, alcanzaban igualmente a los niños en la considerada primera gran movilización moral e intelectual de la infancia en el campo político europeo: ideológica, a través de las exhortaciones patrióticas y la estigmatización del enemigo; económica, mediante la participación material en el esfuerzo de guerra; moral, conducida por los procesos memoriales de homenaje a los muertos, e incluso psicológica, a través de los resortes de culpabilización desplegados[11]. Si a esta movilización se unen los elementos previos y otros como la música, el cine naciente, las publicaciones ilustradas, se produce un estado de ánimo general que ha sido denominado «cultura de guerra»[12], y cuya efectividad práctica describía Stefan Zweig cuando asistió en Tours a un noticiario días antes del inicio de la guerra. En él apareció el káiser Guillermo y

una pitada tremenda y un pataleo furioso estallaron espontáneamente en la oscurecida sala. Todo el mundo gritaba y silbaba, mujeres, hombres y niños se mofaban, como si el monarca los hubiera ofendido personalmente. La buena gente de Tours […] había enloquecido por unos instantes. Me asusté. Me asusté hasta los tuétanos, porque me di cuenta de hasta qué punto debía de haber progresado el emponzoñamiento provocado por años y años de propaganda de odio[13].

No es de extrañar, por tanto, que este ambiente llevara a muchos adolescentes a buscar las trincheras, como parte de una generalización de la aventura como forma de vida[14], y alimentada por una literatura épica y nacionalista y por las ilustraciones en las revistas infantiles y juveniles[15]. Surgieron, así, los niños héroes, en absoluto nuevos en la historia de la humanidad, como reflejaba en su diario de 1868 Alfonso de Borbón, él mismo de dieciocho años, cuando a su llegada al regimiento de zuavos pontificios, encontró «a un jovencito zuavo de Marsella que aparentaba apenas quince años, y sirve ya desde hace ocho o nueve meses»[16]. Este modelo se actualizó en torno a la primera gran guerra[17]. El interés por ellos no reside tanto en su autenticidad como en su verosimilitud:

il est la métonymie de la Nation en lutte, sa jeunesse et sa fragilité mettant en exergue la brutalité de l’ennemi, son courage, la veulerie de l’adversaire. Dans cette figure de fiction sont condensés les principaux resorts du discours de guerre; l’exaltation patriotique et la haine de l’ennemi, la valorisation de la jeunesse comme héritière de la gloire nationale mais aussi sa culpabilisation à travers une exhortation au sacrifice suprême[18].

Formaban todas ellas un telón de fondo y el conjunto de referencias que respaldaron la decisión del menor que decidió dar el paso hacia el frente, aun siendo consciente de la ilegalidad de lo que hacía, y sirvieron para encuadrarlo en una iniciativa patriótica y nacional, ejemplo de la actitud de la infancia. Este fenómeno se repitió en todos los beligerantes, lo que ayuda a entender su universalidad. Un ejemplo en Los que teníamos doce años:

No cesábamos de pensar en nuestros padres, convertidos en héroes de la noche a la mañana. Y maldecíamos de nuestros pocos años, que nos impedían serlo nosotros también. […]

Una tarde de fines de septiembre nos presentamos al peluquero, en formación, un grupo de quince muchachos. Nos colocamos en fila, por orden de altura, y la maquinilla rapadora fue pasando de cabeza en cabeza. A la hora de esto, el peluquero juntaba con una escoba el pelo tronchado, y oímos que nos decía:

—Ahora sí que parecéis verdaderos reclutas.

Era el mejor elogio. Aquellas palabras nos conmovieron, y pagamos, entusiasmados, cuarenta pfennings por cabeza[19].

El énfasis en el concepto de cultura de guerra aplicado al primer conflicto mundial implica el conjunto de representaciones de la conflagración forjadas por sus contemporáneos, las imágenes generadas por la prueba que suponía la contienda bélica en su propio tiempo y posteriormente. Pese a ser un concepto controvertido, es útil para analizar los factores confluyentes en las actitudes de los niños-adolescentes respecto a la guerra. Su heroización en la I Guerra Mundial sirvió como referencia ejemplar, incluso pese a ser ilegal[20]. En Francia tuvo importancia durante la guerra de 1870, al mostrar un modelo en el que contrastaba la brutalidad alemana enfrentada a la finura y habilidad de los niños franceses, e incluso se habían ofrecido referencias previas en la literatura, con fuerte presencia religiosa, de futuros grandes hombres, o también a partir de los niños heroicos de la revolución[21]. Los móviles de muchas de estas publicaciones y ya muy claramente los relatos de la guerra del 14 partían de un patriotismo exacerbado, en ocasiones complementado por la venganza y el odio contra el enemigo, y siempre revestido de rasgos militares. En su actuación, estos jóvenes y niños mostraban un heroísmo total, sin fisuras ni desfallecimientos ni siquiera ante el sufrimiento o la muerte. Pasada la prueba, ingresaban en el mundo adulto, no por los años, sino por la experiencia vivida, convirtiéndose en esperanza y garantía de futuro de la nación. Aunque muchos de los relatos que implicaron a niños en la guerra fueran ficticios, recogían el impacto de la guerra total y la existencia de casos verídicos cuyo impacto propagandístico fue considerable[22].

II. ¿UNA CULTURA DE GUERRA CARLISTA?[Subir]

Tal vez por lo señalado sea interesante aplicar la idea de la cultura de guerra al caso carlista, en el que podría hablarse de tres elementos: la religión católica vivida y sentida a través de los rituales cotidianos; además, la pertenencia a la comunidad carlista, con sus propias tradiciones, festividades y simbología[23]. No eran excluyentes, al contrario, se trataba de dos facetas de una misma identidad, aunque no fuera monolítica[24]. En tercer lugar, si los mencionados suponían el marco de referencia de la normalidad, la guerra introdujo una novedad que era necesario interpretar y dar sentido. Pero lo significativo es que en el carlismo también la violencia bélica formaba parte de los marcos de referencia, de la memoria cultural carlista[25], principalmente por la presencia de veteranos. El mito de la experiencia de las guerras del que habla George Mosse, aplicado a los conflictos bélicos carlistas del siglo xix, podría explicar el enmascaramiento de sus horrores y el embellecimiento de lo vivido a través de una literatura que desde los años 1880 exaltó el heroísmo carlista y a sus protagonistas en la monumentalización del recuerdo de que fueron capaces; o de la trivialización de las experiencias bélicas mediante objetos cotidianos (litografías, celebraciones conmemorativas, o exaltación simbólica del principal distintivo carlista: la boina roja). Tal vez no sea tan sencillo aplicar la idea de la brutalización de Mosse[26], es decir, la insensibilización hacia la violencia, pero sí la transmisión de esta a la sociedad civil por los excombatientes, facilitando su naturalización. Aplicar este modelo al carlismo resulta complejo en parte por la distancia temporal entre 1876 y 1936 o por la ausencia de una organización de excombatientes. Pero puede hablarse del papel transmisor de los veteranos o de la belicosidad trasladada a la política. La pregunta podría ser, además, si el concepto de brutalización es aplicable a una guerra civil o, más concretamente, a las guerras civiles de la España del xix.

Como señalaba Mosse: «The memory of the war was refashioned into a sacred experience which provided the nation with a new depth of religious feeling, putting at its disposal ever-present saints and martyrs, places of worship, and a heritage to emulate»[27]. Buena parte de las narrativas que conformaron la memoria cultural carlista a comienzos del siglo xx evocaron la guerra iniciada en 1872. El trauma bélico, por su carácter extraordinario, provocaba «un abanico de emociones en conflicto: el miedo a la par que la empatía; la ira a la par que la euforia»[28]. La guerra se convirtió en el centro de la experiencia carlista, y cuando el jesuita Francisco Apalategui recopiló, a partir de 1922, las experiencias de los veteranos, se encontró con testimonios como el que decía: «Para seguir siendo carlista después de las cosas que hemos visto, hay que ser demasiado carlista», lo que recuerda testimonios similares recogidos en las guerras del siglo xx[29].

Valga como ejemplo de la omnipresencia del recuerdo militar del carlismo el relato de uno de los veteranos a su hijo, dando cuenta de sus andanzas, cuando tenía diecisiete años, junto al cura Santa Cruz. Poco después de incorporarse a la partida, se acusó al jefe guerrillero del robo de ornamentos sagrados de una iglesia. Pronto se descubrió la falsedad y al autor de la denuncia, el cual, «después de ser juzgado en consejo de guerra fue pasado por las armas por calumniador»[30]. La sencillez y rotundidad con que se narraba el hecho mostraba la normalización de una violencia que, aunque revestida por cierta apariencia legal, no dejaba de resultar extrema. Estos episodios y la narrativa que los arropaba fueron habituales en los años previos a 1936, sobre todo durante la II República, reforzando una memoria cultural de la violencia. Formaba parte todo ello de un trasfondo en el que los muertos en guerra eran parte integrante de la causa carlista y se exaltaba su recuerdo. En 1895 se instituyó la fiesta de los Mártires de la Tradición, dedicada al recuerdo de su memoria, un recuerdo glorioso, pero cada vez más una inspiración para la acción: «No creo deben ser estos momentos solo de recuerdos, contemplando aquella estela de mártires que fueron la admiración del mundo, es necesario imitarlos», decía Jesús Elizalde en un mitin en Estella en 1933, y añadía: «Dios pide mártires, la Patria héroes y el Rey voluntarios»[31]. Esta belicosidad fue en aumento, sobre todo tras la llegada a la dirección del carlismo de Manuel Fal Conde en 1934, que dio considerable importancia al recuerdo, no con un tono nostálgico, sino como instrumento para la acción. Bajo su dirección se impulsó una fundamentación histórica en un momento percibido como amenazante. De su mano, el Boletín de Orientación Tradicionalista, órgano oficial de la Comunión Tradicionalista, puso el énfasis en aniversarios y figuras ejemplares. Se recurrió al recuerdo, comenzando por una reivindicación de los veteranos como modelo,

porque aprenderán en él a mirar atrás y a copiar a sus mayores […], sobre todo ahora, cuando los tiempos traen, empeorándose, situaciones de todo orden, tan semejantes a aquellos en que la guerra comenzó. Quedan por España muchos veteranos del glorioso Ejército de la Tradición, último ejército que en Europa se lanzó al campo por la Tradición nacional y sacrificó vidas y haciendas a millares y a millones por salvar a España cuando todo se concitaba contra ella.

Ahora la historia se repite. Aquellos veteranos no pueden, como cuando eran jóvenes, realizar las acciones que entonces realizaron; pero nosotros, [estamos] dispuestos a emularlos si es preciso, si la ocasión llega[32].

El pasado como fundamento de la conciencia del presente sirvió, entre otras cosas, para legitimar una violencia esencial. El mismo boletín titulaba, tres meses antes del inicio de la guerra: «El carlismo siempre está en pie. En 1836 igual que en 1873 y que en 1936, combatiente y recio»[33]. Esta tendencia se mantuvo durante la guerra, con una memoria cultural asentada, de continuidad entre pasado y presente, e incluso de conexión con movimientos como la Vendée[34]. La visión teleológica de la historia de España se vinculaba al papel del carlismo desde el siglo xix, y así se apreciaba en la visión ofrecida desde julio de 1936. El recurso al concepto de cruzada, tanto en su referencia medieval, como a «aquellas dos que antaño sostuvo la Legitimidad contra el liberalismo»[35], se mantenía desde comienzos del xix «hasta 1936, en cada guerra civil en España […], se había hablado por parte del bando servil, carlista o integrista [...] de bellum sacrum —tal como se había hablado de ello allá por el final del siglo XI—. [...] Fue la propia población y buena parte del clero el que vivió aquel momento según aquel espíritu de rebelión religiosa»[36].

Así, el carlismo habría alimentado una cultura de guerra desde 1876 mediante el mantenimiento de la violencia como posibilidad y el recuerdo de la guerra a través de los veteranos y la exaltación de sus acciones. Se escribió y difundió una historia de heroísmo y resistencia frente a las ideas y propuestas consideradas extranjeras; se integró a los jóvenes, y desde fines del xix, y sobre todo desde la primera década del siglo xx, en organizaciones específicas destinadas a los niños-adolescentes[37].

III. LOS NIÑOS Y EL CARLISMO[Subir]

Con el siglo xix los héroes se convirtieron en la encarnación de los valores colectivos, habitualmente relacionados con la nación, pero también vinculados a las fuerzas políticas que se consolidaron en su aspiración al poder. El carlismo trató de construir un paradigma heroico en el que sintetizar sus principios, sobre todo desde fines de aquel siglo. Buena parte de los integrantes del panteón resultante eran los dirigentes más destacados en los campos de batalla decimonónicos, con los pretendientes al frente. Además, incluían líderes políticos, caracterizados como batalladores y fogosos oradores, reñidores de batallas parlamentarias y políticas, pero también proclives a la traición o el abandono. En todos ellos —mientras fueran fieles— resaltaban valores como abnegación, entrega por la comunidad, sacrificio, valentía, bondad… Todos aquellos que supusieran no solo una imagen positiva, sino la posibilidad de identificación grupal[38]. Y entre ellos aparecía, circunstancialmente, algún muchacho que se sumaba a las filas de los insurrectos carlistas[39].

En ello jugó un papel preeminente la hagiografía de un santo niño, san Pelayo, un modelo que unía tiempos pasados y presentes: «Así como ahora los requetés luchan contra los comunistas, entonces los buenos españoles guerreaban contra los moros». Pero no era el único referente, pues también se hablaba de san Tarsicio, mártir de la Eucaristía, en este caso en época romana, y de san Estanislao de Kostka[40]. Existía una referencia histórica, una conexión evidente con el presente y una sublimación del sufrimiento en aras a un fin superior. Eran ejemplos para emular, modelos que seguir en un contexto de verdades absolutas en las que todo se medía en términos duales.

Si en 1896 aparecían las juventudes del carlismo, hubo que esperar a comienzos de la década de los diez para encontrar la puesta en marcha de los requetés, en evidente recuerdo de la unidad carlista organizada por Zumalacárregui. En 1909, a su vez, los integristas iniciaban su propia organización juvenil y añadían a ella una sección para menores de dieciséis años en 1914. Las movilizaciones contra medidas laicistas involucraron a sectores que sumaban en sus protestas a los niños. Además, cabe señalar la importancia, especialmente para los sectores católicos, del decreto de Pío X Quam singulari, de agosto de 1910, que adelantaba la edad de la primera comunión, considerando suficiente cierto uso de razón para ello, no una conciencia plena y completa. Por tanto, la edad se reducía a los siete años. Esto animó a algunos sectores, especialmente integristas, a dar el paso para encuadrar en su organización a los niños. Tanto los Requetés, creados en Barcelona en torno a 1912, como los Pelayos, denominación de los niños integristas a partir del citado san Pelayo, se sustentaban en un lenguaje y unas actitudes vinculadas con la tradición insurreccional del carlismo decimonónico, del que bebían sus principales referentes. En ambos casos se trataba de organizaciones cuya finalidad era política a través de actividades infantiles. Así lo indicaba un texto integrista:

¡Qué satisfacción sentiréis ahora vosotros al contar con esa nueva sección de Pelayos, niños inocentes, amamantados desde su tierna edad a los pechos de la doctrina integrista, néctar el más puro que se puede proporcionar a los sonrosados labios de un niño para que con él se robustezcan en la robusta fe de nuestros padres, católicos y amantes de su patria y sepan amar a Dios sobre todas las cosas, y alabarle, reverenciarle y servirle en el seno de nuestra Santa Madre la Iglesia, proclamando la soberanía social de Jesu-Cristo![41].

Además, buena parte de las crónicas acerca de las actividades realizadas utilizaba un lenguaje militar para referirse tanto a lo que se desarrollaba como al futuro: «La vida es un campo de batalla, y el soldado que muere luchando es el que triunfa, porque en el concepto cristiano de la vida, la muerte es el principio del triunfo, para los que pelean bajo las banderas de Cristo»[42].

Con la consolidación de la Comunión Tradicionalista a partir de 1932[43], fruto de la unión de jaimistas, integristas y mellistas en una amalgama contrarrevolucionaria[44], la actitud defensiva que había caracterizado a los seguidores de Nocedal, y al conjunto del tradicionalismo, varió considerablemente. La evocación de las guerras como antecedente común y el recurso a una violencia latente[45], una cultura de guerra, respaldada además por las juventudes del requeté, casi desde su creación un movimiento de acción, supusieron un factor nuevo y distintivo por su creciente belicosidad. Conectaba todo ello con la influencia recibida, primero, de los Camelots du Roi de Action Française; de la sugestión ejercida por el papel infantil durante la I Guerra Mundial, y, por último, del impacto de los modelos infantiles fascistas, especialmente del italiano[46]. Se añadieron así unas capas más a la presencia infantil integrista, fundamentada primordialmente en la defensa de sus integrantes frente a los males de la modernidad desde una base religiosa y, secundariamente, en su formación y participación en la vida política de la organización. El aporte legitimista, canalizado por el requeté, se tradujo en la recepción e incorporación de la tradición militar, desde el conocimiento de las glorias y luchas del xix, y del uso de la uniformidad de sus mayores, así como de los desfiles y la preparación para la guerra.

Todo ello hizo que los pelayos renacieran como complemento infantil de los requetés y llegaran activos al inicio de la guerra civil con toda su carga política y con el peso de la tradición militar e insurreccional de su larga trayectoria histórica.

IV. MODELOS DE HEROÍSMO INFANTIL EN EL CARLISMO[Subir]

Antes de la guerra civil no fueron habituales los modelos heroicos infantiles entre el carlismo, por más que hubiese alguna presencia en sus filas durante las luchas del xix. Así, entre los difuntos del ataque liberal a San Martín de Unx (Navarra) en marzo de 1875 figuraba Aniceto del Castillo, de catorce años y medio; Étienne Pérez se incorporó a los carlistas con diecisiete años, «ávido de aventuras» y un chico de dieciséis años, llamado Chispas, servía a las órdenes de su padre hasta que se pasó a los liberales[47]. Sin embargo, estas figuras no fueron utilizadas como propaganda. Sí eran más habituales en las narraciones que los niños recibían: «No he olvidado el gusto con que oíamos de niños los relatos bélicos de nuestros padres, siempre que juntos paseaban, y por lo mismo que tengo muy presente el efecto que nos hacían las hazañas que nos contaban de Zumalacárregui y Cabrera y nuestro deseo de imitarlas, que nos llevaba desde chicos a hacernos boinas de papel y a adiestrarnos en la guerra»[48]. Era habitual integrar a los niños en la memoria cultural, pero no tanto su participación activa. La influencia familiar era decisiva, comenzando por la infancia de los propios pretendientes[49]. Y algo similar tuvo lugar, aunque modernizando los medios, con Carlos Hugo en plena guerra civil, cuando escuchaba discos con canciones carlistas que regalaron los requetés a su padre[50].

Y, sin embargo, cuando comenzó la guerra en 1936, la presencia de los niños fue significativa, en parte a través de la renacida organización de Pelayos (al menos hasta la unificación de 1937), que sirvió para encuadrar militarmente a la infancia carlista. De hecho, ya se venía haciendo referencia en años previos al requeté infantil y en ocasiones se reunían las dos denominaciones[51], mostrando la confluencia de dos tradiciones organizativas. En 1933 se inició en El Siglo Futuro una sección infantil de correspondencia que comenzó dirigiendo Tío Clarín, que, significativamente, desconocía qué habían sido los Pelayos, pues a una carta en la que le preguntaban por ellos, respondía refiriéndose al de Covadonga[52]. Su sucesor, en cambio, sí recogió el origen del nombre, «adoptado para los niños cristianos que tienen sangre de héroes, que tienen el arresto y la valentía de mis chiquitines, siempre dispuestos a defender la fe que les dio el santo Bautismo»[53].

En la apertura de la sección preguntaba a los niños si querían ser hombres para emular a oradores como Víctor Pradera y Esteban Bilbao, y a las niñas si como María Rosa Urraca Pastor; y si querían ser diputados o héroes, como los fugados de Villa Cisneros o el aviador Ansaldo. Pero, advertía, aún era pronto, y correspondía a los mayores «combatir, y en primera fila. Vuestras madres, a rezar por ellos. ¿Y vosotros? Vosotros tenéis que hacer un papel muy importante», les anunciaba. Mostraba que todos tenían un lugar en la lucha, del mismo modo que en la Europa de 1914 la guerra total fue acicate y factor de movilización de niños y adolescentes. Les proporcionaba además un canal de participación, siempre y cuando, advertía, «no pregunten cosas que caigan bajo la ley de la Defensa de la República»[54], mostrando con ello el impacto de la socialización informal que parecía garantizar comentarios antirrepublicanos. Se centraba en los varones sin excluir por completo a las mujeres, pero situándolas en el espacio acotado para ellas en los marcos de la época. En definitiva, incluía a los niños en la lucha política, los politizaba e ideologizaba, de acuerdo a un modelo en absoluto ajeno a la tradición carlista. Y el papel que les atribuía era el de ser salvadores, introduciendo otro de los elementos ya vistos en la I Guerra Mundial: «Por los niños se salvarán muchos pueblos de grandes catástrofes. ¿Sabéis por qué? Porque las grandes catástrofes las permite Dios en castigo de los pecados que hacen los grandes, y son entonces los pequeños, los niños, los únicos que pueden contener la ira de Dios. ¿Sabéis cómo? Con su inocencia y con su oración»[55].

Los niños eran la esperanza en el futuro, la capacidad de renovación, y si en el caso europeo terminaba ahí su cometido, los tradicionalistas añadían el papel de mediadores ante la divinidad. El sentido escatológico de la ira de Dios y la posibilidad de destrucción del mundo se limitaba e, incluso, podría impedirse mediante la activa participación infantil en la que podían ser héroes, no del campo de batalla o de la vida política activa. La duda estaba en si los niños así aleccionados se conformarían con ello. Cuando comenzaron a escribir a la sección, afirmaban sus deseos de convertirse en paladines, «ocupando el sitio que me reserven, siempre en las avanzadas», decía un niño de doce años, natural de Ayora (Valencia); otro, de Algemesí (Valencia), afirmaba ser «tradicionalista desde antes de nacer, y en mis venas corre sangre tradicionalista, y estoy dispuesto a defender la causa hasta el morir»[56]. Otro niño, de Zaragoza, afirmaba: «En vez de trece años quisiera tener veinte por lo menos, para ganar la batalla y para celebrar el triunfo»[57]. A Félix, de Xátiva, le contestaba el Tío Clarín: «Me basta con saber lo que dices que tienes buenos puños; pero ahora no los enseñes; guárdalos para más adelante. Ya te lo diré»[58]. En estos y otros textos, los niños mostraban la fecundidad del modelo recibido, el éxito de la sociabilidad tradicionalista.

Quien se ocultaba tras el pseudónimo de Tío Clarín falleció en mayo de 1933 y su sustituto pedía dejar de lado la tristeza y «trabajar todo lo que podamos por la Tradición, que está deseando brazos fuertes y corazones valientes, capaces como los vuestros de dar la vida por la Causa tres veces santa»[59]. Una selección de cartas terminaba: «Vengan fusiles y tizonas para estos nuevos Gonzalos y Cides, a quienes hacen honrosísima compañía aguerridas Isabeles y Agustinas»[60]. Ejemplos del heroísmo histórico asumidos por el tradicionalismo como referentes infantiles para un destino guerrero: «Cada uno de vosotros aspira a ser un héroe», actuando por la religión en la sociedad, decía Cascabel en uno de sus comentarios, «lo que indudablemente haréis cuando seáis el brazo armado de la Tradición. ¿Verdad que es vuestro mayor anhelo?»[61].

Entre la correspondencia, algunas de las sugerencias infantiles apuntaban más allá de declaraciones y exhortaciones. Una opción era la edición de una revista infantil tradicionalista para la que, sin embargo, persistía el lastre económico. Era un objetivo, en parte para contrarrestar las existentes, entre las que solo se excluía Jeromín[62], publicada desde 1929 por la Sección de Aspirantes de la Acción Católica y una de cuyas secciones se titulaba «Niños heroicos»[63]. Pero no era este su ideal, más político y militar, desde el que animar a constituir agrupaciones de Pelayos siguiendo el modelo heroico de su patrón. La tendencia al encuadramiento militar se reflejaba en muchas cartas, como la del hijo de un tradicionalista expatriado: «Quisiera ser Requeté; pero como todavía no tengo más que nueve años, empezaré siendo Pelayo, y después lo que sea preciso»[64]. Afirmaba Cascabel que la suma de los amores a Dios, la patria y el rey era «capaz de hacer un héroe de cada niño, y bastante para vencer a los más terribles enemigos»[65]. El heroísmo carlista pasaba por el combate, generalmente armado, para el que los niños se preparaban y al que, en sus cartas, aspiraban. Como fundamento para ello recurrían a la historia familiar y a la de su comunidad política. Lo significativo es que estos modelos heroicos se asemejaban a los de otros países del tiempo previo.

Desaparecida esta sección a comienzos de 1934, la sustituyó en abril de 1935 en El Siglo Futuro un suplemento infantil, con el título de Pelayín, culminación de los intentos por dotarse de una publicación propia, obra de Emilio Morales Acevedo (EMA), con dibujos de Santiago Morales Talero (Eseme). Aunque el contenido político explícito no era muy evidente, dominaban historias edificantes desde una perspectiva tradicionalista, en las que se ponían como ejemplo comportamientos virtuosos de contenido católico, destacando los relatos en los que se mantenían los principios a costa de sufrimientos y, a cambio de esa fidelidad, se obtenían gracias, como en la literatura hagiográfica. Quienes protagonizaban estos relatos podían ser personajes históricos, como el Cid[66], y niños anónimos, pero en gran parte respondían a descripciones estereotipadas en lo físico y lo moral. Valgan dos ejemplos, ambos en cuentos de EMA, el primero titulado «La princesita y el dragón», que comenzaba: «¡Qué pena de princesita! ¡Si la hubieseis visto con su carita de cielo y sus tirabuzones rubios! La habían vestido toda de blanco. Sobre sus hombros llevaba un chal de seda finísimo y sobre su cabecita una corona de lirios». En el segundo, «El gigante, el diablo y el niño», describía a su personaje: «Una mañana se presentó en la orilla un hermoso niño, con unos cabellos rizados preciosos, unos ojos azules incomparables y una túnica blanca»[67]. Este tipo de caracterizaciones eran habituales también en las ilustraciones que las acompañaban. Es aquí donde podía caber alguna referencia al carlismo, como en las historietas de JAG, que con el título «Margarita. En ser buena desde niña se ejercita», ponían de manifiesto, por un lado, la imagen citada, con una niña de cuya boina salían tirabuzones, en cuyo rostro lucían coloretes y que en la solapa del ojal llevaba una margarita. En la primera que se publicó acudía a acompañar a su amiguita María Nieves, enferma, a través de un bosque en el que la voz del demonio la quería asustar. Pero el valor de la buena acción quitaba el miedo[68]. En este caso, los nombres de las dos consortes de los dos hermanos pretendientes se convertían en niñas para ejemplificar de forma más cercana la importancia del valor frente a las amenazas.

También tenían cabida otras historias en las que, tras un inicio de claro contraste con la ejemplaridad, llegaba la redención mediante la intervención divina o el ejemplo de virtudes ajenas. Un ejemplo era Guzmán el Bueno, pero también la historia del picapedrero que quiso ser otras cosas hasta que se dio cuenta de que lo que tenía era lo mejor[69]. Alguna de las historias acababa en moraleja: «No maldigáis nunca de vuestra suerte, por mezquina y ruin que os parezca, ni sintáis rencor o envidia por los que se os antojan más dichosos que vosotros. ¡Quién sabe si seréis mañana los elegidos y sea de vuestra madera de la que salgan la santa inocencia o el símbolo imperecedero de la Redención!»[70].

La heroicidad venía dada por la virtud, por la cercanía a valores cristianos y formaba parte de un marco cultural más amplio, el católico. Sin embargo, se le fue añadiendo otro referente, más propio tanto del tiempo en que se formulaba, como de la tradición carlista. Ese elemento de relatos e imágenes era la justificación y legitimación de la violencia. Podía ser positiva porque redimía y se aplicaba tanto a los integrantes del carlismo como a sus oponentes, aunque en este caso se empleara como coerción, al menos según la carta de tres niños a la revista Pelayos, ya durante la guerra, en la que afirmaban que, con sus armas de imitación, «asustamos a los socialistas y a todo el mundo le hacemos gritar, quiera que no, esa frase que tanto tiempo ha estado presa en nuestros pechos ¡VIVA ESPAÑA!; y si alguno se resiste, culatazo hasta que canta»[71]. En cualquiera de los casos, insertar a la infancia dentro de la trayectoria militar y levantisca del movimiento era una forma de continuidad que se alababa. En unos versos que acompañaban la foto de un niño, se unía al fotografiado con su abuelo, veterano carlista[72]. En otro caso, también junto a la fotografía de un niño, se afirmaba el modelo insurreccional, que bien pudiera asimilarse a los citados referentes de la Gran Guerra:

¿Hasta cuándo, caro amigo

será preciso que esté

firme y de brazos cruzados

sin lanzarme a defender

contigo la buena Causa?[73]

Este suplemento fue antecedente directo en la militarización infantil que aún se vería superado por la aparición del semanario infantil Pelayos, en diciembre de 1936.

V. HÉROES EN LA REVISTA PELAYOS[Subir]

En esta publicación se mostraban ejemplos históricos y su valor como modelo de actuación para niños de entre siete y quince años. En el reglamento de la organización se encarecía «la admiración de nuestra Historia, la emulación del Ejército y en especial de los Requetés, el estudio de las Guerras Carlistas, el conocimiento de nuestro programa y de modo muy particular el de la Guerra actual»[74]. El valor de los requetés se justificaba porque habían «tenido en sus padres, en sus antecesores, grandes maestros. Y en la vida sirven de mucho las buenas enseñanzas. […] Los requetés de hoy son tan valientes, porque lo han aprendido de sus maestros, sus padres, sus tíos, sus abuelos…»[75]. Pero, además, incluía una faceta importante en la normalización del sufrimiento y su canalización religiosa hacia la redención, individual y colectiva: las referencias a las vidas de santos, otro de los modelos de heroicidad mencionados. De hecho, el carlismo contó con una figura a la que se quiso convertir en referente juvenil: Antonio Molle Lazo. En torno a él creció una imaginería y un lema que alcanzó éxito: «Ante Dios nunca serás héroe anónimo»[76].

Con el lanzamiento de la revista Pelayos, en plena guerra, el tono se aproximó a la línea del carlismo de tradición militar. Buen reflejo de ello será «Ramuncho, el héroe de 12 años», una serie de Vicente Cobreros Uranga como dibujante y Bartomeu Galí en los guiones, que se desarrolló en los siete primeros números. La trama mostraba al protagonista luchando porque «los hombres malos querían hacer la revolución comunista»[77]. El niño se implicaba directamente y salía victorioso, rescatando incluso a su padre al mostrar los valores que le habían transmitido. Así, en situaciones de peligro sonaba «la voz firme de nuestro Ramuncho, que en un momento se hizo cargo de toda la situación, porque la Virgen ilumina a sus devotos»[78]. En otra ocasión, al planear la liberación de sus padres, en «su rostro se leía la seguridad de quien ha trazado bien sus proyectos, los ha encomendado a Dios y está dispuesto a jugarse el todo por el todo»[79]. Esta actitud contrastaba con la de sus oponentes, claramente antiheroicos: «Cruzaban camiones a velocidades excesivas, conduciendo rufianes que levantaban en alto los puños y lanzaban blasfemias terribles. Algunos de estos hombres mordían un cuchillo, y acompañaban ese gesto con palabrotas amenazadoras»[80].

No es el único ejemplo de heroicidad infantil, como reflejaba Pachi Chiki y sus aventuras, obra del mismo Cobreros Uranga, una serie en la que el protagonista era un pelayo, a diferencia del ya citado Ramuncho. Lo significativo era su afán por encontrar aventuras, fruto de sus apasionadas lecturas[81], de acuerdo a patrones muy similares a los europeos. Así, en un episodio, el pelayo protagonista quería salir con su tío al mar, pero este se negaba. La solución fue esconderse en el barco para esquivar la prohibición[82], del mismo modo que en la I Guerra Mundial, la huida permitía a quienes no cumplían los requisitos sumarse a los combatientes[83]. También mostraba rasgos heroicos un muchacho de catorce años, Juanín, protagonista de «¡Por Dios y por España! ¡¡Fuego!!», al que no hacía falta que azuzaran, «pues amén de que ya de suyo ardía en deseos de hacer algo grande y sonado por Dios y por España, don Policarpo, su párroco y maestro, apergaminado anciano que sentía bullir aún en su pecho los arrestos y entusiasmo de sus mejores años, no cesaba de avivar en su corazón las llamas de tres grandes amores, capaces de salvar las almas y los pueblos del caos materialista: la Religión, la familia y la Patria»[84].

Además, cabía incluir aquí los relatos enviados por los propios niños carlistas, como el que protagonizaba uno que decía tener catorce años, pero apenas representaba doce. En un momento, «aprovechando que sus padres están entretenidos […], se escabulle entre la multitud; como quien no hace nada, salta y se cuela por debajo de las piernas de los chicos que ocupan una de las camionetas». Y así salió para el frente[85]. También escribía un pelayo sobre Tomás Sanmartín Oñate, de Zaragoza, que se había incorporado al ver a tantos requetés dar su vida. Murió en Huesca, en el tercio de Nuestra Señora del Camino. Decía el autor, compañero suyo, que lo velaron y desfilaron ante él[86], un proceso de movilización memorial como los de la gran guerra.

No siempre era mediante la acción como actuaban los niños carlistas, sino conformando una línea de defensa frente al enemigo, caracterizado con caricaturas monstruosas. Activada la guerra total, los niños ocupaban su posición[87].

Esta retórica, tan vinculada con la citada esperanza en el futuro, daba a los niños un protagonismo significativo, pues no solo se preparaban para la lucha en un horizonte próximo, sino que justificaban la de sus mayores como garantía de su propia pervivencia. Además, les hacía seguir unos valores y principios considerados inherentes al combate que habrían de emprender. Así lo afirmaba taxativamente Mariano Vilaseca, director de la revista, en su presentación, cuando afirmaba que «desde que los requetés han cogido el fusil para salvar a España y han empezado a dar palizas a los ejércitos de gente mala, todos los niños de España se van poniendo la boina roja, se preparan para luchar mañana por Dios, la Patria y el Rey, cogen su fusil, hacen ejercicio, o sea que se inscriben como pelayos»[88].

Insistía en ello en «Toques de corneta», un editorial con sentido doctrinal, en el que advertía a los niños que, aunque quisieran ir a las trincheras, aún no era el momento, pero podían demostrar ser buenos pelayos, puntuales en el cuartel, haciendo bien los ejercicios, obedeciendo y cumpliendo los deberes cristianos[89]. En definitiva, afirmaba: «Pelayos, futuros héroes de la Nueva España; a comulgar, para ser pronto heroicos soldados al servicio de Dios y de la Patria»[90]. La retórica oficial indicaba la imposibilidad de que los niños acudieran al frente. Sin embargo, se presentaba la paradoja de la exaltación de aquellos adolescentes que participaban en combates o estaban en primera fila. Así lo atestiguaban los ejemplos históricos, del carlismo y de personajes destacados del período imperial español. Pero también se aludía a héroes infantiles, como el tambor del Bruc, cuya historia concluía que el «pequeño y legendario héroe» fue «precursor de nuestros Pelayos y requetés»[91]. Por supuesto, resultaba importante celebrar a los mártires de la tradición en su festividad: «Al recuerdo de los héroes de las pasadas guerras juntamos el recuerdo actual de tantos miles de boinas rojas», señalaba Vilaseca[92]. Encontramos así dos posibilidades: una elaboración literaria más o menos embellecida, o la presencia real.

Del primero de los casos valga como ejemplo la serie «El cabrerizo», protagonizada por Andresillo, un chico de quince años. Se mostraban los valores más significativos y el carácter heroico con el que pudo solventar las dificultades de quienes sufrían la amenaza de los enemigos del orden, para acabar como capellán de requetés ya durante la guerra civil, conectando una infancia ejemplar con la culminación en el servicio religioso[93]. También resalta en esta línea de ficción con mensaje el texto de A. Benjamín (José María Canellas), con dibujos de José Serra Massana, «Bajo tierra con los monstruos de la destrucción», en la que el Estado Mayor encargaba a un joven corneta que frustrase el plan enemigo, consistente en la excavación de galerías en las que introducirían explosivos para volar España, convencidos de su derrota[94].

Por su parte, las colaboraciones de escritores carlistas consagrados, como Ignacio Romero Raizábal, que publicó «El príncipe que mató al miedo», la historia del príncipe Gaetán de Borbón Parma, hermano del regente y futuro pretendiente Javier, que a los doce años se las ingenió para superar su miedo a la oscuridad, «con la lanza milagrosa de la fuerza de voluntad»[95]; y Antonio Pérez de Olaguer, que al hablar de un hijo pelayo de Manuel Fal Conde, describía a los niños carlistas como «un mañana rosado y espléndido. Un Pelayo quiere decir en primer lugar un católico, un católico que asegura que España será de verdad, totalmente, abiertamente católica, y no necesitará más para armonizar así una sociedad perfecta y feliz». Y cuando describía al muchacho, no solamente trazaba el retrato físico, sino que añadía el moral: «Tiene unas facciones perfectas y unos ojos menudos, y una mirada limpia, transparente, pura, como es siempre la mirada de los niños buenos». El propio Pérez de Olaguer se centraba en otro ejemplo de retaguardia, Pepito Rodríguez, un pelayo de Arcos de la Frontera, que en un accidente de coche se rompió las dos piernas y no se quejaba, ofreciendo su sufrimiento por Dios, la patria y el rey: «No es preciso ir a la guerra, ni intervenir en gestas sublimes, para emular, heroicamente también, las hazañas de nuestros hermanos en los campos de batalla»[96]. Pero lo más llamativo es que estas afirmaciones contrastaban con los relatos de participación activa en el frente, como el pelayo malagueño «de muy corta edad» que capturó dos soldados republicanos en el frente de Lopera[97]; o el de quince años, cuya presencia entre los combatientes servía para demostrar «que, cuando la Patria está en peligro, hasta los pelayos saben ser requetés»[98].

Pero también los había del segundo caso, como ejemplificaba la solicitud de una viuda de Villava, que exponía a la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra,

que con mi beneplácito en el momento de haber iniciado el deseado movimiento, el día 19 del pasado mes de Julio, se incorporaron tres de mis hijos a él, que gracias a Dios han sido heridos dos, menos graves, si bien uno de ellos hace tres meses que está postrado en cama, pero con esperanza de completa curación y ánimo de volver a luchar, por Dios y España y otro de los hijos y que hace el cuarto, que servía en cuerpo de preferencia desertándose de Barcelona, hoy está donde sus hermanos en defensa de la Santa causa.

Dada su situación, y aunque «no es mi deseo restar fuerzas a la buena causa», pedía el regreso del menor de los cuatro hijos, Jesús, que contaba diecisiete años, y era voluntario desde el 19 de julio en Somosierra. Daba algunos detalles sobre su situación otra carta que mediaba por su retorno, afirmando que «su constitución física para hombre hace desear todavía. […] Y a ruego del párroco de Santesteban y su madre, le escribo estas letras para que interceda, con el fin de que este chico, lo manden a casa; y si no puede ser, lo dejen en servicios auxiliares en Pamplona»; eso sí, añadía el peticionario, «sin que el chico llegue a enterarse. Como le digo, es ruego de su tío y madre, que lo reclaman»[99]. También reclamaba a alguno de sus tres hijos Félix, de San Martín de Unx, uno de los cuales, Santiago, de dieciocho años, convalecía en aquellos momentos en casa, evacuado del hospital de Tolosa[100]. Más llamativo era el caso de un chico de dieciséis años, «Felipe Fuertes Casabiel, conocido por el nombre de Ernesto según justifica con la certificación que acompaña del Registro Civil de esta villa, [que] ingresó en las Milicias del Requeté sin la autorización necesaria de sus padres, el cual se halla en la actualidad en el Tercio de Dª María de las Nieves, C[ompa]ñía del Capitán Gastán que se halla operando en el frente de Quinto (Zaragoza)». El padre solicitaba el regreso del chico, dada su edad, pero lo significativo es que la Junta denegó la petición[101]. Tampoco se aceptó la petición de regreso de otro chico de Artajona, que «estaba en la compañía de Barandalla en Pamplona y que el lunes de esta semana día veintiuno salió para el frente de Sigüenza y creyendo que es de poca edad para llevar la vida de parapeto (pues no tiene más que diez y siete años recién cumplidos)», solicitaba su retorno, atendiendo a que tenía otro hermano en el frente[102].

Pero además de estos casos excepcionales, se encomendaban a los pelayos más mayores labores de vigilancia. Así lo expresaba la comunicación que solicitaba armamento, concretamente cincuenta mosquetones de 7,92 mm para la sección que prestaba servicios en el Hospital Alfonso Carlos y en la Diputación Foral en Pamplona, «obligado acudir a este procedimiento porque la formación de fuerzas para fronteras ha agotado el personal de Requetés que desempeñaban, anteriormente, dichas guardias, y estima esta Junta de Guerra que dicho armamento es el más adecuado para que los jóvenes Pelayos, de 17 a 18 años, puedan llevar a cabo la misión que se les confía»[103].

En último término, el final era el sacrificio por la causa defendida.

VI. CONCLUSIÓN[Subir]

Puede decirse que el proceso de heroización infantil quedaba sujeto tanto al modelo del que se partía como al momento en que se desarrollaba. Así, cuando se planteó la inserción política de los niños en el integrismo de la segunda década del siglo xx, el objetivo era primordialmente la resistencia frente a la modernidad en constante avance y la protección de los valores religiosos y morales colocados en el primer plano de esa opción política con la idea de preservarlos para un futuro mejor. Por su parte, el legitimismo del pretendiente don Jaime apenas si asumió la incorporación infantil a sus filas, por más que la constitución de los requetés contemplase esa posibilidad. Sin embargo, su cercanía a la acción hizo que los más jóvenes quedasen fuera, pese a utilizarse la expresión «requeté infantil», aunque en épocas más tardías.

Cuando se produjo la reunificación de las dispersas fuerzas tradicionalistas, ya al inicio de la II República, los niños se convirtieron en un objetivo, pero el modelo para sumarlos a la causa osciló entre el integrista y el legitimista, sin que quedara claro hasta el final del período republicano. De hecho, el componente activista, más propio de la segunda opción, se impuso por encima del enfoque más reactivo y resistencial del primero. Pese a que hubo elementos compartidos, la tardía recuperación de la denominación pelayos mostraba la dificultad para asumir de forma plena el modelo de principios de siglo. Hay que tener en cuenta, además, que la influencia de movimientos similares en otros países había introducido matices y, por tanto, el modelo adoptado a mediados de los años treinta tuvo más que ver con una militarización de la infancia que con la opción antimoderna, por más que esta no se abandonara.

Estos modelos de encuadramiento conllevaron a su vez una diversa percepción del paradigma heroico, pues si el de origen integrista se apoyaba en modelos más próximos a las hagiografías católicas y, por tanto, con una centralidad plena de la religión y la moralidad a ella asociada, el de origen legitimista dispuso del panteón originado en las guerras del siglo xix, lo que a su vez facilitó la recepción de los modelos europeos más vinculados con la I Guerra Mundial. Todo ello además se vio alimentado por una extensa literatura, tanto producida por los propios movimientos como generada por una industria editorial que percibió en la infancia un importante espacio de crecimiento. De hecho, el propio carlismo trató de impulsar estas publicaciones infantiles, con dificultades, pero muy conscientes de su importancia movilizadora y de su aportación de referencias para la acción.

Ambos modelos confluyeron, de nuevo, en el marco previo a la guerra civil y con el estallido de esta, combinando en este caso de forma más armónica los dos extremos, religioso y guerrero, en una retórica que enlazaba con la imagen del monje-soldado. Además, no se trató solo de un recurso retórico apoyado en la ficción, sino un modelo para la acción que acabó movilizando un cierto número de niños-adolescentes de acuerdo a mecanismos muy próximos a los ya vistos en el primer conflicto mundial.

En definitiva, la existencia de una cultura de guerra y en ella de una memoria cultural capaz de activar el mito de la experiencia de guerra, a través de la importancia de los veteranos de la última confrontación carlista, ayudó a poner en marcha una extensa memoria comunicativa, cuya influencia entre los niños socializados en todas ellas permitió sumarlos a un esfuerzo de guerra total.