DE LA GUERRA DIECIOCHESCA A LAS GUERRAS TOTALES EN EL SIGLO XIX A TRAVÉS DEL CASO ESPAÑOL (1793‑1840)
From ancient regimen wars to total wars in xix century through the Spanish case (1793‑1840)
RESUMEN
Entre 1792 y 1815 cambió el modo de hacer y percibir la guerra en Europa: se dejaron atrás las convenciones de la guerra dieciochesca para pasar a lo que se ha caracterizado como guerra total. En el presente artículo se analizan estos cambios a través del caso español, con la guerra de la Convención, la de Independencia y la carlista, fundamentalmente. Primero se reflexiona sobre el concepto de guerra total, sujeto a debate historiográfico, incidiendo en algunos de sus rasgos y señalando no solo cuestiones cuantitativas, sino de percepción de los coetáneos. Tras ello, se plantea que el primer conflicto bélico abordado fue de características dieciochescas; el segundo una guerra total internacional, y el último una guerra total civil. Finalmente, se lanza la interpretación de que las nuevas dinámicas de la guerra se trasladaron de los conflictos internacionales a los civiles, merced a una población movilizada, politizada y armada que había vivido diversas experiencias bélicas.
Palabras clave: Guerra de la Convención; guerra de la Independencia; guerra carlista; guerra total.
ABSTRACT
Between 1792 and 1815 there was a shift in the way warfare was conducted and perceived in Europe, away from the conventions of eighteenth-century warfare to what has been characterised as total war. This article analyses these changes through the Spanish case, with the Convention War, the Peninsular War and, mainly the Carlist War. First, it reflects on the concept of total war subject to historiographical debate, focusing on some of its features and pointing out not only quantitative issues but also the perception of contemporaries. It then goes on to argue that the first war was an eighteenth-century conflict, the second an international total war and the last one a civil total war. Finally, an interpretation is put forward that the new dynamics of warfare shifted from international conflicts to civilian ones, thanks to a mobilised, politicised and armed population that had lived through various experiences.
Keywords: Revolutionary Wars; Peninsular War; Carlist War; total war.
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
En 1792 se abrió un periodo bélico en Europa con extensiones globales[1] en el que cambiaron las implicaciones de la guerra, se dejaron atrás las formas dieciochescas y, en medio de revoluciones y contrarrevoluciones, derivó en «guerra total». Este es un concepto discutido en su aplicación antes del caso paradigmático de la Primera Guerra Mundial, pero que, sin embargo, se ha llevado hasta las guerras religiosas y políticas del siglo xvii, como la guerra de los Treinta Años. En el presente texto no se irá más atrás del xviii, partiendo de la base de que la primera guerra total en época contemporánea fueron los conflictos bélicos desencadenados desde 1792 a 1815, con las guerras revolucionarias y napoleónicas, como ha señalado David Bell[2]. Sin embargo, que un conflicto no sea total no implica que sea menos cruento o un mero teatro cortesano, como a veces se han visto los enfrentamientos bélicos del siglo de la Ilustración.
Otro especialista en guerras napoleónicas, Alexander Mikaberidze, interpreta como «un punto de inflexión en la historia de la guerra» lo iniciado en 1792 al desencadenar fuerzas ideológicas que ponían en cuestión todo el sistema europeo de su época. En los nuevos conflictos el pueblo fue un participante activo, se emplearían todos los recursos de la nación y el grado de movilización sería asombroso, en palabras del citado autor: «Las guerras, que habían sido un asunto de los reyes, se convirtieron en un asunto de las naciones»[3].
Tras el Congreso de Viena y exilio de Napoleón no llegó la paz a Europa. Las potencias pretendieron acotar los límites de la guerra, igual que habían hecho en Westfalia en 1648 o Utrecht 1713. A lo largo del siglo xix disminuyeron aparentemente las hostilidades entre los grandes Estados nación o fueron de carácter regional o puntual, aunque aumentaron las guerras civiles (Portugal 1828-1834, España 1833-1840/1872-1876, Francia 1871, proceso de unificación italiana) e intervenciones externas en ellas. Las grandes guerras europeas del siglo se limitaron a la de Crimea (1853-1856), la guerra entre Dinamarca y Prusia (1864), Prusia y Austria (1866) y la guerra franco-prusiana (1870-1871). Fuera del viejo continente hubo terribles guerras coloniales, y en América conflictos, como la guerra de Secesión (1861-1865) y la guerra de la Triple Alianza contra Paraguay (1864-1870), por no hablar de conflictos en Asia, como la guerra civil china conocida como Rebelión Taiping (1850-1863), que tuvo unas cifras gigantescas. Cabe preguntarse si algunos de estos casos podrían considerarse guerras totales.
En el caso español peninsular, la cronología 1793 a 1840 nos ofrece un campo de observación de la evolución de la guerra, con similitudes y diferencias entre actores y teatros bélicos, continuidades en los medios de combatir, pero diferencias sustanciales en la concepción del enemigo. Se presentan numerosos conflictos: la guerra contra la Convención Francesa (1793-1795), la intermitente guerra contra el Reino Unido (1797-1801, 1804-1808), la guerra contra Portugal (1801), la Guerra de Independencia (1808-1814), la Guerra Realista (1821-1823) y la Primera Guerra Carlista (1833-1840). En el presente texto se tratarán fundamentalmente tres: la guerra de la Convención, la de Independencia y la carlista.
Así pues, a través de ellos se van a esbozar los cambios y evoluciones desde las guerras dieciochescas hasta las del xix: de ejércitos profesionales (esencialmente) de voluntarios a ejércitos de leva en masa o quintas, de atroces pero acotadas batallas a la extensión e indefinición del teatro bélico, de la violencia del combate a la violencia en retaguardia. En definitiva, el paso de la guerra limitada a la guerra total, primero entre Estados nación, después en el seno mismo de uno de ellos. Por otro lado, también existen continuidades y similitudes: las motivaciones variadas de los soldados que no eran meros autómatas, las implicaciones de intendencia y económicas, el mismo armamento y la visión de la batalla a ras de suelo.
Antes de entrar en el análisis e interpretación de los conflictos, debemos reflexionar sobre el concepto de «guerra total», el cual no es lo mismo que una guerra absoluta y global. En primer lugar, se debe indicar que los estudios de la guerra en el mundo hispanohablante gozan de dinamismo con diferentes debates, como señalan David Alegre y Miguel Alonso[4]. En segundo lugar, el propio concepto de «guerra total» apareció en 1917 y se articuló en 1935 para hablar de la Gran Guerra. Su paradigma fue la Segunda Guerra Mundial. Sus principales características serían la masiva movilización, el objetivo de destrucción total del enemigo, la no diferenciación entre civiles y soldados y la capacidad de destrucción[5]. Sobre esto resultan de relevancia los trabajos de Roger Chickering y Stig Forster sobre las dos guerras mundiales y el periodo de entreguerras[6]. Sobre la Primera Guerra Mundial es conveniente indicar el cambio que supusieron los primeros meses del conflicto. Comenzó como una guerra decimonónica en muchos aspectos, pero se alumbró una guerra total internacional[7].
En tercer lugar, las reflexiones sobre si se pueden denominar guerras totales las guerras civiles. En ese sentido, Gabriele Rantazo tiene una visión crítica, pues aduce que en un conflicto interno de un país la guerra no puede ser total porque no es indiscriminada[8]. Esta interpretación es cuestionable, incluso desde los parámetros bélicos del siglo xix (guerra de La Vendée, Comuna de París, Guerra Realista, guerras carlistas etc.), y no encaja con investigaciones más recientes sobre la Guerra Civil española de 1936-1939 (alargada en forma irregular hasta 1952)[9], que no dudan en calificarla como guerra total[10].
En cuarto lugar, no debemos obviar que la guerra total se ha retrotraído, obviando algunos conflictos de la Antigüedad, hasta la guerra de los Treinta Años en el siglo xvii. Y en este punto merece la pena mencionar lo que plantea Peter Wilson. A la hora de utilizar el concepto de guerra total es imposible no comparar con el siglo xx en una visión eurocéntrica y que cae en determinismo tecnológico, enlazando industrialización y modernidad también en las formas de movilizar y matar en una guerra. Pero una guerra total no necesariamente va unida a modernidad y viceversa. Por tanto, los historiadores nos enfrentamos a la dificultad de aplicar conceptos absolutos tal y como se ha entendido la guerra total. Un nuevo enfoque incide en que una guerra total no es solamente la destrucción cuantitativa, sino las experiencias: cómo vivieron y percibieron la guerra quienes la padecieron[11].
Siguiendo al mismo autor, la guerra de los Treinta Años cumple superficialmente los parámetros de guerra total, aunque con matizaciones. Por ejemplo, los rebeldes bohemios convocaron a las armas a un 10 % de los varones en 1618 y luego hubo un reclutamiento general; en el Sacro Imperio llegó a haber 250 000 combatientes en 1632; en todo el conflicto se estiman cinco millones de muertos, hubo economía de guerra y guerra económica y la conducción de la guerra fue brutal, con masacres de poblaciones, como Magdeburgo en 1631, aunque no se pretendía el exterminio completo del enemigo. Luego están las percepciones, y ahí sí que fue percibida como guerra total: en su época hubo idea de un conflicto sin límites fuera de control. Eso quedó reflejado en obras como los grabados Las miserias de la guerra de Jacques Callot, igual que haría Francisco de Goya en sus Desastres de la guerra en 1810-1814. También contribuyó a esa percepción un periodo previo de relativa paz, al igual que sucedió con las guerras revolucionarias y napoleónicas o con la Primera Guerra Mundial. Por tanto, Wilson concluye que: «Más que debatir cuál es ese umbral con criterios materiales como la proporción de población movilizada, la magnitud de una guerra se manifiesta a través del grado en el que se considera que ha superado los precedentes pasados y ha roto las normas aceptadas»[12].
Finalmente, en el periodo que nos ocupa también hay debate. Entre 1775 y 1815 se ha mencionado que surgen nuevas formas de hacer la guerra. Ya se han mencionado las obras de Bell y Mikaberidze, pero hay otras en la misma línea o críticas. En una obra colectiva de 2010 se manifiestan varias de estas posturas. Mientras Dierk Walter, Matthew C. Ward y Wolfgang Kruse ven un primer paso a la guerra total en ese periodo, John Lawrence no encuentra útil dicho concepto para aquella época. Förster, por su parte, habla de primera guerra mundial para referirse a los conflictos en la era de las revoluciones[13]. Por otro lado, Mark Hewitson, quien aborda la guerra de masas con el caso de los estados alemanes durante las guerras revolucionarias y napoleónicas, plantea también el debate sobre el concepto de guerra total para el periodo 1792-1815, exponiendo su apuesta por el concepto que hace Bell frente a la visión crítica de Michael Broers[14]. En la reciente obra de Mikaberidze no se aborda este debate, aunque el panorama global presentado y el profundo impacto que expone de las guerras de 1792 a 1815 redunda en ver aquel conglomerado bélico como una guerra total, a una escala sin precedentes[15].
Queda patente que hay debate historiográfico al respecto. David Bell sí afirma que las guerras revolucionarias y napoleónicas fueron una guerra total. En tal línea va este artículo, aunque teniendo presentes los debates y matizaciones pertinentes para cada contexto histórico. Si el concepto de guerra total es muy restringido, solo sería operativo para la Segunda Guerra Mundial, y si es demasiado amplio, se podría aplicar a casi cualquier conflicto bélico. Por tanto, habría que diferenciar entre guerra de amplia dimensión geográfica o guerra especialmente virulenta y una guerra total, no conllevando necesariamente las dos primeras a la última. Además de las cuestiones planteadas se consideran pertinentes para la caracterización de una guerra total que exista una movilización masiva, que no haya distinción clara entre civiles y militares y que los objetivos no sean limitados —conllevando todo esto unos notables procesos de intensificación de la violencia— y, finalmente, que los propios coetáneos percibirán la guerra como ninguna antes, como algo excepcional.
Así pues, las guerras a partir de 1792 en Europa y de 1808 en España suponen una ruptura con lo anterior del siglo xviii tras 1714, pues no hay que olvidar que la guerra de Sucesión española fue calificada de «guerra tan universal cual no se ha visto nunca» o «guerra mundial», una alta movilización de 1 300 000 combatientes y bajas de 1 251 000[16]. Entre 1714 y 1792 la guerra fue más «limitada», aunque apenas hubo años de paz en Europa por los conflictos a gran escala entre monarquías imperiales que defendían intereses dinásticos y geopolíticos.
II. LA GUERRA DE LA CONVENCIÓN: ¿LA ÚLTIMA GUERRA DIECIOCHESCA?[Subir]
En marzo de 1793 todavía hubo declaraciones formales de guerra y pasó un mes hasta que se rompieron hostilidades abiertamente. La guerra entre la monarquía de Carlos IV y la República Francesa tuvo un frente centrado fundamentalmente en los Pirineos Occidentales (Guipúzcoa-Navarra) y los Pirineos Orientales (el Rosellón-Cataluña). Una vez desencadenado el enfrentamiento, la primera campaña fue exitosa para las armas españolas, que tomaron posiciones en el lado francés del Bidasoa y se adentraron en el Rosellón. El año de 1794 fue de punto de inflexión, pues Francia lanzó una contraofensiva con la que invadió Guipúzcoa, Navarra y el Ampurdán. La Paz de Basilea de 1795 puso fin a una guerra en la que los dos contendientes estaban ya exhaustos. A continuación, se tratará el tema de los ejércitos y la visión de los generales, el tipo de guerra dieciochesca y el combate a ras de suelo.
A comienzos de la guerra, solo 8000 soldados franceses en torno a Perpiñán podían oponerse a la invasión española del Rosellón. En el otro lado, junto a Hendaya, 16 000[17]. Pronto cambiaron las tornas. A la altura de diciembre de 1793 el ejército francés, al mando de Daoust, contaba con 47 417 efectivos en los Pirineos Orientales. Frente a él, el general Ricardos dirigía a 27 610 hombres[18]. En los Pirineos Occidentales la relación de tropas era similar, siendo casi el doble de soldados franceses que de españoles. En febrero de 1794, el general Caro dirigía unos 20 000 hombres, de los que la mitad eran Milicias provinciales[19]. Caro consideraba necesarios 35 000 efectivos para la defensa del sector fronterizo vasco-navarro y, sin embargo, se le enajenaron 7000 para llevarlos al Rosellón[20].
La República Francesa pudo aportar continuamente nuevas tropas de refuerzo, mientras que Carlos IV tenía problemas para reclutarlas, aun movilizando cuerpos de milicias vascas y navarras o los somatenes y miqueletes catalanes. La leva general francesa daba sus frutos con 60 000 nuevos reclutas que podían utilizarse contra España. En la campaña de 1794 se impuso la superioridad numérica del ejército francés, con 57 000 soldados[21]. Junto a ello, fue clave la labor que desarrollaron en la retaguardia francesa los «representantes del pueblo», quienes ejercieron una fuerte presión para movilizar tanto a civiles como militares y conseguir recursos, intimidando con la política del terror si era necesario y dinamizando el esfuerzo bélico francés[22]. Respecto a las características de la guerra, Aymes señala que no ofrecía «gran originalidad»[23].
En los Pirineos Occidentales no pasó de ser una guerra de posiciones y escaramuzas en la mayor parte, salvo las ofensivas españolas de abril de 1793 o la de febrero de 1794. En el Rosellón, la muerte del competente general Ricardos supuso un revés para los españoles, que bajo el mando del conde de la Unión perdieron terreno. Este general murió en batalla y se le reprochó su mal hacer, acusándolo de cortesano sin méritos:
Terminado este punto propuso la defensa de Coliubre: El Quartel Maestre habló con viveza acerca de retirar aquella guarnición y volar la Plaza, todos los Generales accedieron unánimes a su opinión pero el en Jefe no tuvo por conveniente ponerlo en ejecución, y se dio si lugar a la torpe y vergonzosa Capitulación de Coliubre.
[...] dispuso un movimiento para situar a su modo las tropas, que las puso en confusión, y desorden; se volvieron no obstante a ordenar, los enemigos se aproximaban: cree oportuno hacer una salida y se echa fuera del reducto pidiendo que le sigan. [...] El General la sigue y recibe un balazo por la espalda, [...] cae de cabeza; este oficial y algunos soldados procuraron atravesarlo en su caballo, no pueden porque los enemigos cargan y dejan el cadáver, así murió gloriosamente este General elevado prematuramente al mayor empleo militar de España sin otro mérito que la política de saber aparentar[24].
Dejando a un lado a los generales y descendiendo al ras de suelo, la guerra no era agradable. En el siglo xviii, a pesar de la primacía del reclutamiento voluntario y de percibir la milicia como una profesión, la deserción suponía un problema para los ejércitos, en una época en que las monarquías no tenían resortes de control suficiente. El porcentaje de deserciones en los regimientos peninsulares fluctuaba entre el 5 % y el 7 %, pero en la campaña de 1793 se dobló la cifra. En el ejército de Cataluña, la deserción entre la tropa española fue de 2919 hombres, y su punto álgido se situó en otoño de 1794 con los reveses bélicos (1097 deserciones)[25]. Estas cifras son similares a las de otros ejércitos coetáneos. Por ejemplo, Federico II de Prusia tuvo un 15 % de desertores en 1744, o en la campaña de 1759 el ejército francés tuvo 2000 deserciones[26]. Este problema se mantendría en los ejércitos nacionales, e incluso se amplió al establecerse el servicio militar obligatorio.
A pesar de ello, muchos soldados tenían motivos para quedarse y combatir, pues no eran sujetos pasivos ni meros autómatas ni simples víctimas de la tiranía militar. Esa es la tesis sostenida por Ilya Berkovich para el siglo xviii, quien indica como motivaciones para alistarse en el oficio de las armas y mantener la cohesión en batalla: el corporativismo e identidad militar que generan tanto vínculos verticales como solidaridades horizontales; una masculinidad basada en la capacidad de sacrificio que generaba reputación social; una concepción del honor que no era patrimonio exclusivo de la aristocracia; incentivos materiales (soldada y saqueo); la necesidad de mantener la propia vida; las lealtades dinásticas o el patriotismo[27].
En el caso hispano, Carlos III y Carlos IV procuraron que los soldados veteranos permanecieran en el ejército gratificando económicamente su reenganche, con ascensos a cabo y sargento, y retribuyendo su permanencia mediante pensiones de retiro. Además, se les daba preferencia para ocupar empleos en la Administración[28]. Eso suponían motivaciones materiales y de estabilidad cotidiana, a las que sumar otras. Como se ha mencionado, la idea de camaradería militar fue un elemento de importancia en la cohesión de los ejércitos, posibilitando acciones poco racionales, desde aguantar el mismo fuego en la línea de batalla a lanzarse a una carga. Y más teniendo en cuenta que las batallas del siglo xviii, aunque limitadas y caracterizadas por un ritual previo cortesano y casi teatral, fueron especialmente sangrientas, con entre un 30-40 % de bajas por bando, con balas de cañón arrancando miembros y alaridos de los heridos[29].
Una pequeña muestra de todo ello son los informes de acciones de guerra individuales, las cuales reflejan un comportamiento heroico que no se explica por cuestiones de coerción, sino que expresa un esprit de corps. Expongo casos de jinetes del Regimiento Farnesio en la batalla del 5 de febrero de 1794, en el frente de los Pirineos Occidentales. Este regimiento de caballería era dirigido desde 1789 por el coronel Antonio Amar y Borbón y participó toda la guerra de la Convención en la zona vasco-navarra.
La documentación del Regimiento Farnesio nos revela detalles que ejemplifican distintas cuestiones que se han señalado. Los expedientes de sus integrantes revelan cómo muchos sirvieron durante toda su vida en el ejército como una profesión. Es el caso de Antonio Leoneto, de 59 años, y «su Patria Milán en Italia», quien empezó su servicio en las Guardias de Corps en 1744, de donde pasó a teniente del Farnesio, combatió en Portugal y Gibraltar, para retirarse el 16 de octubre de 1793. Similar caso es el de Mateo de Pueyo, de 57 años, y «su Patria Zaragoza en Aragón», quien comenzó como cadete en de 1746 en el Regimiento de Caballería de Andalucía, participó en el sitio de Gibraltar y murió en Málaga en 1792. O Vicente de la Caballería, de 58 años y «su Patria Almagro, en la Mancha», quien comenzó como soldado en 1758 y el 25 de enero de 1793 era ya capitán, tras lo cual se retiró unos meses después[30].
Otros papeles, sin embargo, informan de deserciones, carencias y problemas de intendencia del Regimiento. Ramón Olondriz, comandante del Farnesio, escribía al coronel Amar sobre su llegada a Pamplona, el 27 de junio de 1793, informando que empezaba a «padecer el ánimo» pues «desde el primer día empezaron a irse los Reclutas, y a la ora de esta se han ido cuatro», pasándose «requisitorias a sus Pueblos», e indicando que se dispone a «practicar vivas diligencias para hacer un ejemplar castigo en el Desertor que aprenda»[31]. Desde Lora del Río (Sevilla), Bernardo de Arratibel, comisionado en Andalucía, escribía a Antonio Amar informando, a 3 de diciembre de 1793, de sus problemas para conseguir caballos para el Regimiento: «En todo el camino, que ha sido de 58 leguas, solo he visto 8 de venta y todos con defectos sustanciales, por lo que no he comprado ninguno» pues «está decaída la cría». Finalmente, adquirió nueve caballos para la guerra, entre la Cartuja de Jerez, Córdoba y dos dados por Juan Carmena al rey, los cuales tardó en cobrar[32].
Todo ello no obsta para que los soldados del Farnesio tuvieran motivaciones para combatir y dieran pruebas de lealtad a sus compañeros y oficiales, manifestando una concepción del honor, la reputación y la supervivencia. Así lo muestran los partes sobre la acción del 5 de febrero de 1794, cuando se organizó una ofensiva sobre el campamento fortificado francés llamado de los Sans-Culottes. Para ello se dispuso que cruzaran el Bidasoa 13 000 infantes, 700 jinetes y artillería que protegería desde la loma de Luis XIV y el pueblo de Biriartu. El objetivo español era destruir el campamento enemigo, defendido por tres reductos artillados (el de los Derechos del Hombre, Sans-Culottes o Libertad e Igualdad). Dos veces asaltaron los españoles el reducto de la Libertad, pero fueron contenidos, lo que dio tiempo para la llegada de refuerzos franceses desde Saint-Jean de Luz. Tras esto, el ejército español se retiró «con el mayor orden» y tras sufrir 51 muertos, 255 heridos y 36 contusos[33].
Aquel día, el sargento Felipe Muñoz «fue mandando por el Capitán Dn. Francisco Cornel para que recogiera una Silla de un Cavallo que mataron los Enemigos a un soldado que se hallaba con un Jefe y a dicho soldado le partieron una pierna de una bala de cañón la que también mato al Cavallo y dicho Cavo recogió la silla del Cavallo a pesar del mucho fuego que le hicieron». El cabo Policarpo López subió al monte «llamado el Diamante que por más fuego que le hicieron los Enemigos subía a dicho monte a lo que el General le mando y al retirarse tuvo que echarse rodando por el monte abajo por no quererse entregar a los Enemigos»[34].
En enfrentamientos posteriores, el sargento Vallés, junto a cuatro soldados más, estuvo destinado «para mantenerse al Frente y Vista de los Enemigos para observar sus movimientos, ínterin el Ejercito se fue retirando, a pesar del mucho fuego que les hacían los enemigos, y que un rechazo de una bala de cañón le quito el sombrero de la cabeza a dicho sargento ni por mas fuego que hacían dichos enemigos no desamparo su puesto hasta que le trajo orden mi Sargento». O, por ejemplo, el soldado Cipriano López, el 17 de octubre de 1794, «vio como los Franceses hicieron prisionero a su Comandante, y procurando liberarlo de su Prisión, acometió y procuro matar al Francés que lo tenía prisionero y consiguió darle una cuchillada», «le tiraron una descarga que le mataron el Cavallo» y «a los dos soldados que le acompañaban», pero «despreciando el súbito fuego del enemigo», recogió los caballos «y los presentó a esta compañía armados y con toda montura»[35].
Finalmente, y para acabar con la guerra de la Convención como ejemplo de última guerra dieciochesca, cabe reseñar que todavía se respetaba la convención de realizar las campañas entre primavera y otoño, parar la guerra en invierno y no perseguir al enemigo derrotado para destruirlo totalmente. Así lo hizo el general Ricardos tras vencer a los franceses en Trouillás «porque no era él ciertamente el destinado a crear aquel género de guerra que no reconoce estaciones»[36].
Junto al respeto del vencido, también existían unas ciertas consideraciones hacia la población civil, que solía quedar al margen de las grandes batallas, si bien se veía afectada por requisas, desplazamientos y asedios si su localidad era una plaza fuerte. En la guerra de 1793-1795, como norma se respetó a las poblaciones, por ambos bandos. De hecho, en la primera ofensiva en el Rosellón, los españoles fueron recibidos como libertadores en Saint-Laurent de Cerdans en abril de 1793[37]. Por el lado contrario, buena parte de los comerciantes de San Sebastián colaboraron con los franceses en 1794-1795[38]. Sin embargo, hay casos de saqueos, como el de Eibar el 29 de agosto de 1794, cuando las tropas francesas «incendiaron y redujeron a cenizas ciento diez y seis casas»[39].
En este sentido, también resulta significativo un bando de guerra publicado por el general Ricardos el 3 de julio de 1793, donde indicaba que «las querellas de los Estados se ventilan y disputan de tropas a tropas. Los vecinos de las villas y campañas no pueden ni deben tomar parte si quieren conservar sus vidas, libertad, bienes y personas», a lo que seguía la amenaza de ahorcamiento para quienes sin ser soldado tomara las armas. Percibía unos límites de la guerra, que era cosa de ejércitos profesionales, no de civiles. Por su parte, el francés Le Flers contestaba que «la fuerza general de la República se compone del pueblo entero. Todos los franceses son soldados», no había separación entre militares y civiles, eran solo uno, la nación en armas[40]. La guerra estaba cambiando.
Para la mayor parte de contendientes del xviii, la guerra era una larga partida militar, con objetivos limitados, batallas y asedios en las fronteras y que finalizaba por mutuo cansancio y un compromiso diplomático[41]. Así acabó la guerra de la Convención, con el ejército francés internado en Guipúzcoa, Navarra y el Ampurdán, pero a punto de colapsar por fallos de intendencia y epidemias, mientras que el español preparaba una contraofensiva. Ambos bandos creían que estaban en peor situación que su contrincante, lo que les llevó a firmar la Paz de Basilea en 1795, la cual devolvió las fronteras a su lugar original previo a la guerra. De la misma forma, la conocida como guerra de las Naranjas de 1801 fue una guerra netamente dieciochesca, en la que se enfrentaron dos monarquías tradicionales antes de que interviniera el tercer Estado en guerra, la Francia del cónsul Napoleón Bonaparte. La invasión española de Portugal se saldó tras combates de apenas un mes, con un rápido acuerdo en el que la plaza de Olivenza pasó a dominio español. Los objetivos del generalísimo Godoy eran limitados, lo que enfureció a su aliado, Bonaparte, que planteaba llegar a Lisboa y someter a los Braganza. Pero era la España de 1801, no la de 1808, y el primer cónsul francés tuvo que aceptar lo impuesto por su todavía poderosa aliada[42].
III. LA GUERRA DE INDEPENDENCIA COMO GUERRA TOTAL[Subir]
Si en 1795 las fronteras de Francia y España no se modificaron, las subsiguientes guerras napoleónicas trastocaron considerablemente el mapa europeo, tanto por parte de Napoleón como de los reunidos en el Congreso de Viena. De hecho, durante la guerra peninsular el norte del Ebro le fue desgajado al rey José I y agregado al Imperio napoleónico desde 1810, con Gobiernos militares al mando de generales franceses o como departamentos[43]. Este es solo uno de los cambios que supuso el camino de la guerra dieciochesca hacia la guerra total.
Como ha escrito Bell, los conflictos entre 1792 y 1815 se caracterizaron no por el avance de la tecnología militar, ya que el fusil de avancarga siguió siendo el arma básica, sino por el alcance e intensidad de la guerra: guerras nacionales en la que se levantaron levas en masa, masivas batallas como Wagram en 1809, que implicó 300 000 hombres, o Leipzig en 1813, que congregó hasta 500 000, de los cuales cerca de 150 000 resultaron muertos o heridos. Antes de ello, rara era la batalla que congregara a más de 100 000 soldados; o, por ejemplo, el total del ejército de Carlos III de España tenía unos 60 000 efectivos. Además, la nueva dinámica política llevó hacia el compromiso total y la guerra sin límites, gran movilización de civiles, que también fueron objetivo bélico, una guerra ilimitada sin objetivos fijos, una demonización del enemigo que podía llevar al exterminio[44].
En 1808 en España no hubo una declaración formal de guerra, no al menos al uso. Con la monarquía borbónica en manos de Napoleón y sus tropas ocupando la capital y varias plazas ni se concebía una guerra abierta. Sin embargo, se dio a partir del 22 de mayo, cuando se formaron juntas en zonas no ocupadas que asumieron la soberanía nacional en nombre de un rey cautivo. Estas juntas fueron declarando la guerra a Napoleón en mayo-junio de 1808, creando una doble legitimidad en suelo español. Los Bonaparte y sus generales concibieron eso como una simple rebelión[45].
Tampoco se dieron declaraciones de guerra en otros conflictos coetáneos, a diferencia de la guerra dieciochesca. Así, el Reino Unido no declaró la guerra a Dinamarca en 1807 cuando la Royal Navy bombardeó indiscriminadamente Copenhague. El zar de Rusia invadió Finlandia, territorio de la monarquía sueca, en 1808 y sin declaración previa. Un último ejemplo lo constituye la invasión napoleónica de Rusia en 1812, cuando los 600 000 soldados y 180 000 caballos congregados por Napoleón cruzaron el Niemen y marcharon camino de Moscú[46].
Junto a ello, las batallas siguieron siendo igual de atroces en el xix que en el xviii. El soldado de a pie no veía mucho del campo de batalla, poco más allá del chacó o bicornio de sus compañeros inmediatos. Eso sí, la muerte y la desolación causadas por los cañones sí las veía, como refleja el teniente Wray al hablar de la batalla de Waterloo: «Un disparo mató o hirió a veinticinco de la Cuarta Compañía; otro de la misma clase mató al pobre Fisher, mi capitán, y a dieciocho de nuestra compañía [...]. El pobre Fisher fue alcanzado mientras hablaba con él, me salpicaron sus sesos y su cabeza quedó hecha añicos»[47].
Similar referencia hacía el comandante Burgoyne en el asedio a Badajoz en 1812: «Al pobre Mulcaster un cañonazo le dio y se le llevó media cabeza»[48]. Poco después, las tropas británicas asaltaron y saquearon la ciudad, aunque la población era aliada. Se sumaba a la devastación producida por los soldados napoleónicos en localidades de toda la península ibérica: un ejército que vivía sobre el terreno en un país con una fuerte crisis agraria desde 1804. Las exacciones se habían institucionalizado en el nuevo orden napoleónico sobre los Estados aliados o vasallos[49], pero en España el húsar francés Jean de Rocca escribió directamente que «el saqueo se había vuelto indispensable para sobrevivir»[50]. A ello se sumaban saqueos a poblaciones tras vencer en batalla campal (Córdoba, Medina de Rioseco y Tudela 1808 o Uclés en 1809), las violencias punitivas como los castigos colectivos a ciudades resistentes, como Tarragona en 1811, o contra localidades acusadas o sospechosas de ayudar a las partidas guerrilleras.
Algunas de estas dinámicas ya habían sido puestas en práctica por las tropas imperiales en otros lugares. A principios de 1806, Napoleón ordenó reprimir el levantamiento de Parma indicando al general Junot: «Quemad uno o dos pueblos grandes de modo que no quede rastro de ellos. Decid que lo he ordenado yo. Los grandes Estados solo pueden conservarse mediante actos de severidad»[51]. Por otra parte, en Calabria hubo una resistencia partisana al dominio napoleónico durante cinco años. En agosto de 1806, las fuerzas de Masséna se embarraron en operaciones de contrainsurgencia en las que recurrieron a castigos y ejecuciones colectivos, llegando a decretar la ejecución de todo campesino que fuera hallado con armas. La espiral de violencia se prolongó hasta 1811[52].
Regresando al caso español, hubo también multitudinarias batallas campales, como las de Talavera y Ocaña (1809), con 100 000 soldados en cada una, y la de Vitoria, en 1813, con unas cifras algo superiores[53]. Sin embargo, lo que más caracterizó a la guerra de 1808-1814 fue la implicación de la población civil y los desmanes cometidos sobre ella por todos los bandos, ya fueran exacciones y saqueos de tropas napoleónicas, del ejército regular o de una guerrilla a veces confundida con bandolerismo.
La guerra se inició con una llamada generalizada a las armas, pues muchas juntas no disponían de tropas profesionales con las que oponerse a los invasores. De los 135 000 soldados del ejército borbónico, incluidas las milicias provinciales, ni la mitad estaban disponibles en zonas no ocupadas, siendo la principal fuerza la del Campo de Gibraltar al mando de Castaños[54]. Por tanto, se ensayó la leva en masa llamando a filas a todos los varones de entre dieciséis y cuarenta años. El discurso movilizador fue «Dios, patria y rey», ya ensayado en 1793-1795, que caló en una población politizada por su rey Fernando VII, que habían puesto en el trono con el Motín de Aranjuez, que esperaban fuese un buen rey paternal y era visto como víctima de la traición de Napoleón. Se sumaba el temor real de la población a ser víctima de violencias, requisas y conscripciones por parte del poder napoleónico[55]. La guerra de la Independencia supuso el desembarco en política de masas de españoles, que vieron su uso de las armas legitimado por la política. Todo un aprendizaje político, como señala Rújula, en sentido contrarrevolucionario[56], aunque en los años siguientes también lo sería en sentido revolucionario, pues de aquel conflicto también saldrían militares, líderes y sectores liberales.
En el otoño de 1808, cuando Napoleón se disponía a entrar en España con la Grande Armée, la Junta Central disponía de numerosas nuevas tropas, que se acercaban a los 150 000 efectivos, a los que añadir el contingente británico de Moore. A lo largo de la guerra se movilizaron algo más de 200 000 soldados leales a Fernando VII y unos 30 000 guerrilleros, a los que sumar los 70 000 efectivos anglo-lusos. Frente a ellos, Napoleón llegó a desplegar más de 300 000 soldados en 1811[57]. Es decir, en la península ibérica llegaron a luchar simultáneamente más de medio millón de combatientes.
Los ejércitos españoles fueron destruidos en campo abierto, pero la guerra no acabó, sino que se trasladó a la defensa de ciudades en terribles asedios, con inauditos bombardeos a edificios civiles, como fueron los de Zaragoza 1808-1809, Gerona 1809, Lérida 1810 y Tarragona 1811. Cuando estas cayeron y los ejércitos regulares seguían siendo derrotados, aunque se reorganizaban y volvían a combatir, se inició la guerra irregular, con patente de corso terrestre de la Junta Central desde abril de 1809: la guerrilla[58]. En ella se agrupaban soldados, desertores, contrabandistas, clases populares…, que con el conocimiento del terreno y una fuerte violencia daban golpes de mano, cortaban comunicaciones y hacían siempre difuso un frente de guerra que era todo el territorio peninsular. Así, tanto en las ciudades asediadas como en el campo de la guerrilla y contraguerrilla, no había distinción entre civiles y militares, todos eran combatientes, susceptibles de represalias, de violencias que no atendían a matices ni a frentes de batalla. El vasto teatro bélico lo ocupaba todo, con todos los recursos humanos y materiales destinados a los fuegos de la guerra. De una guerra de campesinos en armas se había pasado a una guerra irregular con patente de corso terrestre donde los paisanos llevaban el peso principal con lógicas crueles: «Era la guerra total en su máxima expresión»[59].
Así, el Ejército del Midi se enfrentaba en un doble frente al bloqueo de Cádiz y a las partidas guerrilleras de la serranía de Ronda entre 1810-1812, pasando hambre, miedo e incertidumbre, sintiéndose sus soldados los asediados[60]. Jean de Rocca dejó en sus memorias testimonios sobre la espiral de violencia desatada por la guerrilla y las represalias: «Nuestros soldados no podían apartarse de la carretera o quedar rezagados de las columnas, so pena de exponerse a ser asesinados» y «A cada paso encontraba los cuerpos mutilados de los franceses asesinados los días anteriores»[61].
Esto conllevaba una escalada en la violencia. Requisas, motines, fusilamientos, saqueos, asesinatos, ahorcados... Los prisioneros españoles hechos en la batalla de Uclés en 1809 fueron conducidos a Madrid, pero muchos no llegaron, pues exhaustos «se desmayaban; otros morían de inanición: en cuanto no podían caminar, eran fusilados sin piedad. Habíase dado tal sanguinaria orden en represalia de que los españoles ahorcaban a los franceses que caían prisioneros», narraba Rocca. Continuaba señalando que la población civil y la guerrilla «degollaban al instante» a «los soldados heridos, enfermos o agotados, que se quedaban rezagados». Ese tipo de guerra conllevaba que «después de haber vencido, era necesario volver a vencer constantemente: las victorias se convertían en inútiles». Los generales de Napoleón respondieron con una política de terror. Rocca reconocía que en «aquella guerra sin objetivo fijo» ellos «solo podían imponerse en España mediante el terror, viéndose obligados a castigar al inocente junto al culpable»[62]. No hacían distinción entre un bandolero, un guerrillero, un combatiente o un civil.
Pero no solo se daba una violencia entre franceses y españoles, sino también entre españoles leales a Fernando VII y los afrancesados, quienes fueron considerados fuera de la comunidad nacional, exiliados en 1813 y asesinados durante la guerra. Eran deshumanizados como traidores y equiparados a los invasores, mientras que los franceses fueron vistos como impíos, esclavos del tirano de Europa, el monstruo Napoleón, unos «perros franceses» de los que no debía quedar «ninguno vivo», como comentaba un tabernero andaluz en 1810[63]. Las autoridades y oficiales napoleónicos tampoco se quedaban atrás en la deshumanización de su enemigo. Las guerrillas eran para ellos unos brigands a los que había que fusilar. En sus memorias, el general Thiébault manifestaba la violencia indiscriminada de un terror que pretendía ser paralizante, hasta el que había llegado en Burgos el general francés Dorsenne y sus subordinados, con torturas, fusilamientos y ahorcamientos de supuestos colaboradores de la guerrilla[64].
Un caso paradigmático de guerra total en esa época lo suponen los sitios de Zaragoza, en particular el segundo asedio (diciembre de 1808-febrero de 1809). Las retóricas de guerra a muerte, la alta movilización militar, la población civil como combatiente en masa, los bombardeos indiscriminados contra la ciudad, los encarnizados combates con un alto porcentaje de bajas y la desolación final no pueden definirse de otra forma sino como guerra total. No solo fueron las proclamas que lanzaba el general Palafox hablando de guerra a muerte[65].
Tras recurrir a la leva en masa, dentro de Zaragoza se concentraron cerca de 35 000 soldados españoles, unos 5000 paisanos armados y varios miles de refugiados de todo el entorno. Por su parte, Napoleón envió una cantidad considerable de tropas: 49 152 hombres, 5777 caballos y 132 piezas de artillería. En la defensa numantina que se sostuvo en un inaudito combate urbano, donde la ciudad no se rindió tras perder sus muros, fue clave la participación de la población civil. Según diversos testimonios, como el francés Belmas, «los sacerdotes y las mujeres eran los más encarnizados defensores», o como destaca Lejeune, «los monjes, los soldados, los paisanos, las mujeres y hasta los niños se excitaban mutuamente a disputarnos el terreno. Se defendían peldaño a peldaño»[66]. Las bajas fueron altísimas, de hasta un 50 % de los participantes en los sucesivos asaltos.
Al capitular Zaragoza, el mariscal Lannes certificaba: «Han muerto cincuenta y cuatro mil personas: es inconcebible [...]; esta ciudad da horror verla». Antes de que eso sucediera, desesperado, Lannes había escrito que «nosotros nos cansamos mucho aquí», «hacemos saltar las casas con sus defensores», «esta guerra es horrible», «esta guerra da pena», añadiendo que «preferiría mejor diez batallas en un día que la guerra que nosotros hacemos contra las casas. Yo estaría bien contento si fuéramos dueños de Zaragoza en un mes. Estoy fatigado»[67].
El horror era patente al final de sitio: miles de cadáveres insepultos y un 30 % del casco urbano quedó gravemente dañado por los bombarderos y la terrible guerra de minas. No en vano lanzaron 32 000 proyectiles de artillería contra la ciudad en 52 días, sin contar los 9500 de kilos de pólvora usados en las minas. Solo para tomar el convento de San Francisco usaron 3000; 32 piezas de artillería para doblegar el pequeño espacio del convento de San José, similar en pequeño reducto del Pilar del que García Marín escribió: «Jamás se había visto [...] espectáculo más horroroso que el que presentaba este lugar de carnicería y de desolación»[68]; 50 bombardearon el barrio del Arrabal y toda una batería no fue capaz de doblegar una casa en la calle Pabostre. Los testimonios eran explícitos: «Los desastres de la guerra adquirieron una forma más abominable, olvidando a menudo las sempiternas normas que la humanidad había establecido para disminuir las desgracias de la guerra», decía el soldado polaco Josef Mrozinski[69]. El objetivo no era un punto militar definido, era toda la ciudad.
En el conjunto de toda la Guerra de Independencia se calculan en cerca del medio millón la cifra total de bajas[70]. A las bajas en combates en campo abierto, asedios y guerra irregular hay que sumar el triste destino de los prisioneros, como los miles de españoles que acabaron en los depósitos de Nancy o los miles de franceses abandonados a su suerte en la isla de Cabrera y que se dieron al canibalismo. También hay que tener presentes otros efectos de la guerra, como la hambruna de 1812, particularmente dramática en Madrid. Solo en los sitios de Zaragoza de 1808-1809 hubo unas 74 000 bajas entre ambos bandos, si bien muchas lo fueron por una epidemia de tifus acrecentada por los rigores del asedio. Cuando capituló la ciudad, en febrero, las bajas de los defensores eran del 100 %, pues todo el ejército de reserva que había sobrevivido quedó preso.
Lo mismo había pasado con los napoleónicos rendidos en Bailén, el 19 de julio de 1808: unos 2000 los muertos o heridos y 20 000 prisioneros, es decir, la totalidad del cuerpo de ejército de Dupont. También se podría hablar del desastre español en la derrota de Ocaña del 19 de noviembre de 1809, con unos 4000 muertos y heridos y 17 635 prisioneros[71]. En España los ejércitos desaparecían del mapa en cuestión de días. A pesar de ello, ambos bandos volvían a poner en combate más y más tropas, sacrificadas una y otra vez en los altares de una guerra interminable que los devoraba.
En ese sentido, la guerra peninsular no se diferenció mucho, salvo en la proporción y espiral de violencia de y contra civiles, del conjunto de las guerras napoleónicas en Europa, donde cayeron dos millones de soldados, centenares de miles resultaron heridos y un 20 % acabó mutilado. Si a eso se suman las víctimas civiles y militares de las guerras revolucionarias, las muertes ascienden a cuatro millones, un 2,5 % de la población europea entre 1792 y 1815, frente al 5 % de muertos en la península ibérica entre 1808 y 1814. Y a todo hay que sumar las bajas en los conflictos de los Balcanes, principados del Danubio, Cáucaso, Oriente Medio, India, Estados Unidos, Canadá, el Caribe e Hispanoamérica, lo que elevaría el coste humano de la época a los seis millones [72]. Unas cifras que abruman.
IV. EL DESLIZAMIENTO DE LA GUERRA TOTAL A LAS GUERRAS CIVILES[Subir]
Tras la derrota de Napoleón, la paz pareció llegar a Europa. Las potencias del Congreso de Viena quisieron desterrar el fantasma de una guerra total entre Estados, como si también en eso quisieran volver al siglo xviii. Sin embargo, no cumplieron del todo su objetivo. Ciertamente, no se dio ningún conflicto internacional de envergadura en el Occidente Europeo hasta 1870-1871, pero la guerra total no desapareció. Estuvo vigente en guerras civiles, muchas de ellas con intervenciones externas[73].
En España hubo una guerra civil entre 1821-1823, la Guerra Realista, que acabó decantándose del lado contrarrevolucionario merced a la intervención de los casi 100 000 soldados franceses del duque de Angulema. Los realistas alzados en armas, hasta 30 000, tomaron la Seo de Urgel en 1822. A partir de ese momento, fue «imposible quedar al margen», lo que sufrió especialmente la población civil[74]. En dicho conflicto, de especial virulencia entre fines de 1822 y comienzos de 1823 en el norte del Ebro, ya se observaron dinámicas que se extenderían a partir de 1833. En ese sentido, en Cataluña, los 12 000 insurrectos realistas en sus ocupaciones de pueblos seguían una misma pauta: destrucción de la lápida constitucional, exacciones a vecinos liberales y quema de sus casas, secuestros y fusilamientos, como lo que sucedió en Cambrils, donde dejaron «muchos milicianos fusilados, mujeres violadas y degolladas»[75]. Espoz y Mina, capitán general de Cataluña, usó sus 21 000 soldados para desplegar el terror en respuesta al terror, siendo su acto más sonado la quema y destrucción deliberada y ejemplificante del pueblo de Castellfollit el 24 de octubre de 1822. Fue una violencia indiscriminada, colectiva y que pretendía causar terror entre la población civil. Cuando se restauró a Fernando VII como rey absoluto, los elementos más radicales de los Voluntarios Realistas y sus simpatizantes llamaban al «degüello general» de liberales en 1824[76].
Aquello fue un precedente inmediato de la guerra civil total de 1833-1840, la Primera Guerra Carlista, donde combatieron a muerte revolucionarios y contrarrevolucionarios, deshumanizándose mutuamente, negándose legitimidad. La bandera de combate era dinástica, pero estaba en juego el modelo de Estado y sociedad. No hubo declaración de guerra. Al principio, fracasada la toma directa del poder, los carlistas iniciaron una guerra irregular, logrando afianzarse en el medio rural vasco, navarro, sur de Aragón, norte de Castellón e interior de Cataluña. En las zonas donde el carlismo no pudo asentarse en bases sólidas se dio una guerra irregular en forma de partidas guerrilleras. Frente a ello, las estrategias militares isabelinas oscilaron entre una guerra de columnas y una de líneas fortificadas. Ninguna consiguió imponerse y se recurrió a medidas coercitivas que pretendían evitar cualquier apoyo al enemigo.
Las dimensiones del conflicto fueron desorbitadas para un territorio de apenas trece millones de habitantes y que ya había sufrido devastaciones bélicas. Al iniciarse la guerra, el ejército de la monarquía tenía pocos efectivos, tras las depuraciones de Fernando VII, pero en las siete quintas decretadas por los Gobiernos de Isabel II fueron llamados a filas 370 000 hombres. En 1840, el Ejército contaba con 300 000 soldados. A ello hay que sumar los efectivos civiles armados de la Milicia Nacional, que tras la revolución de 1836 ascendieron a 640 000 en 1839[77], y los cuerpos francos levantados por las distintas diputaciones provinciales. Además, por el Tratado de la Cuádruple Alianza de 1834 miles de combatientes fueron enviados a luchar en favor de la causa isabelina desde Francia, Reino Unido y Portugal: 10 000 de la Legión Británica, 6000 de la Francesa, otros 6000 de la Portuguesa y los Cazadores de Oporto. En total, los efectivos movilizados por Isabel II ascendieron a cerca del millón.
Frente a ellos, los carlistas congregaron a cerca de 30 000 hombres en el Ejército del Norte, unos 20 000 al mando de Cabrera en el Maestrazgo, unos 10 000 actuaban en Cataluña y otros miles en partidas dispersas por toda la geografía. A esos habría que sumar los voluntarios que, desde distintos países, llegaron a combatir por don Carlos. En total, más de 60 000 efectivos que, a pesar de su inferioridad numérica, dieron mucha guerra. Esto nos da una cifra cercana al millón de hombres armados en conjunto de los dos bandos[78].
Pero a pesar de esta amplia movilización, las grandes batallas campales fueron relativamente escasas. El mayor enfrentamiento fue en Mendigorría, el 16 de julio de 1835, 36 000 isabelinos contra 24 000 carlistas. Destacan las sangrientas batallas de Luchana en 1836, Huesca, Barbastro y Villar de los Navarros en 1837, Ramales de la Victoria en 1839. Lo que nos lleva a hablar del parámetro que generó una extensa espiral de violencias, bajas y devastación del territorio. Hubo una indefinición del frente de guerra, salvo en el norte, y una vez más la población civil estuvo en el foco del teatro bélico.
Aunque la línea del Ebro y las capitales provinciales vascas y Pamplona actuaron de frente de guerra en el norte, en el resto del país nunca quedaron claros los límites entre las zonas carlistas y las isabelinas. En el Maestrazgo, a partir de 1837, el carlista Ramón Cabrera asentó una fuerte base en torno a Cantavieja y Morella con una línea de fortificaciones, pero en verdad su zona de actuación fue mucho más amplia, llegando prácticamente hasta las puertas de Zaragoza y Valencia. Cabrera y sus subordinaros recurrían a quintas forzosas, requisas, incendios, saqueos, secuestros y extorsión en buena parte del valle del Ebro y la huerta de Valencia. En Cataluña, los carlistas se agrupaban en torno a Berga, si bien causaron temor en los liberales de Barcelona. Junto a ello, entre 1835 y 1838 hubo focos carlistas activos en difusos frentes en la serranía de Ronda, Sierra Morena, Extremadura, La Mancha, Castilla y Galicia[79].
Además, existía un elemento más que distorsionaba las líneas: las expediciones. Por cuestiones logísticas, políticas y de estrategia militar, los carlistas recurrieron a lanzar numerosas expediciones fuera de su territorio. Las más famosas fueron las del general Gómez, que recorrió España en 1836, llegando a la vista de Gibraltar, y la Expedición Real de 1837, en la que el pretendiente don Carlos se presentó con 15 000 soldados a las mismísimas puertas de Madrid. Manuel Sanz y Basilio García fueron otros cabecillas que se lanzaron a otras expediciones. Estas creaban una sensación de inseguridad en una retaguardia isabelina que se convertía a la vez en frente de guerra, dando la percepción permanente de que un teatro bélico lo ocupaba todo durante siete años[80].
Una de las consecuencias de esa guerra de frente difuso, de implicación de una población civil movilizada y politizada, del uso de la guerra irregular mediante partidas, y del no reconocimiento del adversario como legítimo, fue el aumento de las violencias, facilitadas por la deshumanización del enemigo. Así lo reflejaron los discursos, disposiciones y prácticas. Los liberales veían a los carlistas como bandas, facciones y gavillas de campesinos ignorantes dedicados al pillaje y bandolerismo. El general Quesada se refería a ellos como «aldeanos imbéciles»; Espartero les denominaba «muchedumbre de perros» y «canalla», mientras escribía en 1834 «buscaré a los navarros, los despedazaré y regresaré»; un joven Prim clamaba que los carlistas «han de morir todos como cochinos»; Espoz y Mina hablaba de hacer «una guerra de exterminio», y el literato Larra escribía en noviembre de 1833 que «el faccioso es en el reino vegetal la línea divisoria con el animal», y lamentaba que «no se hubiera probado a quemarlos como a los rastrojos». La prensa liberal llamaba a una «cruzada liberal», señalaba que «el grito CONSTITUCIÓN debe ser el grito de muerte y exterminio para los facciosos»[81], que los únicos argumentos eran «los cañones y bayonetas», y se definía a los carlistas como «bárbaros», «furias vomitadas del Averno»[82].
Para evitar que los hombres se unieran a las partidas, las autoridades isabelinas impusieron multas a las familias de quienes se fugaran a la facción. Padres y esposas tuvieron que pagar por sus hijos y maridos y llegaron a ver embargados sus bienes. En ocasiones, los mandos isabelinos prendieron fuego a pueblos enteros en represalia. Tal fue el caso de Lecaroz, donde Espoz y Mina, repitiendo su política de terror de 1822, arrasó el pueblo y ejecutó a uno de cada cinco vecinos en 1835[83]. Los carlistas no se quedaron atrás y no dudaron en prender fuego a la villa de Villarcayo en 1834, a Alcorisa y a la iglesia de Aguarón, donde se habían refugiado los milicianos y sus familias, en 1837[84].
La guerra civil finalizó en el verano de 1840, con 200 000 bajas, entre ellas 100 000 muertos, de los cuales 39 701 eran soldados isabelinos, el resto milicianos, carlistas y civiles[85]. La mayoría de esas bajas no se produjeron en batalla formal, sino en escaramuzas y represalias. El isabelino Luis Fernández de Córdova se quejaba: «Es un absurdo el que ha hecho creer por todas partes que aquí hay una fábrica de soldados, cuando en realidad solo existe una muy activa para destruirlos» [86]. Los prisioneros eran fusilados, los heridos también. Un ejemplo es lo que hizo el batallón de la Brusa en el santuario de Lord, en enero de 1836. Asesinaron a sangre fría a los prisioneros carlistas, a sus mujeres e, incluso, a los heridos. Un miliciano narraba:
Vi por mis ojos entre muchas escenas bárbaras: una mujer de un faccioso después de matarle su marido, que lo tenía tendido a su lado, y estaba sentada con un niño [...], pasó uno del Batallón y le dice «¿tu també eres facciosa? yo acabaré d’en tots vosaltres», tira un tiro a la cabeza [...] se fusiló a Miralles y después fue arrastrado y se le cortaron los huevos. A las 2 subí al fuerte a reconocerlo y vi fusilar a los facciosos que estaban en la casa de la enfermería[87].
Además, en la retaguardia se produjeron arrastres y matanzas de presos… y los familiares también podían ser fusilados por los actos de otros, como fue el caso de la madre de Cabrera, fusilada por el general Nogueras en 1836, a lo que el carlista respondió con el fusilamiento de los alcaldes de Valdealgorfa y sus mujeres. A ello se sumaban ejecuciones sumarias, dictadas por juntas de represalias, que pretendían así canalizar las violencias populares de los liberales más exaltados.
Al finalizar la guerra se reflexionaba: «Las ventajas de la paz no se aprecian en su justo valor sin haber antes pasado por las sangrientas escenas de una guerra esterminadora»[88]. Durante esos años, la percepción de los coetáneos había sido de una guerra devastadora. El viajero Karol Dembowski dejó escritas en 1838 frases, como «no tenéis ni idea de la desolación el país» o «los carlistas se apoderaron a viva fuerza de este pueblo [...] hicieron tantos destrozos y robos, que el viajero puede preguntarse si ha habido por aquí un terremoto. La miseria es tan grande que no hemos encontrado pan» [89]. Un oficial prusiano en el ejército carlista, Von Radhen, hablaba de que «todas las leyes divinas y humanas fueron pisoteadas, cayendo siempre la carga sobre el campesino y su pacífica cabaña», pues «las viviendas de los labradores [eran] saqueadas y quemadas»[90]. El británico William Rae, en su viaje de Santander a Bilbao, describía que «por todos los sitios, edificios en ruinas, puentes destruidos, paredes ennegrecidas por el fuego, eran terribles testigos de la devastadora presencia de la guerra»[91]. Se había «sacrificado casi una generación», afirmaba el ministro de la Gobernación en 1837, en una guerra «tan dura y tan desoladora» como describía el liberal Evaristo San Miguel en 1836, para acabar exclamando: «¡Desgraciadas las naciones que las guerras civiles alimentan!»[92].
V. CONCLUSIONES[Subir]
En el transcurso de 1793 a 1840 cambiaron las formas de hacer la guerra, aunque no hubo grandes cambios tecnológicos en el armamento ni en las tácticas. Sí hubo un terremoto político y en las mentalidades, además de toda una serie de experiencias bélicas que marcaron a la sociedad. Hubo ruptura y cambio en la guerra en España entre 1793-1795, 1801, 1808-1814, 1821-1823 y 1833-1840, dándose una guerra total a partir de 1808 y luego en las guerras civiles, tanto cuantitativamente como en la percepción de los contemporáneos. Se pasó de una guerra de carácter dieciochesco a unas guerras que podemos caracterizar como totales. ¿Cuáles fueron esos cambios?
En primer lugar, la ausencia de declaración formal de guerra. La hubo en marzo de 1793, pero no en 1808, cuando el poder político-militar se fragmentó y existieron varias legitimidades y una pluralidad de nuevos ejércitos que fueron declarando una guerra improvisada y que nadie esperaba se prolongase seis años. En 1821-1823 tampoco hubo declaraciones formales, lo que no impidió un sangriento conflicto civil, ni en 1833, cuando se inició una guerra en la que los dos contendientes tuvieron que configurar nuevos ejércitos para un conflicto de siete largos años.
En segundo lugar, la participación de la población civil movilizada en levas o quintas masivas; en la guerra urbana (asedios y asaltos), y en la guerra irregular (fenómeno guerrillero), lo que conllevaba a una no distinción entre militares y civiles. Además, como recuerda Rújula, «situarse con un arma frente al enemigo, además de una toma de posición política en términos militares, suponía una toma de posición política», lo que corrobora para el caso contrarrevolucionario, con trayectorias y experiencias político-militares de quienes se levantaron contra el impío Napoleón en 1808, contra la Constitución en 1822 y contra Isabel II en 1833[93]. Pero también existieron trayectorias de liberales, como Espoz y Mina, el Empecinado, Evaristo San Miguel o Espartero, que tuvieron su bautismo de fuego en 1808 y luego pasaron a combatir por los principios constitucionales, o milicianos nacionales de 1823 que volvieron a tomar las armas en 1833.
En tercer lugar, los objetivos eran totales, ilimitados, la derrota absoluta del enemigo, sin transacción. La guerra contra Napoleón no acabó hasta 1814, cuando este abdicó, obviando el tratado firmado en Valençay por Fernando VII en 1813, con los ejércitos aliados internados en Francia y los afrancesados exiliados; mientras que la guerra carlista, a pesar del Convenio de Vergara de 1839, implicó un enorme despliegue para sofocar militarmente al carlismo en 1840. Aquello conllevaba una espiral de violencias, deshumanización, castigos colectivos…
En cuarto lugar, la percepción de quienes vivieron y padecieron aquello, que vieron aquellos conflictos como una nueva guerra inaudita. Esa «guerra interminable», que había dicho Soult en 1810, o el testimonio que recogía Dembowski en 1839: «La terrible guerra que nos devora»[94].
Finalmente, si en las guerras napoleónicas la guerra total había sido común, tras ellas, en Europa los conflictos bélicos entre países fueron regionales o limitados, mientras que se externalizó la violencia más sanguinaria mediante el colonialismo o se trasladó al interior de cada país, a las guerras civiles. La guerra de Independencia y la carlista fueron ejemplos de ello.