DEL ORIAMENDI A LA MARCHA DE DON CARLOS: MÚSICA E HIMNOS EN LA CONSTRUCCIÓN DEL UNIVERSO POLÍTICO CARLISTA[1]
From the Oriamendi to the March of don Carlos: Music and hymns in the construction of the Carlist political universe
RESUMEN
En los cada vez más numerosos trabajos acerca de la cultura política carlista se echa en falta un tratamiento específico del papel que desempeñó la música en su construcción. Se ha destacado que la confección de himnos sirvió para incentivar la moral entre las milicias partidarias de Carlos V y sus sucesores durante los discontinuos conflictos civiles decimonónicos. El propósito de este artículo pasa, por una parte, por adentrarse en las distintas manifestaciones musicales en los repertorios de acción colectiva carlista más allá de las tesituras bélicas, esto es, en la conquista del espacio público experimentada en el período que comprende el Sexenio Democrático y el estallido de la Guerra Civil, marcado por la apropiación del carlismo de los útiles modernos. Conviene en este sentido abordar las veladas musicales y la formación de coros en los espacios de sociabilidad carlistas e integristas y los enfrentamientos que protagonizaron los contrarrevolucionarios con los republicanos apareciendo la música de por medio. Por otra parte, este estudio pretende analizar, partiendo de una conjunción metodológica interdisciplinar, una muestra de las cuantiosas partituras e himnos que los tradicionalistas han ido recopilando en compendios que vieron la luz desde la Guerra Civil, destacando partituras de los celebérrimos Oriamendi, la Marcha de don Carlos o el Himno de las margaritas. En todas ellas cabe poner de relieve la significación que adquirió la figura del rey-pretendiente en un contexto de progresiva erosión del legitimismo.
Palabras clave: Carlismo; cultura política; sociabilidades; canciones; música.
ABSTRACT
In the increasingly numerous works on Carlist political culture, a specific treatment of the role played by music in its construction is missing. It has been highlighted that the making of hymns served to boost morale among the militias supporting Charles V and his successors during the discontinuous civil conflicts of the nineteenth century. The purpose of this article is, on the one hand, to delve into the different musical manifestations in the repertoire of Carlist collective action beyond the warlike attitudes, that is, in the conquest of the public space experienced in the period that includes the Six-year Democratic and the outbreak of the Civil War, marked by the appropriation of modern tools by Carlism. In this sense, it is convenient to address the musical evenings and the formation of choirs in the spaces of Carlist and Integrist sociability and the confrontations between the counterrevolutionaries and the Republicans, with music appearing in the middle. On the other hand, this study intends to analyze, starting from an interdisciplinary methodological conjunction, a sample of the large scores and hymns that the traditionalists have been compiling in compendia that came to light since the Civil War, highlighting scores of the famous Oriamendi, the March of don Carlos or the Hymn of the margaritas. In all of them it is worth highlighting the significance that the figure of the king-pretender acquired in the context of progressive erosion of legitimism.
Keywords: Carlism; political culture; sociabilities; songs; music.
I. MARCO INTRODUCTORIO: LA ESCASA RELEVANCIA DE LA MÚSICA EN LA HISTORIOGRAFÍA DE LA CULTURA POLÍTICA CARLISTA[Subir]
A la hora de adentrarnos en el mundo del carlismo y los carlistas, la primera idea que se nos viene a la cabeza, además de los estereotipos de heroicidad, ferocidad, nostalgia del pasado y de resistencia a los cambios, es el conocido a la par que misterioso trilema Dios, Patria, Rey[2]. El lema, que «guía[ba] a los pueblos al heroísmo y a los hombres a la muerte», tal como escribió Miguel de Unamuno, aparece plasmado en la celebérrima marcha del Oriamendi; himno que en buena medida debe su fama a la dictadura franquista, ya que esta lo convirtió en uno de sus cánticos oficiales[3]. Sin embargo, aquel Oriamendi fue despojado de alguno de los elementos íntimamente asociados a la cultura política tradicionalista. Se trataba de las alusiones a los reyes-pretendientes. De este modo se sustituyó el verso «Que venga el rey Don Carlos a la Corte de Madrid» por los más ambiguos «que las boinas rojas / entren en Madrid» y «que venga el Rey de España muy pronto / a la Corte de Madrid».
El Oriamendi podría ser considerado una especie de himno oficial de la forma no estatal del carlismo y, en las versiones anteriores a la Guerra Civil española, el rey-pretendiente tenía un claro papel protagonista en los himnos, cambiándose al menos el nombre del aspirante al trono de España conforme se iban sucediendo los descendientes del autoproclamado como Carlos V. Se volvió a recuperar esta figura, de hecho, en las canciones de la clandestinidad durante la posguerra franquista.
Resulta innegable que todo movimiento político lleve asociado un himno y que los carlistas en este sentido fueran capaces de componer sus propias canciones frente a las elaboradas desde el liberalismo, el cual ocupó en todo momento posiciones hegemónicas en las guerras civiles contrarrevolucionarias del siglo xix. Empero, la música no sirvió tan solo para mantener vivo el entusiasmo de las milicias carlistas que se enfrentaron a los ejércitos isabelinos y posteriormente a los contingentes de Amadeo I y la I República, también constituyó un ingrediente fundamental en la conquista del espacio público durante la extensa fase de entreguerras carlista. En este período, que vendría inaugurado por el desconcierto derivado de la derrota en la Segunda Guerra Carlista (1872-1876) y que terminaría con la implicación de los requetés herederos (y descendientes) de los integrantes de las partidas en la Guerra Civil española de 1936, las élites carlistas trataron de garantizar la cohesión y la fidelidad de sus adeptos a través del fomento de microcosmos asociativos y otros ejemplos de participación política en los que se preservaron sus referentes e imaginarios. Y todo ello teniendo en cuenta que el tronco católico-monárquico, que se hallaba cada vez más dividido, tuviera que hacer frente al empuje representado por otras fuerzas derechistas y nacionalistas que captaban a sus seguidores.
Toca preguntarse por el papel que la música habría jugado en las formas de sociabilidad formal tradicionalista y en la constante reelaboración de las culturas y subculturas políticas del legitimismo carlista y del integrismo nocedalista. Con razón, Javier Ramón Solans advierte que en la confrontación con la supuesta modernidad liberal el catolicismo se mostró capacitado para recurrir a nuevas técnicas de difusión y para explorar otras formas de expresión diferentes a las ya habituales, destacando la música entre otras como el teatro o las artes plásticas[4].
Volviendo a la marcha del Oriamendi, uno de los mejores conocedores de la historia del carlismo, Jordi Canal, se fijó en que el famoso estribillo resumía adecuadamente los vínculos que unieron a las sucesivas generaciones de carlistas:
Por Dios, por la Patria y el Rey
lucharon nuestros padres.
Por Dios, por la Patria y el Rey
lucharemos nosotros también[5].
Como bien es conocido, la pervivencia de la cultura política carlista ha generado interés tanto entre historiadores como entre antropólogos[6].
Lamentablemente, y como ya puso de manifiesto la musicóloga María Nagore Ferrer con motivo de las III Jornadas de Estudio del Carlismo que se celebraron hace quince años en el Museo Carlista de Estella, no han sido profusos los trabajos que se aproximaron a la relación entre la música y este movimiento político contrarrevolucionario. En la excepción dispensada por la profesora Nagore Ferrer se hace un recorrido por la historia de los principales himnos carlistas y otros compartidos con otras culturas políticas. Al mismo tiempo, hace un análisis desde su óptica disciplinar de la estructura melódica de cada una de las partituras, así como mide sus ritmos. Dedica, no obstante, buena parte de su contribución al Himno de Riego dado su carácter anticarlista[7]. De todos modos, los himnos y las canciones no han pasado desapercibidos en las investigaciones de historiadores que han abordado la cultura política del carlismo a la hora de comprender cuáles fueron las claves de su longeva existencia y cuya reconstrucción meritoria parte del estudio de las bases sociales del movimiento[8].
Ahora bien, merece la pena constatar que lo que sí abundan son los libros que recogen canciones e himnos carlistas. Bien es verdad que a través de la prensa histórica tenemos constancia de repertorios de canciones que fueron difundidos con anterioridad al estallido de la Segunda Guerra Carlista, pero la mayor parte de los compendios conocidos aparecieron en los años de la Guerra Civil. El poeta primeramente integrista Ignacio Romero Raizábal (1938) dejó un enorme cancionero, al que siguió en el decenio de 1950 uno más breve reunido por la margarita Dolores de Baleztena (1957). A esta misma época pertenece el recopilatorio llevado a cabo por el folclorista Bonifacio Gil, que fue rescatado para la colección de Aportes xix a comienzos de la década de 1990 y que viene acompañado por una introducción condensada de la historia del carlismo firmada por Alfonso Bullón de Mendoza. De entre todas las antologías esta es la única que ofrece por lo menos un análisis erudito de los himnos seleccionados. En el fondo Melchor Ferrer del Archivo General de la Universidad de Navarra se ha tenido oportunidad de consultar un cuaderno de folclore carlista atribuible al propio cronista Melchor Ferrer. Algunas de las letras allí anotadas también vieron la luz posteriormente en la compilación titulada Canciones carlistas, impresa por la falcondista Editorial Católica de Sevilla[9]. Fortuitamente han ido apareciendo en los archivos históricos provinciales coplas legitimistas procedentes de la Primera Guerra Carlista entre los documentos conservados de aquel conflicto civil que enfrentó a los partidarios de Carlos María Isidro de Borbón y los de su sobrina Isabel II, amén de otras monografías folclóricas regionales o bélicas que poseen un apartado específico para las canciones de las guerras carlistas[10]. Y es que curiosamente es el primero de los conflictos carlistas del que menos canciones se han recuperado. Se espera, por último, la publicación de una investigación que hace pocos años ha sido premiada con el XVII Premio Internacional de Historia del Carlismo Luis Hernando de Larramendi por la Fundación Ignacio Larramendi, y que se debe a Raquel Jiménez Sola, donde se arrojan nuevas luces sobre las canciones populares carlistas a partir de fuentes inéditas. Mención aparte la tendrían las novelas de Miguel de Unamuno Paz en la guerra (1897) y de Pío Baroja Zalacaín el aventurero (1908), que hacían acopio de unos cuantos cánticos carlistas.
A la hora de elaborar esta investigación se han realizado búsquedas en las colecciones de las hemerotecas históricas disponibles para extraer noticias y artículos tanto procedentes de diarios y semanarios tradicionalistas como de los simpatizantes con otras corrientes ideológicas, con la finalidad de comprobar la presencia de la música y los himnos en las acciones de los carlistas. También cabría comprobar si desde la prensa legitimista se fomentaron o no publicaciones o secciones musicales. Con todo ello se pretende efectuar a continuación un recorrido temporal donde se ponga de relieve la importancia que adquirió la música entre los carlistas tanto en sus espacios propios como en los conflictos que estos protagonizan en la conquista del espacio público. Tal recorrido cronológico comprenderá principalmente desde el Sexenio Democrático hasta el estallido de la Guerra Civil, si bien se ahondará en aspectos anteriores y ulteriores a dicho contexto.
De entrada, habría que diferenciar la práctica musical per se de la cultura musical popular que se entendería como «el cultivo de prácticas y valores que […] acompañan al intérprete, cultor o compositor» y que «tiene su desarrollo en las prácticas sociales: la comida, la política, la sexualidad, el deporte, la recreación, la festividad, el arte, el ritual religioso, etc.»[11]. No se perderá de vista igualmente que dichas prácticas musicales fueron estimuladas desde los marcos asociativos carlistas y los de sus disidentes integristas. Además de la prensa, se han empleado de igual forma fuentes memorísticas y literarias y registros documentales procedentes tanto del ya mencionado Archivo General de la Universidad de Navarra como del Museo Carlista de Estella. En ambas instituciones se conservan partituras y letras originales, así como cancioneros tradicionalistas de indudable valor para este estudio, ya que se perfilan como el material sobre el que se asentará la segunda parte de este trabajo en la que se procederá a examinar una selección de los himnos fundamentales y otros no tan conocidos del tradicionalismo legitimista. Partiendo de todo este conjunto de fuentes, se tiene la pretensión, por una parte, de ponderar el papel de la música en la construcción de la cultura política carlista en el contexto antedicho. Por otra parte, se desentrañan los significados de una muestra de canciones e himnos carlistas atendiendo fundamentalmente a efemérides y personajes.
Desde luego, las canciones y los himnos formarían parte de esa suerte de gramática que también conformarían panfletos, boletines y periódicos, inculcada en el proceso de «aprendizaje consciente del idioma» carlista[12] y que ayudarían sin duda a construir identidades colectivas en tiempos de guerra y de paz, aunque asimismo contribuirían a marcar una línea divisoria con respecto al otro. Para ello se hacía uso con frecuencia de la ridiculización y de la exageración del enemigo. En este sentido, cabe destacar el rechazo que generaba entre la prensa tradicionalista y los militantes carlistas el empleo de la música por parte de sus oponentes políticos[13]. En esa especie de antropología histórica que es el estudio de la historia de las culturas políticas, tal y como lo percibe Javier Caspistegui, los himnos tendrían cabida dentro de lo que Serge Berstein comprende como el «sistema de referencias en el que se reconocen los miembros de una familia política, recuerdos históricos comunes, héroes consagrados, textos fundamentales […], símbolos, banderas, vocabulario codificado, etc.»[14]. Dejando a un lado aspectos merecedores de un examen específico, como las representaciones iconográficas carlistas en postales, en el etiquetado de cajas de cerillas, elixires o licores que, sin embargo, ya han sido pertinentemente destacados, ha pasado en cierto modo desapercibido el papel desempeñado por la música en la construcción de los imaginarios sociales del carlismo[15]. En opinión del profesor Caspistegui, es en este terreno donde todavía habría un campo abierto de posibilidades en el marco de lo que concebiría como una cultura popular del carlismo por medio de la cual «el espacio popular estaría representado de forma destacada a través de canciones, coplas y tonadas»[16]. Y todo ello debería abordarse en un ámbito de fecunda relación interdisciplinar por la que clama Daniel Snowman en su Ópera. Una historia social derribando las «alambradas de espino y compuertas cerradas [que] marcaban las fronteras entre [musicología e historia]»[17].
II. EL CARLISMO LO INVADE TODO: LA MÚSICA EN LA CONQUISTA CARLISTA DEL ESPACIO PÚBLICO[Subir]
1. Usos de la canción por la comunión católico-monárquica durante el sexenio democrático[Subir]
En un artículo ilustrativo que fue publicado en las páginas del diario carlista madrileño La Regeneración se hacía una reflexión sobre el abanico de posibilidades que ofrecía el campo de la propaganda en la captación de adeptos una vez iniciado el período del Sexenio Democrático (1868-1874). En él se desmantelaba la afirmación de la prensa liberal de que el carlismo fuese un cadáver. Y se defendía, por el contrario, que era una agrupación política que se movía y se propagaba extraordinariamente, poniendo a su servicio todos los medios de los que sus rivales hacían uso para dar muestras de su vitalidad. Entre estas muestras cabe destacar no solo que los propagandistas inundaron España con fotografías de los reyes-pretendientes y de los prohombres de la Comunión Católico-Monárquica, fortalecieron la prensa y difundieron infinidad de folletos y obras, sino que también se aprovecharon de las posibilidades que ofrecía para sus intereses la pintura, la música o la poesía[18]. Se trataba de propagar el catolicismo por todos los medios. Lo que pondría en marcha el marqués de Cerralbo en el decenio de 1890 no era, de acuerdo con Jordi Canal, una novedad[19].
Téngase en cuenta, de igual modo, el marco de libertades propiciado por el Gobierno provisional que emerge producto de la septembrina. Ya se percibía por aquel entonces una preocupación por parte de los propagandistas carlistas de recuperar las canciones de los conflictos carlistas pretéritos. Así, en mayo de 1870 circuló el primero de los tomos del Romancero. Los hechos más notables desde la Guerra Civil. Sus autores, los redactores del semanario El Legitimista Español Bruneto Bedmar y Valcárcel y varios poetas, se propusieron popularizar a través de la poesía cantable las hazañas bélicas de los carlistas, así como no faltaron loas expresamente dirigidas tanto a Carlos VII como a sus antecesores en versos como, por ejemplo, el del ¡Viva el Rey![20]. Precisamente Melchor Ferrer sitúa en 1870 la publicación de otros tres romanceros dedicados a los miembros de la familia real legitimista —don Carlos, su esposa Margarita de Borbón-Parma y el recién nacido Jaime de Borbón— en los que parece que tuvo intervención el novelista Julio Nombela[21].
Según asevera María Nagore Ferrer, apenas hay datos sobre la composición e interpretación de himnos carlistas hasta justamente el inicio del Sexenio Democrático. Se tenía constancia, por lo menos, de que en los boletines de los ejércitos de Carlos María Isidro de Borbón se publicaban regularmente composiciones poéticas y canciones en loor del rey-pretendiente y de los militares que lograban victorias sobre los contingentes militares de los isabelinos[22]. Cada batallón dispuso, tal vez, de su propio himno, algo que se constata en las compilaciones tradicionalistas procedentes del período de la Guerra Civil de 1936[23]. Tal y como ha descrito el barón Hermann du Casse, descendiente de los Chuanes de la Vendée, que sirvió como oficial en los ejércitos de don Carlos, «cada compañía poseía cuando menos tres o cuatro músicos aficionados que, provistos de sus inseparables guitarras, acompañaban durante la marcha, cien voces que cantaban en coro, o tocaban los aires del baile nacional»[24]. En sus descansos no se puede descartar que fruto del ingenio crearan sus propias canciones además de que cantaran, acompañados de sus instrumentos, «las melancólicas canciones navarras»[25]. No han llegado muchas de las canciones procedentes de la Primera Guerra Carlista, al modo de ver de Bonifacio Gil, por haber transcurrido un espacio tan prolongado de tiempo que complicaba que perdurasen en la memoria muchas de aquellas composiciones[26]. Advierte, asimismo, que en un principio había, al margen de la transformación de la música pastoril y campesina, una imitación de las bandas de música de las huestes favorables a Isabel II. De igual forma, en esa tesitura predominaban composiciones de carácter religioso a las que fueron sucediendo temas profanos[27].
Poco antes del estallido de la Segunda Guerra Carlista, desde el celebérrimo diario La Esperanza se inició la revista musical La Lira de la Esperanza, que estuvo dirigida por el compositor Nicolás González Martínez y que contó con la colaboración del organista de origen italiano José Preciado y del literato Antonio María Godró. Esta publicación tenía la finalidad de «desterrar del hogar doméstico» una música impregnada por «el sensualismo moderno» y que al modo de ver del diario La Regeneración insultaba el sentimiento religioso y hería las «creencias más santas de los católicos». Se trataba de evitar que se reemplazase la música inspirada en el cristianismo y que era entendida como la que «ha sabido siempre encontrar las más puras armonías y los más sublimes pensamientos, como emanación del origen de toda belleza, y de donde dimana toda grandeza y poesía»[28]. Cada una de las canciones y marchas que formaron parte de esta publicación constituyeron un par de cuadernos que aparecieron entre 1870 y 1872 y se pusieron al alcance de todas las fortunas. La prensa católico-monárquica recoge unos cuantos ejemplos de veladas musicales en las que se oyeron tocar algunos de los himnos publicados. Esta revista dio luz a composiciones originales de todos los géneros sobre temas alusivos a los principios que sustentaban a la Comunión Católico-Monárquica.
Habida cuenta de que la Comunión Católico-Monárquica se presentó como la única garante de la causa católica en España frente a los que auparon al trono de España a Amadeo de Saboya, hijo de quien había «apresado» al papa Pío IX tras la entrada en Roma de los partidarios de la unificación italiana, no resulta extraño que hubiese, además de himnos a los miembros de la familia real legitimista, otros dedicados a Pío IX, un Motete a la Virgen, un Canto de los Hijos y una Gloria a los zuavos pontificios. El Canto de los Hijos de hecho fue adoptado por la Asamblea de la Juventud Católica de España para ser tocado en todas las academias de España con motivo del 25º aniversario del conclave en que se eligió a Pío IX como pontífice[29]. Entre las canciones por supuesto se habían tenido en cuenta los cantos regionales (la jota Aragón por Don Carlos), así como se prepararon partituras para bailes —un vals y una polka dedicadas a Margarita de Borbón[30]—. En el repertorio no podían faltar marchas fúnebres que tuvieron una pretensión mayor al honrar a las víctimas del dos de mayo de 1808 y melodías como A la Patria[31]. Puede que estas aspiraran a convertirse en himnos nacionales en un contexto en el que se produjo un cambio de mentalidad cuando se trataba de sustituir en las canciones la idea absolutista de patria por la moderna de nación[32].
A pesar de que las prácticas musicales de los carlistas en los primeros instantes del Sexenio, tal como se aprecia en la prensa, se distinguen en veladas musicales o musical-literarias en salones burgueses, manifestaciones monárquicas o en procesiones con motivo de festividades religiosas, donde adquirirían sin duda el carácter de protesta antigubernativa, no es menos cierto que hubo por parte de las autoridades municipales prohibiciones. De este modo, periódicos adscritos a la Comunión Católico-Monárquica, como La Regeneración o El Papelito, entendieron como una persecución el hecho de que en los bandos municipales se impidiese entonar canciones carlistas, dirigir vítores a Carlos VII o llevar cualquier prenda o insignia favorable a los católico-monárquicos, mientras que los partidarios del duque de Montpensier podían campar a sus anchas[33]. La interpretación de canciones censuradas o géneros prohibidos podrían entenderse, conforme a lo apuntado por Stanley Waterman, como ejemplos de declaraciones políticas, así como que contribuyeron a construir identidades colectivas frente al sentimiento mayoritario representado en este caso tanto primeramente por progresistas como posteriormente por republicanos[34]. También los tradicionalistas ayudaron a preservar y a fomentar las identidades regionales, que encontraron su cobijo en un inicio en el legitimismo. De ahí que se compartiese himnos con los nacionalistas en el primer tercio del siglo xx como el Gernikako Arbola.
Como preludio a las características guerras de himnos que adquirieron mayor resonancia a comienzos del siglo xx, cabe destacar que el entusiasmo de los carlistas en su pretensión de apropiación del espacio público se acompañó en todo momento de canciones y vítores, resultando en muchas ocasiones contestado y en otras ignorado. Así, a lo largo de la Segunda Guerra Carlista en multitud de pueblos de las provincias de Guipúzcoa como en el de Behobia, a orillas del río Bidasoa, la prensa denunció con motivo de las fiestas locales una «invasión» de las calles de la localidad por parte de un grupo de milicianos pertenecientes a los batallones guipuzcoanos insurrectos. Estos entonaron en el único café que había en el lugar canciones carlistas provocando la indignación de sus habitantes, que no dudaron en responder al enfervorizado entusiasmo de los contrarrevolucionarios[35]. Por el contrario, la lectura de la prensa proclive a la causa carlista nos describe a las partidas en País Vasco y Cataluña entrando en los pueblos al son del himno del Oriamendi y del mutillac y siendo recibidos favorablemente por sus vecinos[36]. Su comportamiento, al decir de estas publicaciones, era impecable, prohibiéndoles por ordenanza a las huestes proferir jamás blasfemia alguna. Los soldados cantaban después del almuerzo y, como es lógico, antes de los oficios eclesiásticos[37]; situación idéntica a la que acontecería durante la Guerra Civil[38]. Tanto en su desfile de entrada como en el de salida las noticias recalcaban que los carlistas en formación militar coreaban sus fanfarrias belicistas y patrióticas. Hubo ocasiones en las que se obsequió la presencia de caudillos de notoria reputación, como el comandante de las tropas carlistas en Cataluña Francisco Savalls, con la composición de un himno a voces solas dedicado a su perfil heroico[39].
2. Prácticas musicales del carlismo a partir del aggiornamento cerralbista de 1890: una visión global a través de las formas de sociabilidad y las manifestaciones en el espacio público[Subir]
No será hasta el decenio de 1890 cuando nuevamente vuelvan a aparecer en la prensa referencias al empleo de la música por parte de los carlistas. Tras una etapa caracterizada por el desconcierto tras la derrota de los partidarios de Carlos VII en la segunda carlistada, la política de retraimiento pregonada por los sectores integristas de la Comunión Católico-Monárquica liderados por Cándido y Ramón Nocedal y la disidencia protagonizada por este último, se asiste a una profunda transformación del partido encabezada por el marqués de Cerralbo[40]. La arquitectura del sólido edificio organizativo finisecular (aunque para algunos cronistas carlistas, como el conde de Rodezno, tuvo el carácter de artificioso) se cimentó en la fundación de espacios de sociabilidad y el empleo profuso de la propaganda oral y escrita. La música regresaba como un ingrediente determinante en los círculos de sociabilidad tradicionalistas, que plagaron principalmente País Vasco, Navarra y la España mediterránea. En el proceso descrito por Jordi Canal como el paso del círculo a la plaza, la consolidación de las microsociedades legitimistas parecía un requisito indispensable para la posterior conquista del espacio público, que desde comienzos del siglo xx se manifestó en la promoción de aplecs (reuniones culturales), excursiones, manifestaciones y mítines[41]. Esta progresiva adaptación a las nuevas formas de hacer política que permitió a los carlistas conquistar el espacio público no estuvo exenta de desencuentros con otros grupos como republicanos, socialistas y nacionalistas, que no fueron ajenos a las innovaciones asumidas por el carlismo. Precisamente uno de los mecanismos con los que se trató de vencer las dificultades gubernativas para estimular el asociacionismo de las bases sociales de las fuerzas políticas fue la fundación de los orfeones[42]. En lo que atañe al rol desempeñado por la música, en esta nueva fase del carlismo que comprenderá hasta el estallido de la Guerra Civil hay varias facetas que merece la pena examinar. En primer lugar, habría que observar las prácticas musicales y la celebración de veladas músico-literarias dentro de los círculos de sociabilidad tradicionalistas. A continuación, y siguiendo la dinámica de progresiva apertura de los carlistas al espacio público se trata de asomarse a los conflictos que se propician entre legitimistas y otros grupos políticos apareciendo la música de por medio. Por último, y en relación con la construcción de la cultura política tradicionalista, habrá que detenerse en la búsqueda constante de un himno que representase a la Comunión, lo que motivó la convocatoria de certámenes.
Louis-Jean Calvet diferencia tres tipos de canciones políticas, adecuándose al menos dos de ellos a lo que se pretende abordar aquí: primeramente, se encontrarían aquellas que están compuestas para adecuar sus ritmos a la marcha de manifestaciones y desfiles; en segundo término, las que son cantadas en grupo en los mítines, y, por último, las canciones de opinión que expresan una posición o un juicio y que no tienen necesariamente que estar relacionadas con los actos o rituales políticos[43]. En esta última categoría parece lógico incluir las canciones que se publicaron en la prensa y las que se recogieron en los cancioneros carlistas.
Comenzando por la presencia de la música en los espacios de sociabilidad tradicionalista, nos consta que entre la amplia oferta formativa que dispensaban estas entidades se encontraban las clases de canto y de ensayo de instrumentos. Principalmente eran los jóvenes que eran socios los beneficiarios de estas enseñanzas, pero parece que en las sociedades corales estuvieron presentes militantes legitimistas[44]. Todos los círculos carlistas disponían de un espacio para las prácticas musicales y la celebración de conciertos. En uno de los viajes que el príncipe Jaime de Borbón realizó de incógnito por España, Tirso de Olazábal nos relata que el futuro rey-pretendiente tuvo oportunidad de visitar el círculo tradicionalista de Barcelona en el día designado para los ensayos de música, asistiendo la mayor parte de sus afiliados[45]. Por su parte el administrador-gerente de la cabecera carlista El Correo Español, Gustavo Sánchez Márquez, consiguió dotar de un gran salón a la sede madrileña de la gaceta oficial del partido, la conocida Casa de los Tradicionalistas, para que los jóvenes orfeonistas ensayaran composiciones que tocarían luego para conciertos y veladas; funciones que servirían de «solaz y esparcimiento para las familias de los socios»[46]. La constitución de las juventudes tradicionalistas desde la segunda mitad del decenio de 1890 dio pie a que en las páginas de la gaceta oficial de la Comunión se incluyese una hoja donde abundaban numerosas composiciones poéticas e himnos firmada por los integrantes de las juventudes legitimistas; hoja que era publicada todos los jueves entre 1904 y 1909.
Justamente serían los componentes de las juventudes quienes formarían parte de las bandas de música y orfeones que se distinguieron no solo ofreciendo conciertos en los espacios propios, sino también amenizando la conquista carlista del espacio público. Las veladas músico-literarias constituyeron una práctica común que unía a carlistas e integristas, celebrándose en jornadas señaladas del calendario legitimista o sirviendo como colofón a los banquetes legitimistas[47]. De igual forma, estas celebraciones estaban concebidas como una alternativa edificante a festividades combatidas y proscritas por la ideología tradicionalista como los carnavales[48].
Se observa que se intercalaban himnos tradicionalistas al principio, durante los intermedios y al final en mítines, conferencias doctrinales o representaciones teatrales de los jaimistas —apelativo con el que se pasaron a conocer los carlistas tras la desaparición de Carlos VII y el ascenso de su hijo Jaime III—[49]. Todo ello se asemejaba a las prácticas de las sociedades corales republicanas y socialistas[50]. En opinión de Stanley Waterman, la música aportaba una amplia gama de efectos a la arquitectura de espacios públicos e interiores de grandes edificios. Junto a otros símbolos y colores ayudaba a reforzar la sensación de espectáculo e impresión, ofreciendo a su vez seriedad a los actos y contribuyendo decisivamente a la unión entre los asistentes a los actos[51]. En el caso carlista se anhelaba la confraternización de todos los sectores sociales, tratando de significar la presencia de los obreros[52]. En todo momento se ponía de relieve el entusiasmo que generaba entre los carlistas la interpretación de los bélicos acordes de las canciones.
En lo que concierne a los integristas de Ramón Nocedal, cuya subcultura política no era ciertamente original, compartían himnos con los carlistas y vasquistas como el Gernikako Arbola o la Marcha de san Ignacio[53]. Serían redactores del diario El Siglo Futuro, como Prudencio Lapaza de Martiartu, José R. Gomis y Roberto Alcover Valle, los encargados de proveer un himno al Partido Integrista[54]. A partir de junio de 1912, con la consagración del Partido Católico Nacional al Sagrado Corazón de Jesús, se compuso un nuevo himno[55].
En lo tocante a la conquista del espacio público por los carlistas cabe destacar como preludio a los enfrentamientos que tuvieron lugar en el decenio de 1910 un sonado incidente protagonizado por los carlistas bilbaínos en noviembre de 1892, a cuenta de la celebración de un banquete con motivo del santoral de Carlos VII. La prensa liberal vizcaína denunció las provocaciones carlistas en las calles que tuvieron lugar a la salida del banquete. Una banda de música acompañaba a los carlistas que se dirigían a su círculo de sociabilidad ejecutando el Mutillac, que no era un himno propiamente carlista, sino que adquirió popularidad en País Vasco a mediados del siglo xix y que fue cantado por los voluntarios de los Tercios de Vascongados durante la campaña de África (1859-1860). El escándalo llegó a consecuencia del entusiasmo que había producido entre los carlistas los cánticos que habían derivado en vivas a don Carlos y a la religión y a su vez en la aparición de curiosos que censuraron el espectáculo ofrecido por los tradicionalistas. Las autoridades gubernativas hicieron uso del incidente con la pretensión de clausurar el espacio de sociabilidad de los carlistas bilbaínos, a lo que respondieron diarios como El Correo Español empeñados en demostrar que los músicos estaban autorizados para tocar en la vía pública[56]. Las denuncias por parte de la prensa republicana por la permisividad del régimen alfonsino con las canciones carlistas en las calles fueron constantes, hasta el punto de que en ocasiones se acusaba de la connivencia de las autoridades municipales con los carlistas por ser miembros de los centros tradicionalistas. También ocurrió a la inversa cuando los integristas acusaban al gobernador de Murcia por vetar en las procesiones del Sagrado Corazón los himnos y vivas al corazón deífico, considerados subversivos[57]. El empleo de himnos y canciones en las movilizaciones colectivas encarnaba, en opinión de Charles Tilly, una demostración de unidad, configurándose como una de las formas con la que los colectivos se representaban a sí mismos por medio de un lenguaje local y regional que resultaba familiar a los oriundos del lugar[58]. De este modo se puede entender la sensibilidad carlista hacia las canciones propias de los lugares en Navarra, País Vasco, Cataluña, Aragón o Asturias, ya que los carlistas hicieron bandera de la defensa de las tradiciones regionales.
Los himnos hicieron también su aparición en los mítines, los aplecs y peregrinaciones. Se llegó incluso a preparar canciones particulares para ocasiones como el Centenario de la Tradición de 1933. El empleo de la música por los carlistas generó desencuentros violentos con bizcaitarras en País Vasco poco antes del inicio del período jaimista[59], con los «jóvenes bárbaros» lerrouxistas en la Barcelona posterior a los hechos de la Semana Trágica, alcanzando su máximo grado de expresión con los sangrientos sucesos de Sant Feliu de Llobregat[60] y frente a los partidarios de la II República que provocaban la reacción agresiva de los requetés en los actos de afirmación tradicionalistas[61].
En cuanto a la composición de himnos que identificaron e identifican a la comunidad imaginada carlista no se constata una intención seria hasta el decenio de 1890, que tal vez vino motivada por «lo que han valido a la revolución en todo el mundo la Marsellesa, el himno de Riego, el de Garibaldi, y tantos otros que en cada país llegaban a ser símbolo de una idea, aguijón para sus secuaces, trompeta que pregonaba sus esperanzas y su ardor»[62]. Y todo ello tenía lugar en un contexto en el que las élites políticas carlistas, que aspiraban a que su cultura política se convirtiese en la sustituta de la alfonsina, impulsaron la celebración de festividades propias y alternativas al calendario oficial, concibiendo estas fiestas como «nacionales».
Así, la idea que Carlos VII transmitió por carta al marqués de Cerralbo de honrar la memoria de los combatientes que sacrificaron su vida en los tres conflictos civiles se tradujo en la celebración de la fiesta de los Mártires de la Tradición; festividad que cada diez de marzo tiene lugar casi ininterrumpidamente desde 1896 hasta nuestros días[63]. Además de las celebraciones religiosas, se convocaron múltiples certámenes artísticos, literarios y musicales cuyos galardones —consistentes en un premio en metálico o un objeto de arte o joyería— promovían no solo los representantes de la familia real legitimista, sino también los prohombres del partido. De este modo en 1896 y 1897 se quiso premiar la elaboración de un himno dedicado a los Mártires, que debía reunir méritos literarios y musicales de tal forma que «resulte digno de los héroes a que ha de dedicarse». Sin embargo, una de las condiciones en las que puso énfasis la comisión organizadora instalada en el círculo tradicionalista de Madrid era que la parte musical había de ser «heroica, marcial y eminentemente popular»[64]. Llama poderosamente la atención que entre los miembros que se seleccionaron para el comité evaluador figurasen pocos compositores adscritos al carlismo. La prensa madrileña no pasó por alto esta peculiar convocatoria ni tampoco a los componentes de los jurados. El jurado del premio concedido por el pretendiente carlista, también conocido como duque de Madrid, fue presidido por Matías Barrio y Mier. La evaluación de la parte musical estuvo a cargo de compositores de fuste como Ruperto Chapi, Tomás Bretón, Manuel Fernández Caballero, Valentín de Arín y Joaquín Larregla, mientras que la parte literaria del himno se encargaron de examinarla Juan Vázquez de Mella, Marcelino Menéndez Pelayo, Antonio Sánchez Moguel y el conde de Sol. En opinión de María Nagore Ferrer, parece lógico pensar que el pianista navarro Larregla fuese el único compositor carlista. En efecto, en algunos números de El Correo Español aparece consignado como correligionario del partido carlista. Del mismo modo, no es descartable que el organista guipuzcoano Valentín de Arín simpatizase con los legitimistas[65].
Años más tarde, y con motivo del inicio del reinado de Jaime de Borbón, se convocó otro concurso para confeccionar un himno dedicado al nuevo rey-pretendiente[66]. De hecho, los jaimistas cambiaron las referencias a don Carlos en muchas de sus canciones por las de su vástago. Así se puede observar en la interpretación del Oriamendi y en la sustitución de la Marcha de don Carlos por la de don Jaime. Entre las publicaciones periodísticas que más interés mostraron por la recuperación del folclore musical carlista destaca la catalana La Bandera Regional. Por si fuera poco, en los reglamentos del requeté, poco tiempo antes de que se transformara en una organización paramilitar que se significó en las luchas callejeras, se estimuló una sección de bellas artes en la que los escolares carlistas mayores de diez años y menores de diecisiete podían constituir coros, aprovecharse en el estudio de la música, cantar canciones populares e himnos guerreros para cada fiesta de carácter nacional[67].
III. ANÁLISIS DE LOS PRINCIPALES HIMNOS TRADICIONALISTAS[Subir]
En El Correo Español se hacía una distinción a finales de la década de 1890 entre himnos patrióticos, las marchas para celebrar la presencia del soberano y los cantos entendidos como revolucionarios. A renglón seguido se denunciaba que los himnos nacionales no se ocupaban para nada de la nación, sino que estaban compuestos en honor al monarca o al jefe del Estado. Como invento moderno que eran los himnos nacionales, se advertía, y con razón, que resultaba desconocida su autoría[68]. Parece pertinente trasladar esta crítica efectuada por los propios carlistas al terreno del carlismo, habida cuenta de que muchos de los himnos pivotaban en torno a la figura del rey-pretendiente. Ahora bien, en ocasiones existían diferencias entre los himnos preferidos por las élites y las bases[69]. Así ocurrió con el celebérrimo Oriamendi, popular entre los soldados frente a la Marcha real[70]. Además de rendir culto a los pretendientes carlistas y a sus esposas, las canciones eran eminentemente bélicas y por lo general exaltaban las virtudes de los héroes carlistas de los conflictos decimonónicos. Con frecuencia, tendían a exagerar la valentía y arrojo de los combatientes, a quienes poco les importaría derramar su sangre por la contrarrevolución. Así pues, las letras ponían en valor el sacrificio martirial e invitaban a rendir devoción de las epopeyas de sus padres y abuelos entre las nuevas generaciones de carlistas. Ayudaban, en fin, a preservar en la memoria colectiva las victorias de cada una de las guerras civiles y a caudillos de renombre. En todo caso, cada una adquiriría su sentido en el momento en que se compuso, si bien las más pegadizas se readaptarían para contextos sucesivos[71]. Al sobrepasar con creces un estudio pormenorizado de todas ellas se ha procedido a abordar el contenido de algunas de las más significativas en los siguientes subapartados. La selección y clasificación en dos grupos (himnos fundamentales y cánticos sobre hechos y personajes) responde, por una parte, a la importancia que tuvieron determinados himnos y a la reelaboración que sufrieron varios de ellos con el tiempo; y, por otra parte, a su contribución en la identificación tanto de la Comunión como de sus secciones. En lo que se refiere al segundo grupo de canciones, muchas de las cuales nunca llegaron a pasar del escrito, se refieren a acontecimientos bélicos y figuras célebres de la Comunión, comprendiendo esta última categoría desde los reyes-pretendientes a los caudillos militares y referentes parlamentarios.
1. Himnos fundamentales[Subir]
Entre los himnos básicos de esta cultura política cabría resaltar, además del Oriamendi, el Gernikako Arbola y el Que me voy con don Carlos, las canciones dedicadas a secciones del partido como los requetés, las margaritas y los Pelayos. Del Oriamendi todos los cronistas carlistas coinciden en destacar su fortuito origen, situándolo en el trascurso de la Primera Guerra Carlista[72]. Tras derrotar a los cristinos liderados por Baldomero Espartero en la batalla de Oriamendi, los partidarios de don Carlos hallaron en el botín incautado a los contingentes británicos comandados por Lacy Evans, aliados con los liberales, una partitura que los carlistas cambiaron por completo. Aquel himno de la victoria daba por seguro el triunfo de la legión inglesa frente a unos carlistas inferiores en número. Existen varias versiones del himno, desconociéndose por completo el autor de la primera composición. Tal como recuerda Louis-Jean Calvet, los autores y compositores suelen ser los grandes desconocidos frente a los intérpretes, pese a que en ocasiones combinen las funciones de autores, compositores e intérpretes[73]. La que ha pasado a mayor gloria, como ya se recalcó, se difundió en los años de la Guerra Civil, habiéndose convertido pocos años antes en himno oficial de la Comunión Tradicionalista Carlista[74].
De acuerdo con la profesora Nagore Ferrer, el Oriamendi era ya un himno popular entre los carlistas durante el siglo xix, en contra de lo manifestado por Jesús-Evaristo Casariego, para quien fue una canción que pasó inadvertida[75]. De lo que no cabe duda es que este himno se consagró durante los años de la II República, acompañando a los mítines, festividades, excursiones o encuentros deportivos en la resurrección de la Comunión. La letra que ha permanecido y que el régimen franquista popularizó fue reivindicada de hecho en el renacimiento de la Comunión Tradicionalista Carlista en 1986[76], al tiempo que se desdijo por completo de ella la facción carlista autogestionaria que acaudilló Carlos Hugo de Borbón-Parma. Y es que, con motivo de la celebración de los actos de Montejurra en 1978[77], no se entonó el Oriamendi porque no se ajustaba a la actualización que habían dado los huguistas al Partido. En su lugar prefirieron cantar el Gernikako Arbola e incluso, como ha recalcado Josep Miralles, algunas de las canciones-protesta de cantautores tan relevantes durante la Transición como José Antonio Labordeta, Paco Ibáñez o Raimon[78].
Buena parte de los estribillos más conocidos del himno aparecen en otras canciones del repertorio carlista. Así lo pone de manifiesto, por ejemplo, la letra de la canción España en ti confía cuya parte melódica guardaría también semejanzas con el Oriamendi. Por supuesto en el Alto quien vive existen asimismo similitudes con el Oriamendi. No ocurría así con su música. Tanto una versión como otra del Oriamendi fueron compuestas originalmente en euskera, resaltando de la versión menos vulgarizada la reivindicación de los fueros viejos y de los euskaldunas, cuyos intereses habían sido dejados a su suerte por los liberales. Y es que en la letra del primer Oriamendi las provincias vascas se ponían a la misma altura que España —«Arriba España y la Euskalerría y el rey de las dos»—. En este sentido, se advierten algunos contrastes en el modo en que se inicia una y otra canción, omitiéndose en la composición canónica la reivindicación foral.
Precisamente la defensa de lo foral protagoniza de modo incontestable otro de los cantos que comparten las culturas políticas del tradicionalismo legitimista y del nacionalismo vasco: el Gernikako Arbola del músico José María de Iparraguirre (1820-1881)[79]. El trovador guipuzcoano, que había combatido en las filas de don Carlos María Isidro de Borbón durante la Primera Guerra Carlista, iba a ser objeto de constantes homenajes en la prensa tradicionalista[80]. Iparraguirre consiguió notoriedad como guitarrista y poeta en Francia e Inglaterra y esto le valió el indulto en la época isabelina; indulto que le fue revocado al causar gran revuelo la popularidad alcanzada por él y su canción Gernikako Arbola en su tierra natal a mediados del decenio de 1850. Al decir de Melchor Ferrer, «los campesinos escuchaban aquellas estrofas llenas de emoción y sentimiento avivándoles su amor a los fueros vascos»[81]. A diferencia de lo que ocurre con la inmensa mayoría de las canciones carlistas, el Gernikako no es una canción donde abunden alegatos belicistas. En una versión posterior de este himno, donde se cantaba al milenario árbol sagrado de Guernica —viva encarnación de los fueros que debían jurar los reyes-pretendientes—, sí que se constatan, por el contrario, referencias tanto a los otros elementos sobre los que gira el carlismo, como la religión, la patria y el rey[82].
En lo que se refiere a las canciones dedicadas a cada una de las organizaciones en las que se estructura la Comunión se puede comenzar por la de las Margaritas, las mujeres carlistas que recibieron este nombre en honor a la primera esposa de Carlos VII, Margarita de Borbón-Parma. El Himno de las Margaritas lo compusieron Baldomero Barón y Luis Aramayona y ya se cantaba en la antesala de la Guerra Civil[83]. Esta canción dibujaba a la perfección el modelo de mujer carlista como ángel de la caridad y auxiliar en las retaguardias de los carlistas que libraban la guerra actuando como enfermeras:
Ayudando a los bravos carlistas
que combaten por la tradición.
[…] Margarita crisol de bondad
por tus nobles soldados inmola
los consuelos de tu caridad[84].
A pesar de que se aprecia ese rol secundario de la mujer en la letra de la canción, perviven, sin embargo, algunos argumentos que habían demostrado su efectividad en la utilización propagandista de la figura de la mujer como salvadora de la patria durante la II República, travistiéndola con rasgos masculinos.
En lo tocante a los Pelayos, sección infantil de las Juventudes del integrismo y con posterioridad de la Comunión Tradicionalista Carlista, disponemos de una canción que luego pasó a formar parte del repertorio musical del partido único, Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalista, cuando el general Francisco Franco unificó a carlistas y falangistas. La letra de este canto marcial anticipaba lo que debían ser los componentes de estos batallones infantiles —y lo que por extensión anhelaban ser— cuando integrasen el cuerpo aguerrido de los requetés, cuya misión como soldados no era otra que salvar a su patria:
Somos niños los Pelayos
[más] seremos, sin tardar,
los soldados más valientes,
que a su patria salvarán[85].
Dentro de esta categoría de himnos fundamentales tendría cabida el dedicado a los Mártires de la Tradición, ya que no solo significaba un homenaje a los combatientes de las guerras civiles y sus cabecillas —nombrándose a Jerónimo Galcerán, Teodoro Rada Radica y Juan Francesch—, sino porque también resumía la historia y razón de ser de este longevo movimiento legitimista. Y es que parte de las estrofas del himno ponen el foco en los hechos que condujeron al estallido de la Primera Guerra Carlista, poco después del fallecimiento de Fernando VII. Fue su cuñada, la infanta Carlota de Borbón-Dos Sicilias, quien lo presionó para evitar la derogación de la Pragmática Sanción de 1830, con la que se apuntalaba la Ley Sálica de 1789 y se permitía el acceso al trono de su hija, la futura Isabel II. De esta manera se impidió que el hermano del moribundo, Carlos María Isidro de Borbón, le sucediese como rey:
La dinástica Ley pisoteada
por la Infanta Carlota se vio
la razón de esta suerte ultrajada
ante tal violencia cedió.
Por esta razón, rezan los versos de la canción,
Gloria y prez a los héroes de España
que acatando la sálica Ley
perecieron en noble campaña
por su Dios, por su Patria y su Rey[86].
Al mismo tiempo que constituye una loa al sacrificio de los carlistas de otras generaciones, lo cierto es que este canto invitaba a que los jóvenes carlistas en tiempos de paz se preparasen para la guerra, siguiendo la analogía de la novela unamuniana. De esta forma, los carlistas se conformarían con cumplir los dos mandamientos carlistas con los que se termina un singular cantar procedente de la Segunda Guerra: «Derrotar al Gobierno / y […] coronar a Don Carlos».
2. Canciones sobre acontecimientos, reyes-pretendientes, militares y próceres[Subir]
Queda claro que la Comunión promovió tanto en público como en privado la idolatría y devoción de los seguidores más jóvenes hacia sus ascendientes, una gran mayoría veteranos de las guerras civiles. Serían estos, sin olvidar el enorme papel desempeñado por las madres, quienes les transmitirían a través de las canciones recuerdos de sus experiencias en las guerras civiles, que sus hijos y nietos recrearían tanto en sus juegos infantiles como en la instrucción que recibían en la adolescencia al formar parte de las juventudes y del requeté. También las canciones que los tradicionalistas escucharon tanto en las veladas como en la guerra ayudaron a evocar modelos ejemplarizantes de políticos, militares y, lo que es más importante, de reyes-pretendientes. A tal efecto es ilustrativo que la prensa carlista de Madrid y provincias anunciase en el decenio de 1930 vinilos con canciones carlistas. Además, no se puede olvidar que se compusieron cantos relacionados con lugares y victorias que llenaron los anales del tradicionalismo. Piénsese, para empezar, en la canción donde se ridiculizaba al joven Alfonso XII cuando estuvo a punto de ser atrapado tras la derrota de Lacar[87]. Algunas de las canciones carecen de letra, como ocurre con la Marcha de don Carlos (1892 y 1908) y el pasodoble militar de J. Roig Entrada de don Jaime. Parece que la Marcha de don Carlos ya se entonaba poco antes del estallido de la Segunda Guerra Carlista, pero su interpretación se iba a popularizar sobre todo a partir de la década de 1890[88]. No ocurrió así con La entrada de don Carlos (1891), cuya autoría correspondió al sacerdote y músico José Sorribes, redactor de El Correo Catalán y La Hormiga de Oro. En una de las dos versiones se cantaba de nuevo a los Mártires de la Tradición, definiendo a los seguidores de don Carlos como una nueva estirpe continuadora de la obra civilizadora de Recaredo, el Cid e Isabel la Católica[89]. Francisco de Paula Oller escribía una reseña de las fiestas carlistas que tuvieron lugar en el círculo tradicionalista de Olot, tocando la banda municipal La entrada de don Carlos en su travesía por las calles[90]. Las letras que hacían referencia a Carlos VII, como también ocurrió con su sucesor Jaime III, anunciaban su soñada vuelta para la cual los carlistas se preparaban para ir a recibirlo a la frontera. Así lo ponía de manifiesto una copla dialogada de la época del Sexenio:
— ¿Dónde vais, bravos carlistas,
camino de la frontera?
—A buscar al rey Don Carlos
que hoy es el día que llega.
Por Cádiz entró Serrano;
por Cartagena, Amadeo;
por la frontera de Francia
entrará el rey que yo quiero[91].
En este sentido, la alegre canción e indistintamente titulada Cálzame las alpargatas o Que yo me voy con don Carlos se hizo célebre durante la Segunda Guerra Carlista, volviendo a ser cantada por los requetés durante la II República y sobre todo durante la Guerra Civil.
Cabría incorporar en este apartado apropiaciones bastante peculiares de los carlistas de cantos vinculados a otras culturas políticas. Louis-Jean Calvet examina las múltiples imitaciones denigratorias y paródicas de La marsellesa como muestra modélica del contrafactum o desviación de los himnos identitarios que encarnarían otra forma de expresión política[92]. A su vez, este distingue tres tipos de variaciones: textuales, musicales y contextuales. Las desviaciones textuales se pueden apreciar en la transformación por parte de los carlistas de las letras de canciones famosas como el Himno de Riego. Se trataba, en palabras de Calvet, de cambiar en parte la letra de un himno y conservar aquellas fórmulas que recordaran a la canción original. En el Museo Carlista de Estella se puede consultar un himno camelote-liberal cuya música era idéntica al «zapateresco» Himno de Riego:
Ya don Jaime vendrá a nuestra patria
la corona de Rey a ceñir,
con sus bravos jaimistas que quieren
para la causa vencer o morir.
¡Que vivan los jaimistas! Gritemos sin cesar,
¡Que vivan los jaimistas, que vienen a luchar!
Ya asoma la boina, la lanza y el fusil,
¡Cruzados de la Causa, vamos a combatir![93]
En cuanto a los nombres que rememoraron los cantos y que formaron parte del Olimpo carlista cabe destacar los de los caudillos Tomás de Zumalacárregui, Ramón Cabrera o Rafael de Tristany[94]. Este último se distinguió por combatir en otras geografías europeas al servicio de la causa contrarrevolucionaria. De ahí que se conserve una canción dedicada a los zuavos pontificios donde se le menciona. Los zuavos fueron un cuerpo en el que se alistó el hermano de Carlos VII, don Alfonso Carlos, junto con otros extranjeros que intervinieron en la defensa del Vaticano frente a los garibaldinos y que también participaron en el frente catalán durante la Segunda Guerra Carlista[95]. Asimismo, en las compilaciones destacan canciones breves que honran a próceres como el tribuno y pensador asturiano Juan Vázquez de Mella[96] o el dirigente integrista andaluz Manuel Fal Conde, cuya aureola idílica empezó a fraguarse en Andalucía Occidental durante la II República al convertirla por su trabajo propagandístico y organizativo en una nueva Meca del carlismo. Fal se ganó la adhesión de los carlistas más jóvenes que no aceptaban de buena gana la política de entendimiento con los partidarios de Alfonso XIII y que reclamaban una política más militante. Su liderazgo llegaba a eclipsar, sin quererlo naturalmente, al del rey-pretendiente Alfonso Carlos I[97]. Por ese motivo, en la canción A Fal Conde el andaluz no aparece descrito como caudillo sino como jefe:
Y Fal Conde es nuestro jefe
y es el hombre que más vale,
y a sus Requetés valientes
no se los merienda nadie[98].
Otra canción sevillana rememora los actos políticos del Quintillo que se asocian a la construcción del liderazgo de Fal Conde. En particular se aludía a las avionetas que añadieron espectacularidad al supuesto táctico del requeté andaluz:
¡Que susto pasé en Quintillo
viendo volar la avioneta
que pilotaba Don Carlos
con su hermana la princesa [!].
En esta canción publicada en la década de los sesenta se menciona a los sucesores de Javier de Borbón-Parma, Carlos Hugo y María Teresa de Borbón-Parma, y el Quintillo, que pasó a ser otro lugar de la memoria al que los carlistas se desplazaban anualmente con la finalidad de rememorar el acto que catapultó a Fal Conde a la Secretaría General de la Comunión.
IV. CONCLUSIÓN[Subir]
No cabe duda de que los carlistas se aprovecharon de la música con una doble finalidad. De un lado, se hizo uso de ella como un mecanismo efectivo más de transmisión de su ideología, resultando a veces un espacio de encuentro y de fricción entre las élites y las bases. De otro, la música se amolda a la lógica interpretativa de la utilización por parte de un movimiento contrarrevolucionario de todos aquellos medios que la modernidad ponía a su disposición, concibiéndose no solo como una opción para asegurar su supervivencia, sino también como una vía para confrontar, en condiciones adecuadas, a otras fuerzas políticas. Ahora bien, y por lo que se deduce de las opiniones vertidas por la prensa católico-monárquica, en el terreno de la música se advierten los mismos recelos con que los contrarrevolucionarios actuaron cuando hicieron uso de la prensa, la propaganda o la tribuna parlamentaria. En este sentido, que se recurriese a la distinción entre buena y mala música no era, naturalmente, algo novedoso. Al menos esta situación se percibió en los tiempos de entreguerras, cuando el carlismo pugnaba por captar a nuevos adeptos o por lo menos mantener a sus leales. En cuanto al estilo, se aprecia una clara preferencia por la tradición religiosa y los cantos profanos, especialmente por las animosas marchas militares. Progresivamente se fueron incorporando otros elementos del folclore y la tradición popular, encontrándonos en los cancioneros cánticos carlistas propios de cada lugar (sardanas, cantos vascos, jotas, fandangos, asturianadas o villancicos). Ahora bien, más allá de las celebraciones que acompañaron al desenvolvimiento del asociacionismo formal e informal de los carlistas, no parece que estos estuviesen por la labor de recoger sus canciones a través de los periódicos. No se quiere decir con ello que los diarios de la capital y provincias no dieran cabida a composiciones musicales y poéticas. No obstante, la experiencia pionera en el carlismo de La Lira de la Esperanza no dio pie a una nueva publicación de estas características hasta la Guerra Civil. Quizás los intentos más próximos en este campo fueran los que se intentaron trabar desde La Bandera Regional y las sucesivas épocas de Lo Mestre Titas. Lo que sí es cierto es que se imprimieron las letras de los himnos con o sin sus correspondientes partituras que se distribuyeron en los círculos de sociabilidad. Fue en la Guerra Civil cuando estas composiciones abundaron en revistas como Pelayos, destinada al público infantil —que pasó a ser llamada Flechas y Pelayos con motivo de la promulgación del Decreto de Unificación—.
La oportunidad de abordar la relación entre la música y el carlismo permite centrar la mirada de nuevo sobre los espacios donde se propagó la ideología carlista, esto es, el hogar, el círculo y el espacio público. En el interés que muestran los historiadores por la transmisión familiar de los fundamentos y mitos que han sustentado la cultura política del tradicionalismo carlista no cabe duda de que las canciones habrían jugado una baza determinante en el proceso de socialización política. A pesar de la simplicidad de sus letras, es probable que estas hubieran sufrido transformaciones a manos de los receptores, quienes cumplirían una labor provechosa en el proceso comunicativo musical. De este modo, los recuerdos que en la intimidad del hogar transmitirían las generaciones previas de combatientes carlistas a sus hijos y nietos habrían surtido su efecto, así como también lo tendría el posterior contacto de estos con sus pares en los espacios propios legitimistas. Se rememoraban a personajes, batallas y acontecimientos, al tiempo que la memoria colectiva de los carlistas añadía nuevos motivos para el recuerdo, como los hechos de Sant Feliu, que serían cantados. No había mucha diferencia entre las prácticas de los legitimistas franceses y los carlistas españoles a la hora de poner el foco en su particular memoria colectiva, poniendo a disposición de sus militantes una serie de volúmenes que recogían el repertorio musical chambordista que reivindicaba a Enrique IV, que había puesto fin a las Guerras de Religión a fines del siglo xvi, o las rebeliones legitimistas de la Vendée. Todas las descripciones que ofrece la prensa ponen el acento sobre la emoción que generaba entre los carlistas sus himnos propios. Eran canciones que acompañaban a la guerra, pero además eran un canto de protesta en tiempos de paz. No se puede olvidar que los cantos de sus rivales produjeron el efecto contrario entre los contrarrevolucionarios, quienes se escudaban lógicamente en afirmar su «tolerancia» a las exhibiciones musicales de las demás facciones políticas.