RESUMEN

Los hombres y mujeres que integraron el exilio republicano a Francia se enfrentaron a retos propios de todo tipo de migración, como la consecución de un trabajo remunerado. Este fue uno de los principales objetivos de la Administración francesa como contrapartida al derecho de asilo. A pesar de los prejuicios sociales, políticos y de género vertidos hacia esta mano de obra extranjera, las mujeres españolas también pasaron a engrosar las filas de trabajadoras en el contexto de los últimos años de la III República francesa. Su inserción laboral en sectores como la agricultura, el servicio doméstico o la industria de guerra les permitiría ocupar un lugar en las políticas de gestión del exilio republicano, demostrando que eran merecedoras de permanecer en el país. Así, si el trabajo facilitó su instalación material, en el plano psicológico también significó una reafirmación de su capacidad de agencia y de su construcción identitaria como exiliadas, pero también como trabajadoras.

Palabras clave: Mano de obra extranjera; derecho de asilo; mujeres trabajadoras; exilio republicano; perspectiva de género.

ABSTRACT

Republican exiles to France faced the challenges inherent to all types of migration, such as finding remunerated work. This was one of the main objectives of the French administration as a counterpart to the asylum right. Despite the social, political and gender prejudices towards this foreign labour force, Spanish women also joined the ranks of workers in the context of the last years of the Third French Republic. Their labour insertion in sectors such as agriculture, domestic service or war industry would allow them to occupy a place in the management policies of the Republican exile, proving they were worthy of remaining in the country. Thus, if work facilitated their material installation, on a psychological level it also meant a reaffirmation of their capacity of agency and their construction of their identity as exiles, but also as workers.

Keywords: Foreign labour force; asylum right; women workers; republican exile; gender perspective.

Cómo citar este artículo / Citation: Negrete Peña, Rocío (2025). «Ganarse el pan francés». Políticas de inserción y estrategias laborales de las españolas exiliadas en Francia (1936-‍1940). Historia y Política, 53, 265-‍294. doi: https://doi.org/10.18042/hp.2025.AL.04

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

El estudio del exilio republicano y de su integración laboral en Francia desde una perspectiva de género representa en la actualidad uno de los temas pendientes para la investigación histórica española. Las nuevas propuestas desarrolladas dentro de la historia de las mujeres y de las relaciones de género han abierto la puerta al tratamiento del exilio republicano como una oleada migratoria con sus propios retos de adaptación y de inserción en la sociedad de acogida. Siguiendo este análisis, los detalles de su integración y, en particular, el recurso al trabajo como vía de emancipación de los controles administrativos, constituyen campos fecundos en el estudio de las experiencias de las mujeres en este exilio. En efecto, el acceso al mercado de trabajo es uno de los primeros pasos para la inserción de poblaciones migrantes en una nueva sociedad[2].

La llegada y la gestión de la acogida de más de medio millón de hombres y mujeres como refugiadas[3] desde el inicio de la Guerra Civil española significó un desafío para las políticas migratorias francesas[4]. Además de la vertiente política, la integración económica de esta población pronto se situó en el centro de los debates. En marzo 1939 se calculaba que había unos 440 000 refugiados españoles en Francia, de los cuales 170 000 eran mujeres niños y ancianos[5], con perfiles de edad, profesión, clase social u origen geográficos variados. La reducción de esta cifra mediante los retornos a España dejó, sin embargo, en suelo francés un grupo que en abril de 1940 ascendía a 167 000 personas. El empleo de los hombres y mujeres en diferentes profesiones permitió que su estatus evolucionase desde indésirables y bouches inutiles a un reconocimiento oficial como mano de obra extranjera, pasando al régimen de derecho común de la población extranjera en Francia. En este sentido, resulta central el hecho de que la incorporación al mercado laboral fuese una de las condiciones más factibles para poder dejar atrás las estructuras de internamiento y escapar de la imposición de la repatriación a la España franquista. Pero, si bien se ha otorgado en el relato histórico un papel responsable de este proceso de emancipación a los hombres, como «ganadores de pan»[6], las mujeres españolas también tuvieron un importante rol. María Luisa Broseta, una niña del exilio, se refería a la necesidad de «ganarse la vida» que tuvieron las mujeres en este contexto[7]. La catalana Otilia Castellví evocó una fórmula similar al expresar su voluntad de «ganarme la vida» o, más concretamente, «ganarme el pan francés», tras ser acogida por una familia amiga en Perpignan y comenzar a hacer trabajos de costura como pago por la manutención[8].

En este artículo nos interrogaremos específicamente sobre el proceso de configuración del exilio republicano como mano de obra desde una perspectiva de género y en su explotación en el país desde el inicio de la Guerra Civil española hasta la firma del Armisticio con Alemania en junio de 1940. En este sentido, pretendemos establecer los límites y los puntos de intersección entre el derecho de asilo, la admisión o el rechazo por la ciudadanía y la patronal francesa y la movilización como fuerza de trabajo hacia la integración en la economía nacional. Además, tendremos en cuenta el peso de la configuración y los discursos sobre el trabajo femenino, tanto formal como informal[9], así como la capacidad de agenciamiento de las mujeres españolas y el desarrollo «estrategias de supervivencia personal» y «estrategias de resistencias identitarias»[10]. En efecto, a la hora de acercarnos al exilio femenino nos enfrentamos a su relativa marginalidad en la historiografía, pues, como han evidenciado las investigaciones más recientes[11], el relato histórico ha generalizado el exilio masculino como modelo universal. Por otro lado, apreciamos una dificultad de construir un relato sobre la agencia y la capacidad de iniciativa de estas mujeres debido a su tradicional adscripción al espacio doméstico y a su pertenencia en un aparente segundo plano en espacios públicos y productivos, donde las relaciones de género dejan también su impronta en la generación de documentación y en los mecanismos de invisibilidad del trabajo de las mujeres[12]. Mas, como nos anima Irene Murillo, «escarbemos en los archivos en busca de modos en que los subalternos, en este caso las mujeres, se apropiaron de las condiciones de su opresión»[13]. Con estas bases, trataremos de mostrar cómo las mujeres españolas en Francia supieron tejer estrategias si no para escapar de su estatus de oprimidas, sí del de asistidas, y encontraron en el ejercicio laboral una vía de emancipación, como han puesto en evidencia las investigaciones sobre migraciones desde una perspectiva de género.

En primer lugar, trazaremos la evolución y los mecanismos administrativos por los cuales el exilio republicano español pasa a ser percibido entre 1936 y 1940 como potencial mano de obra por las autoridades francesas. En un segundo tiempo, analizaremos cómo es este proceso en el caso de las mujeres y cómo convive con los fenómenos de la reagrupación familiar y la salida de los espacios de internamiento. Finalmente, abordaremos los trabajos en los que las refugiadas españolas, a pesar de la diversidad de sus situaciones, fueron movilizadas durante estos años. Para ello, contamos como fuentes primarias con parte del entramado legislativo y de las comunicaciones establecidas entre los ministerios del Interior y de Trabajo con las autoridades departamentales y locales sobre la explotación económica de los y las refugiadas españolas[14]. Estas fuentes serán complementadas con el punto de vista de las propias refugiadas en distintos tipos de egodocumentos: memorias, entrevistas[15] y testimonios escritos.

II. MÉRITER LE PAIN FRANÇAIS. LA CLASIFICACIÓN DEL EXILIO REPUBLICANO COMO MANO DE OBRA[Subir]

Los hombres y mujeres españolas que llegaron a Francia como consecuencia de la Guerra Civil se encontraron con la proliferación de un imaginario donde «el refugiado-rojo», era representado por su extremismo político y su potencial rivalidad económica[16]. A pesar de los importantes movimientos de solidaridad a nivel internacional durante la guerra y de la sensibilidad hacia el exilio de una parte de la población francesa, las personas refugiadas fueron también objeto de una política ambivalente en su acogida y de un discurso xenófobo. La herencia de un miedo al otro desencadenado por la crisis económica de 1929 y de las políticas proteccionistas del mercado de trabajo nacional[17] explicaban un clima de creciente obsesión por la seguridad. La llegada del exilio republicano español de 1939 coincidió, en efecto, con la instalación en la Francia metropolitana de grupos de refugiados políticos desde la Alemania nazi y los territorios progresivamente ocupados, cuya limitación de su actividad laboral —y sobre todo comercial— como medio para proteger los privilegios de la mano de obra nacional fue justificada por la necesaria distinción entre los elementos honorables, «la parte sana y trabajadora de la población extranjera» y «los otros», el «contingente de indeseables»[18]. De este modo, tanto en la emergencia del término de «falsos refugiados» como en el de «indeseables»[19], confluían prejuicios tanto de orden político como económico.

Desde 1936 fueron llegando a Francia una nueva categoría de españoles, mujeres, niños y ancianos huidos, en su mayor parte de los bombardeos y del avance de las tropas en los primeros meses de guerra. Con la llegada de estos primeros contingentes de población desde España proliferaron las peticiones formales y las reclamaciones desde varios departamentos franceses sobre «la inmigración de extranjeros» que exigían el control de la llegada de «refugiados políticos» entre los que pudiese haber individuos cuya actividad fuera susceptible de perjudicar «bien la paz interior, bien los intereses legítimos de nuestros conciudadanos»[20]. Así, en estos momentos iniciales del exilio, se consideraba que no parecía oportuno «al menos por el momento, favorecer la fijación de estos refugiados en nuestro territorio», y solamente «en el caso de que su estancia se prolongue, serán encaminados a buscar un trabajo»[21]. Además, cabía el temor que un recurso a la mano de obra extranjera «suscitase en los medios extranjeros la opinión de que el mercado laboral francés es de nuevo capaz de absorber una afluencia considerable de trabajadores extranjeros, y tienda así a provocar un movimiento de inmigración clandestina»[22]. Ante esta coyuntura, el deseo de controlar el gasto público implicó que, dentro de las políticas de acogida o de repatriación, fuese relevante la posesión de recursos económicos propios o de lazos familiares en el país de acogida, proceso en el que la inmigración económica anterior jugó un importante papel como base de redes sociales, aunque, como veremos, con ciertos límites[23].

Así, en diciembre de 1937, el ministro del Interior Max Dormoy permitía únicamente residir en Francia a «los refugiados que posean recursos suficientes para mantenerse sin ocupar ningún empleo o que puedan ser acogidos por personas que se encarguen de todas sus necesidades». Pero, al indicar la excepción de «las mujeres, los niños, los ancianos y los enfermos [que] pueden seguir siendo albergados por cuenta de las colectividades públicas»[24] , se conformaba legislativamente un grupo aparte de la actividad económica y de la posible competencia en el mercado laboral nacional. Estos condicionantes para refugiarse de la guerra en suelo francés estaban acompañados, evidentemente, por la prohibición de «ejercer cualquier tipo de empleo sin justificar estar en posesión de un contrato de trabajo con visado favorable por los Servicios de la Mano de Obra Extranjera […] con el fin de evitar, precisamente, que refugiados ejerzan ocupaciones remuneradas y compitan con la mano de obra regular»[25]. Esta reglamentación refleja la gestación de un imaginario colectivo con un claro sesgo de género, en la que la representación del refugiado como peligro político y económico era directamente declinada en masculino, y las mujeres, al menos inicialmente, solo aparecían como víctimas (y rara vez como agentes a los que se tuviese que aplicar también estos dispositivos de vigilancia y de exclusión). Y, como advierte desde la sociología de las migraciones Eleonora Kofman, las políticas hacia la mano de obra migrante denotan también un tratamiento diferencial de género[26].

A pesar de estas limitaciones legales, en caso de falta de fuerza de trabajo en determinados sectores económicos la mano de obra española fue movilizada, especialmente desde 1937, aunque aún no de forma sistemática. En este sentido, la evacuación del Frente Norte en 1937 evidenció el crecimiento de la comunidad española en Francia, pues, si bien una buena parte fueron repatriados, los primeros grupos de población refugiada se iban instalando en el país. Podemos comprobar que en determinadas regiones fue naciendo un interés en concebir el exilio republicano como una fuente de mano de obra, pero siempre argumentando la compatibilidad con el mercado de trabajo local[27]. Debido a la composición de la mayoría de las evacuaciones hasta 1939, la población susceptible de ser empleada eran mujeres, sobre todo jóvenes. Concretamente, la época de vendimias del año 1937 marcó un giro en la política de acogida francesa, si bien bajo condiciones como que en la zona no hubiese desempleo agrícola y que se pagasen los mismos salarios que a los trabajadores franceses[28].

La propuesta de integrar a la población refugiada en la economía nacional facilitó un progresivo deslizamiento de la figura del «indeseable» hacia la del «indigente» (en la documentación, denominados «extranjeros indigentes en exceso en la economía nacional»), es decir, del peligro político al peligro económico, en el que nuevos grupos de población, como las mujeres españolas refugiadas, quedarán incorporadas. En efecto, la lógica de aprovechamiento económico terminó por imponerse. El internamiento de la población refugiada y extranjera durante la III República francesa, que sería prolongada por el régimen del Mariscal Pétain, constituía un mecanismo de exclusión de los llamados «indeseables» del cuerpo social. La salida de este internamiento por medio del trabajo significaba el primer paso para su integración en la sociedad francesa. Por lo tanto, las reservas a la introducción de la fuerza de trabajo que representaba el exilio republicano español disminuyeron en aquellos sectores donde no representaran una competencia o un peligro para el equilibrio de la economía nacional. Se operó, en consecuencia, una importante labor de selección, tanto de los puestos de trabajo que pudieran ocupar como de la propia figura del trabajador o trabajadora y su adecuación a las tareas asignadas[29].

En consecuencia, tras el gran flujo de personas que significó la Retirada y el fin de la guerra en España, desde los meses de abril y mayo de 1939 se multiplicaron las comunicaciones administrativas que recordaban y aconsejaban la posibilidad de dar trabajo a los hombres internados en los campos de concentración. A pesar de la voluntad de reducir lo máximo posible la población acogida en Francia, se tenía en cuenta que «podremos conservar cierto número de refugiados, no en cuanto tales, sino incorporándolos a la población de nuestro país. No faltarán refugiados que contemplen favorablemente esta solución»[30]. El trabajo pasó a representar una de las opciones privilegiadas para abandonar los campos de concentración, tanto para mujeres como para hombres. La circular de 31 de marzo de 1939 del ministro del Interior francés apuntaba al tipo de trabajos a los que podría dedicarse la mano de obra española, tanto en tiempos de paz como en caso de movilización. Con «el objetivo de evitar la competencia con la mano de obra local», la fuerza de trabajo española debería concentrarse «sobre todo en trabajos que no estén inscritos en los programas regulares o, al contrario, desde el punto de vista del interés general, en trabajos que presenten un carácter de extrema urgencia». Además, se señalaban las condiciones salariales: además del alojamiento y la manutención, se preveía el pago de «una prima de rendimiento a determinar según las circunstancias y la naturaleza de su tarea»[31].

La celebración en junio de 1939 de la Conferencia Francesa de Ayuda a los Refugiados Españoles titulada «Asilo y trabajo para los refugiados españoles. Por la liquidación de los campos de concentración» exponía al Gobierno francés la necesidad de aplicar a un «un verdadero derecho de asilo, incluyendo el derecho al trabajo y la introducción en la vida social francesa de un número determinado de republicanos españoles y de voluntarios internacionales refugiados en Francia, útiles a la producción nacional y a la defensa del país»[32]. Entre los puntos principales de las resoluciones de esta conferencia destacaba la integración de fuerza de trabajo en la industria y el comercio, así como en la agricultura. Este último fue el ámbito donde más se incidió desde las autoridades y la patronal: en el posible rédito económico que podría sustraerse de una mano de obra barata y de fácil colocación e integración[33]. Ante «la situación de la mano de obra susceptible de ser puesta a disposición de las explotaciones agrícolas», el Ministerio de Trabajo apostaba por la «introducción en Francia de trabajadores extranjeros». Se contabilizaron «numerosos españoles residentes en Francia que pertenecen a profesiones agrícolas y que, hasta ese momento, han permanecido desempleados […] y cuya contratación eventual tendría todas las garantías deseables, sobre todo desde el punto de vista sanitario»[34]. La puesta en marcha del Comité d’Étude pour l’Etablissement et le Placement des Réfugiés espagnols dans l’agriculture française en agosto de 1939 tenía por objetivo la integración de las personas refugiadas españolas en la agricultura francesa, teniendo en cuenta, por un lado, «las capacidades de los refugiados», y por otro, «los sectores de la economía agrícola francesa que necesitan actualmente estos trabajadores»[35]. Esta idea seguía la estela de la colocación profesional programada desde el Estado de otras poblaciones, como la italiana o la polaca, destinadas a este sector falto de mano de obra nacional, especialmente durante la Primera Guerra Mundial y la inmediata posguerra[36].

Con la declaración de guerra y la movilización en septiembre de 1939, se acentuó esta tendencia y se recalcaba desde el Journal Officiel cómo «a falta de la cantidad suficiente de mano de obra francesa, las Administraciones públicas y los establecimientos y servicios que funcionan por el interés de la nación podrán emplear extranjeros»[37]. Esta realidad se tradujo, por un lado, en una aceleración de la puesta a disposición de la mano de obra española internada en los campos y refugios para su incorporación al trabajo agrícola. Por otro, se apuntalaron las condiciones del enrolamiento en las Compañías de Trabajadores Extranjeros (CTE), implantadas en abril de 1939, como prestatarios militares[38]. El empleo de la fuerza de trabajo que conformaban los refugiados españoles en estas estructuras pretendía compensar el gasto inicial desembolsado en su acogida mediante un sistema de prestación de trabajo a bajo coste. Como denunciaba la refugiada anarquista Ana Delso[39]: «¿Por qué iba a privarse el digno Estado francés de la mano de obra formada por estos esclavos de la Era Moderna que no costaba prácticamente nada? Era preciso hacer pagar a estos rojos descreídos el precio que había costado a Francia su estancia en los campos de concentración»[40].

En una evaluación de tipo económico de la gestión de la acogida en abril de 1940, se afirmaba de hecho que «los gastos ocasionados por el alojamiento de los refugiados españoles serán en gran parte reembolsados por el trabajo que estos refugiados proporcionan»[41]. En concreto, la circular del 5 de mayo de 1939 atendía a una concepción del trabajo como elemento «redentor» que permitiría transformar a los refugiados en elementos útiles a la colectividad nacional y se presentaban las prestaciones obligatorias como una forma de agradecimiento por el derecho de asilo[42]. Pero, además, la puesta en marcha de las CTE permitía plantear una respuesta a la crisis económica —además de a la carencia de mano de obra masculina nacional ante la movilización—, obteniendo una mayor plusvalía con esta mano de obra de carácter precario, según las necesidades del Estado[43]. De este modo, tanto los hombres organizados en las CTE, así como en sus sucesores, los grupos de Trabajadores Extranjeros (GTE)[44], junto con los evadidos de los campos pasaran a constituir una «población flotante»[45] que se desplazaba allá donde hubiese oferta de trabajo. Como veremos, si bien tanto estas compañías y grupos de Trabajadores Extranjeros como los procesos de reclutamiento en la Legión Extranjera y los regimientos militares de voluntarios extranjeros practicaron una exclusión de género, la puesta en marcha de estos dispositivos tendría importantes consecuencias para el resto de la población civil refugiada, en la que se encontraban las mujeres.

III. DE ASISTIDAS A TRABAJADORAS. HACIA LA INSERCIÓN EN EL PAÍS DE ACOGIDA[Subir]

La suerte de las mujeres españolas quedaba en un principio supeditada a la situación administrativa y laboral de sus maridos, padres o hermanos, lo cual respondía a la centralidad que las autoridades francesas otorgaron al cabeza de familia en la organización de los grupos familiares. De este modo, el destino de las mujeres se ajustaba a una doble tutela, primero por el Estado francés, y luego por el sustento económico de la familia. No obstante, como veremos, la evolución política, social y económica de Francia, por un lado, y la voluntad de las mujeres españolas por desprenderse de esta relación de dependencia, por otro, abrieron paso hacia su inserción como trabajadoras en el país de acogida. No hay que olvidar que los conflictos bélicos contemporáneos —como la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial o la propia Guerra Civil— propiciaron una salida de las mujeres de los espacios privados para integrarse en los mercados de trabajo, apuntando hacia la apertura de una nueva «era de lo posible» para las mujeres[46].

Las refugiadas españolas fueron clasificadas según la empleabilidad del cabeza de familia[47], situando la reagrupación familiar o la supervivencia gracias al salario de este o a los subsidios por su situación en las CTE como sus principales horizontes de subsistencia y de emancipación de la tutela del Estado francés. Así, la circular del 10 de julio de 1939 del Ministerio del Interior[48] había mostrado el cambio de óptica de las autoridades francesas de cara al trabajo de los y las refugiadas y a la facilitación de las reagrupaciones familiares. La Administración se comprometía a que si una refugiada podía demostrar que un miembro de su familia ejercía un empleo asalariado, esta recibiría la autorización a quedarse en Francia y, eventualmente, disfrutar de estos sistemas de subsidios. A finales de 1939 las autoridades francesas reconocían la realización de un «gran esfuerzo de reagrupación de familias»: «Allí donde se han encontrado posibilidades de vivienda, las familias han sido reunidas [...] En cuanto a las mujeres y los niños que seguían a cargo del Estado [...] se sigue asegurando su mantenimiento». Además, «las familias cuyo cabeza está en una compañía de trabajo se benefician de asignaciones similares a las de los movilizados franceses»[49].

La creación y trayectoria de las Compañías de Trabajadores ejemplificaba además esta asimetría de género a la hora de concebir la utilización de la mano de obra del exilio republicano en Francia. A pesar de que llegó a plantearse la redacción de un decreto ley sobre «la utilización de las mujeres extranjeras, en forma de requisición civil»[50] es decir, también como trabajadoras prestatarias, nunca llegó a ponerse en práctica por el precipitado fin del drôle de guerre en junio de 1940[51]. En estas estructuras económicas militarizadas las mujeres solamente aparecían como destinatarias de subsidios, los cuales permitían, a su vez, que aquellas pudiesen abandonar las estructuras de internamiento por sus medios. Sin embargo, por un lado, la problemática de dificultad de acceso a la vivienda, y por otro, la limitación de las cantidades provistas en este pago, impedían hacerlo sin contar con un empleo asalariado también por su parte. Como reconocía una de las mujeres que disfrutaron de estas prestaciones, la ya mencionada Ana Delso, «para las mujeres la vida no va a ser tampoco fácil. Se nos concede a cada una una asignación militar diaria de siete francos, suma que apenas da para mal comer durante los primeros quince días del mes»[52].

En efecto, en la realidad los ingresos de la mayoría de los refugiados resultaban insuficientes para su mantenimiento. La reunificación en torno al cabeza de familia integrado en una CTE, en ocasiones era denegada porque al recibir solamente el salario de un «hombre de tropa» y al estar obligado a vivir en el campo «no podía hacerse cargo de las necesidades de su familia»[53]. En la solicitud de María Aragón, que se encontraba en los Basses-Alpes junto a su suegra y su hijo, se exponía la voluntad de reunificarse con su marido, obrero en la empresa Bairati, en Luchon, Haute Garonne. Sin embargo, a pesar de «las mejores informaciones» recogidas sobre este y aunque «su salario le permitiría hacer vivir modestamente a su familia», la cohabitación con esta sería imposible «al vivir en las barracas de la obra». Por ello, debido a que «su familia estaría obligada a vivir sola en Luchon, donde no es seguro que encuentre alojamiento» ni que pueda acceder a un «salario complementario necesario para su subsistencia», la solicitud quedaba denegada[54].

A pesar de estas limitaciones, la estrategia de situar la responsabilidad de la manutención del conjunto de la familia en manos del cabeza de familia permitía, junto a la política de repatriaciones, la reducción del número de refugiados mantenidos a cuenta de las arcas públicas. El argumento de reducir los gastos de acogida y manutención salía de nuevo a relucir en la permisividad de las propuestas de reagrupación familiar. Ese fue el caso de la refugiada María Pérez López, residente en Hérault, quien pedía reunirse con su marido, el cual trabajaba para Madame Sabina Rincón en Le Bouscat (Gironde). Ante la imposibilidad de su marido de recibirla, desde la Prefectura de Hérault se proponía que fuera «ubicado con otro patrón para que pueda acoger a su mujer» proponiendo directamente que «el departamento de Hérault, falto de mano de obra, podría emplear al llamado Pérez para que pueda hacerse cargo de los gastos de alojamiento de su mujer, actualmente a cargo del Estado»[55]. Ante esta situación, muchas mujeres, como la propia Ana Delso, recurrieron al trabajo, sobre todo en la economía sumergida, como forma de complementar los ingresos familiares[56].

Además, si bien las primeras disposiciones de inserción laboral de la fuerza de trabajo española se centraron a los hombres internados en los campos —de cuya suerte dependería las mujeres de su familia—, sucesivas circulares ministeriales se centraron específicamente también en la población civil refugiada, donde ellas estaban explícitamente incluidas. El primero en mostrar un interés en un plan sistematizado de empleo de la mano de obra integrada mayoritariamente por las mujeres, niños, ancianos y enfermos fue el Ministerio de Trabajo. En mayo de 1939, se distribuía a las oficinas de colocación departamentales encargadas de gestionar la mano, las siguientes instrucciones: «Actualmente se encuentra alojado en su departamento una determinada cifra de refugiados civiles. Es altamente pertinente que los interesados, en la medida en que puedan ser empleados, sean utilizados a trabajar. Evidentemente, no cabe permitirles ejercer profesiones afectadas por el desempleo. Bajo esta condición, le ruego examine con urgencia la posibilidad de colocar a estos refugiados lo más rápido posible»[57].

Esta lógica seguirá ampliándose con la progresiva reducción de la población masculina de los campos de concentración, la continuidad y aumento de las necesidades de mano de obra, especialmente con la proclamación de guerra en Europa en septiembre de 1939 y, finalmente, con la previsión de cierre de los espacios de internamiento con población civil en la primavera de 1940 y la amenaza de repatriación de todas las personas que carecieran de medios propios o ajenos para su subsistencia. Siguiendo este calendario, los diferentes sondeos sobre las orientaciones profesionales de las mujeres refugiadas se multiplicaron desde el otoño de 1939. En efecto, la entrada de Francia en el conflicto europeo y la activación de la economía de guerra habían acelerado el proceso de introducción de las mujeres refugiadas como trabajadoras. La carencia de mano de obra debido a la movilización puso en evidencia las jerarquías establecidas entre la fuerza de trabajo nacional y la extranjera, donde además de la nacionalidad, el género era un factor determinante. La complejidad de la economía y política francesas de guerra reproducía algunos comportamientos en relación con el trabajo femenino que ya se habían vivido en el país durante la Gran Guerra y que fueron igualmente visibles en la Guerra Civil española. Así, hablamos del peso del paradigma de la coyunturalidad, en referencia al tratamiento que el trabajo femenino sufrió en estos contextos, visto como un episodio pasajero que a la «vuelta a la normalidad» terminaría sin mayores consecuencias. No obstante, el llamado esfuerzo patriótico de las mujeres dedicado a cubrir temporalmente la escasez de fuerza laboral masculina debe matizarse. Como varios estudios han demostrado, pocas trabajadoras de la economía de guerra eran nuevas asalariadas, sino que, en realidad, provenían de sectores profesionales en reconversión ante el escenario bélico, sobre todo en la manufactura y en la confección de objetos o prendas que pasaban a un segundo plano en este contexto[58]. En el caso de las mujeres españolas, su inserción laboral en Francia venía precedida en muchos casos por experiencias profesionales tanto formales como informales no solo en los primeros meses del exilio, sino durante la guerra en España o en los mercados de trabajo en transformación durante el primer tercio de siglo.

En octubre de 1939, el comandante de los campos de la 17.ª región militar hacía notar «el flujo considerable de peticiones de trabajadores españoles en el momento en el que se carece de la mano de obra nacional en todos los sectores» y señalaba las dificultades emanadas y la conveniencia de fijar nuevas disposiciones de contratación, ya que «lo que era aceptable en tiempos de paz, no puede serlo ahora»[59]. En este contexto se inscriben los estudios realizados por diferentes organismos para determinar con precisión las orientaciones profesionales de mujeres refugiadas[60]. Una de las más activas fue la Commission d’aide aux enfants espagnol réfugiés en France, la cual atendía directamente las necesidades de las mujeres y niños internados y, entre otras funciones, les ayudaba a encontrar trabajo, llevando a cabo «un censo de mujeres que deseen ponerse al servicio del Ministerio de Trabajo Francés»[61]. Una de ellas fue la de la refugiada Nadia Delaval, quien se ponía en contacto «enterada de que ese Comité se ocupa de dar trabajo a la mano de obra femenina me apresuro a escribirle estos cuatro renglones para si pudiera ser me proporcionaran trabajo»[62]. El Comité National Catholique, otro de los organismos de ayuda humanitaria que se encargó de la inserción laboral de la población refugiada —entre otros cometidos— en abril de 1940 informaba que «en la actualidad, de acuerdo con el Ministerio de Trabajo, nos ocupamos de la colocación de mano de obra femenina en la agricultura, las fábricas de guerra, etc.»[63].

En el mes de febrero se había informado desde el Ministerio del Interior del cierre de los espacios de internamiento de población civil y que, consecuentemente, «la subsistencia de los interesados deberá ser, a partir del 15 de marzo, asegurada por su apoyo»[64], es decir, el cabeza de familia. Ante esta situación, las diversas organizaciones preocupadas de la suerte de las refugiadas españolas[65] presionaban a la dirección de la mano de obra para acelerar su colocación. La Commission d’aide aux enfants espagnol réfugiés en France reconocía que «dadas las condiciones actuales y la forma del problema, así como su urgencia, no es posible elegir, lo mejor es aceptar el trabajo, aunque sea duro y poco remunerado»[66]. La carta enviada por Cesárea Burillo Ruiz, desde la Maison Rochelin (Nièvre) al Comité International de Coordination et d’information pour l’aide à l’Espagne Républicaine (CICIAER) evidenciaba esta urgencia:

Aquí el alcalde nos ha dicho que de aquí al 15 de marzo habrá de enviar a España a todas las que no tienen a su marido en Francia y también todas las que no hayan encontrado la posibilidad de ganarse la vida. Le hemos dicho que estábamos en entero conformes para trabajar y le hemos rogado que nos proporcione trabajo.

Mucho deseo trabajar [...] Cosa terrible sería el que por no haber encontrado trabajo se nos enviara ahora a España. Lo que queremos es trabajar para poder vivir hasta que hayamos recobrado nuestra libertad[67].

Este flujo de correspondencia para acelerar la comunicación entre potenciales trabajadoras y empleadores demuestra cómo, en sus solicitudes, las mujeres españolas hicieron valer sus capacidades profesionales y de adaptación arrojando argumentos prácticos o emocionales según el organismo o la autoridad a la que se dirigiesen[68]. La refugiada Otilia Osorio se dirigía a la Comisión disculpándose por «mis muchas peticiones, pero me encuentro actualmente con ganas de trabajar en cualquier puesto que no fuera en el campo en lo cual no estoy acostumbrada, para guerra sea en material o en costura. También en labores de casa, sé hacer un poco de todo, limpieza, cocina, costura, punto, tricot, etc.»[69]. Por su parte, Mercedes Barriñaga escribía subrayando que «la única persona [...] de mi familia que puede trabajar soy yo» y solicitaba «la posibilidad de colocarme bien como modista, costurera o bien si le fuera más fácil en una fábrica de guerra»[70]. Con estos ejemplos, podemos señalar la voluntad de emancipación y de reconstrucción de sus vidas en el exilio, llegando a ser ellas mismas las que se ofrecieran voluntarias y buscaran diferentes ofertas laborales que encajaran en el mercado de trabajo[71], aunque, como advertía la antropóloga Dolores Juliano, este tipo de estrategias «en algunos casos, simplemente profundizan tendencias anteriores»[72]. Estas ofertas podían, a su vez, integrarse en lo que se conoce como trabajo formal o informal, siendo ambos modelos válidos para sus objetivos según su situación[73]. Veremos a continuación cómo estas posibles salidas económicas enunciadas por las refugiadas se convertirían en espacios laborales privilegiados para su colocación.

IV. CAPACIDADES Y TRAYECTORIAS LABORALES «TÍPICAMENTE FEMENINAS» FRENTE AL PARADIGMA DE LA COYUNTURALIDAD[Subir]

Las trayectorias laborales de las mujeres exiliadas en Francia estuvieron sujetas, además de a los condicionantes legislativos y normativos hacia el empleo de las mujeres refugiadas, al discurso y la representación ideológica limitativa del trabajo extradoméstico femenino. Como apuntaba Mary Nash, la identidad cultural de las mujeres no había sido definida a partir de su relación con el trabajo remunerado, «sino según la asunción de los servicios inherentes en la figura de la madre y esposa»[74]. El papel laboral de las mujeres en la Francia de finales de los años 1930 estaba igualmente basado en su adscripción al ámbito del hogar y en un discurso proteccionista hacia la actividad extradoméstica[75]. En efecto, en la mayoría de los censos realizados con distintos motivos y, en menor medida, aquellos que perseguían la colocación laboral, fue frecuente la adscripción de los perfiles femeninos a sus labores aunque, como desde la historia del trabajo y la economía feminista se ha puesto de relieve, esta denominación, en realidad, englobaba un conjunto de tareas, actividades y responsabilidades que nos invita a ensanchar los límites de aquello que entendemos como «trabajo»[76]. En realidad, las propias mujeres españolas se sirvieron de estas categorías para indicar su principal adscripción al ámbito económico doméstico, pero ello no indicaba que no tuviesen trayectorias laborales anteriores o que fueran susceptibles de desempeñar otro tipo de trabajos remunerados —o no— en su exilio.

Como vemos, las preocupaciones familiares no estuvieron separadas de las de carácter laboral en el momento en el que la permanencia legal en el país y la supervivencia económica dependieron cada vez más de la integración laboral en el mismo. Además, el terreno de los cuidados[77] estuvo presente en la vida de las mujeres en el exilio en las múltiples facetas de su vida. En el ámbito laboral, las consideradas capacidades «típicamente femeninas», aquellas en relación con los cuidados, la escucha o la organización, fueron requeridas por los contratantes. Uno de los nichos de trabajo que mayoritariamente empleó a mujeres españolas fue el servicio doméstico, incluido en el mundo rural (donde se añadían tareas agrícolas o ganaderas)[78]. La domesticidad se había consolidado en Francia como un espacio privilegiado de trabajo de mujeres migrantes y, con anterioridad a 1936, las españolas migrantes económicas ya habían accedido a este tipo de trabajos junto con otras nacionalidades presentes en el país[79]. Sin embargo, estamos ante un sector altamente precario y subrepresentado en las estadísticas[80]. En efecto, los testimonios de algunas de las mujeres que fueron empleadas en el sector de la domesticidad nos dan cuenta de las condiciones en que trabajaban: muchas de ellas lo hacían sin contrato o, incluso, sin remuneración. Es ilustrativo el testimonio de Dolores Duró sobre una amiga suya, que cuando por fin encontró trabajo de sirvienta fue sin recibir ningún salario, «aprovechando la oportunidad esa, de que estábamos en necesidad»[81]. La joven Blanca Bravo[82] buscó su primer empleo en un hotel regentado por un «señor español, viejo residente en Francia»: «Me ofrecí a desempeñar cualquier trabajo, aunque fuera pesado. Creo que, en el fondo, le inspiré lástima y aceptó que empezara a trabajar al día siguiente, sin contrato y solo ganando unos miserables francos y las propinas [...]. Comprendí que me había convertido en una criada. Después de todo era un trabajo durísimo, pero honesto»[83].

La falta de mano de obra en el servicio doméstico estaba siendo denunciada por los empleadores desde hacía décadas. Debido a la llamada crisis de la domesticidad, se generaron numerosas ofertas de empleo que buscaban específicamente empleadas domésticas extranjeras, trabajadoras que multiplicaron su presencia en el sector a lo largo de los años treinta[84]. Madame Bernadet, mujer de un capitán del Ejército movilizado, solicitaba de entre los refugiados españoles una mujer «que hable un poco de francés, porque yo no hablo nada de español, chica para todo [...] que sepa ordeñar y guardar el ganado», ofreciendo «condiciones locales» de salario: la alimentación, el alojamiento, el cuidado de la ropa y 150 francos al mes[85]. En la siguiente oferta de trabajo, en la que el empleador Jean Dabos proporciona una copia del contrato de trabajo, la refugiada Joaquina Mur, actualmente en un campo de refugiados de Gironde, es requerida «en calidad de lavandera y trabajos domésticos», recibiendo un salario de 250 francos, y que incluía el alojamiento y la alimentación[86]. Cabe destacar que este tipo de trabajos facilitaba la obtención no solo de recursos económicos, sino de un lugar de residencia que les permitiera abandonar el internamiento.

Por otro lado, como ya hemos anunciado, desde el Ministerio de Trabajo se había insistido en el «interés a que los españoles refugiados en Francia, y principalmente las mujeres, sean provistas de un empleo en la agricultura. Es absolutamente necesario recurrir cada vez más a esta mano de obra cuya utilización se demuestra cada día más indispensable»[87]. Se trataba de un sector deficitario, donde la patronal repetía constantemente el problema de la falta de brazos[88]. Y, al igual que en el servicio doméstico, se empleaba considerablemente a la fuerza de trabajo foránea y a la altura de 1938 la mano de obra española en la agricultura era la tercera fuerza extranjera[89]. De tal modo, ya desde 1937 la agricultura, sobre todo trabajos estacionales como las vendimias, había sido uno de los primeros escenarios en los que observamos la inserción de mano de obra femenina. Tras estas primeras experiencias, en 1939, ante la gran cosecha que se preveía, especialmente en la viña bordelesa[90], se asentaron los procedimientos de contratación de la mano de obra refugiada. Llanos Navarro contaba cómo iba al campo a vendimiar junto a sus compañeros, «yo iba con ellos igual, ¡hombre! Pues era la falta que nos hacía […]»[91]. Los primeros trabajos desarrollados por Conchita Ramírez[92] y su padre —encargados ambos del mantenimiento de la familia, al ser los únicos que trabajaban— fueron variados y se ocuparon en lo que iba saliendo. La llegada de la temporada de las vendimias constituyó la primera salida laboral para el exmilitar y su hija adolescente: «Papá se ha inscrito como jornalero y yo para cuidar enfermos o niños». Más tarde, las viñas de Saint-Émilion emplearían a otros miembros del núcleo familiar, todos menores: «Nos vamos a la vendimia a final de mes, papá, Chari, Ángel, Maruja y yo»[93].

El empleo de las mujeres y de los hombres válidos y disponibles —que no habían sido incorporados en las Compañías de Trabajadores o ingresado en la industria— no solo permitió y reforzó la reagrupación, sino que otorgó un papel económico a miembros que hasta entonces no lo habían tenido. Sin embargo, la contratación en la agricultura, al realizarse generalmente en grupos o partidas, muchos de ellos de tipo familiar, es precisamente otro de los sectores que más invisibiliza la presencia femenina, aunque fuera importante[94]. El empleo de familias completas o grupos fue frecuente[95] y nos muestran las diferentes realidades y posibilidades laborales de las mujeres españolas, aparentemente reducidas al ámbito de actuación de la reunificación familiar. Sin embargo, tras este procedimiento subyacía un abanico de actuaciones de empoderamiento y de agencia femenina en torno al trabajo.

Remedios Oliva[96] narra cómo ella y su marido Joan se ofrecieron voluntarios para la vendimia con el objetivo de conseguir unos ahorros que les permitieran poder sacar a sus padres del campo de concentración, siguiendo las instrucciones francesas de reunificación familiar. Pero el contexto bélico fue también determinante en su caso, pues la movilización y «la declaración de guerra repercutió en nuestros planes de vendimia. Pasados unos días anunciaron que ya no podían apuntarse los hombres; solo saldrían las mujeres». Del testimonio de Remedios Oliva extraemos también que el carácter femenino de esta mano de obra extranjera fue también razón de rebajas salariales[97]. Prueba de ello es también la oferta de trabajo emitida por Madame Paris, propietaria en La Roquille y Saint Foy la Grande en Gironde, quien declaraba tener con ella una familia de trabajadores agrícolas (domestique agricole) durante seis meses. Para los dos hombres, el pago por su trabajo consistiría en 4500 francos (se entiende que por los seis meses), y para la mujer 6 francos al día (180 al mes), además de un salario en especie[98]. Al igual que hemos visto en los testimonios de Blanca Bravo o Dolores Duró, las españolas se enfrentaron a una doble desventaja propia de las mujeres migrantes: en términos de devaluación de su posición profesional y en términos de salario[99]. En efecto, este tipo de testimonios es especialmente útil para rastrear las duras condiciones de trabajo en las que eran empleadas las personas refugiadas, tanto como «trabajadores libres» como en las compañías de Trabajadores[100]. En el caso de las mujeres, su mayor contratación por parte de particulares o empresas familiares en sectores de baja o nula regulación como el servicio doméstico o las tareas agrícolas las convertía en potenciales sujetos de abusos.

Por otro lado, la petición de trabajadoras españolas para ejecutar tareas «propias de su sexo» tuvo también como escenario los diferentes establecimientos como fábricas y obras en las que había mano de obra masculina española. A pesar de que espacios como las Compañías de Trabajadores Extranjeros eran, según la normativa, únicamente masculinos, varias mujeres fueron invitadas a acudir junto a sus compañeros y padres para desempeñar este tipo de trabajos. Así, la refugiada María Guerrero era autorizada a vivir con su marido Torcuato Morcillo, empleado en Saint Symphorien junto a seis trabajadores más, con la condición de que se dedicase a preparar la comida al grupo[101]. Del mismo modo, desde los aserraderos bordeleses Grandes Scieries du Sud-Ouest se manifestaba el empleo en las explotaciones forestales de les Landes de «españoles provenientes de campos de concentración». Estos obreros «trabajan actualmente en mitad del bosque y están obligados a hacerse ellos mismos la comida y, por este motivo, sería necesario disponer una mujer para cumplir esta función», proponiendo el puesto a la mujer de uno de los trabajadores, la refugiada María Jesús Velasco, empleada hasta ese momento en una fábrica en Poitiers[102].

No obstante, debemos señalar que, como recogían las gestiones realizadas por la Commission d’aide aux enfants espagnols refugiés en France, las mujeres españolas integraron la industria de guerra, incluso en aquellos trabajos más pesados. El testimonio de Pepita Bedoya demuestra cómo aquellas mujeres que se ofrecieron para trabajar en este sector fueron fácilmente autorizadas: «Cuando la guerra mundial estalló, pidieron voluntarios para ir a trabajar a la fábrica de armamento de Saint-Florent. Así que mi madre y mi hermana se presentaron y salimos de Bruère». Sin embargo, la precipitación del fin de la contienda con la firma del Armisticio significó el fin de sus contratos y su regreso al internamiento: «Cuando la guerra terminó, nos llevaron al campo de concentración de Argelès»[103]. Una situación similar fue referida por Remedios Oliva, quien había sido empleada cosiendo pantalones para el Ejército francés en el departamento del Isère, y con el fin de la campaña recibieron la siguiente comunicación: «A consecuencia de los acontecimientos [...] los contratos de trabajo serán cancelados. Todas las obreras serán despedidas y volverán a los campos, menos unas cuantas que terminarán el trabajo ya preparado»[104].

Como en este caso, la incorporación de la mano de obra femenina a la industria de guerra incluía la labor en la confección de uniformes y prendas para los soldados franceses. Entre las refugiadas españolas, el empleo en la costura, recurso que ya había sido movilizado en el marco del trabajo informal dentro y fuera de los refugios y los campos[105], constituyó una vía muy frecuente para integrarlas en la economía francesa. Así, la refugiada española Eva Flores-Valdés había recibido una oferta de trabajo de M. Henri de Vallier, en un «mercado de confección militar de la Intendencia», en Lacanau-Océan[106]. Por su parte, Antonia Montero y Francisca Trigos Salmer, internadas en Argelès, eran reclamadas por sus maridos, trabajadores de la 223.ª CTE, adjuntando una garantía de contratación expedida por el mismo empleador «por la falta de mano de obra ocasionada por la temporada estival»[107]. Vemos con este ejemplo, así como los anteriores, que los nichos de mercado considerados prioritarios por las autoridades francesas fueron considerados en las estrategias familiares de reunificación de forma efectiva, como una forma de agencia por parte de las mujeres españolas exiliadas en Francia.

V. CONCLUSIONES[Subir]

Ante la llegada y las dificultades derivadas de su acogida e internamiento, las autoridades francesas pronto contemplaron la empleabilidad de la fuerza de trabajo de «indeseables» en los puestos más requeridos. A pesar del clima de xenofobia y de proteccionismo hacia la economía nacional que se respiraba en los años treinta en el país, la población extranjera y concretamente los y las refugiadas españolas lograron abrirse paso y encontrar su lugar en el mercado de trabajo. Esta integración fue impulsada por una ingente legislación que poco a poco apuntaba hacia su aprovechamiento económico como principal alternativa al internamiento a cargo del Estado o a las repatriaciones a España. Sin embargo, y en concreto en la puesta a disposición de la mano de obra femenina, se percibe una cierta ambivalencia y arbitrariedad, pero, aunque cronológicamente de manera más tardía que en el caso de los hombres, su aportación laboral también fue reclamada. En su caso, ellas fueron movilizadas sobre todo en la agricultura a título individual, pero también en grupos familiares; en la industria —sobre todo en la textil en el contexto económico bélico— y en el abanico de empleos dedicados a los «servicios a la persona», como los trabajos domésticos, desde la limpieza a la cocina o el cuidado de niños.

En este contexto, observamos cómo los propios refugiados, y de forma destacada las mujeres por su posición subalterna fueron capaces de encontrar alternativas y vías de escape a su situación a partir de la propia reglamentación en vigor. Si la consecución de un empleo era la opción más recurrente para emanciparse de la tutela estatal y ganarse el derecho de asilo, ante los prejuicios al trabajo femenino las mujeres se adaptaron a lo que se esperaba de ellas para integrar el mercado profesional. Esto es, acogerse a la llamada reagrupación familiar u ocupar empleos poco valorados y «típicamente femeninos».

Así, no podemos sostener que su participación en los mercados de trabajo fuese una transgresión ni que trastocase los roles de género vigentes, sino que su proceso de inserción se trató de una respuesta adaptativa a las condiciones impuestas y a la coyuntura específica que era el reto de la acogida del exilio republicano por parte del sistema político y económico francés. Esta capacidad de adaptación y las estrategias desplegadas nos llevan a concluir que, con todo, la entrada en el mercado de trabajo marcaba un hito en lo que hoy llamaríamos la agencia femenina. Este punto de vista permite ampliar los horizontes de la historia del exilio republicano bajo un enfoque de género con la que integremos nuevas perspectivas que permitan reivindicar a las mujeres como figuras sociales y económicas destacadas, alejándolas de su tradicional representación como acompañantes, actrices secundarias o víctimas.