LAS LÁPIDAS DE LA CONSTITUCIÓN: RITUALIDAD, ESPACIO PÚBLICO E ICONOCLASTIA EN EL LIBERALISMO HISPANO (1812‑1874)[1]
The Steles of the Constitution: Rituality, public space and iconoclasm in Hispanic liberalism (1812‑1874)
RESUMEN
Durante el periodo comprendido entre la proclamación de la Constitución de Cádiz y el final del Sexenio Democrático, las conocidas como lápidas constitucionales constituyeron el principal símbolo monumental y objeto político del orden liberal. Generalmente consistentes en una placa de piedra o mármol, levantadas espontáneamente o por mandato de la autoridad, su presencia marcaba la adhesión de una localidad a la Constitución. En un proceso que tuvo su auge durante el Trienio, las lápidas de la Constitución se convirtieron además en el principal objetivo de aquellos que buscaban subvertir ese mismo orden, con un repertorio iconoclasta que ponía en cuestión el Estado liberal a través de la destrucción física de la propia lápida. El presente artículo busca abordar este doble proceso de sacralización e iconoclastia, con el objetivo de entender el papel de la lápida en los procesos de politización durante la construcción del orden liberal. Para ello, se hará uso de un amplio rango de ejemplos procedentes de panfletos, prensa, crónicas y literatura secundaria, considerados a la luz de la historiografía más reciente sobre el fenómeno de la iconoclastia. La lápida constitucional constituye así un excelente observatorio desde el que abordar la historia política del siglo xix, sirviendo de hilo conductor a toda una serie de cuestiones que incluyen la fiesta contrarrevolucionaria, la ritualidad, el simbolismo y los repertorios de acción colectiva de las culturas políticas en disputa durante el periodo.
Palabras clave: Monumentos políticos; liberalismo; iconoclastia; constitución; contrarrevolución.
ABSTRACT
During the period between the proclamation of the Cadiz Constitution and the end of the Democratic Sexennium, the so-called constitutional steles constituted the main monumental symbol and political object of the new liberal order. Such steles generally consisted of a plaque made of stone or marble, and their presence signaled the attachment of a specific town or city to the Constitution. In a process that started during the 1820 revolutionary cycle, the steles of the constitution became also the main target of those who intended to subvert the liberal order. They did so through an iconoclast repertoire that challenged such order through the physical destruction of the steles themselves. This paper approaches this double process of sacralization and iconoclasm. Its main goal is to understand the role of the stele in the politicization processes during the construction of the liberal order. To achieve this, this paper will use a wide range of examples taken from leaflets, newspapers, chronicles and secondary literature. These examples will be considered through the most recent scholarship on iconoclasm as a political phenomenon. The constitutional stele constitutes an excellent observatory from which to trace issues that include (counter)revolutionary festivals, rituality, symbolism, and the repertoires of collective action of the different political cultures in dispute during the period.
Keywords: Political monuments; liberalism; iconoclasm; constitution; counterrevolution.
¡Pobre piedra! Te han puesto ahí con el objeto de poder profanarte con más facilidad.
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
El 11 de mayo de 1814 se publicó en Madrid el decreto que abolía la Constitución y declaraba «nulos y de ningún valor ni efecto» los decretos de las Cortes. Poco después de conocer la noticia, una «turba desenfrenada» se dirigió a la plaza Mayor, donde se encontraba el principal símbolo del régimen liberal: la lápida que sobre la Casa de la Panadería bautizaba el espacio como «Plaza de la Constitución»[3]. Tras arrancarla y romperla en pedazos, introdujeron los restos en un serón y lo arrastraron por las calles, deteniéndose en las prisiones que custodiaban a los liberales arrestados aquella misma noche[4]. La «sediciosa procesión» amenazó de muerte a los reos gritando que «lo que se hace con la lápida debiera hacerse con los autores de la Constitución»[5]. Francisco de Goya reflejó esta ola de destrucción iconoclasta en un dibujo a lápiz en que se ve a un individuo, pico en mano y subido a una escalera, derribando y destruyendo un busto. «No sabe lo que hace», escribió al pie el pintor aragonés, dejando ver su condescendencia[6]. En cuanto a la lápida, no sería el fin de aquel símbolo constitucional, que sería repuesto, venerado, destruido y mancillado en varias ocasiones a lo largo de los siguientes sesenta años. Aquella placa de mármol en la plaza materializaba, con su imposición, destrucción, y sustitución, un termómetro de los giros políticos que atravesaba el país.
La «lápida constitucional» (como era conocida por los contemporáneos) fue uno de los símbolos por antonomasia del liberalismo hispano, y su destrucción física un elemento central en el repertorio de subversión de dicho orden. Las menciones a la lápida y a su destrucción son abundantes en todo tipo de archivos judiciales, fuentes hemerográficas, ilustraciones, crónicas locales, memorias de contemporáneos y obras literarias. En este sentido, algunos trabajos, especialmente aquellos centrados en la Constitución de Cádiz, han destacado su importancia y centralidad dentro del proyecto visual, simbólico y didáctico del liberalismo[7]. Otros han señalado su destrucción como parte del repertorio de oposición al régimen liberal, especialmente en un contexto bélico[8]. Cabe señalar el paralelismo entre las lápidas y los árboles de la libertad en Francia (con sus ramificaciones en Alemania, Italia y Estados Unidos), para los que contamos con una amplia bibliografía[9]. La destrucción sistemática de símbolos políticos en el espacio público por parte de actores populares no fue tampoco exclusiva del caso español ni de los partidarios del absolutismo, como demuestran episodios como los estudiados por Emmanuel Fureix o Arianna Arisi Rota[10]. El caso de la lápida y de su destrucción, por lo tanto, no fue en absoluto excepcional, y se presta fácilmente a comparaciones transnacionales. Del mismo modo, su vigencia en el continente americano durante las primeras décadas del liberalismo gaditano nos permite trazar paralelismos transatlánticos.
El presente artículo propone un primer acercamiento monográfico al papel que jugaron las lápidas constitucionales en el liberalismo hispano —y en su contestación— durante el siglo xix, con una especial atención al Trienio Liberal (1820-1823), periodo durante el que alcanzaron su apogeo. Para abordar un trabajo de estas características debemos partir de los estudios sobre la iconografía, la simbología y la cultura visual del liberalismo, pero también explorar otras vías. En primer lugar, en sintonía con la historiografía sobre el giro espacial y material, consideramos que los objetos y su relación con los actores jugaron un papel determinante en la emergencia de nuevas formas de hacer política, mientras que los espacios —lejos de ser un lienzo en blanco— fueron el producto dinámico de las interacciones sociales[11]. En segundo lugar, este artículo centra su atención no solo en la instauración y los usos de las lápidas, sino también en su destrucción, haciendo hincapié en la importancia de la iconoclastia como proceso de competencia por el espacio en la política decimonónica[12]. La iconoclastia, entendida como el deterioro o destrucción total o parcial de un objeto al que se le ha dotado previamente de un significado o valor simbólico —generalmente relacionado con la sacralización— sirve de hilo conductor a nuestro análisis de la lápida como vector de politización popular durante buena parte del siglo xix. Este estudio se enmarca por lo tanto en un creciente interés por parte de las ciencias sociales y las humanidades en el fenómeno de la iconoclastia, un campo de estudio en cuya conceptualización y definición han sido pioneros los historiadores e historiadoras del arte y que ha ido generando en las últimas décadas una abundante literatura[13].
Con esta perspectiva metodológica, la lápida nos permite poner el acento en las prácticas políticas cotidianas, en la centralidad del espacio y la cultura material, en los repertorios de protesta y la iconoclastia, así como en la construcción de una memoria constitucional apegada no solo a los símbolos, sino también los objetos. En definitiva, la lápida constitucional constituye un observatorio privilegiado para analizar la construcción del Estado liberal y los procesos de politización ligados a su emergencia y contestación.
II. LA INSTITUCIÓN DE UN OBJETO POLÍTICO[Subir]
Debido al curso de la guerra contra Napoleón y a lo limitado del alcance geográfico de la legislación gaditana, la colocación de las primeras lápidas respondió a ritmos desiguales en función de las circunstancias locales. En Marbella, ya en enero de 1813, el nuevo ayuntamiento constitucional pudo colocar una lápida «y todas las clases acudieron a porfía a dar gracias al Dios de los ejércitos que tan grande regeneración les proporcionó»[18]. En Madrid la lápida fue inaugurada solemnemente la tarde del 22 de agosto de 1813 por las autoridades entre el júbilo popular «bien expresado por los inmensos vivas, aclamaciones y movimientos de pañuelos, que indicaban el mayor regocijo»[19]. En paralelo a la península, en los territorios americanos se fueron sucediendo los levantamientos de lápidas y monumentos a la Constitución de Cádiz. En el pueblo de El Caney, cerca de Santiago de Cuba, la iniciativa surgió del propio ayuntamiento tan pronto como se conoció la noticia de la proclamación de la Constitución, a mediados de agosto de 1812[20]. Lo mismo sucedió en Comayagua (Honduras), donde se instaló sobre cuatro columnas, señalando la fecha de su promulgación en la ciudad (9 de octubre de 1812)[21]. En mayo de 1813 —tras varias iniciativas locales— el virrey de Nueva España, Félix Calleja, publicó un bando ordenando la erección de lápidas en todo el territorio[22].
Figura 1.
Diseño de la lápida de la Constitución de Cádiz (1812)

Fuente: Archivo General de Indias, MP-EUROPA_AFRICA,99. Disponible en http://pares.mcu.es:80/ParesBusquedas20/catalogo/description/18737
La centralidad de la lápida en la construcción y disputa del espacio político derivó de su triple función. En primer lugar, funcionó como un «marcador de soberanía», señalando el carácter homogéneo y unánime de la nación liberal[23]. En segundo lugar, se convirtió en un elemento edilicio de referencia dentro de la geografía de cada localidad, resignificando espacios que desempeñaban con anterioridad un lugar preeminente, como la plaza principal, la iglesia o la fachada del consistorio. En tercer lugar, esta centralidad fue revestida de una sacralidad que conectaba con la veneración del texto constitucional, manifestada a través de los rituales que se desarrollaron en torno a la lápida[24]. Esta sacralización, a su vez, abrió la puerta a que se convirtiese potencialmente en el blanco predilecto de los ataques de sus enemigos.
La restauración del absolutismo tras el regreso de Fernando VII (mayo de 1814) dio lugar a la retirada y destrucción de las lápidas que habían sido levantadas en los meses anteriores. Estas destrucciones tuvieron lugar incluso antes de que se publicase el decreto que abolía la Constitución el 11 de mayo de 1814, y respondieron en algunos casos a iniciativas desde abajo. En Toledo, ya en el 24 de abril, una revuelta realista había depuesto al alcalde constitucional y destrozado la lápida de la Constitución[25]. En Valencia, durante la estancia del monarca, el 2 de mayo de 1814, las autoridades retiraron la losa de la plaza de la Constitución (actual plaza de la Virgen) y la sustituyeron por una inscripción provisional con el rótulo «Plaza de Fernando VII», entre el «innumerable concurso de todas las clases de la Ciudad»[26]. También en Sevilla la quebrantada placa fue sustituida por otra lápida realista de madera con la inscripción «Plaza Real de Fernando VII», mientras una comisión lograba que el cabildo catedralicio se comprometiese a sustituirla por una nueva de mármol grabado[27]. No se trataba de una vuelta a lo anterior (la ausencia de cualquier lápida), sino de la apropiación de un símbolo monumental conmemorativo introducido por el derribado orden constitucional.
Las lápidas liberales fueron restituidas a raíz del restablecimiento de la Constitución el 7 de marzo de 1820. Las iniciativas para su reconstrucción surgieron a nivel local y en algunos casos se adelantaron a la proclamación oficial del Gobierno central. En Burgos, nada más conocerse el restablecimiento de la Constitución, el ayuntamiento colocó una placa provisional en la fachada de la casa consistorial. Ocho meses después fue sustituida por otra de mármol negro de casi tres metros de altura, flanqueada por dos estatuas humanas de tamaño natural con alegorías de la justicia, la unión, la ley y la abundancia.[28] En Aguilar del Campo (Palencia) se recurrió para los primeros actos a una «tabla imitada a piedra para colocarla interinamente»[29].
La restitución de la lápida en los inicios del Trienio Liberal se produjo a menudo en dos fases. Las manifestaciones tempranas y más o menos espontáneas fueron después sancionadas por los ayuntamientos constitucionales, que organizaron iluminaciones, repiques de campanas, música, salvas de fusilería, bailes, corridas de novillos, fuegos artificiales y diversos festejos, en ocasiones acompañados de la lectura pública del decreto y el juramento de la Carta Magna por las autoridades. Las lápidas provisionales fueron sustituidas por otras de materiales más nobles, o bien decoradas, adornadas y reinauguradas de manera oficial. Habría que esperar al 18 de julio de 1820 para que las Cortes ordenasen que «en todas las capitales de las provincias de Europa y América, se coloque un monumento o lápida, que indique en pocas palabras el día, mes y año en que S. M. juró guardar el pacto social con la Nación», acompañando el acto de un Tedeum cantado en la «iglesia principal del pueblo»[30].
La inauguración de las lápidas se caracterizó por el ambiente festivo. En Torruella de Mongrí (Gerona), el acto se hizo coincidir con el día del Corpus, el 5 de agosto de 1820. La escenografía incluyó un tablado para una banda de música, dos bancadas para las autoridades, dos morteros cargados para las salvas y dos gigantes flanqueando la puerta del ayuntamiento, amén de la presencia de la milicia local[31]. En San Sebastián, la celebración del 17 de julio de 1820 incluyó corridas de novillos, convites con refrescos, iluminaciones nocturnas y comparsas de música por las calles[32]. En Aldeanueva del Ebro (La Rioja), el párroco sacó en procesión a la lápida, utilizando para ello las andas del santo patrón local[33]. Las celebraciones podían extenderse durante varias jornadas, como sucedió en la villa cubana de Güines (actual provincia de Mayabeque), donde la inauguración de la lápida en enero de 1822 fue acompañada de funciones que duraron más de quince días[34].
La restitución de las lápidas en 1820 no fue, por tanto, un simple acatamiento de las órdenes del Gobierno, sino que respondió a iniciativas locales. En algunos casos, fueron los vecinos y los círculos liberales quienes tomaron la iniciativa de financiar, construir, instalar e inaugurar los monumentos, a través de representaciones a los ayuntamientos. Cuando los fondos municipales eran insuficientes, se recurrió a las suscripciones públicas y a las donaciones de vecinos principales para sufragar la construcción de lápidas adecuadas a la dignidad de la localidad. En Mondoñedo (Lugo), donde los festejos por la restauración de la Constitución se habían adelantado a la jura de la misma, el día 9 de julio de 1820, «se proporcionaron fondos para la construcción de la lápida», que fue colocada dos semanas más tarde[35]. De ahí que el proceso tuviese ritmos desiguales y respondiese a dinámicas locales, por lo que el lustre de la lápida servía como barómetro político, indicador visual del sentir de una población ante el nuevo régimen. En las localidades en las que la lápida no se había establecido de manera espontánea, fueron las autoridades de los núcleos cercanos las que realizaron expediciones con la Milicia Nacional para instaurar los monumentos, incorporando de este modo a los pueblos en el nuevo espacio constitucional. Por citar un ejemplo, Rafael del Riego, en su marcha por Aragón, reconvino a algunos alcaldes por el mal estado de las lápidas, en madera y con las letras borradas[36].
El establecimiento de la placa se dotó en algunos casos de un contenido social, al simbolizar la fraternidad entre ricos y pobres, como expresión de la unidad transversal de la nación. En un diálogo de carácter didáctico publicado en Valencia, la Constitución era representada como un carro del que tiraba todo el pueblo, uniendo sus fuerzas para levantar la «Gran Piedra», a la que se rodeaba de un aura mística como si de un tótem de la libertad se tratase:
Al carro habia nugatde la Gran Pedra, la alsarem.
y tots a una agarrats
donde había de posarse,
hasta el glorioso lugar,
arrastrarem nostron carro
desde el mas rico al mas pobre […]
y fiu vindre alli a tirar
todes les cordes del poble,[37]
En definitiva, el restablecimiento de los monumentos se revistió de un ritual político marcado por lo festivo, que trataba de conciliar la participación popular con el protagonismo de las autoridades políticas, militares, religiosas y las corporaciones locales.[38] Para ello se recurrió a repertorios tradicionales y conocidos, dotando de legitimidad al nuevo régimen con un lenguaje asentado en la costumbre. A la restauración absolutista de 1823 siguió, como había ocurrido en 1814, una nueva oleada de destrucciones iconoclastas.
Las lápidas constitucionales no regresaron al paisaje urbano y rural hasta el periodo de revolución y guerra civil inaugurado en 1833. La reposición de las lápidas en los mismos espacios que habían ocupado una década antes no resulta excepcional: en Renania, durante la revolución de 1830 se llevó a cabo la plantación de árboles de libertad en los mismos lugares en los que habían sido levantados más tres décadas antes[39]. La memoria espacial de la experiencia revolucionaria, por lo tanto, era hasta cierto punto persistente. Esta nueva fase de la lápida, sin embargo, se distingue del primer y segundo periodo constitucional en dos aspectos: una multiplicación de los significados de la lápida y una cierta pérdida de su centralidad en los repertorios de expresión política con respecto a la explosión del Trienio.
En primer lugar, los significados de la lápida constitucional se diversificaron y entraron en competencia entre sí, especialmente tras la promulgación de una nueva Constitución en 1837 que se distanciaba de la popularidad con la que había contado el texto gaditano[40]. La lápida como símbolo político del constitucionalismo gaditano había sobrevivido a las dos restauraciones fernandinas, pero seguía en competencia con nuevos símbolos y modelos. De hecho, la lápida como elemento de expresión popular resultaba todavía un elemento incómodo de por sí: en marzo de 1834, temiendo tumultos en medio del clima bélico, en Sevilla se impidió que un grupo de personas tapase espontáneamente la lápida de Fernando VII con un lienzo de «Plaza de Isabel II». Solo a finales de mayo se permitió, en un acto canalizado y organizado por las autoridades civiles y eclesiásticas y sancionado por la reciente proclamación del Estatuto Real, que la lápida fernandina pasase a ser isabelina[41]. En julio de 1836, en medio de una eclosión juntista que Sevilla optó por secundar, se decidió tapar el letrero de Isabel II por uno nuevo de madera en honor a la Constitución de 1812[42]. También en el ámbito rural se produjo la reposición espontánea de lápidas a lo largo de 1836, no sin despertar resistencias en el seno de las propias comunidades.[43]
La competencia simbólica en torno al modo de entender la nación constitucional se tradujo en la disputa por el espacio. El caso de Barcelona resulta particularmente ilustrativo de este tira y afloja. En la capital catalana, la lápida ya había intentado reinstaurarse en agosto 1835 por parte de un grupo de ciudadanos, que habían acabado arrestados por las autoridades[44]. Unos meses más tarde, durante la bullanga de enero de 1836, un grupo de gente armada consiguió colocar un tablón con la inscripción «Viva la Constitución» en el mismo punto donde había estado la lápida en 1812. Fueron otros liberales, los lanceros nacionales, los que despejaron la plaza, expulsaron a sus guardias y desmantelaron la improvisada lápida[45]. En agosto fueron las propias autoridades las que organizaron la reposición de la lápida con los vítores, desfiles y salvas habituales, esta vez con la cobertura legal de la reciente y efímera reinstauración de la Constitución gaditana[46]. Esta misma lápida volvería a ser sustituida en 1840 por una nueva[47].
Independientemente de esta superposición y disputa del espacio, la lápida constitucional pervivió como símbolo del régimen liberal durante las décadas posteriores, reapareciendo a nivel regional en momentos de tensión de legitimidades como blanco de las acciones del carlismo, como el experimentado en el nordeste peninsular durante la conocida como guerra de los Matiners (1846-1849). En la primavera de 1847, en un momento de aumento exponencial de las partidas de guerrilleros montemolinistas en la montaña catalana, la ciudad de Gerona decidió inaugurar una nueva lápida de la Constitución de mármol con letras doradas y molduras y el escudo de la ciudad en hierro. Frente a la antigua y desgastada tabla de madera pintada que había ejercido esta función hasta la fecha, para los liberales locales favorables al proyecto constitucional moderado de 1845 «era justo que su firmeza y duración fuesen representadas por la solidez del mármol»[48].
Las lápidas también retornaron efímeramente al primer plano en periodos de renacido entusiasmo revolucionario, como el Sexenio Democrático (1868-1874). Aunque ya no ocupaban el centro de la disputa por el espacio público, las lápidas fueron uno más de los símbolos resignificados, destruidos, sustituidos y cuestionados durante la Revolución de 1868[49]. Volverían a serlo durante la Primera República, tras cuya proclamación algunas lápidas —percibidas ahora como símbolo de la antigua monarquía constitucional— fueron sustituidas en honor al nuevo régimen. Durante la mañana del 12 de febrero en Barcelona, en mitad de un gran tumulto y con el nuevo ayuntamiento republicano recién constituido, se cubrió la lápida con una tela en la que se podían leer los lemas «Municipios autónomos», «Estados soberanos-federados», «República democrática federal» y «¡Viva la Federación española!»[50]. La de la plaza Mayor de Madrid fue retirada por varios militantes federales la madrugada del domingo 8 de junio y sustituida por otra con la leyenda «Plaza de la República democrático-federal-social»[51]. No fue el único elemento simbólico del espacio público durante el Sexenio, conviviendo en ocasiones, al menos en Cataluña, con los árboles de la libertad.
A pesar de su pervivencia en la memoria colectiva y de su capacidad de adaptarse a diferentes imaginarios políticos, y dejando de lado periodos de particular efervescencia como el Sexenio, las lápidas se convirtieron progresivamente en un elemento banal del mobiliario urbano y quedaron desprovistas de su anterior carga simbólica, al menos en comparación con el interés y atención que habían suscitado en las primeras dos décadas de su existencia durante el primer periodo constitucional. En 1867, Pérez Escrich afirmaba que «existen algunos pueblos donde la palabra Constitución tiene tan poca importancia entre sus vecinos, que ni siquiera han tomado la molestia de comprar una lápida de piedra donde escribirla con letras de oro, como se merece», y en lugar de eso «la mano inexperta de un pintor de brocha gorda inscribe muchas veces sobre la sucia pared con negros y groseros caracteres la palabra que […] tantos mártires ha causado».[52]
III. USOS Y RITUALIDAD EN TORNO A LA LÁPIDA[Subir]
Como se ha indicado anteriormente, la colocación de la lápida se convirtió en un elemento central de la fiesta revolucionaria, condensando el simbolismo y los rituales políticos del primer liberalismo[53]. Un rol comparable al de los árboles de la libertad en las festividades de la Revolución francesa, o al que tuvieron otros monumentos constitucionales erigidos en Portugal, como el desaparecido de la Praça do Rossio en Lisboa[54]. Una vez instalada, la lápida se convertía en referencia ineludible para la vida cívica local. Para analizar los usos y la ritualidad de las lápidas atenderemos a tres aspectos: su carácter monumental, su función como marcadores de soberanía y el papel central que desempeñaron en el espacio local.
En primer lugar, cabe preguntarse por qué la lápida se consolidó como el monumento liberal por antonomasia en el mundo hispano. Lo cierto es que, en los primeros momentos, convivió con otras tipologías de monumentos constitucionales que abarcaban una amplia diversidad de tamaños, formatos e inscripciones[55]. Por ejemplo, en algunos lugares, como Figueras, Tarragona o Vic, se erigieron monumentos en forma de columna u obelisco, simbolizando un «hito y pilar sobre el que se construye el futuro»[56]. Algunos de los ejemplos más suntuosos de estos monumentos constitucionales los encontramos en América. Especialmente elaborado fue el de Santiago de Querétaro, encargado por una comisión del ayuntamiento, compuesto sobre un zócalo en el que se levantaba un pedestal con cuatro inscripciones relativas a la libertad, el monarca, la religión católica y la unión entre los españoles. Encima del pedestal, una estatua alegórica de la libertad pisoteando un yugo sostenía una lápida de jaspe blanco que rezaba «Plaza de la Constitución»[57]. Otro ejemplo de monumentalidad es el obelisco que se levantó en San Agustín de Florida en 1814 para adosar la lápida, que todavía hoy se mantiene en pie. En cada una de las caras del pedestal había una placa de mármol, una de las cuales lucía la inscripción «Plaza de la Constitución»[58].
No obstante, la situación de penuria en la que se hallaba el país aconsejaba optar por soluciones monumentales más sencillas y económicas para la mayoría de los casos. El diputado Quintana y Ferrer, en su propuesta a las Cortes, afirmaba que, aunque debían construirse «monumentos magníficos», la situación aconsejaba optar por «colocar en las plazas de la Constitución una lápida con una inscripción sencilla y elegante»[59]. De este modo, la lápida se consolidó pronto como el monumento liberal por antonomasia debido a su menor coste y su versatilidad[60]. Respecto a la analogía con los árboles de la libertad franceses, no faltaron absolutistas que señalasen que «si hubiesen plantado árbol el pueblo hubiera conocido que intentaban plantificarnos la revolución francesa […] por eso ordenaron poner piedras»[61]. Frente a la naturaleza extranjera de los árboles, la lápida emergía como un símbolo propio que reflejaba el carácter autóctono del liberalismo hispano.
En la mayoría de los casos no solo la existencia de una lápida, también la localización escogida para su instalación y su propio material de construcción estaban cargadas de significado, reforzando su adaptación a la geografía local y las problemáticas de la propia comunidad. En Aguilar de Campos (Valladolid), la placa fue estratégicamente colocada en el rollo de piedra que se levantaba en su plaza principal, un «símbolo antiguo de feudalismo y vasallaje, y hoy monumento constitucional por haberse colocado allí la lápida de la Constitución, como lugar más a propósito al intento»[62]. En algunas ocasiones, esta resignificación simbólica del espacio y de los materiales conllevaba tensiones de difícil resolución, como en Guissona (Lérida), donde la lápida estaba en la hornacina de la fachada de la iglesia principal en la que antiguamente iba situada la imagen de la patrona de la localidad, lo que generó una disputa entre el obispo de Urgell y el gobernador civil de Lérida[63]. Particularmente llamativo es el caso de Santiago de Cuba, donde el mármol de la lápida levantada en 1812 fue el de la losa del sepulcro de Diego Velázquez, primer gobernador de la isla, que había sido encontrada dos años antes durante unas obras en la catedral[64].
La tipología de las lápidas respondió a una gran diversidad de soportes, desde humildes tablas de madera a elaboradas losas de mármol. La escritora suizo-española Cecilia Böhl de Faber haría referencia en clave satírica a la humildad de las lápidas constitucionales rurales, describiendo en boca de uno de los personajes de su novela costumbrista La Gaviota (1849) la precaria situación del «letrero» del ficticio pueblo andaluz de Villamar:
[…] el alcalde tuvo que obedecer las órdenes de arriba. Bien ve Vd. que en un pueblo pequeño no era fácil proporcionarse una losa de mármol con letras de oro, como son las lápidas de Cádiz y de Sevilla. Fue preciso mandar hacer el letrero al maestro de escuela, que tiene una hermosa letra, y debía ponerse a cierta altura en la pared del Cabildo. El maestro preparó pintura negra con hollín y vinagre, y encaramado en una escalera de mano, empezó la obra, trazando unas letras de un pie de alto[65].
Más allá de su carácter monumental, en un periodo en el que los monumentos civiles eran aún excepcionales, la lápida constitucional se inscribía dentro de lo que Fureix ha denominado «orden visual de la soberanía»[66]. La función de la lápida era «fijar por todos los medios posibles en la memoria de los españoles la feliz época de la promulgación de la Constitución», recordándoles «que ya no viven bajo la coyunda del despotismo sino a la dulce sombra del imperio de la Ley»[67]. Se trataba en su origen, por lo tanto, de un signo visual que constituía uno de los principales instrumentos de socialización de aquella primera idea de nación.[68]
La encarnación simbólica de la soberanía nacional no investía un espacio creado ex novo para ensalzar al nuevo régimen, sino la plaza principal de cada pueblo, es decir, el punto de encuentro y sociabilidad comunitaria por antonomasia, donde tradicionalmente habían convergido el poder municipal y el eclesiástico, la soberanía real y, en su caso, la jurisdicción señorial. De este modo, la instalación de la lápida suponía la irrupción simbólica del nuevo principio de la soberanía nacional sobre un espacio preordenado jurisdiccionalmente. La placa no solo constituía un nuevo espacio, sino que destituía a los símbolos previos que daban sentido y nombre a la plaza desde tiempos inmemoriales, revistiéndola de un significado unívoco y convirtiéndola en lugar de exaltación de la nueva soberanía nacional. La lápida se convirtió así en el punto de referencia cotidiano y tangible de la idea abstracta de la nación en el municipio, en un contexto en el que el liberalismo se había implantado de forma desigual en el territorio.
Del mismo modo, el estado del monumento era equivalente a la adhesión de la comunidad al orden constitucional y, por lo tanto, a la nación como cuerpo político. Como ejemplo ilustrativo, en una de las sesiones en torno al nuevo ordenamiento provincial en las Cortes extraordinarias de 1821, durante un debate por cuál debía ser la capital de una provincia que englobase las Islas Canarias, uno de los argumentos presentados desde Santa Cruz de Tenerife contra la capitalidad de San Cristóbal de la Laguna fue no solo «su celo por destruir la lápida de la Constitución en el año de 1814», sino que «no se ha restituido en la actualidad, y que solo tienen una tablilla que cuelgan de día a las rejas de la cárcel»[69].
Además de su valor como monumento y como marcador de soberanía, las lápidas constituían lo que Fureix ha denominado «semáforos cívicos» (sémaphores civiques), que en el caso francés estaban representados principalmente por los árboles de la libertad[70]. Esta función se manifestaba a través de la centralidad de la lápida en el espacio local. Al constituir el centro cardinal de la geografía de la ciudad, pueblo o aldea, la lápida constitucional se convirtió en el elemento ordenador en torno al que se articulaban todo tipo de ceremonias festivas y conmemoraciones, desde los festejos populares tradicionales hasta las nuevas ceremonias cívicas de la cultura política liberal, pasando por el ceremonial de la monarquía, como las entradas y esponsales. Fiesta y lápida fueron por lo tanto dos elementos relacionados a lo largo de toda la pervivencia simbólica de los monumentos constitucionales.
El monumento, junto con la fachada que lo sustentaba, era periódicamente engalanado, iluminado y decorado con telas, espejos guirnaldas y lámparas, acompañados de inscripciones y sonetos, no solo por iniciativa del ayuntamiento, sino también de los gremios y corporaciones urbanas, que competían por exhibir de manera ostensible su preeminencia en la comunidad local. «Delante de esta piedra», escribía en 1845 el viajero irlandés Terence MacMahon Hugues, «durante los aniversarios políticos y las ocasiones de público regocijo, se levanta una platea provisional donde una banda militar toca el Himno de la Constitución, el de Riego, la Marcha Real, etc., con una variedad de valses y otras piezas, y los habitantes se pasean durante varias horas por la plaza […]»[71]. Durante el carnaval de Cádiz, las cuadrillas «festejaba[n] la lápida, victoreándola [sic] y cantando con acompañamiento de guitarras y castañuelas»[72]. En Zaragoza, los estudiantes se reunían en torno a la lápida para bailar «con sus músicas de guitarricos y flautas»[73]. De este modo, la diversión se daba la mano con la solemnidad, lo oficial con lo popular y lo ceremonial con lo espontáneo, consiguiendo que la gente corriente se apropiase del símbolo y lo hiciese suyo, permitiendo que la lápida se convirtiese con rapidez en un punto de referencia ineludible de la sociabilidad urbana.
Figura 2.
Lápida de la Constitución de Barcelona (1840) retirada en 2013. Autor: Celdoni Guixà (1787-1848)

Fuente: Wikimedia Commons.
La lápida se convirtió en parada obligatoria para todas las comitivas que visitaban la localidad, sumándose así a los tradicionales centros de representación del poder, como las casas consistoriales y la iglesia. «La constitución debe ser un objeto constante para los ojos y para el corazón, como la religión», escribía a su amiga Jane Elisabeth Scott el revolucionario milanés Giuseppe Pecchio. Nada más llegar a Irún en mayo de 1821, Pecchio había corrido a visitar la «lapide della Costituzione», de la que decía que «donde sea que haya una cruz debe existir el monumento de la Constitución»; «dos signos de redención siempre unidos en España»[74]. La nueva ritualidad fue sancionada por la Iglesia a través de misas, Te Deum y repiques de campanas que dotaron a las lápidas de legitimidad y las situaron en el punto de referencia de las ceremonias públicas. Esta sacralidad de las lápidas no derivaba de una «transferencia» de la religión a la política como parte de un proceso lineal de secularización, sino de la matriz católica del liberalismo hispano, en el que la esfera religiosa y la política no estaban disociadas[75].
Dentro del propio liberalismo se ironizó con esta fetichización de las lápidas, que las convertía en objetos de poder cuya mera presencia garantizaba la buena salud del régimen. Alcalá Galiano tildó de «ridículos» los honores hechos a la lápida durante la época de su juventud[76]. En 1821, El Zurriago proclamaba que «la Lápida anuncia Constitución, libertad, [pero] vemos por todas partes un despotismo real». El periódico exaltado se burlaba de aquellos liberales que consideraban que «una piedra solamente es nuestra felicidad», concluyendo con sorna: «Haiga lápida en las plazas, que lo demás, bueno va»[77]. El pueblo —sostenía otro ejemplar de El Zurriago—, «envanecido de tener una lápida en la plaza», se creía «libre en su delirio», limitándose «a entonar vivas, himnos y canciones»[78]. Para los exaltados, la revolución era un proceso abierto, que debía cuidarse y defenderse día a día. Las lápidas eran la primera piedra de un edificio constitucional que había que continuar construyendo, no un objeto que por sí mismo garantizase la pervivencia del régimen.
Liberales y realistas se acusaron mutuamente de otorgar un carácter mágico a una simple piedra, contribuyendo a dotar a este objeto de una dimensión sagrada. Los absolutistas denunciaron que las lápidas se habían convertido en objeto de un «idolátrico culto» y un «árbol de la discordia»[79]. Un panfleto aseguraba que «al igual que los de Francia adoraban el árbol, muchos de los nuestros hacían lo mismo con las piedras», añadiendo que Riego predicaba a los padres de familia «que en lugar de bautizar a los hijos, les hiciesen adorar la piedra, y quedarían santificados»[80]. Los liberales, por su parte, acusaban a los realistas de conferir a las lápidas «virtudes ocultas», como si fuesen «talismanes de maligna influencia». La Diana Constitucional se preguntaba «por qué los pueblos arrancan las lápidas de la Constitución […] como si las hubiese traído el diablo»[81]. Su respuesta era que los realistas les conferían cualidades mágicas y propiciatorias, atribuyendo «la falta de agua a la estabilidad de las lápidas»[82].
IV. COMPETENCIA DE SÍMBOLOS E ICONOCLASTIA[Subir]
La centralidad que adquirieron las lápidas en el ritual cívico constitucional y su papel como marcadores de soberanía las convirtieron en blanco predilecto de los ataques de los enemigos del liberalismo. Durante los cambios de régimen que se sucedieron entre 1812 y 1874, la instalación o retirada de la lápida fue la forma de hacer efectivo el cambio de soberanía a través de un «acto de imagen» eficaz a ojos del pueblo[83]. La estrecha relación existente entre el orden visual y el institucional podía experimentarse en términos de causalidad, concluyendo que el derribo de la placa podía precipitar y acelerar el cambio de régimen. El poder atribuido a los objetos no era completamente ilusorio, sino que se basaba en la experiencia de una población que había vivido una rápida sucesión de cambios de régimen —en 1808, 1812, 1814, 1820 y 1823— que socavaron las certidumbres y pusieron de manifiesto la fragilidad del orden político.
El derribo, destrucción y profanación de las lápidas respondió a un amplio abanico de repertorios, que oscilaron entre la retirada ordenada dirigida por las autoridades hasta los actos de iconoclastia ejecutados por la multitud de manera más o menos espontánea[84]. Las autoridades organizaron actos públicos para retirar y destruir las lápidas, acompañados de la quema de ejemplares de la Constitución, decretos, banderas e imágenes liberales. Estos rituales trataban de conjurar el poder ejercido por los objetos a través de una damnatio memoriae, tras la cual se restituían los símbolos de la monarquía absoluta, reflejando la vuelta a una normalidad alterada[85]. La destrucción era una forma de purificación: una catarsis colectiva que resacralizaba el espacio público mancillado.
Mediante la destrucción ritual, las autoridades trataban de evitar los desbordamientos populares a través de una «policía de los símbolos» que encauzase el fervor popular impidiendo el desorden[86]. La iconoclastia respondía así a un proceso de negociación y transacción entre las autoridades y la población, pues las primeras trataban de monopolizar el acto de soberanía que suponía la depuración de los objetos del régimen caído. Pero cuando los actos iconoclastas se producían de manera descontrolada, sin concurso de las autoridades y anticipándose al anuncio oficial, la retirada de la lápida podía funcionar como un acto de «apropiación popular de la soberanía»[87]. De manera efímera y fugaz, la multitud intervenía políticamente para apropiarse de una soberanía que aparecía como disponible para ser tomada, en un contexto marcado por la incertidumbre y el «desorden de las cosas» en el que todo parecía posible[88]. El control sobre los símbolos no solo sancionaba a posteriori el cambio de régimen, sino que podía precipitarlo. De este modo, la retirada de la placa podía convertirse en un acto performativo que obligaba a unas autoridades dubitativas a aceptar los hechos consumados y promulgar el nuevo orden antes de que se hiciese oficial.
Las lápidas fueron derribadas, arrancadas, ensuciadas, apedreadas, fusiladas, picadas, arrastradas y despedazadas, en un amplio repertorio iconoclasta que alcanzó su apogeo durante el Trienio Liberal, pero se mantuvo durante las décadas posteriores y experimentó un repunte final, aunque algo más discreto, durante el Sexenio Democrático. Como ya se ha señalado, la primera oleada de furia iconoclasta contra las lápidas se desató el 11 de mayo de 1814, tras la publicación del decreto que restauraba el absolutismo. En Zamora, un capitán del ejército y un zapatero fueron a buscar de madrugada al escribano del ayuntamiento para «picar la piedra de la Constitución», con permiso del propio jefe político de la provincia. Según sus palabras, actuaban «en nombre del pueblo de quien venían comisionados», «para evitar un alboroto y efusión de sangre, mediante a la mucha reunión de gentes».[89] El objetivo de estas medidas acordadas «desde arriba» consistía en garantizar el orden durante la retirada de la placa, canalizando la iconoclastia a través de medidas de policía, que otorgasen al acto un carácter ordenado, en el que el pueblo fuese un testigo que acudía a observar y celebrar, no el impulsor y ejecutor del acto. Otro ejemplo lo encontramos en Xalapa (Veracruz), donde gobernador ordenó retirar la lápida por la noche y de manera discreta, anticipándose para evitar «cualquier escándalo»[90].
El proceso de destrucción y sustitución de la lápida podía prolongarse durante varios días, y era un reflejo del ambiente festivo en el que había transcurrido su propia implantación. La lápida se hacía pedazos «reduciéndola a menudos fragmentos, para que no exista una partícula de la memoria de que fuimos marcados con semejante borrón»[91]. En Burgos, el 15 de mayo de 1814, se encendió una hoguera a la que arrojaron la placa, la Constitución y otros papeles, llevando las cenizas a la casa del juez político, a quien condujeron a la cárcel[92]. Los desfiles —con presencia de las corporaciones, las autoridades locales y el pueblo— culminaban con la restitución de la efigie o el nombre del monarca en el lugar antes ocupado por la losa.
Uno de los repertorios iconoclastas más frecuentes fue el de arrastrar la lápida por las calles, atada con una cuerda o dentro de una cesta, lo que conectaba con el arrastre, una práctica habitual en los motines populares que derivaba de un castigo aplicado por la justicia, consistente en atar y arrastrar a un reo exponiéndole a la vergüenza pública[93]. Fue el caso de Palma de Mallorca, donde en cuanto se conoció por el buque correo la abolición de la Constitución la tarde del 20 de mayo de 1814, la lápida situada en el Born fue arrojada al suelo, pisoteada y partida en pedazos que fueron arrastrados por la calles en las que residían reconocidos liberales en una espuerta vieja[94]. Unos días antes, en Sigüenza (Guadalajara), la lápida fue «puesta sobre un esterillo» junto a los decretos y otros papeles constitucionales, y arrastrada por las calles, trayecto durante el cual, en palabras de un testigo, un perro «como si hubiera sido un racional, cogió, y se meó en la dicha piedra»[95].
La humillación ritual de la lápida incluía la costumbre de defecar y orinar encima de la misma, hecho reproducido con sorna por la prensa absolutista. El 16 de abril de 1814, mientras Fernando VII realizaba su viaje triunfal por España tras recobrar su libertad, «Lucindo» (seudónimo de Justo Pastor Pérez) escribía que lápida de la plaza de la Constitución de Valencia había amanecido por segunda vez «toíta [sic] embadurnada de…». El periódico añadía que lo mismo había sucedido en Sevilla, Burgos y Aragón, por lo que se preguntaba si el color marrón utilizado por los «pintores de lápidas» era constitucional, «o si las lápidas de las plazas se han convertido en lugares comunes desde que ha entrado el Rey nuestro Señor en España, pues todos acuden a ellas en sus necesidades»[96].
Otro repertorio recurrente fue el entierro de la lápida, a través de un ritual que se mimetizaba con la tradición carnavalesca del entierro de la sardina y que tenía un claro paralelismo con el caso portugués, donde fue practicado a partir de la instauración de la monarquía miguelista[97]. El ejemplo mejor documentado es el de Orihuela (Alicante), donde el 12 de mayo de 1814 tuvo lugar una ceremonia funeraria de carácter burlesco en la que los restos machacados de la lápida se colocaron en una carreta tirada por dos bueyes «liberales» cubiertos por un paño negro. La multitudinaria comitiva, precedida de una escoba con un crespón negro, fue parando en «la puerta de los parientes más cercanos de la difunta», donde se fijaban carteles con vítores y mueras. La procesión terminó en el puente sobre el río Segura, desde donde se arrojó lo que quedaba de la lápida[98]. También en Elche la lápida se paseó en un ataúd, simulando un entierro[99].
Durante el Trienio Liberal la furia iconoclasta contra las lápidas alcanzó su apogeo, culminando en la gran oleada de destrucciones que acompañó a la segunda restauración en 1823. Durante los primeros meses del Trienio los ataques contra las lápidas fueron escasos y se produjeron durante la noche, como gesto de desafío individual al régimen constitucional[100]. Estos actos aislados se intensificaron a partir del otoño de 1821, coincidiendo con los primeros movimientos contra la Constitución en Cataluña y Aragón. En Huesca, durante en la noche del 9 de diciembre de 1821, un tumulto se dirigió a la plaza de la Constitución y derribó la lápida, cuya caída fue celebrada «con gritería y muchos tiros»[101]. Sin embargo, la mayoría de los atentados contra las lápidas durante el Trienio Liberal no fueron obra de individuos anónimos ni de motines antiliberales, sino de las partidas guerrilleras realistas que proliferaron en buena parte del país a partir de verano de 1822. El derribo de la lápida era un testimonio visible de que los realistas habían pasado por la localidad sin encontrar oposición, desafiando abiertamente la soberanía. En ocasiones, se colocaba en el lugar de la lápida un crucifijo o una imagen de Cristo[102]. Los atentados contra las lápidas se extendieron por todo el territorio a medida que proliferaban las partidas, que llegaron a controlar amplias zonas de Cataluña, el Maestrazgo (Aragón y Valencia), Navarra, País Vasco, Galicia y Castilla y León, de modo que «no hay provincia en donde no exista una gran guerrilla de Patriotas realistas derribando Lápidas cada día»[103].
Para las autoridades liberales, las incursiones contra las lápidas se convirtieron en una preocupación de primer orden, pues reflejaban su incapacidad para controlar de manera efectiva el territorio. La defensa de la lápida se convirtió en una de las funciones más importantes de la Milicia Nacional, que tras sofocar los alborotos procedía a restituir las lápidas a través de un ritual de desagravio que reproducía a pequeña escala la ceremonia de instalación[104]. Ante la falta de tropa para controlar de manera efectiva el territorio, las autoridades liberales procedieron a responsabilizar a los pueblos de la defensa de sus lápidas. Para ello, multaron a aquellas localidades cuya lápida resultase dañada, aunque fuese por sujetos llegados del exterior[105]. También se ordenó a los curas párrocos que «evitarán con su influjo» que se colocasen imágenes de Jesucristo en sustitución de las lápidas y que, en caso de ser derribadas, las devolviesen a su lugar con solemnidad una vez que las partidas de facciosos hubiesen abandonado la localidad[106].
El influjo de las lápidas pervivía tras su destrucción, de modo que sus fragmentos tuvieron su propia historia. Los realistas acostumbraban a depositarlos en la puerta de liberales a modo de amenaza y, en Morella, los encerraron en la prisión bajo llave[107]. Conocemos, por ejemplo, el caso de Jaime Horta, un rico propietario de Santa Coloma de Farners (Gerona), que fue asesinado a golpes con los pedazos de la lápida por los miembros de una partida realista cuando se negó a destruir el monumento y a gritar «viva el Rey absoluto»[108]. La prensa liberal amenazaba con «recoger todos los fragmentos de las lápidas arrancadas» y formar con ellos «una masa blanda, que serviría después para hacer píldoras, las que haría tragar por fuerza a todos los que se han insurreccionado o han tenido parte»[109]. Esta imagen —que conectaba con el Trágala— funcionaba también en sentido inverso, cuando se recordaba que los «sicarios del absolutismo» hicieron «comer pedazos de la piedra de la Constitución a los partidarios del progreso»[110].
Figura 3.
Caricatura liberal contra Don Carlos. «Señor: con una incisioncilla en la vejiga…la piedra… ¡Maldito… si es una lápida como una puerta cochera!»

Fuente: El Sancho Gobernador, n. 4 (7/10/1836), Biblioteca Nacional de Catalunya.
Existen también casos que apuntan a la conversión en reliquias de los pedazos de las lápidas. Juliana Martínez, que trabajaba como criada en Madrid, fue detenida en 1825 por guardar un pedazo de la lápida constitucional oculto en el fondo de un baúl[111]. Luis Negro, un maestro carpintero de Madrid, rescató un fragmento de la losa derribada en 1814, guardándolo «religiosamente» durante el sexenio absolutista en una urna que formaba un templete alegórico[112]. Según un opúsculo publicado en 1838, tras la restauración de 1823 algunos liberales «pagaron a buen precio algún pedacito de ella, que colocaron después entre cristales»[113]. Los realistas se burlaron de esta forma de «idolatría» rayana al «paganismo», señalando que los liberales veneraban la «santa lápida» como una divinidad[114].
Tras la muerte de Fernando VII, la primera Guerra Carlista (1833-1840) supuso un nuevo repunte en la destrucción de lápidas. Mientras las partidas carlistas las retiraban a su paso, las columnas liberales se encargaban de que los pueblos «restableciesen la lápida de la Constitución, multándolos y castigándolos por no tenerla colocada»[115]. Un militar británico observó que en varios pueblos de La Mancha «las autoridades tenían dos tablones, uno para Carlos V y el otro para la Constitución de 1837, y colocaban en la plaza el que era de agrado para las vistas de los partidos en contienda»[116].
Pero a medida que avanzaba el siglo, las lápidas fueron resignificadas y dejaron de encarnar una oposición dual entre liberalismo y absolutismo. Durante la guerra de los Matiners, algunas partidas derribaron la lápida mientras daban vivas a la Constitución de 1812, reflejando cómo la placa se había convertido en un símbolo del Estado liberal moderado, como ocurrió en Os de Balaguer (Lérida) en 1847[117]. Durante el Sexenio Democrático, se destruyeron numerosas lápidas en las protestas contra las quintas, en un acto que no tenía un carácter antiliberal y contrarrevolucionario, sino de desafío al statu quo[118]. En marzo de 1869, varias movilizaciones contra las quintas en la provincia de Barcelona condujeron a «romper la lápida que en la plaza pública mandaron colocar y respetar nuestros antepasados, los sabios legisladores de Cádiz»[119]. En Pedrola (Zaragoza), en abril de 1873, tras quemar y arrastrar la talla con la que se medía a los quintos, los concejales permitieron que se colocasen unas escaleras para subir a los balcones de la casa consistorial y arremeter «a hachazos sobre la desgraciada lápida», que fue «reducida a cenizas»[120]. En Godella (Valencia) fueron los propios carlistas los que se enfrentaron a los republicanos que querían cambiar la lápida de la Constitución por otra de la República federal, provocando un altercado[121]. En definitiva, si bien el repertorio iconoclasta contra las lápidas se reprodujo durante la segunda mitad del siglo xix, adquirió un carácter complejo y cambiante, reflejo de la resignificación experimentada por este objeto desde los años del Trienio Liberal.
V. CONCLUSIONES[Subir]
Las lápidas constitucionales constituyeron el monumento político por excelencia del liberalismo hispano durante las seis décadas que transcurrieron entre las Cortes de Cádiz y el fin del Sexenio Democrático. Su levantamiento y su destrucción se convirtieron en actos performativos que sancionaban el apoyo al orden constitucional o la oposición al mismo. Su instalación en el territorio hispano peninsular y americano a raíz de la legislación de las Cortes de Cádiz fue seguida por una oleada de destrucciones durante la primera restauración fernandina, que no solo respondió a la iniciativa gubernativa, sino también a un desbordamiento de carácter popular. Pero fue durante el Trienio Liberal (1820-1823) cuando las lápidas adquirieron mayor relevancia, convirtiéndose en un objeto omnipresente del que encontramos referencias en todas las fuentes y testimonios del periodo. Las lápidas se convirtieron en marcadores de soberanía, articuladores del espacio local y referentes por antonomasia de la ritualidad y la sociabilidad política liberales. Fue también durante el Trienio cuando se consolidó un repertorio de destrucción y desacralización de las lápidas, que tuvo su origen tanto en la actuación de las partidas realistas como en la violencia popular, quedando incorporado a partir de 1823 en la acción represiva del absolutismo restaurado. La dialéctica sacralización/desacralización y levantamiento/destrucción se convirtió en la expresión de la competencia por un espacio político en formación, del mismo modo que ocurrió en Francia o Italia con los denominados árboles de la libertad. La ritualidad y la iconoclastia en torno a las lápidas nos remiten a un intenso proceso de politización que caracterizó el conjunto del siglo xix, marcado por el diálogo y negociación entre los sectores populares y los gobiernos local, provincial y central. La lápida constituye, por lo tanto, un observatorio privilegiado para analizar tanto la construcción del proyecto liberal como su contestación.
Esta dinámica nos permite proponer dos líneas de investigación paralelas de cara al futuro. Por un lado, un estudio pormenorizado y comparativo de las dinámicas regionales nos permitiría entender los ritos de construcción y las resistencias generadas por la implantación del nuevo orden liberal. Si bien este artículo aborda el fenómeno desde una perspectiva cronológica y geográficamente amplia para proporcionar una panorámica introductoria, un enfoque microhistórico que atienda a la realidad local, comarcal y regional de manera sistemática —a través de uso intensivo de las fuentes— nos permitiría descubrir nuevas facetas del proceso que hemos esbozado. Por otro lado, este camino de investigación abre la vía para trazar comparaciones transnacionales que atiendan a la circulación de modelos tanto en el marco de la Europa meridional como en los territorios americanos.
Por último, queremos llamar la atención sobre la supervivencia material de muchas de estas lápidas hasta nuestros días, desprovistas del sentido que tuvieron en el pasado. Tras su progresiva banalización y caída en el olvido a partir del Sexenio Democrático, muchos testimonios de lo que fue un objeto central en el imaginario político de varias generaciones permanecen olvidadas en desvanes, en depósitos de museos o en las mismas fachadas de las casas consistoriales o caseríos donde han sobrevivido a los embates del tiempo. Una catalogación sistemática y un estudio tipológico de estas lápidas sin duda contribuiría a revalorizar un patrimonio material que conecta directamente con la propia construcción y renegociación de un espacio político que sigue vigente hoy en día. En un momento en el que las placas conmemorativas, el nombre de las calles y la destrucción de monumentos han pasado al primer plano del debate público, el estudio y preservación de las lápidas constitucionales puede proporcionar —además de un fructífero campo de investigación académica— una contribución a la reflexión colectiva sobre nuestro pasado.