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RESEÑAS

Cerezo Galán, Pedro, María Zambrano: Razón poética y Esperanza, Madrid: Sindéresis, 2024

María Luisa Maillard
Universidad Complutense de Madrid, España ORCID iD
Publicado: 06/06/2025

Pedro Cerezo Galán, actualmente catedrático emérito de la Universidad de Granada y autor de este libro, no necesita presentación. Es una de las figuras de más larga y lograda trayectoria en la vida cultural y académica española. Especialista en la historia moderna y contemporánea del pensamiento español — aunque buen conocedor de Kant, Hegel, Feuerbach, Nietzsche y Heidegger—, ha recorrido desde 1975 todos los lugares en los que dicho pensamiento ha brillado con luz propia, teniendo en cuenta que, en muchas ocasiones, se presentaba aliado de la palabra poética. No ha olvidado así ni a Cervantes ni a las aportaciones del Barroco español; aunque ha prestado especial interés a la Edad de Plata de las letras españolas. Desde su primer libro sobre Antonio Machado en 1975, ha transitado; como no podía ser menos por Ortega y Gasset en 1984, autor sobre el que no ha dejado de reflexionar, y por Miguel de Unamuno en 1996, sin olvidar sus trabajos sobre Zubiri.

Patrono nato de la Fundación María Zambrano, tenía que cerrar el ciclo de su reflexión sobre los pensadores españoles con un libro sobre la filósofa malagueña, a la que conoció personalmente tras su vuelta del exilio. Ya en 1987 había escrito un primer artículo, “Criaturas de la Aurora”, a raíz de la publicación del libro De la Aurora y no había dejado de ahondar en su pensamiento, de forma especial desde el año 2000. Faltaba un libro recopilatorio de sus aportaciones y este es precisamente el que estamos comentando: María Zambrano: razón poética y esperanza.

El volumen que tenemos entre manos se encuentra estructurado en cinco intensos capítulos. En ellos conviven las reflexiones, vertidas en artículos y textos a lo largo de los años, con inéditos elaborados expresamente para este libro. El lector se encontrará pues con la totalidad de la atenta mirada del autor sobre la filósofa, a lo largo de toda su trayectoria. Según sus propias palabras en la introducción, el autor ha esperado hasta la publicación de las Obras Completas de Zambrano para disponer de un texto fiable de cita.

El primer capítulo, “Constelación del alma”, se inserta en el contexto del análisis de las primeras influencias del pensamiento de María Zambrano con los autores españoles que la precedieron: Unamuno, Zubiri, Ortega y Gasset, y Antonio Machado, estos dos últimos reconocidos por la filósofa como maestros; por lo que son los más clarificadores de su obra. Es un capítulo imprescindible como paso previo al adentramiento en la evolución posterior de la filósofa. Cerezo señala la influencia de las intuiciones poéticas de Unamuno en la joven Zambrano, a pesar de su diferente trayectoria. En concreto, la consideración de la palabra poética como “carne del pensamiento que se siente y que se vive”. “La poesía ha sido, en todo tiempo, vivir según la carne”, escribirá la filósofa en su temprano libro Filosofía y Poesía. Más importante quizá, será la asunción del término “entrañas espirituales” que evolucionará en el pensamiento de Zambrano hacia la apertura del inconsciente descubierto por Freud. Respecto a Zubiri, del que Zambrano ha expresado su dificultad para penetrar en su metafísica especulativa, Cerezo señala una de las principales herencias recibidas: el conocimiento de Aristóteles y su idea del alma. En lo que se refiere a Ortega, el autor señala con gran acierto las diferencias básicas con su discípula, la que en no pocas ocasiones parte de iniciales categorías orteguianas — el concepto, las creencias, la vocación, la intimidad, el naufragio—para “abismarlas” en “territorios a los que Ortega “no osaba entrar” como el del amor y la muerte: “esa imprescindible presencia que hace nacer el pensar”, según la filósofa malagueña. En el último, esclarecedor e inédito texto sobre Antonio Machado, Cerezo afirma, en coincidencia con Ana Bundgaard, que la filósofa encuentra en los apócrifos machadianos una de las inspiraciones de su razón poética. Así mismo, afirma, con no menos acierto, que la postura de la joven Zambrano durante la guerra civil española se encuentra influenciada por el humanismo socialista y la mística popular de Machado, junto con el “aura” de una fundación originaria de la historia.

A este primer capítulo siguen dos, “El alma en la historia” y “De la derrota al exilio”, que podemos entender de carácter biográfico. En ellos se recorre la evolución del pensamiento de la autora, desde que era estudiante de Filosofía hasta que asume la experiencia del exilio, dotándola de una dimensión metafísica. No podemos abarcar, dada las dimensiones de una reseña todas las aportaciones de los diversos epígrafes. Sí vamos a destacar “Preludios de la razón poética” donde muy acertadamente Pedro Cerezo vislumbra en Los intelectuales en el drama de España de 1937, la evolución posterior de Zambrano en Persona y democracia, el libro que en 1956 cierra su ciclo de reflexiones sobre lo social y la política. Según Cerezo, Zambrano traspone planteamientos orteguianos acerca de la superación del idealismo, hacia su propia concepción de la vida, arraigada en las “entrañas”. Por este camino, llega a la conclusión de que el ideal, al margen de la vida del hombre concreto, puede revertir en el servicio a una causa criminal que, en esos momentos, ella adjudica exclusivamente al fascismo. Cerezo señala cómo una joven Zambrano, obsesionada con un nuevo horizonte, “no sabe reconocer lo que queda de ganga ideológica y hasta de violencia idealista en la inteligencia republicana combatiente”. Unos años después, en Persona y Democracia, Zambrano ya extenderá de forma velada su análisis al totalitarismo estalinista, por medio de su condena de los juicios de Moscú, universalizando su juicio a la “historia sacrificial” de Occidente. Ésta anclaría sus raíces en una traslación de la percepción del absoluto, que sólo puede residir en la interioridad de la persona, a la historia y lo social.

Vamos a destacar también el epígrafe, “La vocación de escribir” porque se refiere a un episodio muy polémico y no contrastado de las relaciones de Zambrano con Ortega en la etapa crucial de la Guerra Civil. Se trata de la visita de Zambrano, arropada por unos milicianos, a un Ortega enfermo, recluido en la Residencia de Estudiantes. Cerezo da a entender que Ortega firmó el manifiesto que le presentaron a favor de la República, algo que requiere matizaciones. Según Soledad Ortega, quien fue la que llevó adelante las negociaciones con los milicianos, inicialmente Ortega se niega a firmar de forma tajante, dado los términos del manifiesto y, siempre según Soledad, es ella la que logra que se elabore en otros términos otro manifiesto, que ese sí firmaron “los mayores”: Ortega, Marañón y Menéndez Pidal.

Es en el inédito recogido en el capítulo IV, “Metafísica experimental”, donde Cerezo se introduce, a través de El hombre y lo divino, en el núcleo del pensamiento de Zambrano que define como “una ontología existencial de origen cristiano”. Gran conocedor del pensamiento contemporáneo, Cerezo recorre con habilidad la crítica a la Modernidad de la filósofa malagueña, desde el cuestionamiento del perfil del hombre contemporáneo, producto del pensamiento de Hegel y Nietzsche. El primero, al desplazar a la Historia la revelación del absoluto, convirtiendo así el futuro en “el Dios desconocido”, el deus absconditus; y el segundo, encarnándolo en un Dios nacido de sí mismo en las entrañas humanas, al que Zambrano opondrá el homo absconditus. La Modernidad acabará por convertir a la criatura mortal en el sujeto autónomo de un poder omnímodo de dominación objetiva, despreciando la pasividad del padecer y del sentir. Esa conversión implicará la reclusión en la soledad y el vacío que cristaliza en el nihilismo del hombre contemporáneo. Zambrano opone a ese diseño una mirada que parte de los orígenes, cuando lo sagrado era la realidad y solo lo sagrado la tenía y la otorgaba.

Lo sagrado fue evolucionando a lo divino — el Dios de la idea y el Dios encarnado—; pero la eliminación posterior de lo divino no supuso la eliminación de lo sagrado como percepción del sentir originario, y de ahí la nostalgia ancestral de un “paraíso perdido”. Nostalgia que ha dirigido la historia sacrificial de Occidente, porque lo absoluto, sólo puede residir en la interioridad de la persona. Muy a destacar el epígrafe “El alma y la palabra”, en el que Cerezo señala la categoría central del pensamiento de Zambrano: la importancia capital de la palabra, una palabra naciente que necesita de la mediación del alma. Una palabra balbuciente que alumbra el ser, como esencia o contenido sustantivo de lo eterno en el hombre. Una palabra procedente de un conocimiento inspirado, al que llega María Zambrano, a través de sus análisis sobre los sueños y el tiempo. El último capítulo, “De la violencia a la democracia”, se centra en la propuesta de la filósofa del régimen democrático como una forma de gobierno, capaz de albergar a la persona en su integridad. El capítulo también contiene análisis muy interesantes sobre la relación entre lo religioso y lo político. El libro se cierra con un epílogo sobre uno de los últimos y más entrañados libros de la filósofa: Los bienaventurados.

Vamos a referirnos ahora a una problemática que planea desde el principio en este magno libro.

¿Se puede considerar filosofía la propuesta de la razón poética de Zambrano? Pedro Cerezo, en el texto inicial del libro “Obertura: la otra mirada”, después de señalar que “la obra de María Zambrano pertenece por derecho propio a la cultura filosófica universal”, concluye que “no es propiamente Filosofía sino un mixto indefinible de pensamiento, poesía y religión”. No parece ser la razón el recurso de la filósofa al lenguaje poético ni que encuentre inspiración en los mitos logrados por la imaginación creadora, porque en ese caso tampoco sería Nietzsche filósofo. La clave no se encuentra tal vez en el uso de un lenguaje no conceptual sino en la referencia a la fe religiosa, que ya desde Hegel y Marx ha sido considerada como una forma de alienación y el contrapunto a una modernidad que la había eliminado de su horizonte.

Desde la declaración inicial de que la obra de Zambrano “no es propiamente filosofía”, se van desgranando en el libro definiciones del pensamiento de la filósofa, ligadas a lo religioso — “existencialismo cristiano”, “existencialismo gnóstico” e incluso “cátaro” o, siguiendo a Ana Bungaard, “religión poética de carácter místico”—. Este “existencialismo cristiano” se clarifica en el interesante inédito que encabeza el capítulo IV, “La agonía de Europa”, en el que Cerezo afronta la actual agonía europea desde la esperanza zambraniana. El “existencialismo cristiano” de la filósofa consistiría en una religión del espíritu que creyese en la dignidad sagrada de la persona, desde una razón abierta a otras razones del corazón. Religión del espíritu opuesta a la violencia, tanto de una fe monoteísta, como a la uniformización de las conciencias en nombre de la ciencia, el progreso o las utopías revolucionarias; así como de los ídolos actuales: el poder, el dinero o el placer, exaltados hasta el paroxismo.

Sin negar el acertado enfoque de Pedro Cerezo acerca de la existencia de una posible religión del espíritu en el pensamiento de Zambrano, pensamos que no es motivo suficiente para etiquetar su pensamiento, bajo el paraguas de la religión cristiana. Sin duda Zambrano había sido educada en ella y se apoyaba en no pocas ocasiones en sus revelaciones; como también lo hacía en los mitos surgidos del conocimiento poético. No desechaba ninguna forma de experiencia de la vida humana; pero no se consideraba una pensadora religiosa ni mucho menos una teóloga. Lo que ella pretendía era reivindicar la matriz — el lugar del sentir originario— desde donde habían surgido no sólo cualquier tipo de revelación, sino cualquier fruto de la imaginación creadora, porque todo ello formaba parte de una experiencia humana imprescindible.

Es por ello que ya, desde fecha temprana se aproxima a Massignon y a la mística sufí, quizá porque la existencia de la imaginación creadora, que ella buscaba sustentar, se movía de forma más libre en una civilización que aún no había clausurado la trascendencia. Ese camino es el que recorre desde mediados de los años 50, a través de una fenomenología sobre los sueños y el tiempo, que desarrolla la razón vital orteguiana hacia un territorio del inconsciente, liberado de los barrotes con los que Freud lo había encarcelado y que atesora la fuente de la inspiración creadora que da acceso a las entrañas y al sentir originario. Zambrano quería fundamentar que el conocimiento, transmitido vía inspiración, tenía una dimensión universal y seguía actuando en el ánimo del hombre contemporáneo, mediante “una inspiración” contraria.

Este calificativo de la autora como pensadora cristiana, no afecta sin embargo a la enorme riqueza de los análisis que Pedro Cerezo vierte en esta obra, ya indispensable para aproximarse a todos los matices del pensamiento de María Zambrano.