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ARTÍCULOS

El genio como anomalía en el pensamiento estético de Diderot

Nicolás Martín Olszevicki
CONICET, Universidad Nacional de General Sarmiento, Universidad de La Plata, Argentina ORCID iD
Recibido: 16/06/2024 • Aceptado: 25/11/2024

Resumen: El concepto diderotiano de "genio", nunca elaborado de manera sistemática en sus escritos, ha sido reconocido sin embargo como central para la transición de la estética ilustrada a la estética romántica. En este trabajo, nos proponemos estudiar dicho concepto en su relación con otro concepto central de la estética ilustrada: el de "gusto". Propondremos que el pensamiento del autor de La religieuse entraña una fuerte polémica con las doctrinas defendidas por Condillac, Hélvetius y Voltaire: mientras para estos autores el genio, la razón y el gusto eran vistos como aliados naturales para contribuir al progreso de la humanidad (de modo que el genio podía concebirse como manifestación excelsa del gusto epocal), la exaltación del carácter anómalo del genio por parte de Diderot implica una manera alternativa, y revolucionaria, de concebir su relación con la temporalidad, con el progreso y con el buen gusto.

Palabras clave: genio, gusto, instante, Diderot

ENG Genius as an anomaly in Diderot´s aesthetic thought

Abstract: Diderot's concept of "genius" was never systematically elaborated in his writings. Nevertheless, it has been recognized as central in the transition from the aesthetics of Enlightenment to Romanticism. This paper aims to study this concept in its relationship with another central concept of Enlightenment aesthetics: "taste." We will propose that Diderot's thought entails a strong polemic with the doctrines defended by Condillac, Helvétius, and Voltaire. While for these authors, genius, reason, and taste were seen as natural allies in contributing to human progress (so that genius could be conceived as a supreme manifestation of the taste of the time), Diderot's exaltation of the monstrous character of genius implies an alternative, and revolutionary, way of conceiving its relationship with temporality, progress, and good taste.

Keywords: genius, taste, instant, Diderot

Sumario: 1. Introducción • 2. El sensualismo francés: genio y gusto, aliados en el camino del progreso • 3. Diderot: el genio como monstruo • 3.1. Diderot contra Hélvetius • 3.2. La apología del instante • 3.3. Apología de la esquisse • 3.4. Conclusión: el homme de goût como génieBibliografía

Cómo citar: Martín Olszevicki, N. (2025). El genio como anomalía en el pensamiento estético de Diderot. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 42(2), 373-385. https://doi.org/10.5209/ashf.96408

1. Introducción

La relación existente entre el genio creador de obras de arte (génie) y el hombre de gusto (homme de goût), encargado de juzgarlas, ha sido un tópico central de reflexión entre los pensadores de la Ilustración Francesa. Si durante la primera mitad del siglo XVIII, como herencia de la Querelle des anciens et des modernes, la progresiva independización del trabajo artístico con respecto a las reglas poéticas heredadas había permitido un acercamiento teórico entre ambos tipos ideales, de manera que progresivamente comenzaban a ser vistos como actores complementarios para lograr obras de arte de calidad, en la segunda mitad del siglo toma fuerza nuevamente la idea de que existe una antagonía insalvable entre ambos tipos ideales.

Entre los philosophes, como suele ocurrir cuando se analiza el período con una mirada no reduccionista y atenta a los matices, las opiniones están divididas: mientras pensadores como Voltaire se esfuerzan por encauzar al genio por medio del gusto (a tal punto que a él mismo le cuesta entender y aceptar su fascinación por Shakespeare1, otros, “románticos sin saberlo”, rompen con esa unidad y oponen el dominio del gusto, que se reduce a la simplicidad y la elegancia, con el del genio, asociado con la poesía elevada y lo sublime, en la tradición iniciada en Inglaterra por Edmund Burke2.

Elena Russo ha sintetizado de manera provechosa el cambio producido a partir de aquel momento en el pensamiento estético de los philosophes: “Buscando reinventar el ideal del escritor y del artista, que demandaba que se demarcaran del goût moderne y del bel esprit, los filósofos de la Ilustración definieron el dominio del arte elevado como separado del dominio del arte placentero (génie versus goût)”3. Como es bien sabido, hacia el final del siglo, y con mayor fuerza en el siglo siguiente (baste recordar el ejemplo de Gustave Flaubert), el gusto quedará relegado a un rol de mero conservador del statu quo estético, y se destacará la figura del genio revolucionario y liberador como nuevo héroe cultural. Así, como postula Dieckmann, “el genio artístico pasa a ser visto como el tipo humano más elevado, reemplazando así a otros tipos ideales como el héroe, el sabio, el santo, el uomo universale, el cortigiano o el honnêtte homme4.

La figura clave en el ámbito francés de este proceso de recentralización y reconceptualización del genio en su camino hacia el Romanticismo es Denis Diderot. Aunque la preocupación por definirlo aparece constantemente en sus textos, es difícil reconstruir a partir de ellos una teoría elaborada y coherente sobre el genio5. No obstante, y a pesar de los matices, consideramos que sus reflexiones pueden leerse, en líneas generales, como una acalorada respuesta a los intentos de Hélvetius, Condillac y Voltaire de inscribir al artista genial dentro de los límites de la civilización, la razón y el gusto. Veamos, en primer lugar, en qué consisten estos intentos, para comprender hacia dónde apunta la crítica diderotiana.

2. El sensualismo francés: genio y gusto, aliados en el camino del progreso

Heredero de la revolución filosófica iniciada por John Locke al otro lado del Canal de la Mancha, el sensualismo francés buscará minimizar el carácter excepcional del genio, intentando inscribirlo, como había intentado hacerlo el parti moderne durante la Querelle des anciens et des modernes, en un continuum histórico6.

Así, en el Essai sur l´origine de conaissances humaines (1746), el texto canónico de esa tradición, Condillac postula que la aparición de genios en una nación es el resultado de un desarrollo general de la civilización que, por diversas vías, determina la personalidad del artista: “Las circunstancias favorables al desarrollo de genios se encuentran en una nación en el momento en que su lengua comienza a tener principios fijos y un carácter decidido. Este momento es, por lo tanto, la época de los grandes hombres”7.

La explicación que debe darse de su aparición no puede ser, por tanto, meramente fisiológica, lo que implicaría aceptar uno de los principios que el sensualismo más fuertemente combate: el innatismo. De acuerdo con Condillac, para dar cuenta del “desarrollo de talentos” (nótese que equipara genio con talento, como veremos que hará luego, provocativamente, Voltaire) es necesario tomar en cuenta una pluralidad de causas materiales:

El clima es una condición esencial. 2. El gobierno debe haber tomado una forma constante y, por ella, haber fijado el carácter de una nación. 3. Le corresponde a este carácter otorgarle uno al lenguaje, multiplicando los giros que expresan el gusto dominante de un pueblo. 4. Esto ocurre lentamente en las lenguas formadas por los restos de varias otras; pero una vez superados estos obstáculos, se establecen las reglas de la analogía, el lenguaje progresa y los talentos se desarrollan8.

Lejos de romper, gracias a su desmesurada originalidad, con el normal desarrollo histórico y artístico de un pueblo, de una nación y de una lengua, para conducirla por un camino hasta entonces inexplorado y luminoso, el genio se presenta en la filosofía de Condillac como su máxima expresión, como el epítome de la regularidad: es producto del desarrollo del gusto de una nación y comparte su régimen de temporalidad; trabajando armónicamente, ambos contribuyen a cimentar el desarrollo cultural. Cuando el genio descubre el carácter particular de una lengua (su “génie”) no puede sino expresarlo vivamente en todos sus escritos. El resto de las “gens à talent”, que hasta entonces no habían podido explotarlo, de repente lo perciben y, por imitación, comienzan a aplicarlo en sus obras. Así, la lengua se enriquece poco a poco por aportes de los diversos artistas, de manera que, con el correr del tiempo, “todo el mundo vuelve la vista a aquellos que se distinguen”. El resultado es que “su gusto deviene el gusto dominante de la nación”: “Cada uno aporta, en los asuntos a los que se aplica, el discernimiento que ha obtenido en ellos; los talentos fermentan: todas las artes cobran carácter propio y vemos hombres superiores en todos los géneros”.

De la misma manera que Condillac, Hélvetius procura, primero en su De l´Esprit (1758)9 y luego en su De l`Homme (1772)10, restarle excepcionalidad al genio, para lo cual comienza por denostar a todos aquellos autores que, al referirse a él como “un fuego, una inspiración, un entusiasmo divino”, utilizaron como definiciones lo que no eran más que metáforas. Además de ser metodológicamente objetables desde el punto de vista filosófico, estas metáforas impiden comprender un tipo de genio que para Hélvetius, como ilustrado, es fundamental: el genio científico, cuyo máximo ejemplo es Isaac Newton. Justamente es la ampliación del concepto al ámbito científico la que le permite objetar in toto la doctrina del genio tal como se venía configurando en la difusa, aunque persistente, herencia platónica retomada a lo largo del siglo anterior, en particular por los partidarios de los Anciens en la querelle.

Dado que el ser humano nace como una tabula rasa y que los sentidos son la fuente de todas sus ideas, el innatismo que defendían, entre otros, Boileau y Du Bos, debe ser rechazado. Si existen diferencias entre los hombres, no es a causa de un determinado temperamento u organización interna (que, para Hélvetius, es lo mismo que admitirlas como resultado de cualidad oculta) sino de la educación. Todos los hombres nacen con los órganos y los sentidos en igualdad de condiciones y, por lo tanto, “están dotados por la naturaleza de la fineza de los sentidos necesaria para elevarse a los grandes descubrimientos de las matemáticas, la química, la política, la física, etc.”11. El factor determinante para la proliferación de los genios es, de acuerdo con Hélvetius, la educación, lo que inspira a las naciones una enorme esperanza: la grandeza no depende del azar sino de la responsabilidad con que intenten “perfeccionar la ciencia de la educación”12.

El genio, por lo tanto, no es pura individualidad creativa, independiente de las condiciones sociales de su aparición; por el contrario: depende tanto de ellas que es su mejor expresión; es la cumbre de un desarrollo histórico del que es parcialmente responsable y que contribuye a fortalecer con su esfuerzo creativo. Si bien para Hélvetius las circunstancias sociales contribuyen a su aparición, no por eso la sobredeterminan: el genio posee ciertos méritos que no le vienen dados de nacimiento ni se explican por ningún tipo de posesión divina sino por la paciencia en el intento de dominar una técnica. Es, por eso, producto de la sucesión, del devenir temporal, en un doble sentido: por un lado, depende del trabajo persistente y continuo de sus predecesores, que preparan el terreno para su aparición; por otro lado, depende se su propio esfuerzo, también persistente y continuo, para lograr manejar una techné particular (“El genio no puede ser más que el producto de una atención fuerte y concentrada en un arte o una ciencia”13). De ahí que, para Hélvetius, las obras de genio sean comparables a “esos monumentos superlativos de la antigüedad que, ejecutados por varias generaciones de reyes, llevan el nombre de quien los culmina”14.

El genio —como el “clásico” de acuerdo a la famosa definición de T.S.Eliot— es el momento culminante de una civilización para cuya evolución colaboraron miles de hombres a quienes la historia no les ha deparado el mismo reconocimiento. Su naturaleza es, en este sentido, más colectiva que individual, y su existencia depende del progreso generalizado de la humanidad: sus logros no son producto de revelaciones instantáneas, tan pasajeras como privadas, sino que se explican por la acumulación paulatina de trabajo propio y ajeno. La obra del genio carga con las huellas de la historicidad y del tiempo: lejos de poner en duda el régimen de temporalidad progresista y lineal, es su más sólido monumento.

Este modo de concebir la historia en general, y la historia del genio en particular, que frecuentemente se ha considerado, desde la doxa, como el único imperante dentro del grupo de los philosophes, tiene también ciertos ecos en el pensamiento de Voltaire: sus reflexiones sobre el concepto de “genio” y su relación con el gusto están teñidas por una visión en general progresista.

El artículo “Génie” de las Questions sur l´Encyclopédie (1770-1772) es, como todos los de ese libro, una máquina de guerra que pretende atacar la superstición. En ese sentido, es natural que su primera crítica, de naturaleza empírica, esté dirigida a la visión religiosa del genio proveniente de la antigüedad: “Como nunca he visto genios, demonios, hadas o duendes, ya sean benévolos o malévolos, no puedo hablar de ellos con conocimiento de causa, y me remito a quienes los han visto”15. Voltaire recuerda luego que el término “génie” no se confundía con el de “talent” sino que estaba asociado, siempre, con un tipo de invención que “parecía un don de los dioses, ese ingenium quasi ingenitum, una especie de inspiración divina”. Sin invención, sin originalidad, un artista no era considerado un genio sino, en todo caso, un razonable epígono: “Es posible que varias personas jueguen mejor al ajedrez que el inventor del juego, y que le ganen los granos de trigo que el rey de las Indias quería darle; pero ese inventor era un genio, y los que le ganen pueden no serlo”16.

El problema es que esta valoración del genio por sobre sus antecesores y sucesores, independiente del tiempo y de la acumulación del conocimiento, atentaba contra la filosofía de la historia que, aunque con vacilaciones, Voltaire defendía en sus obras principales:

¿Qué vale más, poseer sin maestría el genio de un arte o alcanzar la perfección imitando y superando a sus maestros? Si haces esta pregunta a los artistas, tal vez haya opiniones divididas; si la haces al público, no dudará. ¿Prefieres un hermoso tapiz de Gobelinos a un tapiz hecho en Flandes en los inicios del arte? ¿Prefieres las obras maestras modernas en estampas a los primeros grabados en madera? ¿La música actual a las primeras melodías que se asemejaban al canto gregoriano? ¿La artillería actual al genio que inventó los primeros cañones? Todos te responderán: “Sí”. Todos los compradores te dirán: admito que el inventor de la lanzadera tenía más genio que el fabricante que hizo mi tela; pero mi tela vale más que la del inventor17.

El pasaje, claro eco de la Querelle des anciens et des modernes, intenta despojar al genio de muchos de los rasgos que los propios autores clásicos (desde Boileau hasta Racine) le habían atribuido y coincide con las ideas de Condillac y Hélvetius. La excelencia no se alcanza en un rapto de inspiración por un hombre excepcionalmente dotado: es, nuevamente, el fruto del trabajo colectivo y acumulativo de la humanidad. En la segunda parte del artículo, Voltaire va más lejos aún, al identificar el genio con el talento: “El genio particular de un hombre en las artes no es otra cosa que su talento; pero no se le da ese nombre sino a un talento muy superior”18. Entre el genio y el individuo normal no hay una diferencia ontológica sino de grados, y sólo debe triunfar y ser reconocido aquel que incorpora a su imaginación las restricciones que impone el gusto: “El genio guiado por el gusto nunca cometerá errores garrafales: así, Racine desde Andrómaca, Poussin y Rameau nunca los cometieron. El genio sin gusto cometerá errores enormes; y lo peor es que no los sentirá”19.

El sometimiento del genio a las leyes del gusto y de la razón es defendido con idéntico énfasis en el artículo “Enthousiasme” de su Dictionnaire Encyclopédique, en el que Voltaire propone una breve genealogía. Tradicionalmente, en la herencia platónica, se consideraba que el artista genial, en el momento de la creación poética, estaba gobernado por el “enthousiasme”, una mezcla de “aprobación, sensibilidad, emoción, trastorno, sorpresa, pasión, ímpetu, demencia, furor, ira”20; el patriarca de Ferney no considera todas estas afecciones especialmente dignas de elogio sino que recomienda, por el contrario, su contención dentro de los más previsibles cauces de la razón. La gran poesía no es consecuencia de los grandes raptos de entusiasmo sino de la conjunción de este con la razón.

El entusiasmo es precisamente como el vino: puede excitar tanto tumulto en los vasos sanguíneos y vibraciones tan violentas en los nervios que la razón queda completamente destruida. Puede causar solo ligeras sacudidas, que solo le dan al cerebro un poco más de actividad: esto es lo que sucede en los grandes movimientos de la elocuencia y, sobre todo, en la poesía sublime. El entusiasmo razonable es el patrimonio de los grandes poetas. Este entusiasmo razonable es la perfección de su arte: esto es lo que hizo creer en el pasado que estaban inspirados por los dioses, y esto es lo que nunca se ha dicho de otros artistas21.

La búsqueda del “entusiasmo razonable” como ideal regulativo de la poesía permite, según Annie Becq, “alinear su posición con la concepción de la literatura regular (...), posición fundamentalmente clásica que mantiene un equilibrio entre la imaginación entusiasta y el juicio, entre la espontaneidad y la cultura”: entre el genio y el gusto22.

De lo que se trata entonces, para el autor del Candide (y, también, para Condillac, para Hélvetius) es de reducir la radical extrañeza del genio e incorporarlo como un eslabón más de una cadena razonable de progresos, no necesariamente continuos, de la humanidad: para eso, es preciso que el artista talentoso combine su creatividad con la sabiduría acumulada en el gusto gracias a su carácter histórico. La mejor obra de arte es, al mismo tiempo, revolucionaria y conservadora.

Pero en paralelo con esta concepción del genio, existe otra que, abrevando en la tradición de lo sublime de Boileau, toma fuerza en la segunda mitad del siglo gracias a trabajos como A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful, de Edmund Burke (1757) y Conjectures on original composition, de Thomas Young (1759), traducido al francés por primera vez por quien fue, también, el gran traductor de Shakespeare. Desde esta nueva perspectiva, la originalidad del genio supone una ruptura (o una suspensión) del tiempo histórico, una iluminación momentánea e impredecible que no se deriva de lo ya pasado ni predice lo que vendrá y que, por lo tanto, obliga a olvidar la sucesión y a concentrarse en el momento preciso de la creación, privilegiando el instante por sobre la duración.

3. Diderot: el genio como monstruo

3.1. Diderot contra Hélvetius

No es sorprendente, por tanto, que uno de los momentos determinantes de la crítica diderotiana a la noción sensualista de genio se encuentre en el trabajo que dedica a objetar minuciosamente las doctrinas del autor de De l´Esprit.

En su Réfutation de l’ouvrage d’Helvétius intitulé L’Homme (1774), el philosophe ataca en sus bases las teorías de su antagonista retórico para enfatizar el carácter excepcional del genio: si las hipótesis propuestas en el tratado de Hélvetius fueran ciertas, advierte Diderot, debería haber en las sociedades tantos genios como niños bien educados, lo que en la realidad, como es evidente, no ocurre. La doctrina del autor de De l´Esprit es peligrosa porque se basa en preceptos falsos: al educar homogéneamente a todos los niños, suponiendo que todos poseen un talento equivalente para hacer todas las actividades, el sistema de Hélvetius terminaría por “satisfacer las condiciones de la sociedad de hombres mediocres” y por “extraviar el genio”23, que se caracteriza por no hacer excelentemente sino una sola cosa: aquella para la que está naturalmente predispuesto. El resultado del sistema de Hélvetius sería una sociedad con, en el mejor de los casos, muchos hombres moderadamente buenos en diversas actividades, pero sin genios.

Esto se debe a que, a diferencia de Helvétius, para Diderot el genio no es producto de la atención ni de la perseverancia sino de ciertas cualidades particulares, innatas, que lo convierten en lo que es.

Existe, tal vez, un número considerable de hombres capaces de pintar un objeto como naturalistas o historiadores, pero como poetas, eso es otra cosa. En pocas palabras, me gustaría saber cómo el interés, la educación o el azar pueden infundir calor al hombre frío, brío (verve) al espíritu metódico e imaginación a quien no la tiene. Cuanto más reflexiono sobre ello, más me confunde la paradoja del autor. Si este artista no nació ebrio (ivre), la mejor instrucción nunca le enseñará más que a imitar la embriaguez (ivresse) de manera más o menos torpe. De ahí la abundancia de imitadores insípidos de Píndaro y de todos los autores originales24.

El poeta jamás deviene: es. La ivresse, condición indispensable para la creación genial, no se transfiere ni se aprende y, de hecho, la imitación forzada de este estado innato por parte de los artistas que no nacieron con el don se percibe fácilmente como mala copia: “¿Por qué los verdaderos originales sólo han producido malas copias?”25, se pregunta nuestro autor. Si Hélvetius pretendía minimizar el carácter extraordinario del genio, Diderot lo exalta equiparando su figura con la del monstruo, entendido como aquella anomalía natural imposible de reducir a la regla:

Entre esos griegos y romanos que tanto admiran, se pueden contar con los dedos de las manos los hombres de genio, y los tontos y locos abundaron tanto como entre nosotros. Es que está inscrito en el orden eterno que el monstruo llamado hombre de genio sea siempre infinitamente raro, y que el hombre de ingenio y sensatez nunca sea común26.

Esta idea es reiterada y reforzada, un poco más adelante, en una crítica a Quintiliano. En las Instituciones Oratorias, el retórico romano sugería que existía cierta “pereza de espíritu” propia de determinados hombres que les impedía acceder a un conocimiento profundo de la naturaleza, pero advertía, al mismo tiempo, que todos contaban con idéntica aptitud para la instrucción, de modo que “Los espíritus torpes e inhábiles para las ciencias no son más comunes en la naturaleza que los monstruos”. “¡Cuántos monstruos! — exclama el philosophe— Quintiliano habría demostrado mucho más juicio si hubiera asociado a los imbéciles con los hombres de genio y los hubiera considerado a ambos como monstruos”27.

La falla fundamental que encuentra Diderot en el razonamiento de Hélvetius es, justamente, el no reconocer el carácter absolutamente fuera de lo ordinario del genio. El intento del autor de De l´esprit de incorporarlo como un eslabón más de una cadena continua que lo vincula con el pasado falla porque, como procuraremos mostrar, malcomprende la novedosa relación con la temporalidad que establece el genio-monstruo. Esta nueva relación, proponemos, es en parte producto de la revalorización general del instante en el pensamiento ilustrado. Conviene detenernos unos momentos en este punto.

3.2. La apología del instante

En el primer tomo de su clásico Étud es sur le temps Humain, Georges Poulet se ha ocupado de describir el modo en que, entre Hume y Condillac, el instante se autonomiza y comienza a comprenderse como el verdadero fundamento de la existencia temporal del hombre:

Por primera vez desde el cristianismo, el hombre siente de repente el instante de su existencia como un instante liberado de toda dependencia, libre de toda duración, igual a sus posibilidades, causa de sí mismo (...) Si esta variedad de instantes sucesivos es tan seductora es, sin duda, en primer lugar debido a la intensidad con la que cada momento desprendido llega a su vez a aportar al ser la deliciosa revelación de su existencia actual28.

Se reconoce al instante, desde entonces, como portador de una intensidad incompatible con la duración. Esta revalorización del instante conduce a la consolidación de lo que se ha descrito como una “estética del momento”, que puede percibirse operando en todos los ámbitos del pensamiento ilustrado (desde las finanzas hasta la pintura, el teatro y la novela).

Entender la Ilustración francesa, lo que la diferencia de lo que la precedió y la siguió, y su significado para nosotros hoy, depende de su sentido único de lo que yo llamo “el momento”: las formas en que una nueva atención a los placeres y desafíos de un presente indeterminado moldearon su cultura, sus prácticas económicas, su literatura y su arte. Cada uno de estos registros interdependientes se convirtió en el lugar para celebrar el momento como una temporalidad que ofrecía una libertad antes insospechada de las ataduras de la continuidad, de las tiranías de la lealtad al pasado y al futuro. Es aquí, más que en ningún otro lugar, donde la Ilustración trazó con mayor claridad el proyecto de su propio momento fugaz29.

El genio, tal como lo concibe Diderot, es heredero de este proceso de revalorización del momento presente y su construcción teórica entraña una fuerte polémica con las doctrinas continuistas defendidas por Condillac, Hélvetius y Voltaire. De acuerdo con estos autores, como hemos visto, el genio podía inscribirse en una línea temporal progresiva de la cual constituía uno de sus picos máximos: no excepción sino manifestación excelsa del gusto epocal, aparecía como una suerte de símbolo del desarrollo de una civilización, de modo tal que a partir de su ejemplo era posible pensar en reconstruir, retrospectivamente, la completa historia de la humanidad. Es natural, por tanto, que los tres consideraran generalmente que el genio y el gusto evolucionaban armónicamente, en consonancia, marcando en conjunto el ritmo del desarrollo humano.

La exaltación del carácter excepcional del genio por parte de Diderot implica una manera alternativa de concebir su relación con el gusto. En un fragmento inédito titulado “Sur le génie” e incorporado en el volumen de miscélaneas filosóficas de la clásica edición de Assezat-Tourneux, el director de la Encyclopédie intenta ofrecer una definición del concepto. ¿Cuál es la cualidad que convierte a un hombre en un genio, se pregunta allí el philosophe? Luego de descartar la imaginación, el juicio, el esprit, “el calor (chaleur), la vivacidad (vivacité), el fervor (fougue)” y la “sensibilidad (sensibilité)”, Diderot pone a consideración la idea de que el criterio demarcatorio podría estar determinado por el gusto. Sin embargo, considera que esta facultad es insuficiente para explicar la emergencia del artista sublime: “El gusto borra los defectos antes que producir bellezas; es un don que se adquiere en mayor o menor medida, pero no es una fuerza de la naturaleza”30.

El gusto es una facultad que corrige, pero que no crea. Mientras que es pasible de ser aprendido con esfuerzo y dedicación, el genio se asocia, más bien, al “espíritu observador” que, a diferencia del primero, “se ejerce sin esfuerzo, sin contención, no mira sino que ve, se extiende sin estudiar”. Es una rara máquina, un “espíritu profético”, capaz de descubrir lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, de manera instantánea, sin que parezca mediar reflexión31.

No se trata solo de descubrir sino, sobre todo, de crear. El momento del arrebato poético, de hecho, se define por un furor que suspende el tiempo, tal como apunta en un artículo clave de la Encyclopédie (“Eclectisme”)32. Para acceder a lo sublime, aspiración máxima, las artes deben, necesariamente, ser producto de un momento de “entusiasmo (enthousiasme)”, definido como “un movimiento violento del alma por el cual somos transportados al centro de los objetos que debemos representar”. En ese estado inspirado, en el que puede encontrarse el germen de la obra de arte, el fluir temporal se detiene:

Vemos una escena completa desarrollarse en nuestra imaginación, como si estuviera fuera de nosotros: en efecto, está ahí, porque mientras dura esta ilusión, todos los seres presentes son aniquilados y nuestras ideas ocupan su lugar: solo percibimos nuestras ideas...33

El momento de la iluminación pausa la cotidianeidad, la coloca en un segundo plano, la torna vaga e imprecisa. Durante ese movimiento del alma, sólo hay una visión; la escena imaginada se presenta ante los ojos del genio como un tableau completo. De ahí que, como propone en la Lettre sur les sourds et les muets, el lenguaje articulado se conciba como un obstáculo, en tanto obliga a descomponer en una sucesión la impresión compleja y completa que el alma recibe en el instante de la iluminación:

Una cosa es el estado de nuestra alma; otra cosa, el relato que damos de ella, ya sea a nosotros mismos o a los demás; una cosa es la sensación total e instantánea de ese estado; otra cosa, la atención sucesiva y detallada que nos vemos obligados a prestarle para analizarla, manifestarla y hacernos entender (...). El espíritu no va paso a paso como la expresión34.

Entre el espíritu en el instante inspirado y la expresión existe un desfasaje constitutivo; la tarea del genio será disminuir este desfasaje, lograr que la expresión se parezca lo más posible al momento de iluminación. El hiato que existe entre el orden de las palabras y el orden de los pensamientos solo puede salvarse, como ha señalado con acierto Jacques Proust, mediante la condensación, mediante la polisemia: si para el Diderot philosophe la indeterminación de las palabras puede constituir un obstáculo, para el Diderot artista, cuyo objetivo central es convertir el sentimiento en expresión (como dice en los Pensées detachées sur la peinture) “es al contrario una cualidad del lenguaje por la cual se puede compensar artísticamente su relativa pobreza”35.

En De la poésie dramatique, nuevamente, Diderot enfatiza la fugacidad del momento de inspiración y define el estado durante el momento de la creación como un fuera de sí:

No confundiremos, ni usted ni yo, al hombre que vive, piensa, actúa y se mueve entre los demás con el hombre entusiasta que toma la pluma, el arco, el pincel o que sube a sus andamios. Fuera de sì mismo, es todo lo que le plazca al arte que lo domina. Pero pasado el momento de la inspiración, vuelve a ser lo que era; a veces un hombre común36.

El carácter momentáneo e inexplicable de la inspiración la torna frágil, sensible a cualquier mínimo cambio ambiental. Así, después de realizar el mayor elogio de Vernet, uno de sus pintores favoritos, en el Salón de 1767, Diderot critica uno de sus cuadros y se pregunta retóricamente cómo es posible que una misma persona (el pintor, el poeta, el orador) sea tan diferente a sí misma en dos puntos diferentes del tiempo.

Son cuestiones del momento, del estado del cuerpo, del estado del alma. Una pequeña pelea doméstica, una caricia dada a su esposa por la mañana antes de ir al taller, dos gotas de líquido perdidas que contenían todo el fuego, todo el calor, todo el genio; un niño que ha dicho o hecho una tontería; un amigo que ha sido insensible; una amante que ha recibido con demasiada familiaridad a un indiferente; ¿qué sé yo? Una cama demasiado fría o demasiado caliente, una manta que se cae por la noche, una almohada mal puesta en su cabecera, media copa de vino de más, un empacho, el pelo revuelto bajo el gorro; y adiós a la verve37.

La frágil inspiración del genio depende de cada mínima circunstancia y es, en buena medida, independiente del esfuerzo y del trabajo. Con el buen gusto ocurre exactamente lo contrario:

Solo un largo tiempo, una larga práctica, un trabajo tenaz y la contribución de un gran número de hombres sucesivamente aplicados, pueden producir esas cualidades que no son del genio, que más bien lo encadenan y que tienden más a templar y extinguir la vehemencia que a irritarla y encenderla38.

El gusto es producto del desarrollo temporal y progresivo: de la duración; el genio, del instante (fugaz, caprichoso) en que se manifiesta la “verve”, concepto que ya hemos visto aparecer y que resulta omnipresente en la enumeración diderotiana de los rasgos atribuibles al “génie”. En la Encyclopédie, se lo define como

Una viva representación del objeto en la mente, y una emoción del corazón proporcionada a ese objeto; un momento feliz para el genio del poeta, donde su alma, inflamada como por un fuego divino, se representa con vivacidad lo que quiere pintar, y esparce sobre su cuadro ese espíritu de vida que lo anima, y esos rasgos conmovedores que nos seducen y nos enloquecen39.

Como el “enthousiasme”, la “verve” es característica del genio y hace referencia al fugaz momento de iluminación en que el tableau se concibe de un coup d´oeil en la mente del artista.

Esta situación del alma no es fácil de definir, y las ideas que dan sobre ella la mayoría de los autores parecen provenir más de una imaginación acalorada que de una mente reflexiva. Según ellos, a veces es una visión celestial, una influencia divina, un espíritu profético: a veces es una embriaguez, un éxtasis, una alegría mezclada con confusión y admiración, en presencia de la divinidad. ¿Tienen la intención, con este lenguaje enfático, de elevar las artes y ocultar a los profanos los misterios de las musas?40

En las “Réflexions sur Terence” (1762), es justamente la carencia de “verve” la clave que permite distinguir al autor romano de algunos de sus antecesores y sucesores geniales. Tal como lo había hecho Longepierre al compararlo con Menandro, Diderot considera que Terencio adolece de los rasgos gracias a los cuales podría definírselo como “genio”: “Terencio no está poseído por ese demonio. Lleva en su pecho una musa más tranquila y dulce”. Esta musa parsimoniosa se revela incompatible con la verve, que tiene un ritmo particular.

La verve tiene un ritmo propio: desdeña los caminos trillados. El gusto tímido y circunspecto gira constantemente sus ojos a su alrededor; no se arriesga a nada; quiere complacer a todos; es el fruto de los siglos y del trabajo sucesivo de los hombres. Podríamos decir del gusto lo que Cicerón decía de la acción heroica de un viejo romano: Laus est temporum, non hominis41.

La lógica que define la evolución del gusto es la de la sucesión y la acumulación; se forja en el diálogo entre las épocas, en el “proceso de civilización”. Terencio es un autor atípico, raro, porque, aunque carente de verve, logra producir una obra relevante en tanto condensación del bon goût acumulado a lo largo de los siglos que lo precedieron:

Nada es más raro que un hombre dotado de un tacto tan exquisito, una imaginación tan regulada, una organización tan sensible y delicada, un juicio tan fino y justo, un apreciador tan severo de los caracteres, pensamientos y expresiones; que haya recibido la lección del gusto y de los siglos en toda su pureza, y que nunca se desvíe de ella: tal me parece Terencio42.

Exquisitez, sometimiento a reglas, organización sensible y delicada, juicio justo, severidad: el autor romano es el ejemplo definitivo, la máxima expresión a la que puede aspirar una estética basada exclusivamente en el gusto. Si este gusto es correcto, si no es producto de la impostura ni de las convenciones sociales, si no es tampoco aceptación acrítica de reglas o copia servil de antecesores, merece el elogio, aunque exige un modo de recepción diferente al que alientan las obras del verdadero genio. Lejos de generar en el lector las emociones intensas que Diderot suele preferir (“la escena te atrapa y te conmueve. Es grandiosa, patética y violenta”, dice, por ejemplo sobre Deshays), las obras de Terencio son comparables a las estatuas de los griegos como la Vénus de Médicis o el Antinoüs.

Poseen pocas pasiones, poco carácter y casi ningún movimiento; pero se observa en ellas tanta pureza, tanta elegancia y verdad, que uno nunca se cansa de contemplarlas. Son bellezas tan delicadas, tan ocultas, tan secretas, que solo se captan en su totalidad con el tiempo; lo que se lleva uno es más la impresión y el sentimiento que la cosa en sí misma; hay que volver a ellas, y se vuelve una y otra vez43

Además de ser ella misma producto de la duración, la obra de bon goût invita a una recepción demorada y lenta: es preciso retornar sobre ella varias veces para detectar las bellezas ocultas, los matices. La obra del genio, por el contrario, “se conoce toda entera, de una vez, o no se conoce”. No sólo la producción sino también la recepción de la obra genial se realizan instantáneamente; por eso, Diderot advierte que, para traducir una obra de genio, el único modo es “tener el alma impregnada de las impresiones que se han recibido (de la obra original), y no darse por satisfecho con la traducción hasta que despierte las mismas impresiones en el alma del lector”44. El traductor, lector antes que cualquier otra cosa, tiene que devenir uno con el autor. Porque el receptor es, como veremos más adelante, un autor en potencia.

Los pasajes del corpus diderotiano en que genio y gusto se presentan como instancias antagónicas son abundantes. Ocurre, de manera palmaria, en el artículo “Génie” de la Encyclopédie, escrito por Saint-Lambert pero, como ha argumentado Dieckmann, fuertemente influido y retocado por el propio Diderot45.

El gusto suele estar separado del genio. El genio es un don puro de la naturaleza; lo que produce es obra de un momento; el gusto es fruto del estudio y del tiempo; se basa en el conocimiento de una multitud de reglas, establecidas o supuestas; produce bellezas que son solo convencionales. Para que algo sea bello según las reglas del gusto, debe ser elegante, acabado, trabajado sin parecerlo: para ser genio, a veces debe ser descuidado; debe tener un aire irregular, escarpado, salvaje. Lo sublime y el genio brillan en Shakespeare como relámpagos en una larga noche, y Racine es siempre bello: Homero está lleno de genio, y Virgilio de elegancia46.

La valoración negativa del gusto en beneficio del genio, enunciada explícitamente en ese artículo, es una constante en los Salones. Así, por ejemplo, sobre la Madeleine dans le désert, de Carle van Loo, Diderot advierte que no es más que un cuadro agradable, que podría haber alcanzado la sublimidad si no hubiese sido porque su autor, aunque un gran artista, “no tiene genio”:

Hay gusto en todas estas cosas, y especialmente en el vestido violeta de la penitente; pero todos estos objetos están pintados con una pincelada demasiado suave y uniforme (...). ¡Cuánto más interesante y patética sería la santa si la soledad, el silencio y el horror del desierto estuvieran presentes en el lugar?47

La pintura, cuando es verdaderamente genial, carga con una energía estética que la distingue de las obras prolijas dictadas por el gusto y el talento. Su carácter particular es el resultado de un proceso doble en el que lo fundamental es el instante: es por un lado, reflejo de la correcta elección del instante a representar y, por el otro, reflejo de la inspiración instantánea del artista. El pictorialismo literario de Diderot, esto es, su idea de que la literatura, en todas sus formas, debe faire tableau, se desprende de una concepción particular sobre la temporalidad de la creación genial. Al “faire tableau”, se logra evocar en el espectador algunas de las sensaciones más íntimas del proceso de composición. Ocultando el carácter necesariamente sucesivo tanto del relato como de la ejecución (ambos, a diferencia de la iluminación, están obligados al despliegue temporal, sucesivo), el artista intenta que su receptor perciba la totalidad de la obra en un coup d´oeil. En el límite, esa es, también, la aspiración del proyecto enciclopédico: ofrecer “un cuadro general de los esfuerzos del espiritu humano en todos los tiempos”; una especie de mapa que dé cuenta del todo.

A pesar de que, como adelantamos, carecen de sistematicidad, hemos propuesto un eje a partir del cual es posible organizar las reflexiones diderotianas sobre el genio: su oposición con el gusto en base a los diferentes regímenes de temporalidad asociados a los dos conceptos48. Hemos sugerido que, excepto en algunos casos puntuales y limitados (como el de Terencio), Diderot presenta al genio como actor estético fundamental, para lo cual procura elaborar lo que podríamos llamar una “poética del instante”. Mostraremos ahora de qué modo la preferencia de Diderot por los bocetos (esquisses) se debe a la posibilidad de vislumbrar allí el trabajo del genio en el momento de la creación, de acceder al laboratorio mental del artista.

3.3. Apología de la esquisse

En el Salon de 1767, refiriéndose a cuadros de Hubert Robert y de Greuze, Diderot realiza una contundente apología del boceto como forma pictórica autónoma. El reconocimiento del valor artístico de las esquisses se inscribe en una tradición cuyos orígenes pueden remontarse, en Francia, hacia fines del siglo anterior, particularmente en la obra de Roger de Piles.

En la primera de las Conversations sur la connaissance de la peinture, publicadas en 1677, dos personajes, Pamphile y Damon, entablan un diálogo cuyo motivo central es el de la validación de los juicios de gusto, luego de asistir a una exposición de los nuevos cuadros del rey en el Louvre. Interesado por encontrar justificaciones teóricas para sus intuiciones de amateur, Damon manifiesta cierta confusión por las diferencias de criterios existentes entre los especialistas, que dificulta alcanzar un conocimiento profundo de la pintura. A su inquietud de que el “genio de fuego, esa rapidez de vena y esa facilidad de inventar las cosas” es incompatible con la prudencia y, por lo tanto, un potencial obstáculo para finalizar con éxito las obras, Pamphile responde:

Las obras más acabadas (...) no siempre son las más agradables; y los cuadros artísticamente tocados producen el mismo efecto que un discurso en el que las cosas, no explicadas con todas sus circunstancias, dejan juzgar al lector, quien se complace en imaginar todo lo que el autor tenía en mente. Las minucias en el discurso debilitan un pensamiento y le quitan todo el fuego, y los cuadros en los que se ha puesto un extremo cuidado en acabar todas las cosas, caen a menudo en la frialdad y la sequedad49.

En su intento de modernizar el panorama teórico de la pintura de fines del siglo XVII, desplazando el ideal platónico de lo Bello (objetivo, trascendente, permanente) en beneficio de la personalidad creativa del artista, De Piles se concentra en la creación y la inspiración como instancias decisivas del proceso pictórico. De ahí que, como apunta Gita May, le otorgue importancia al boceto: especie de fotografía avant la lettre de “la personalidad profunda del pintor, sus tendencias irreductibles”, es capaz de revelar mejor que los cuadros terminados el estilo esencial del pintor50.

En L´idée du peintre parfait, concebida justamente para proveer “de reglas para los juicios que deben tenerse sobre las obras pictóricas”51, De Piles vuelve a insistir sobre las ventajas de lo inconcluso en el capítulo sobre los “Desseins”, a los que define como “pensamientos que los pintores expresan en un papel para la ejecución de una obra sobre la cual están meditando”52. Si bien De Piles admite que el conocimiento de los desseins no es tan estimable como el de los tableaux completos, reconoce en ellos una cualidad muy destacable: son en efecto esos ensayos los que exhiben con mayor contundencia el “caracter del Maestro” y revelan “si su genio es vivo o pesado, si sus pensamientos son elevados o comunes”. Según De Piles, los desseins deben juzgarse de acuerdo a tres parámetros cuya adecuada combinación garantiza su calidad: la science, que exige una buena composición, correcta y de buen gusto; el esprit, definido como “la expresión viva y natural del sujeto en general y de los objetos en particular” y la liberté, “un hábito que la mano ha adquirido para expresar rápida y audazmente la idea que el pintor tuvo en su espíritu”53. Lograr un equilibrio entre las tres cualidades es extremadamente difícil puesto que exigen aptitudes diferentes; a menudo, de hecho, la liberté no puede desenvolverse cuando “está encerrada por los límites de una gran regularidad”. De ahí que, para De Piles, sea aceptable resignar corrección en pos de una mayor libertad:

Los dibujos esbozados y poco terminados tienen más ingenio y agradan mucho más que si estuvieran más acabados, siempre que tengan un buen carácter y conduzcan la idea del espectador por un buen camino. El motivo es que la imaginación suple todas las partes que faltan o que no están terminadas, y cada uno las ve según su gusto. Los dibujos de los maestros que tienen más genio que ciencia dan a menudo la oportunidad de experimentar esta verdad54.

Para De Piles, los bocetos, obra del genio, habilitan el libre juego de la imaginación del espectador, que se convierte de este modo en una especie de co-autor de la obra.

Las originales posiciones teóricas del autor de las Conversations sur la connaisance de la peinture son testimonio de un cambio de época: en el marco de la incipiente reivindicación de la figura del artista genial, las esquisses comienzan a ser apreciadas como la “emanación de la marcha creativa del artista”55. Este proceso concluye, en la segunda mitad del siglo XVIII, con su incorporación definitiva en el mercado del arte: dejan de ser meras tentativas preliminares destinadas a perderse, sin espectadores, en el taller de los artistas para ser exhibidas como obras propiamente dichas.

Testimonio de la revalorización, aunque todavía matizada, de las esquisses, es el artículo que se le dedica en la Encylopédie, escrito por el pintor Watelet aunque, como ocurría con la entrada “Génie”, influido por el pensamiento diderotiano56. Definida, en principio, por la negativa (“modelo incorrecto de la obra que se trazó livianamente, que no contiene más que el espíritu de la obra que se propone ejecutar y que no muestra más que el pensamiento del artista”57), la esquisse termina presentándose como un tipo de obra que habilita posibilidades novedosas. Según Watelet, para dar cuenta de la idea que se ofrece fugazmente a su imaginación, el genio se vale de todos los medios que tiene a su disposición con el único criterio de que estén disponibles rápidamente: la iluminación tiene la efímera duración del instante, es un fuego provisorio que corre el riesgo de extinguirse si la ejecución del boceto demora mucho la plasmación de esa idea original. Para captarla en la plenitud de su potencia estética primordial, es preciso actuar sin dilaciones, tan velozmente como sea posible, “Porque el espíritu siempre pierde parte de su fuego por la lentitud de los medios que se ve obligado a utilizar para expresar y fijar sus concepciones”.

El proceso de composición se concibe así como una suerte de batalla entre la abstracción mental, producto de un momento tan breve como fugaz, y su plasmación material, necesariamente lenta, demorada. En tanto que materialización casi inmediata de la idea original, la esquisse funciona como ventana al pensamiento genial del autor, quien luego, para convertirla en un tableau completo, trabajará sobre ese pensamiento con herramientas técnicas compartidas por el resto de la comunidad de los artistas. El riesgo de ese proceso lento es que el genio vea cómo “se desvanecen las formas que se presentan en gran cantidad si no se fijan con trazos que puedan recordarlas”. Si pretende seguir el “rápido vuelo de su genio”, el artista debe lograr superar las dificultades que el hábito de su arte le opone sin cesar: mientras la mano actúa materialmente, la imaginación, “maestra absoluta de la obra” sufre impacientemente “cada pequeño retraso en la producción”. La imaginación, que concibe la obra en un coup d´oeil, anhela la instantaneidad, pero la realidad es sucesiva.

Es esta rapidez de ejecución la que es el principio del fuego que se ve brillar en los bocetos de los pintores de genio; en ellos se reconoce la huella del movimiento de su alma, se calcula su fuerza y fecundidad. Si por lo que he dicho es fácil sentir que no es más posible dar los principios para hacer bellos bocetos que para tener un bello genio, también se debe inferir que nada puede ser más ventajoso para calentar a los artistas y para formarlos que estudiar este tipo de dibujos de los grandes maestros, y, sobre todo, de aquellos que han tenido éxito en la parte de la composición.

La esquisse puede ser concebida como la plasmación material del estado mental del genio en el momento fundamental de la creación (en ese momento en que está dominado por la verve y el enthousiasme), mediada apenas por los principios del gusto y las constricciones académicas. En este sentido, paradójicamente, es el mejor ejemplo para los artistas nóveles: si, en tanto que manifestación casi inmediata del genio personal, rehúsa la imitación (el genio es inimitable e intransferible; en todo caso se lo puede estudiar y entender, pero no copiar), puede servir no obstante para estudiar cómo realizar el pasaje de la idea a la obra con la menor pérdida posible de su energía original. El análisis retrospectivo de la progresión del primer boceto al tableau definitivo permite trazar una suerte de biografía de la obra de arte cuyo hilo conductor es la dialéctica entre imaginación y juicio, que puede ser más o menos exitosa. En la revisión de los estudios particulares que hace el artista para “cada figura, para cada miembro, para el desnudo de esas figuras y para sus ropas” se descubre “la marcha entera del genio, y aquello que podemos llamar el espíritu del arte”. Así, a través de una comparación atenta entre la idea genial y el producto final, el estudioso puede reconocer todos los aspectos ajenos al arte que limitan la imaginación, como, entre otras, las imposiciones de los mecenas, amateurs “que los obligaron a abandonar ideas razonables y sustituirlas por ideas absurdas”: el palimpsesto conformado por esquisse y tableau convoca a reconsiderar la historia del arte como una lucha permanente entre el genio y la estupidez (sottise).

Sobre el final del artículo, consciente de los riesgos que implica para el mundo del arte y para los nóveles artistas esta contundente defensa de las esquisses, Watelet adopta una postura significativamente más conservadora. A la estética del genio contrapone una estética del gusto de acuerdo a la cual, en la propia composición del boceto, operan ya los principios racionales y técnicos que, según lo que había sugerido anteriormente, no tenían lugar en la producción del boceto sino en el trayecto entre el boceto y el producto final. En este sentido, sugiere que el análisis del esquisse como forma artística no debe desviar a los jóvenes artistas del estudio de las técnicas propias del arte en que quieren desarrollarse. El artista joven, impaciente y frecuentemente arrebatado por el enthousiasme, se ve impulsado a producir incansablemente esquisses de composition, cuya ejecución es relativamente fácil y necesariamente rápida. Sin embargo,

La indecisión en la planificación, la incorrección en el diseño y la aversión a terminar son, por lo general, las consecuencias de este tipo de obra. Y el peligro es aún mayor porque casi con certeza seducirá con este género de composición libre, en el que el espectador exige poco y se encarga de añadir con su imaginación todo lo que falta.

Parece paradójico, pero Watelet sugiere que para que las esquisses sean artísticamente valiosas, es preciso, primero, haber producido obras completas con éxito; sólo entonces el boceto puede evitar los defectos típicos del enthousiasme. No ya obra del capricho juvenil sino expresión del genio formado, capaz de resistir a la seducción de las numerosas, desordenadas y vagas ideas que le vienen a la mente y de llevar a cabo “un análisis riguroso de esas producciones libertinas cuando quiere abandonar la composición”: solo el conocimiento de las “reglas de esa parte de la pintura” y el respeto del “tribunal de la razón y del juicio” terminará por garantizar el valor de las esquisses.

La postura de Diderot en los análisis de obras que realiza en sus Salones es más radical, especialmente a partir de 1765: si hasta entonces los bocetos ocupaban un lugar marginal en sus reflexiones y eran apenas mencionados al pasar entre otras obras mayores, adquieren a partir de ese momento un inédito protagonismo y son reconocidos como un género propiamente dicho. Las esquisses de Van Loo y Greuze, entre otras, reciben (al menos) la misma atención que los cuadros terminados, y son objeto de una reflexión teórica que pretende legitimar tanto su composición como su recepción. Así, por ejemplo, en la célebre compte rendu de « La mère bien-aimée » de Greuze en el Salon de 1765, Diderot comienza ensayando una contundente apología:

Los bocetos comúnmente tienen un fuego que el cuadro terminado (tableau) no tiene; es el momento de calor (chaleur) del artista, la pura efervescencia (verve), sin ninguna mezcla de la meticulosidad que la reflexión pone en todo, es el alma del pintor que se derrama libremente sobre el lienzo. La pluma del poeta, el lápiz del hábil dibujante parecen correr y jugar. El pensamiento rápido caracteriza con un trazo. Cuanto más vaga sea la expresión de las artes, más cómoda se sentirá la imaginación58.

El campo semántico que describe a las esquisses es el mismo que describe al artista genial: “Verve”, velocidad, libertad, “chaleur”, “feu”. En el Salón de 1767, en efecto, Diderot define al boceto como “la obra del calor y del genio” y lo opone nuevamente con el tableau, producto de “la obra del trabajo”. De este modo,

Un mal boceto nunca genera más que un mal cuadro; un buen boceto no siempre genera uno bueno. Un buen boceto puede ser la producción de un joven lleno de brío y fuego, que no se cautiva por nada, que se abandona a su ímpetu. Un buen cuadro no es más que la obra de un maestro que ha reflexionado, meditado y trabajado mucho. Es el genio el que hace el bello boceto, y el genio no se otorga; es el tiempo, la paciencia y el trabajo los que dan el buen hacer, y el hacer se puede adquirir59.

La comparación del esquisse con el tableau ayuda a percibir materialmente las diferentes temporalidades que gobiernan al genio y al hombre de gusto devenido artista. Mientras el genio hace obra, para Diderot, gracias a una fulguración instantánea, provisoria, en la que se manifiesta la “verve” en toda su intensidad y cuya realización material más inmediata es la esquisse, el tableau requiere “tiempo, paciencia y trabajo”, cualidades más propias del estudioso que del artista, menos valorables en tanto y en cuanto se pueden aprender. Homero versus Terencio.

Esta defensa de las esquisses por sobre los tableaux finalizados procura, en Diderot, no sólo otorgarle un sustento material a la estética del genio que, especialmente a partir de 1757, comienza a desarrollar, sino reconstruir la relación estética del espectador con la obra y con el artista, que percibía fracturada en el momento de sus reflexiones. En el nuevo pacto de espectatorialidad que propone, influido por la estética de lo sublime de Burke, ya no se espera del público pasividad y conocimiento teórico de las reglas del arte sino la capacidad de comprometerse emocionalmente de manera profunda con la obra. Como apunta Delon en su clásico estudio sobre la idea de energía, mientras que la imitación exacta de la naturaleza, modelo creativo por antonomasia, exige una recepción pasiva, la nueva estética implica al espectador en la escena representada, lo provoca, de modo que el efecto estético, inversamente proporcional a la descripción y a la claridad, supone un llamado al poder creativo que es la imaginación60.

La imaginación es una facultad que se pone en juego especialmente en las esquisses y que no define solamente la estatura del genio sino también la del espectador, que se ve obligado a completar lo que en la tela apenas está sugerido. El buen espectador deviene, así, coautor de la obra, y termina de cerrar el círculo con el que se inició la creación: porque, en el origen, el genio creativo no es otra cosa que un espectador atento y sensible, un modelo ideal de espectador. Así, por ejemplo, a la idea de Helvétius de que la calidad de las ideas y de los cuadros no depende de la naturaleza del esprit, idéntica en todos los hombres, sino de “la especie de objetos que el azar graba en su memoria y del interés que tiene en combinarlos”, Diderot responde:

Entre diez mil personas que se habrán conmovido con las imágenes sonrientes de la primavera, apenas una sabrá hacer una descripción sublime, porque lo sublime, ya sea en la pintura, la poesía o la elocuencia, no siempre nace de la descripción exacta de los fenómenos, sino de la emoción que el espectador genio habrá experimentado, del arte con el que me comunicará el estremecimiento de su alma, de las comparaciones que utilizará, de la elección de sus expresiones, de la armonía que golpeará mi oído, de las ideas y sentimientos que sabrá despertar en mí61.

La obra sublime es producto de un don de comunicación, por supuesto (no todos pueden traducir el sentimiento en palabras o en pinceladas), pero es sobre todo la coronación del primer momento en que se revela la excepcionalidad del genio: el momento de la espectatorialidad, del impacto del objeto en las facultades del sujeto. Lo sublime no está tanto en el paisaje en sí ni en la técnica con que el artista da cuenta de él (aunque ambos factores son necesarios) sino en el modo en que el sujeto recibe, primordialmente, el impacto estético de ese paisaje. En el “Essai sur la peinture”, para argumentar en contra de la estética congelada de las Academias, Diderot se pregunta de dónde extrae Miguel Ángel sus ideas de composición, y sugiere que, más allá de sus conocimientos geométricos (académicos) lo hace de la experiencia cotidiana de su vida, no más particular en sus circunstancias cotidianas que cualquier otra vida. Luego integra al “homme sensible” y al genio como parte de un mismo ethos:

También puede haber gusto sin sensibilidad, al igual que sensibilidad sin gusto. La sensibilidad, cuando es extrema, ya no distingue; todo la conmueve indistintamente. Uno te dirá fríamente “¡Esto es bello!”; el otro se emocionará, se transportará, se embriagará (...), balbuceará, no encontrará expresiones que transmitan el estado de su alma. El más afortunado es, sin duda, este último. Ser el mejor juez es otra cosa. Los hombres fríos, severos y tranquilos observadores de la naturaleza, a menudo conocen mejor las cuerdas delicadas que hay que pulsar: hacen entusiastas, sin serlo ellos mismos (...). La razón rectifica a veces el juicio rápido de la sensibilidad (...). De ahí tantas producciones casi tan pronto olvidadas como aplaudidas; tantas otras, o inadvertidas o despreciadas, que reciben del tiempo, del progreso del espíritu y del arte, de una atención más serena, el tributo que merecían. De ahí la incertidumbre del éxito de toda obra de genio. Está sola. Sólo se aprecia al compararla directamente con la naturaleza. ¿Y quién sabe remontarse hasta ahí? Otro hombre de genio62.

La extrema soledad de la obra de genio y la incerteza sobre el modo correcto de juzgarla derivan de la imposibilidad de comprender su sentido con la sola ayuda de la tradición y el conocimiento: el gusto (acumulativo, severo, tranquilo, razonable) alcanza su límite cuando se ve enfrentado a la originalidad radical. Si muchas veces el genio pasa desapercibido en su tiempo, esto ocurre porque sus trabajos, más dependientes de la sensibilidad propia que del gusto general, solo pueden ser juzgados provechosamente por otro hombre sensible: por otro genio.

Lo que caracteriza al genio en primer lugar es, entonces, su capacidad de conmoverse instantáneamente y de reproducir ese sentimiento en quienes perciben luego su obra. El espectador no es ya un mero receptáculo pasivo de sensaciones que el artista le inocula: por el contrario, como apunta Delon, es invitado a otorgarle vida a la representación: “La invención y la recepción de la obra de arte requieren la intervención de la imaginación, cuya relación con la experiencia sensorial y la realidad vivida es problemática”63. La imaginación se convierte así en la facultad que gobierna la experiencia estética en el proceso de creación y en el de recepción; en tanto que resultado de una sensibilidad particular y de una imaginación libre, las esquisses ofrecen una posibilidad única para la experiencia estética: aquella en que genio y espectador colaboran para crear una nueva obra de arte que solo existe en la imaginación de ambos.

El genio y el verdadero hombre de gusto, redefinido radicalmente por Diderot, entran así en una suerte de consonancia trascendental que los hermana. Las esquisses no son solamente pictóricas, sino que también tienen lugar en la literatura, como parece indicar al final de la nota dedicada a Hubert Robert en el Salón de 1767:

El movimiento, la acción, la pasión misma se indican con algunos rasgos característicos, y mi imaginación hace el resto. Me inspira el soplo divino del artista. Agnosco, veteis vestigia flammae. Virg. Es una palabra que despierta en mí un gran pensamiento. En los arrebatos violentos de la pasión, el hombre suprime las conjunciones, comienza una frase sin terminarla, deja escapar una palabra, lanza un grito y se calla. Sin embargo, lo he oído todo. Es la esquisse de un discurso. La pasión solo hace esquisses. ¿Qué hace entonces un poeta que termina todo? Le da la espalda a la naturaleza64.

Como ejemplo de poeta que le da la espalda a la naturaleza aparece Racine. No significa esto que, para Diderot, el autor de Bérenice sea reprochable ni que le falte capacidad poética; de hecho, como lo había hecho con Terencio, reconoce explícitamente el talento del autor. Pero lo que propone Diderot es una revolución radical en el modo en que una civilización debe determinar sus cánones artísticos. Si es cierto que Racine puede ser citado como el máximo ejemplo del arte dramático de una determinada época, también lo es que los criterios por los que se lo califica como tal parecen obsoletos: sometido a una “técnica tradicional a la cual el hombre de genio se conforma”, Racine no es juzgado de acuerdo a la naturaleza sino por el adecuado dominio de esa técnica. En tanto que exponente máximo del desarrollo progresivo de los modi scribendi que condujeron a la poesía y la dramaturgia clásica a su máximo esplendor, el autor de Phédre es difícilmente criticable. Ahora bien: si una sociedad valora eternamente el adecuado manejo de una techné como el factor central de enjuiciamiento estético, el resultado será necesariamente el progresivo estancamiento, la generalización de la copia y el alejamiento del arte de la naturaleza (y esto incluye, por ejemplo, el hecho de que los actores estén obligados a hablar en verso, como señala en sus escritos dramatúrgicos).

En este escenario —que es, para Diderot, el de la Francia ilustrada heredera del absolutismo louisquatorzien—, el gran artista (el grand homme) será reconocido no por su capacidad de exhibir con contundencia lo real sino, por el contrario, por “conciliar la mentira con la verdad”. Sin trabas en el horizonte, esa estética de la mentira se perpetua como uno de los pilares del sistema dramático francés: el único modo de desviar ese camino aparentemente inexorable de alejamiento de lo natural es que aparezca “un philosophe, un poeta” que, enfrentándose al “todo está perdido” de “los críticos, los pequeños espíritus y los admiradores del tiempo pasado”, intente “conducir a sus contemporáneos a un mejor gusto”. No es difícil adivinar que quien asume la tarea profética de este philosophe poeta, hombre de gusto y genio al mismo tiempo, es el propio autor de los Salones.

3.4. Conclusión: el homme de goût como génie

La redefinición del hombre de gusto que propone Diderot luego de todos sus ataques (a la Academia, a la Manière, a la pedantería,) no es, en el límite, más que la disolución de la figura del hombre de gustocrítico en una nueva figura: el hombre de gusto-genio.

Esta idea se escenifica con fuerza en la reseña del Sacrificio de Carilhoe de Fragonard en el Salón de 1765. Reseña curiosa, por cierto, puesto que el philosophe se lamenta, desde el principio, por no haber podido ni siquiera darle un rápido vistazo a ese cuadro, que según comenta había causado sensación, aunque de manera efímera, entre el público. En lugar de describir y criticar el cuadro como lo hace habitualmente, Diderot opta, a lo largo de un diálogo ficticio con Grimm, por narrar una visión que se le presentó en sueños, y lo hace con tanto detalle y precisión que genera en su interlocutor la sensación de que “uno solo de vuestros sueños alcanzaría para una galería entera”.

Lo notable, en este caso, no es el fabuloso poder evocatorio de la écfrasis diderotiana, tan importante en su pensamiento estético, sino que las imágenes oníricas que Diderot describe con palabras coinciden punto a punto con el cuadro completo de Fragonard que jamás vio: “Es el mismo templo, el mismo orden, los mismos personajes, la misma acción, los mismos caracteres, el mismo interés general, las mismas cualidades, los mismos defectos” y el instante elegido es, también, exactamente el mismo. El Diderot rêveur y el Fragonard peintre entran en una conexión metafísica, espiritual, inexplicable en términos racionales. Un Grimm sorprendido por las coincidencias entre philosophe y pintor cierra el diálogo despreciando los comentarios de los “jueces de gusto severo”que se concentran insidiosamente en las deficiencias técnicas sin percibir la potencia estética del cuadro y asegura que, así como Diderot “ha producido un bello sueño”, Fragonard “ha producido un bello cuadro”65.

El diálogo entre Diderot y Grimm es clave para comprender la radicalidad del proyecto diderotiano. Conducido el razonamiento al extremo, la sensibilidad desbordante del espectador ideal, equiparable a la del genio, no necesitaría ni siquiera de la presencia física de la obra de arte para echar a funcionar su maquinaria imaginativa. Este nuevo homme de goût está infinitamente alejado tanto de aquel que se definía por su capacidad de adaptarse cómodamente a la sociedad mondaine como del crítico que aplica con rigor una serie de principios aprendidos a lo largo del tiempo a obras de arte particulares: es, por el contrario, quien logra, en el momento de la recepción, aproximarse tanto como sea posible al método de composición y a las sensaciones del artista genial. Un solo rasgo, un gran rasgo, y dejar el resto a mi imaginación; ese es el verdadero gusto, ese es el gran gusto”, dice Diderot en el Salón de 1767.

La esquisse revela, al mismo tiempo, el talento del genio y el del hombre de gusto, en tanto revaloriza el modo en que funciona la imaginación de ambos personajes: el genio es genio porque es hombre de gusto y el hombre de gusto es hombre de gusto, porque es genio. Entre ambos difícilmente pueda haber una relación agonística: bien comprendidos son, en verdad, anverso y reverso de una misma moneda.

Bibliografía


Notas

  1. Olsevicki, Nicolás. “Shakespeare en Diderot. Una crítica del gusto neoclásico”. Thélème. Revista Complutense de Estudios Franceses, 32(1), 71-84↩︎

  2. Puede revisarse, en este punto, el clásico libro de Naves sobre el gusto de Voltaire: Naves, Raymond. Le goût de Voltaire. Géneve: Slatkine, 1938.↩︎

  3. Russo, Elena. Styles of enlightenment. Baltimore: John Hopkins University Press, 2007, p.13. Salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones de textos en otros idiomas son nuestras.↩︎

  4. Dieckmann, Herbert. “Diderot’s Conception of Genius.” Journal of the History of Ideas 2, no. 2 (1941): 151-182.↩︎

  5. Cabe señalar el esfuerzo reconstructivo realizado por Esteban Ponce, “Diderot, el genio y la bestia”. En Luciana Martínez y Esteban Ponce. El genio en el siglo XVIII. Barcelona: Herder Editorial, 2022. La imposibilidad de definir al genio es, en verdad, un lugar común de la época. En el artículo “Génie” de su Dictionnaire de Musique, Rousseau advertía: “No busques más, joven artista, lo que es el genio. Si lo tienes, lo sentirás en ti mismo; si no lo tienes, no lo conocerás jamás”. De acuerdo con el autor del Contrat Social, el genio no se define ni se explica causalmente: se siente. Así y todo, en el artículo “Compositeur”, recurriendo a los primeros versos del Art poétique de Boileau, ensaya una definición que recupera la tradición platónica: distingue al genio de “ese gusto bizarro y caprichoso que siembra por todos lados lo barroco y lo difícil” y lo define, por el contrario, como “ese fuego interior que quema y que atormenta al compositor a pesar de sí mismo”.↩︎

  6. Olszevicki, Nicolás. “El concepto de genio en la Francia preilustrada”. En Martínez, Luciana y Ponce, Esteban. El genio en el siglo XVIII. Barcelona: Herder, 2022.↩︎

  7. Etiénne Bonnot de Condillac. Essai sur l’origine des connaissances humaines. Paris: Mortier, 1746, p.202.↩︎

  8. Ibid, p.207.↩︎

  9. Hélvetius. De l´esprit. Paris: Durand, 1758.↩︎

  10. Hélvetius. De l´homme. Londres: Societé Typographique, 1773↩︎

  11. Ibid, p.157.↩︎

  12. Ibid, p.6.↩︎

  13. Ibid, p.51.↩︎

  14. De l´esprit, p.479.↩︎

  15. Voltaire, Questions sur l’Encyclopédie. Vol.6. Geneve: Cramer, 1771, p.254.↩︎

  16. Ibid, p.255.↩︎

  17. Ibid., p.257.↩︎

  18. Ibid.↩︎

  19. Ibid.↩︎

  20. Voltaire, Dictionnaire philosophique. Paris: Garnier Frères, 1878, p.552.↩︎

  21. Ibid, p.554.↩︎

  22. Becq, Annie. Genèse de l’esthétique française moderne. Paris: Albin Michel, 1994, p.701.↩︎

  23. Diderot, Denis. Œuvres complètes, Vol.II. París: Garnier Frères, 1875-1877, p.277.↩︎

  24. Ibid, p.330.↩︎

  25. Ibid, p.331.↩︎

  26. Ibid.,p.290.↩︎

  27. Ibid., p.297.↩︎

  28. Poulet, Georges. Études sur le temps humain I. Paris : Plon, 1950, p.25.↩︎

  29. Kavanagh, Tom. Esthetics of the Moment: Literature and Art in the French Enlightenment. Philadelphia: University of Penns-

    ylvania Press, 1996, 20-22.↩︎

  30. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome IV. Paris: Garnier, 1875, p.26.↩︎

  31. Ibid., p.27.↩︎

  32. Utilizamos las versiones disponibles en https://encyclopedie. uchicago.edu/, página del extraordinario proyecto ARTFL Encyclopédie de la Universidad de Chicago.↩︎

  33. https://artflsrv04.uchicago.edu/philologic4.7/encyclope- die0922/navigate/5/1220?byte=3049058, acceso el 6 de junio de 2024.↩︎

  34. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome I. Paris: Garnier, 1875, p.439.↩︎

  35. Proust, Jacques. L objet et le texte. Pour un poétique de la prose française du XVIII siècle. Géneve: Droz, 1980, p.31.↩︎

  36. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome IV. Paris: Garnier, 1875, p.363.↩︎

  37. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome XI. Paris: Garnier, 1875, p.142.↩︎

  38. Ibid., p.39.↩︎

  39. https://artflsrv04.uchicago.edu/philologic4.7/encyclope- die0922/navigate/17/475?byte=1812722, acceso el 6 de junio de 2024.↩︎

  40. Ibid.↩︎

  41. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome V. Paris: Garnier, 1875, p.234.↩︎

  42. Ibid.↩︎

  43. Ibid.↩︎

  44. Ibid.↩︎

  45. A tal punto que frecuentemente se le ha mal atribuido a él. Dieckmann, Herbert. “Diderot’s Conception of Genius.” Journal of the History of Ideas 2, no. 2 (1941): 151-182.↩︎

  46. https://artflsrv04.uchicago.edu/philologic4.7/encyclope- die0922/navigate/7/1898?byte=6279487, acceso el 6 de junio de 2024.↩︎

  47. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome X. Paris: Garnier, 1875, p.109-110.↩︎

  48. De hecho, como ha reconocido Martin-Haag, a partir de una aguda lectura de la Lettre a Falconet, Diderot inventa una novedosa filosofía de la historia que se sostiene sobre un “culto a los hombres ilustres y los genios” (438). A la historia tradicional, continuista, construida en base al encadenamiento de eventos a lo largo del tiempo, Diderot le opone una “historia ideal de genios”. Martin-Haag, Éliane. “Le «génie» de Diderot, ou de l’indistinction première de l’esthétique et de l’histoire.” Dix-Huitième Siècle 26 (1994): 435-452.↩︎

  49. De Piles, Roger. Conversations sur la connaissance de la peinture. Paris: N. Langlois, 1677, p.70.↩︎

  50. May, Gita. «Diderot et Roger de Piles». PMLA, Vol. 85, No. 3, p.452.↩︎

  51. De Piles, Roger. L idée du peintre parfait. Amsterdam: Honoré, 1736, p.51.↩︎

  52. Ibid, p.52.↩︎

  53. Ibid.↩︎

  54. Ibid, p.53-54.↩︎

  55. Guichard, Charlotte. Les amateurs d’art à Paris au XVIIIe siècle. Seyssel : Champ Vallon, 2008, p.151.↩︎

  56. May, “Diderot et Roger de Piles”.↩︎

  57. https://artflsrv04.uchicago.edu/philologic4.7/encyclope- die0922/navigate/5/3493, acceso el 6 de junio de 2024.↩︎

  58. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome X. Paris: Garnier, 1875, p.351.↩︎

  59. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome XI. Paris: Garnier, 1875, p.322.↩︎

  60. Delon, Michel. L’idée d’énergie au tournant des Lumières (1770-1820). Paris: PUF, 1988.↩︎

  61. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome II. Paris: Garnier, 1875, p.330.↩︎

  62. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome X. Paris: Garnier, 1875, p.528. Las bastardillas son nuestras.↩︎

  63. Delon, Michel. «Carte blanche a l imagination. Diderot et l affirmation de l imagination creatrice». Revue d’histoire littéraire de la France, Vol.111, No2, 2011, p.285.↩︎

  64. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome XI. Paris: Garnier, 1875, p.254.↩︎

  65. Diderot, Denis. Oeuvres complètes. Tome XI. Paris: Garnier, 1875, p.406-407.↩︎