e-ISSN: 1988-2564
ESTUDIOS
Resumen: El presente artículo aborda la dicotomía que, en García Bacca, se da entre los conceptos «universo» y «mundo», así como en los de «significado» y «sentido», desde una perspectiva tanto ontológica como estética. El «universo» se presenta como una totalidad objetiva, regida por leyes naturales, mientras que el «mundo» emerge como una construcción subjetiva, moldeada por la percepción humana. Por otro lado, el «significado» se entiende como la decodificación cognitiva de símbolos, en contraste con el «sentido», que se revela en la experiencia concreta y vivencial de esa misma realidad. García Bacca postula que este último tiene una incidencia ontológica profunda al no ser meramente una experiencia subjetiva sino la base de la realidad.
Palabras clave: García Bacca, mundo, sentido, significado, universo.
Abstract: This paper addresses García Bacca's dichotomy between the concepts of «universe» and «world», as well as those of «meaning» and «sense», from both an ontological and an aesthetic perspective. The «universe» is presented as an objective totality, governed by natural laws, while the «world» emerges as a subjective construction, shaped by human perception. On the other hand, «meaning» is understood as the cognitive decoding of symbols, in contrast to «sense», which is revealed in the concrete and experiential experience of that same reality. García Bacca postulates that the latter has a profound ontological impact as it is not merely a subjective experience but the basis of reality.
Keywords: García Bacca, world, sense, meaning, universe.
Sumario: 1. El universo del salvaje; el mundo del Hombre • 2. Sentimientos y extra-sentimentalidades: el derecho a poner en solfa propia todo el universo • 3. La incidencia verdaderamente ontológica del sentido • 4. Historia y creación: la artificialidad del mundo • 5. Vida y desentrañamiento • Referencias bibliográficas
Cómo citar: Ferrer García, A. (2025). Bestias salvajes, bestias caseras y bestias disecadas: un análisis de los conceptos «universo» y «mundo», «significado» y «sentido», en el pensamiento de Juan David García Bacca. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 42(3), 671-681. https://dx.doi.org/10.5209/ashf.95664
A mis alumnos/as de «Estética» en La Nau Gran (UV), por su curiosidad y su paciencia.
Para García Bacca, las ideas —como los animales— pueden hallarse en triple estado respecto del hombre: asalvajadas, domesticadas, enmuseadas. «Hay quienes tienen las ideas en forma y estado salvaje. […] Toda idea a la que se atribuya derechos de matar, y por la que haya obligación de morir, pertenecería a este primer tipo»1. Y por esos derechos y esa obligación este ejemplar ideológico se escinde en dos subtipos: ideas carniceras activas —las que, por ejemplo, irían de Falaris a Adolf Hitler— e ideas carniceras pasivas —desde las de, también por ejemplo, San Bartolomé a las de Thích Quảng Đức—. Sin embargo, además de ese matar por ideas y dejarse matar —o morir— por ellas, una tercera vía —y es esta la que especialmente nos interesa para el tema que nos ocupa— para ser y comportarse como un salvaje es «ser un dejado» —estar en el universo sin entrar en un mundo—:
El salvaje es salvaje por vivir en un mundo que casi casi es sólo universo, por vivir en lo natural dejado a sí mismo, y dejado el hombre mismo a sí mismo, con la fuerza de la palabra castellana «ser un dejado». Por esto el número de inventos del salvaje es mínimo; e inversamente el número de inventos —no sólo mecánicos, sino de forma de vida social, religiosa, científica…—, mide la diferencia real entre universo (naturaleza) y mundo (historia).2
Ya no es ni aquella manida sentencia atribuida a Santayana de que aquel que olvida su historia está condenado a repetirla —válida, por cierto, en los dos subtipos anteriormente mencionados—, sino que, sencilla y llanamente, el salvaje no tiene ni tan siquiera historia. El salvaje integral es un hombre in puris naturalibus; es alguien que se deja ser —pues no puede decirse con justicia que viva— en un mundo que es casi casi un universo. Y la redundancia de García Bacca —«casi casi»— tiene aquí todo su sentido, porque el universo, en algo así como una suerte de estado puro, resulta inhabitable para el hombre: «el universo físico, tal como está en sí mismo constituido, no es casa habitable; no es mundo, dicho ahora con la palabra justa»3.
Desde Heidegger, parece que va siendo moneda de cambio, comúnmente aceptada, que el hombre es ser-que-está-siendo-en-mundo (Sein-in-derWelt). Y que el hombre esté-en-el-mundo viene a decirnos que anda, por el universo, como en casa; o por decirlo con una frase hecha típicamente castellana: que el hombre esté-en-el-mundo viene a decir que anda por el universo como Pedro por su casa. Pero no siempre lo ha creído así: en su salvajismo el hombre se sentía estar —y continuará sintiéndoselo siempre que decaiga en tal estado— como Pedro en casa ajena (Unheimlich) —Unheimlich: la falta, la ausencia («un-»), de lo hogareño, de lo habitual, del espacio más propio, del paisaje que cada uno se concede a sí mismo y donde se encuentra a sí mismo («heim»)—. El salvaje se ve privado de ese ecosistema sentimental y lingüístico al que llamamos «mundo», y en el que uno, como en ningún otro lugar, se siente como en casa; remitiéndonos así, no al paisaje confortable de lo sabido y sentido como propio sino a lo inhóspito, a la intemperie, a la soledad del desierto: al «universo» —al encontrarse no-estar-siendo-en-casa—. Y el hombre es, por el contrario y fundamentalmente, ser-que-está-siendo-en-casa —en la propia, en la suya; o en la que siente como suya, en la que le es propia—; lo otro, naturalmente, es un salvaje.
Originariamente, el hombre se encontraba en dicho estadio atroz por creer que lo que veía estaba hecho; por ser —permítasenos la redundancia— un ser de vista ya no cansada sino pasiva. El salvaje «no ve algo por haberlo hecho, sino porque está hecho lo ve»4. Al hombre primitivo, la paleta del universo le resultaba plásticamente ajena; padecía de un peculiar daltonismo ontológico: no podríamos hablar de ceguera, pero sí de una cierta deficiencia a la hora de percibir lo real —especialmente, su gama cromática—. So pena de ñoñez, podríamos decir que las pátinas del universo no le daban los visos del mundo; de su mundo. El universo sólo alcanza a tornarse mundo cuando el hombre desarrolla la sensibilidad visual de un Turner: cuando se sabe creador del color; cuando «tan diferente es el mundo del color del universo del color, que el mundo del color encubre lo que el color es: su esencia, sus leyes»5.
Esta carencia plástica tal vez sea, con justicia, el rasgo más distintivo del salvaje: ser incapaz de colorear. Cuando los neandertales pintaron con las yemas de sus dedos las paredes o el techo de las cuevas dejaron, por un momento y de golpe, de ser salvajes y fueron, al menos momentáneamente, hombres: eligieron un lugar, planificaron la fuente de luz, mezclaron los pigmentos y tantearon la composición de un mundo. Cuando el salvaje comienza a mirar, cuando se revela frente a la neutralidad plástica del universo, comienza a sentirse como en casa: el salvaje sólo ve aquello que el hombre mira. «El hombre no ve lo físico en sí mismo; se ha dado él, y ha creado, una imagen visual del universo, producto de su vista; sin más que un fundamento remoto, aunque real, en el universo»6.
Llegados a este punto, conviene matizar que «salvaje» no es un estadio superado o superable y «hombre» una ganancia definitiva: uno puede decaer en salvaje en cualquier momento —estamos perennemente expuestos, inevitablemente sometidos «a ese campo gravitatorio constante»7—. Y García Bacca —siguiendo en esto a Whitehead8— desafía la noción clásica de que lo racional define lo humano al afirmar que eso de ser «hombre» es estadio en el que se está —y sólo puede estarse— a ratos sueltos, por actos sueltos, intermitentemente:
Que hay hombres, que los hombres son racionales, que los hombres racionales son intermitentemente racionales, que los hombres animalmente racionales son frecuentemente peor que los animales… son los presupuestos de lógica prehistórica por los que el hombre se halla ser distinto de los animales. Se halla con que está decidido, sin más previos, que hombre es el quién y que racional es el qué (es). Y no, al revés: que el quién es eso de racional, y el qué es hombre. En vez de el hombre es racional, lo racional se hizo hombre.9
Advertido que la racionalidad no es un rasgo intrínseco de lo humano, sino más bien algo que estos desarrollan o incorporan a una identidad flexible, volvamos a esa nueva «imagen visual del universo» —«el mundo de la vista»10— que ellos mismos han fundado. Sin olvidar que el riesgo continuo del hombre será volverse daltónico y verse —dicho sea entre comillas— desahuciado: encandilado, en su desierto —si es que alcanza a llamarlo suyo—, por aquel caos de puntos luminosos que, con cierta malicia pero agudo lirismo, nos trazó —también como advertencia— Ortega: «Si no hubiera más que un ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando; un ver que es mirar»11; de ahí que dijésemos que el salvaje sólo ve aquello que el hombre mira. «Somos verdaderos poetas del universo visible, en el cual está habitando, como en casa propia, bien agradable, como en Mundo, nuestro sentido de la vista»12.
Pasado aquel complejo de inferioridad, aquel complejo de pasividad ontológica —o dicho con el apropiado tecnicismo filosófico: superado el realismo—, el hombre sabe que aquello que ve está hecho por su vista y para su vista; está hecho, en realidad de verdad —de modo realmente verdadero o verdaderamente real—, a imagen y semejanza suya: «el mundo físico no es como lo vemos. Vemos, en verdad, un mundo creado por nosotros, como de material, de un universo físico»13. En la realidad del estado del mundo del salvaje —del «estado de inocencia real de nuestra realidad»14, si queremos suavizarlo—, las cosas «están en estado natural, simplemente real y simplemente verdadero; mas no en el de reales de verdad, o verdaderamente reales»15. El complejo de inferioridad del salvaje —ese estado «metafísicamente bruto y brutal de nuestra realidad»16— es una «natural renuncia a verdad real»17 y «tan sólo colocándose en plan metafísico, es decir, de transformación y transustanciación de la naturaleza, de lo aparencial, en todos los órdenes […], probarán la verdad de su realidad y la realidad de su verdad»18. Por una suerte de sutil alquimia destilamos la verdad de nuestro mundo de lo real mismo. Y lo hacemos, además, por una sencilla razón de comodidad metafísica anteriormente esbozada: el universo físico nos resulta inhabitable; no nos acoge, no es mundo.
De ahíque diga que «todos los sentidos, en general, transforman el universo físico en Mundo o casa habitable para ellos»19. Necesitan transformarlo, transustanciarlo —por traer aquí la «palabra-clave», dice García Bacca—; y «transustanciar», término que nuestro filósofo toma del joven Marx, es «asimilar, digerir, absorber real y verdaderamente algo, sin aniquilación alguna de realidad, ni en asimilado ni en asimilante, con eliminación y desecho de lo inasimilable»20: un proceso de purificación (kátharsis) o refinamiento en el cual solo lo fundamental es absorbido o incorporado, mientras que lo superfluo —«la térrea escoria, el peso de lo real finito»21— es descartado. «No somos ni tierra ni éter; somos aire, sobre la tierra, bajo el cielo»22.
Los sentidos no son pasivos, no reciben sencillamente aquello que se les da: son capaces de crear —de un material indiferente— color, tal cual lo vemos; sonido, tal como lo oímos. Y en ese gesto, el salvaje —ahora, siquiera sea por un breve instante, hombre— pasa de estar encerrado en el universo a abrirse a un mundo; que «si no es necesario que el universo tenga un solo sentido […], es, por el contrario, necesario e imprescindible, para que sea humanamente habitable, el que tenga en cada momento “un” sentido»23. Que el universo —que sólo tiene un desabrido significado—, incide García Bacca, se nos hace habitable cuando le damos un sentido, un sabor.
Heidegger […] afirma que el problema del ser […] no puede plantearse en abstracto, sino que es menester proponerlo como problema acerca del sentido que damos a ser. / Y el sentido es cosa y matiz, retintín que dan los sentimientos. El concepto de ser, y, por consiguiente todos los conceptos metafísicos, tienen tono (Stimmung), tono sentimental —además de notas, y de una general contextura, sólo en apariencia neutral y atonal.24
A esa general contextura —sólo en apariencia neutral y atonal— que tiene el universo damos el nombre de «significado». La filosofía clásica creyó —«con ingenuidad de inocencia meritoria o con ingenuidad de estupidez congénita o adquirida»25— «que podía eliminar de la filosofía los sentidos, los sentimientos, el temple o tempero espiritual, el tono anímico general, propio de una época, y quedarse […] con simples significados de las cosas»26; regresar al in puris naturalibus de un hipotético Adán al que la manzana le supiera al sabor propio de aquella. Y no consiguió más que frutos desabridos, secos y, en el mejor de los casos, pasados —«todo lo cual son sentidos y sentimientos, tanto al menos como sus contrarios»27—.
Ahora nos encontramos en disposición de entender que si el salvaje «vive» —mejor dicho, está— en un mundo que casi casi es sólo universo es porque está-ahí «como quien no dice nada» entre cosas que, efectivamente —y así lo siente—, no le dicen nada. Y esa casi perfecta —casi casi— neutralidad del salvaje —sólo superable y completable por algún señor dios—, ese oír algo «como el que oye llover», ese tratar de describir —o de sencillamente ver— la realidad con la indiferencia y la objetividad propias de quien no se interesa íntegramente, en realidad de verdad, por nada, «es cosa incomprensible e irrealizable. No hay imparcialidad frente a ninguna cosa»28 (García Bacca 1962: 34-35). Sin sentimientos es imposible dar sentido, sin sentido es imposible habitar en mundo —en uno de tantos, en el que sea—.
Lo apuntado en las últimas líneas nos lleva a la necesidad de que, para ahondar en la distinción que García Bacca traza —desde su más temprana producción literaria29, y de la mano de Heidegger; o sintiéndose cogido de la mano de él— entre universo —hábitat del salvaje— y mundo —casa del hombre—, nos es preciso colocarnos, de nuevo con Heidegger, en aquel plano de sinceridad —«consigo mismo y con la historia»30— que distingue en todo problema filosófico entre posición extrasentimental —significado— y posición sentimental —sentido—; una división también temprana en la producción de nuestro filósofo31.
Tal y como indica García Bacca, fue Heidegger el primero en señalar que el oficio y función de los sentimientos es dar sentido a la realidad; y dando sentido a la realidad es como hacemos digerible el universo: creamos mundo. «Todos los sistemas […] pasan por alto que son únicamente salsas diversas para condimentar y sazonar la realidad, que, en sí misma, es indigesta, inasimilable, cruda»32. De ahí que, para García Bacca, toda la historia de la filosofía no sea más —ni menos— que la historia de la dación de sentidos —así,
en plural—; pues toda filosofía no es sino un intento —otro más y nunca ni el definitivo ni el último— de dar sentido al ser. «Y sería mejor que todos reconocieran que sus opiniones son sentidos diversos, interpretaciones diversas que dan a la misma realidad, y que todo ello no proviene de la razón, sino del tipo de sentimientos con que cada uno vive, de su tono o temple vital básico»33. El órgano de dación de sentido no es la razón sino los sentimientos; y la historia de la filosofía es, en realidad de verdad, la historia sentimental del ser. Dar sentido al universo trocándolo en mundo —en plato degustable, y agradable, por y para nuestro paladar— es una cuestión de apetito.
Para García Bacca, el hombre siempre ha estado «en plan y ganas de conocer qué es cada cosa, pero […] lo único que ha conseguido es ir cambiado la metáfora explicativa»34. En consecuencia, la identificación entre ser y conocer, y por ende toda epistemología, queda reducida a nada más que ganas, a intento, a pretensión, a apetito, a dación de sentido; pues, «el mismo conocer es por esencia metafórico, y las metáforas explicativas son múltiples y variadas»35, como múltiples y variados son los sentidos que el hombre da a ese universo unisignificante. Y «el plural de sabores —proclama, además, nuestro filósofo— es preferible a la unidad de sabor»36.
Es en el preludio general a su Filosofía en metáforas y parábolas donde traza una serie de rasgos clave en la caracterización de aquella escisión —desde entonces cardinal— entre significado y sentido, que convendría dejar asentados antes de continuar. Primero: mientras que el significado «es, de suyo y por plan intrínseco, uno y el mismo»37, es decir, unívoco, el sentido puede ser —y es siempre— múltiple, aunque la realidad que interprete sea la misma. «La realidad, una misma realidad, puede admitir muchos sentidos, prestarse a múltiples y divergentes interpretaciones»38. Lo que nos lleva, además, a concluir que dentro de un mismo universo pueden haber —y efectivamente los hay— múltiples y divergentes mundos —tantos como pueblos haya, pues «todo pueblo posee la facultad inalienable de inventar su sentido del universo, y […] tiene el deber vital de trocar en digestible para su tipo de vida lo que otros tipos de humanidad han digerido ya a su manera, con su sentido»39—.
Pero esto no es todo, pues —y es una de las claves, además del segundo rasgo a destacar— «el sentido oculta el significado»40: la realidad pura y simple no puede ser captada, no hay posibilidad de acceso al significado del universo. Ni el salvaje puede tratárselas con esa cruda realidad, indigesta e indigerible. Y lo que el salvaje no puede al hombre no le interesa: «la realidad —en su realidad de verdad, pura, brutal, simple—, no interesa a nadie»41; de ahí la constante necesidad humana de ir creando sentidos que la oculten.
Cuando uno va a un concierto no le interesan propiamente hablando ni la composición química ni las propiedades físicas de los instrumentos, ni la estructura anatómica y fisiológica de los ejecutantes, ni sus pasiones reales, ni su real cansancio. Le atrae ese universo maravilloso del sonido en que nadie pudiera adivinar de qué tipos de realidad procede, porque la música tiene la virtud de ocultar la realidad que le está dando origen. Y es que la música es puro, simple, subsistente sentido; por esto nos dice tantas cosas sin significarnos concretamente ninguna, sin darnos lecciones de acústica, sin exhibir conocimientos de anatomía y fisiología animal o humana, lejos igualmente de esas pedantes, inexpresivas y literarias disertaciones que, con pretexto de la música, nos colocan los críticos corrientes y los introductores palabreros de esa su embajada aérea, llena de sentido y de sublime desprecio hacia las explicaciones científicas, históricas y psicológicas que los parlanchines de significados cuelgan al sentido musical.42
Nadie ve la realidad, dice García Bacca, porque el sentido que continuamente le damos encubre lo que ella es en sí. Dar sentido es la faena propia, original, exclusiva, de cada tipo de vida —de cada tipo de vida humana, no de la vida en estado de salvajismo—: hacerse digeribles, asimilables, vivibles, todas las cosas, lo real en sí. Pero las interpretaciones son siempre de una misma realidad. Aquello que tenemos ante los ojos, con independencia de aquello que real y efectivamente veamos, es lo mismo. Sin embargo, todos nos obstinamos «en no ver la realidad, sino en suplantarla, condimentarla, darle sentido, según las ideas que [llevamos] por dentro»43. Y las ideas se llevan por dentro —deslizándose entre nuestros órganos—. No vemos la realidad porque nuestro sentido, necesariamente, la oculta; y debe ocultarla: ni podemos, ni queremos, vivir en lo real. Nos trae sin cuidado cuál sea la estructura molecular del violonchelo o cómo haya pasado la noche el violonchelista, lo que en realidad de verdad queremos cuando nos sentamos en la sala de conciertos es que el sonido nos oculte su origen, que nos diga sin significarnos. Aun ante unas terracotas de Miquel Navarro nos resulta profundamente indiferente la refinada lección del crítico que nos las remite a sus juegos de infancia. Aun esto, aun el origen psicológico —si se nos permite dicha expresión—, debe quedar oculto. ¿A nosotros qué demonios nos importa el rojo, el negro —aun cuando fuera aquel exclusivísimo que a posteriori patentó Kapoor— o el azul que Miró emplease en su segador del Pabellón de la República? Lo que nos importa es que, en él, «los colores no sólo no se desgastan, sino que gracias a él empiezan a lucir»44. El artista, el creador, el poietés, usa el material pero no lo desgasta; da sentido sin consumir el significado, lo oculta para hacerlo lucir. Y aquí García Bacca y Heidegger se encuentran en un diálogo terriblemente callado que nos exige, como audaces lectores, una cierta agudeza.
En ningún lugar del sentido está presente algo semejante a un significado —podríamos decir pseudoparafraseando a Heidegger— y sin embargo lo está, mas no nos interesa. Lo que nos interesa es que el sentido resalte la singularidad del significado. Lo que nos interesa es que en Chillida —en, pongamos por caso, su célebre Peine del viento— el acero —como cosa— comienza a ser acero —como obra—. Sólo hay desgaste en el material, añade Heidegger, si la obra fracasa; y que una obra fracase es una posibilidad, pues
en dominios y casos en que rige la inventiva, lo nuevo, el resultado puede ser éxito o fracaso. Y esta alternativa es de otra clase que la de verdadero o falso. […] En todo invento es — por virtud de la palabra misma y del concepto empalabrado en ella— im-previsible, in-precalculable, in-pro-videnciable, si será éxito o fracaso. Hay que «ensayarlo», exponerse, jugar la vida y la realidad […]. Por muchas precauciones y seguros que se tomen el resultado de lo nuevo está expuesto al dominio de la probabilidad. Y quien se mete en ella, lo hace por un acto de osadía.45
En el fracaso, el material se torna desperdicio, no brilla, queda arruinado. Ahora quedémonos con que sólo en una obra de arte —en una realverdadera dación de sentido— se muestra en su plenitud aquello de lo que está compuesta —su significado—. No otro era el ejemplo inicial del concierto. No otro es el caso de cualquier pintura: «El color luce y sólo quiere lucir. Si por medio de sabias mediciones lo descomponemos en un número de vibraciones, habrá desaparecido. Sólo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin explicar»46. Lo mismo sucedía con la música: decía sin significar. Sólo hay sentido cuando no hay descubrimiento ni explicación, dice Heidegger; el sentido está lleno de sublime desprecio hacia las explicaciones científicas, históricas y psicológicas, nos decía —y añade— García Bacca. Y por ser la música en particular, pero toda obra de arte en general, puro, simple, subsistente sentido, oculta ese significado explicativo, científico, que en nada nos interesa: «Todo lo real, todos los significados, definiciones, demostraciones, explicaciones reales que pretende darnos la ciencia han de ser tratados como instrumentos de orquesta; y hay que saber “puntarlos”, tocarlos, pulsarlos, puntearlos y leerlos en solfa»47. Hay, en definitiva, que saber hacer música de la realidad: decir sin significar, dar ocultando.
Sería el propio García Bacca el que sintetizaría lo hasta aquí dicho, en líneas generales y de manera más ordenada, a partir de un sencillo ejemplo, expuesto años más tarde, en las primeras líneas de su Curso sistemático de filosofía actual (1969): «La verdad, contenido y contextura de dos y dos son cuatro es neutral e independiente de que alguien la note como evidente […]; o como cierta […]; o la perciba como común y corriente»48. Ello le lleva a afirmar, en primer lugar, que, semánticamente, el sentido se conceptualiza como la interpretación subjetiva y contextual de una proposición, teoría o sistema, influida por la multiplicidad de sentimientos con que se vive un significado que proviene de la contextura de la cosa misma. El significado tendría así un carácter referencial y objetivo arraigado en la estructura y naturaleza de entidades como los números, las figuras o las leyes físicas y biológicas. En segundo lugar, el sentido, al estar sujeto a dichas interpretaciones subjetivas, se presenta como un fenómeno inconexo y folklórico, dice García Bacca, al remitirse a la naturaleza diversa, informal y a menudo no sistemática que surge de aquellas. Frente a esta complejidad de la pluralidad, el significado se presenta como una concepto singular, determinado y coherente, que se distingue por su consistencia y estabilidad. En tercer y último lugar, García Bacca aborda la dinámica temporal del sentido al señalar que mientras que un mismo significado puede adquirir múltiples sentidos a lo largo del tiempo, debido a cambios culturales, sociales o individuales, el significado en sí mismo conserva su unidad y coherencia a través de la historia de la humanidad y la biografía del individuo, lo que sugiere, nuevamente, una cierta objetividad y continuidad en el proceso de significación. En definitiva: mientras que el significado es un mismo singular definido y bien trabado —una unidad— que se referencia en la objetividad de la realidad, el sentido es un plural incoherente que surge de la variedad subjetiva con la que los sentimientos digieren aquella.
Sin embargo, conviene no olvidar que aunque las interpretaciones puedan ser diversas, no sistemáticas e incluso inconsistentes, son necesarias para la compresión y significación de la proposición, teoría o sistema en cuestión: «si es posible expulsar un sentido o interpretación, no lo es quedarse sin ninguna»49, pues nos va la vida en neutralizar esa realidad, «ese conjunto de objetos y procesos que nos rodea y que, alternativamente, nos engendra y nos devora»50.
No se deja de ser teólogo o idealista o espiritualista, sino para dar a la realidad —no vista ni por uno ni por otro, en sí—, otra interpretación: materialista, sensualista, romántica, positivista. […] Nadie refuta a nadie, […] todos padecen el mismo defecto: no ver la realidad, sino condimentarla a sus gustos, y en esto tanto derecho tiene uno como el otro. […] Ni el materialismo es falso ni lo es el teologismo o el idealismo; tan verdad es uno como otro, o tan falsos los dos.51
Con ello no hacemos más que insistir en lo que, inicialmente, ya habíamos dicho: que todo aquello que llamamos sistemas filosóficos son sentidos diversos —Weltanshauung, que dijo Dilthey; música diversa, que diríamos nosotros con García Bacca ahora— en que se pone la misma realidad del universo. «La filosofía posee sentido y significado —contextura interna e historia sentimental»52. Idénticos problemas tratados con distintos sentidos, pero que «nadie se haga la ilusión de que pueda tratárselas con la realidad mano a mano, habérselas con los significados, hacer ciencia pura; la vida mental no soporta la verdad pura y simple, como el estómago no puede digerir el agua químicamente pura»53.
Los valores —ejes vertebradores de un mundo con sentido—, como nos enseñó Scheler, «no son seres reales, ni su peculiar contextura […] depende de lo real en que, ocasionalmente, están vigentes, con real valencia»54. La sublimidad del Peine del viento no asegura la realidad en que está vigente: «la belleza no detiene los procesos químicos y físicos que, al llegar a un cierto límite realísimo, harán que el valor […] “se vuele al cielo”»55. Tras cuarenta años sufriendo el azote del Cantábrico, nuestro Peine podría — sin ningún reparo— ser engullido por el mar en cualquier momento. Que en él el acero comience a ser acero no significa que ese mismo material no pueda sencillamente desaparecer y con él el Peine. Que el sentido oculte el significado no quiere decir que lo detenga. Y a la inversa: podría el Peine del viento perdurar centurias —o incluso milenios— y que los futuros moradores cántabros se preguntaran quién demonios y con qué dichoso fin plantó allá aquellos tres aceros. «La belleza es fugaz, aunque la base física permanezca tiempo y tiempo»56. Fugaz, local y epocal: las preferencias o la sensibilidad para ciertos valores pueden variar —y efectivamente varían— según pueblos y épocas.
La variación de los bienes no es idéntica con la variación de las cosas. […] El valor artístico de un cuadro puede desaparecer sin que desaparezca la cosa física que hace de base; vgr., porque palidecen los colores, porque se enrancian, porque entran en determinadas combinaciones químicas con el ambiente…, procesos todos ellos naturales a la cosa, pero fatales para el valor. La constancia de la cosa no asegura la constancia del valor.57
Lo que Scheler nos muestra, en definitiva, es «la independencia real de los valores y contravalores respecto de las cosas y sus propiedades cósicas»58: la independencia de los valores respecto de la realidad. Pero el «conjunto de calidades de un valor, su corte valoral, organiza positiva y originalmente la materia valoral en que haga acto de presencia y eficiencia (vigencia)»59. El acero del Peine oculta el significado del acero poniendo en valor sólo ciertos aspectos del mismo; podríamos decir, tomando el concepto de la Estética de Hartmann, que los acentúa. Para Scheler, las propiedades de una cosa nos descubren su esencia —su significado—; los valores nos las ocultan: «ocultan los componentes reales de la cosa en que ellos aparecen»60 —le dan sentido—. Y aun, desde la independencia, nos las simbolizan. Los valores no pueden estar siendo dados en sí, necesitan adherirse a una realidad a la que, lejos de descubrírnosla, nos la ocultan desvelándonosla: «lo real, lo cósico, lo entitativo están y son especialmente ocultados en cada bien; o cada bien sólo permite que se ostenten como “materia valiosa” ciertos aspectos de la cosa, definida entitativamente, científicamente»61. El Peine toma independencia de esa cosa a la que llamamos «acero» —de sus particularidades cósicas— al hacer del acero «acero» —«materia valiosa» de la cosa. Y así, dependiendo de las cosas, los bienes se independizan de ellas: las cosas se vuelven obras.
En El origen de la obra de arte, Heidegger plantea la escisión entre tierra y mundo como la problemática subyacente a toda obra de arte; nada bien distinto parece estar llevando a cabo García Bacca al plantear la escisión entre universo (significado) y mundo (sentido)62 como la problemática subyacente a toda creación, a todo invento, a todo artificio, a toda —¿acaso no son rasgos de ella todo lo anterior?— obra de arte. Cierto que Heidegger incide en que la tierra no remite a «la representación de una masa material sedimentada en capas»63, pero ¿acaso el material en bruto en el que el mundo troca el universo remite a ese tipo de masa material sedimentada? A lo que remite, acabamos de verlo, es a aquella materia valiosa para creaciones, para aquellos productos que conformarían nuestro mundo funcionando mucho mejor que esa materia natural que nos daba el universo: ¿acaso no funciona mejor el color en aquel par de botas de campesino de Van Gogh que en aquella materia natural que son los pigmentos de carbono, óxidos de hierro, arcilla…? Por trocar la materia natural en materia valiosa las cosas se vuelven obras; y «ser-obra significa levantar un mundo»64. Levantar, por espontánea inventiva, universo-tierra a mundo es la problemática que subyace a toda obra de arte; así en García Bacca, y también en Heidegger.
Es en su Curso sistemático donde, tomando como piedra angular los pares de conceptos que hasta ahora nos han venido ocupando —«universo/significado» y «mundo/sentido»—, García Bacca traza esa distinción clave entre dos modos particulares de filosofar que vertebrarán toda su filosofía: el interpretativo —o reinterpretativo— y el transustanciador. El salvaje, lo veíamos anteriormente, era un acomplejado —con complejo de inferioridad ontológica—, un pordiosero, por sentir «la realidad del universo, porque es real él, en sí mismo, por sí mismo»65. «Vivía como pobre de solemnidad, que tiene que recibir todo de todos»66. El hombre, por el contrario, a través de sus sentimientos, transforma el universo en casa habitable, en mundo; le da un sentido. Por esa virtud interpretativa el hombre oculta aquel invivible significado. Pero, en su Curso sistemático, García Bacca dará un paso más allá al afirmar que «interpretar es dar tan sólo sentido a las cosas; mas no es sentido el hacerlas, el inventarlas, el producirlas. El solo sentido, y su cambio, no las crea; no crea su significado, su qué serán, y, por ello, su qué son»67. No basta con dar sentido a las cosas, hay que —además, y sobre todo— crearles su significado. Entonces el último ítem a destacar del preludio general a su Filosofía en metáforas y parábolas —«Las cosas, por muy determinadas que estén en cuanto a esencia, admiten todavía una interpretación humana, son capaces de sentido humano»68— no podemos introducirlo sin leerlo bajo este nuevo paradigma transustanciador: las cosas, por muy determinadas que estén en cuanto a esencia, admiten todavía una transformación humana, son capaces de un nuevo significado.
Resumamos: universo son «todas las cosas formando un Total y dando un Todo»69 —perfecto, absoluto—; mundo es ese mismo universo «en cuanto vivido y sido con sentido. / Universo es […] totalidad significativa. / Mundo es […] totalidad sentida»70. Aceptar el universo tal y como nos es dado y proponernos cambiar el mundo —«o sea, aceptar la Totalidad significativa y proponerse cambiar la Totalidad sentida»71— es la tarea de una filosofía de corte hermenéutico —en cuanto al sentido— y fenomenológico —en cuanto al significado—. «Fenomenología y hermenéutica hacen que una filosofía sea simplemente interpretativa —del universo y del mundo (de tal universo)»72. Aceptar las cosas como nos son dadas es dejar que sean lo que son y como tales se nos presenten. De nada nos sirven los sentidos múltiples si el significado se mantiene unívoco.
Es por ello que García Bacca llevará a sus últimas consecuencias aquel apunte inicial de su Filosofía en metáforas y parábolas: «Desechemos por falsa la concepción de que todo en el universo está ya perfectamente y definitivamente determinado, que el hombre no tiene otra cosa que hacer sino mirar lo que sin su intervención ha sido hecho y terminado»73. Efectivamente el hombre puede, y debe,
no aceptar definitivamente ni el universo ni su mundo tal cual son dados —ni en cuanto a significado ni en cuanto a sentido—, sino tomarlos cual material en bruto, a transformar —al modo que el arquitecto no acepta el árbol, la piedra… tal cual son dados, como si sus peculiares carenciales fueran su definitiva y única posible manera de ser y de parecer; tómalos, más bien, cual materiales en bruto o en basto a transformar: tronco, en vigas y tablas; piedra, en sillares; hierro, en varillas… Artificialización de lo natural.
El proyecto, designio y decisión, de tomar cual materiales en basto todo lo del universo, dado de buenas a primeras —sean religión, Dios, dioses, derecho natural, moral natural, hombre, luz, agua, velocidad…—, y tomarlos cual materiales para darles nueva (inventada) forma total, caracteriza a una filosofía cual (empresa) transustanciadora.74
El hombre, si quiere —real y efectivamente— ser hombre, debe emprender la empresa, el plan, el proyecto, de ponerse a ser sujeto creador: transformador de la realidad en su totalidad —tanto sentida, como significativa—. El universo —así como el significado de este— no debe ser tomado más que como conjunto de materiales en bruto —como «materia valiosa», decíamos con Scheler— que sirven al hombre de punto de partida; el mundo, como caja de herramientas —la boîte à outils foucaultiana— donde hallar el instrumental con que conformarlos. Pero, de la misma manera que «no hay arquitecto que haga una exposición de herramientas; exhibe un edificio»75, el hombre no debe conformarse con exhibir su sentido del universo, debe dar un mundo habitable, un inmueble —levantado con materia valiosa— en el que recorrer todas y cada una de sus plantas sin riesgo de derrumbe o acomodarnos en sus estancias sin sentir la asfixia propia de un espacio cerrado. El hombre inventor, el hombre productor, contra Parménides, hace que el ser no sea lo que es: «el ser será lo que el hombre le invente ser»76. Y con ello García Bacca asienta las nuevas bases ontológicas que permitirán la verdadera incidencia del sentido humano en la realidad.
Si el hombre estaba siendo hombre a ratos sueltos, so pena de regresión —en cualquier momento— al inicial estado de salvaje, el creador también vive al filo de caer, nuevamente, en el estadio de interpretación, al renunciar «expresa o tácitamente a ser creador, a sentirse ser creador: inventor, productor o usuario de inventos…»77. «Creador», de igual manera, no es, ni mucho menos, una ganancia definitiva; es una conquista renovada. Y en todo ello, no juega tampoco papel alguno el par verdad-falsedad: no pueden haber sentidos verdaderos o falsos del mundo, como no podía un sistema filosófico refutar a ningún otro: era una cuestión de ceguera ontológica —o, por decirlo menos poéticamente y más marxianamente: no es una cuestión de teoría sino de praxis—. No se refuta, se mide su éxito o su fracaso: si se consigue transformar la realidad dada desobjetivándola de su natural parencial y ser o, por el contrario, como apuntábamos con Heidegger, el material se torna desperdicio, no brilla, queda arruinado. «Por tal éxito, y en la medida progresiva con que se imponga, desaparecerá el sentido interpretativo del universo, y se le dará al hombre el universo con el carácter (sentido) de creatura de un Hombre que se es ya creador, o creador de los usos de sus creaciones»78.
En definitiva, y esta era la clave sobre la que nos interesaba ahora vertebrar nuestro discurso, los sentidos del hombre transforman —o, mejor dicho, transustancian; por ir haciendo moneda de uso común la terminología garcíabacquiana— el universo físico en mundo habitable por y para ellos. Y lo logran —más o menos, según los casos y sentidos— por ponerse el hombre a ser sujeto creador: cuando entiende que los sentidos de los que ha sido dotado «no son pasivos, ni inertes, ni están atenidos simplemente a lo que se les dé; son capaces de sacar de un material indiferente […] esa maravilla que nosotros creamos: color, tal cual lo vemos; sonido, tal como lo oímos»79. Por ello, nadie puede «confundir universo con mundo, como no confundo una selva tropical, virgen, con la casa que habito»80.
Pero el hombre —y esto parece obvio pero merece la pena detenerse en ello como, dada la ocasión, el propio García Bacca también se detiene— no sólo es capaz de transformar el universo físico sino también el universo humano. El plano sobre el que se opera la transformación resulta entonces doble y aquello que se nos da termina diciéndose de muchas maneras. Por universo humano habremos de entender aquel espacio de sometimiento a las leyes biológicas: y el animal humano no será aquí hombre sino bestia —salvaje—. «Si el universo humano estuviera simplemente reducido a las formas biológicas […], no sería habitable lo biológico humano por el hombre en cuanto hombre; sino para el hombre en cuanto bestia»81. Es tarea del hombre convertir el universo biológico humano —de la misma manera que lo ha hecho con el universo físico— en mundo humano: «en casa humanamente habitable por todos»82.
Cuando funciona bien el mundo humano, la casa del hombre, y la de los hombres, la sociedad resulta domicilio agradable en que disfrutamos de comodidades y valores que jamás hubiéramos podido imaginar ni tener de estar reducidos a simple universo biológico humano.
Es, pues, muy instructivo dar una mirada a lo que sería el hombre en plan de universo biológico humano; y leemos con gran complacencia el Robinson Crusoe. Las relaciones biológicas entre hombres no dan sin más una sociedad, ni siquiera la familiar. Únicamente la creación e invención de esa casa que llamamos la sociedad, con su número y complejidad de oficios, de beneficios, de deberes, es la casa del hombre, con término técnico: el mundo humano.83
Y si las relaciones biológicas entre hombres no dan sin más esa complejidad a la que llamamos «sociedad» es porque, «en realidad de verdad, el hombre es el ser menos natural, más artificioso que hay; el único ser real que no es natural, ni se vive a lo natural, a pata llana»84. Para levantar un mundo, precisa García Bacca, es necesario crear, inventar, toda clase de formas sociales que no tienen nada —absolutamente nada— de naturales; son artificiales. Y este atributo de la artificialidad, para nuestro filósofo, «no trae consigo nada ni de peyorativo ni de ineficaz»85. Porque lo artificial, aquello que el hombre crea, aquello que él inventa, funciona muchísimo mejor que aquello que sencillamente le es dado.
Es por ello que el hombre, en esa serie de metamorfosis, puebla el universo, inclemente y neutral, con Historia: «lo hacemos habitable con la memoria y el cálculo, con las cosmogonías»86. La expresión de la artificialidad humana es la Historia; aquello que troca el universo del tiempo en mundo temporal. Y, recordémoslo, el salvaje era aquel que no tenía historia. Y no la tiene por ser, en realidad de verdad, el ser menos artificioso, más natural que hay; vive —o trata de vivir, se deja vivir—, como el resto de los seres, a lo natural. El salvaje no tiene historia porque es incapaz de creársela, de dársela; vive con lo dado, se queda con lo puesto. Nada de lo natural está hecho —en su doble acepción de permanencia y finalidad— para nosotros; ni siquiera nuestro cuerpo. Aquí García Bacca, haciendo gala de su habitual finura literaria, distingue entre «servir para…» y «estar hecho para…». Matiz fundamental para evitar la caída en ese temido pordioserismo ontológico. Cuando nos topamos con que aquello de lo que se compone el universo nos sirve para ciertos fines nuestros, pero caemos de inmediato en la cuenta de que no está hecho para nosotros, terminamos pecando de servilismo:
Toda la concepción clásica del universo es concepción de esclavos; porque todo, sea natural o ideológico, sirve, mejor o peor, para el hombre; pero tiene el hombre el convencimiento profundo, un tanto reprimido, censurado, de que, no estando hecho para él —por la razón fundamental de que no lo ha hecho él—, tiene que servirse de ello, como quien no es dueño —según los mandamientos y normas de quien realmente lo hizo—, para sus fines, gloria, para sí.87
El hombre decae —o se queda— en salvaje cuando no crea; cuando obra como quien no es dueño. En el fondo, aquello que García Bacca nos está reclamando es una nueva concepción del universo, una nueva cosmología de cariz estético, plástico; que «el ser es de plástico; es lo plástico, por excelencia. Y cada ente tiene tanto de ser cuanto guardare, bajo cada forma, de plastificable»88. Esa nueva cosmología exige un nuevo trato con la materia natural —la materia naturalmente informada por sus formas—: aquella que muere al sacarla de universo a mundo, como morían los peces de Machado cuando aquel modo de conciencia que no sabemos si era luz o era paciencia los iba arrojando a la arena después de sacarlos del mar. Sin embargo, aquello que llamamos productos —enmaterializaciones de ocurrencias e inventivas del hombre—, «lejos de morírsenos al sacarlos a la arena del mundo, son entonces lo que son y hacen lo que son»89; hacen tomar un valor a la materia que esta, inicialmente, no tenía: la truecan en materia valiosa para creaciones. Y así, los productos que conforman nuestro mundo funcionan mucho mejor que esa materia natural que nos da el universo. «Si recibimos cosas del universo, las transformamos y lo transformamos en mundo. No somos ya pordioseros de la Naturaleza, ni de nadie; somos, a base de un material inicial, de un capital básico, creadores de un mundo»90.
Tal y como se nos ofrece, el universo no está hecho para el hombre —ni a la medida de este—, pero sí nos permite reformarlo a nuestro antojo rehaciéndolo según nuestras conveniencias, planes, fines y valores. «Nada […] crece cual rosal; hay que inventarlo: el mundo nuestro es invento, creación, improvisación, ocurrencias geniales, aventura, éxito. Categorías del Mundo humano —del Universo, esclavo ya del Hombre»91.
Todo es, en principio, posible. Y todo puede estar a nuestra disposición, a nuestra mano, para nuestros fines, planes, proyectos, intentos y aventuras. Todo puede llegar a estar «rehecho para el hombre», aunque no haya sido hecho para él.
[…] Cuando el universo estaba hecho, […] no tenía el hombre por qué inventar finalidades, por qué proponerse valores. Se los daban hechos: […] todo perfectamente determinado, eterno, inmutable.
[…] Pero al transformar y rehacer el universo para que sea mundo, y nosotros dueños y señores, tenemos y debemos inventar, crear valores nuestros, normas nuestras —normas y valores de señores.92
No es ocasión de ahondar en el cariz nietzscheano de estas líneas —y, si prestásemos una mínima atención, de buena parte de las ideas y propuestas que nuestro filósofo plasmó a lo largo y ancho de su vasta producción literaria—, quedémonos con esa idea de transvalorar el universo para que sea mundo: casa de nuestras normas y valores —normas y valores de señores—. No basta con sentir: sentidos y sentimientos son la base para los planes del hombre, planes precisos que se enraízan en los diferentes tipos de vida en que el hombre se halla en cada tiempo histórico. «Para entrar en el mundo no basta con estar en el universo»93; es preciso el mencionado proceso de transformación —esa serie de metamorfosis que, en el caso de Nietzsche, comienza con el camello para terminar en el niño—. A qué se esté refiriendo, entonces, García Bacca con esas «normas y valores de señores» se entenderá muy bien si, leído en clave nietzscheana, trazamos un puente —o si se quiere una maroma— entre aquella aserción y la teoría del superhombre.
Toda transformación tiene que conservar la anterior como base suya. Por esto el superhombre se caracteriza por las cualidades del león: grandes impulsos, apetencias inmensas, pasiones potentes, crueldad, anhelos de conquista. Pero el superhombre no sólo es león; tiene que terminar en niño creador de nuevos valores, de nueva cultura, de un nuevo tipo de humanidad.
El superhombre debe disponer de una energía interior tal, de una vida tan potente y rebosante que esté seguro de que, aunque el mundo exterior, el universo físico y biológico, se repitiera infinitas veces, siempre tendría inventiva para presentar ante el mundo físico, siempre el mismo, nuevos valores. Es decir: la potencia de creación de valores y de culturas es tanta y tal en el superhombre que puede llenar de nuevas creaciones un mundo siempre igual, siempre repetido.
[…] La vida es de suyo tan rica que no se agotará en su potencia de invención por mucho que se repita monótonamente el mundo físico. Por esto el superhombre supera y vence lo físico.94
En este breve apunte sobre Nietzsche, probablemente tardío, no juega explícitamente una tensión el par universo—mundo como, de inmediato, podemos apreciar al tomarse estos como sinónimos —«universo físico», «mundo físico»—, quedando difuminadas sus particularidades al ser matizados exclusivamente por «lo físico»; pero sí subyace de manera implícita al tensar la potencia de inventiva —la potencia de creación de valores— propia de la vida con esa monotonía que distingue a lo biológico. El proceso transustanciador exige asimilar sin aniquilar cosa alguna de la realidad anterior que ahora digiere; sólo se desecha lo inasimilable. Ello implica, valga la obviedad a estas alturas, que el mundo digiere el universo sin aniquilarlo: lo transforma desechando aquello que le resulta inasimilable del mismo. Los señores son aquellos que, vueltos niños —después de haber sido salvajes: a modo de camello, y a modo de león—, crean nuevos valores, crean una nueva cultura, un nuevo tipo de humanidad, un nuevo mundo.
Porque, recordémoslo, la transformación era doble: operaba, no sólo en el universo físico, sino también en el universo humano; sobre el universo físico y biológico. Señor será aquel, entonces, que, disponiendo de una energía interior tal, de una vida tan potente y rebosante, asegure que, aunque ese universo físico y biológico se repitiera infinitas veces, él nunca carecerá de inventiva para crear un nuevo mundo. Cada pueblo, dijimos anteriormente, tenía la facultad inalienable y el deber vital de inventar su propio sentido del universo. Cada pueblo —o sus oriundos a título personal—, cada cultura, puede, y debe, llenar de nuevas creaciones un universo siempre igual, siempre repetido —esto último, dice García Bacca, es, además, el sentido de la concepción nietzscheana del eterno retorno—.
Señor será, en definitiva, aquel que sea capaz de superar y vencer lo físico. Y si el señor logra superarlo y vencerlo será por estar siendo y comportándose como antinatural, como absolutamente artificioso. Sólo así, artificialmente, la inventiva se mantendrá como fuego-siempre-vivo. Sólo así, el universo adquirirá —al trocarse en mundo— porvenir; por la intervención de señores. Las cosas, en el universo físico, están presentes pero no hacen acto de presencia; tienen futuro pero no poseen un porvenir. El hombre, en cuanto ser original, supranatural, artífice, modula el tiempo de las cosas; se lo da. Cuando el decurso de lo natural se ve alterado por la invención humana acontece la historia: «si el hombre no fuera inventor no habría historia, sino mansa o tumultuosa corriente de cosas, de actividades, cual cascada desaprovechada y sonora. Y ser inventor se hace a base de lo natural, pero superándolo imprevisible, libremente»95.
Antes de cerrar estas líneas, convendría que acabásemos de tirar del hilo donde, muy al principio, lo habíamos dejado: para García Bacca, decíamos, las ideas —como los animales— podían hallarse en triple estado respecto del hombre: asalvajadas, domesticadas, enmuseadas. Habíamos visto con detalle el primero de los estados e introducido, consecuentemente, el segundo. Las ideas domésticas son aquellas que surgen con el mundo: «ideas a servicio de la vida y de los fines de ella»96; cuando los instintos del universo se domestican. No dan derecho a matar, ni obligan a morir; sí exigen crecer y nos proveen para reproducirse. «El número de ideas domesticadas es síntoma infalible del grado de civilización espiritual conseguido por una época histórica, o por un grupo humano»97. Todo comienza por un plan, designio, proyecto, de domesticación que, calculadamente, aprovecha lo que de materia valiosa hay en el universo; la domeña, la ensilla, la amansa. De la calidad del resultado —de su éxito o su fracaso— dependerá el que ese material en bruto, ahora bajo su nueva dócil faz, pase a robustecer el espíritu de un mundo.
Sin embargo, hay un tercer estado al que García Bacca se permite dar el nombre de enmuseamiento: ideas disecadas en museos —enmuseadas; ideas «sin entrañas, puro cascarón y pellejo, simple apariencia de lo que fueron»98—. Ideas, digámoslo así, que han pasado a la historia; animales históricos que vivificaron en su tiempo a la humanidad y hoy duermen en el Deutsches Museum.
Todas las ideas, «enmuseadas» ya, en la historia de las religiones, de la física, de la química, de la filosofía, de los dogmas, están desentrañadas, en un sentido casi material: porque ya no viven ni hacen vivir; y en un sentido espiritual, porque les hemos sacado lo que de vida tenían, las hemos desentrañado en provecho propio, haciendo de ellas carne de nuestra carne, y sangre de nuestra sangre, ambas nuestras: carne y sangre, y no de ellas. Y uno de los criterios por los que se puede reconocer qué ideas se hallan en estado enmuseado o histórico, es la tranquilidad e indiferencia con que se las puede tratar, discutir, estudiar, sin ofender a nadie, ni despertar apetitos de matanza o de dominio.99
A las ideas podemos, y debemos, sacarle lo que de vida tienen: desentrañarlas. Hacer de ellas, en realidad de verdad, carne de nuestra carne, y sangre de nuestra sangre, era aquello que nos prescribía ese plan transustanciador de lo real que caracterizamos unas líneas más arriba: transustanciar, para García Bacca, recordémoslo, era «asimilar, digerir, absorber real y verdaderamente algo, sin aniquilación alguna de realidad, ni en asimilado ni en asimilante, con eliminación y desecho de lo inasimilable»100. Si queda cascarón y pellejo es porque este nos resulta inasimilable —a nosotros, a nuestro tipo de vida o a nuestra época histórica—. Por eso se tiende a la eliminación y el desecho y, como mucho, a una cierta veneración de aquello que un día nos vivificó pero hoy nos resulta del todo indigerible. «El número de ideas enmuseadas [—continúa García Bacca—] es índice preciso del grado de civilización, y aun de vida interior, de las personas y entidades»101.
Al final de esta sutil clasificación de ideas en tales estados, García Bacca apunta a un término que nos ha aparecido de manera algo imprecisa a lo largo de su exposición —grado de civilización; de civilización espiritual— y que ahora encontrará la precisión en su opuesto; el par cultura-civilización. Como el propio García Bacca nos indica, no era posible definirlos en tan corto espacio, pero allí ya deja apuntado lo esencial de aquello que, con precisión y detalle, desarrollaría en el séptimo capítulo de aquel cursillo dictado en 1955 y publicado posteriormente bajo el título de Antropología filosófica contemporánea (1957).
La civilización se caracteriza por poseer las ideas en forma enmuseada, disecada, exterior, catalogada, dogmatizada, sin entrañas, con sólo extrañas, para decirlo con palabras de Unamuno […], en pura «extraña», extrañas ya a la vida.
La cultura, por el contrario, podría definirse por el número y calidad de ideas vivas aún, pero a servicio de la vida del hombre, domesticadas, familiares […]; pero que no se suelte la fiera que llevan siempre implícita y tentante.
Ideas cultas son, pues, ideas aún vivientes; alimento, por tanto, para el hombre de carne y hueso; ideas civilizadas son, por el contrario, ideas muertas, puros esqueletos, más secas que pasas.
Es peligroso que todas las ideas pasen a la categoría de ideas-en-museos, de ideas-enhistoria, pues el hombre carecería de alimento espiritual, degeneraría en máquina, que son los únicos entes que marchan por materias no vivientes.
Y cuando un individuo o pueblo marcha como máquina, diagnostiquemos que padece de civilización, que es ya, pasado a la historia, aunque aparentemente viva espléndida vida material, maquinista.
Lo humano, lo viviente, es disponer de ideas domesticadas. Y alimentarse de fieras cazadas; quiero decir, de ideas en estado salvaje que, por no dejarse domesticar, hay que matar para que su carne, aún vivita, nos vivifique. Y se matan ideas por la reflexión, por la ciencia, por la filosofía. Mejor sería, evidentemente, que se domesticara ideas, sin matarlas. […] Ninguna idea da derechos a matar; lo culto es domesticar ideas. Lo civilizado, enmusearlas.
Es peligroso para la vida ser demasiado civilizado, enmusear, hacer pasar a la historia todas las ideas; más conveniente es, evidentemente, para la vida ser culto. Lo peor es ser salvaje por ideas —forma específica de ser salvaje el hombre—, porque, si por lo pronto uno mata, quien a hierro mata, a hierro muere.102
Parece preciso que la vida del hombre debe estar encarrilada por aquella ley viva de la sinceridad que proclamara Unamuno: «que correspondan a nuestras entrañas nuestras extrañas»103; que corresponda a nuestra cultura nuestra civilización —podríamos decir forzando, con una vuelta de rosca más de la ya dada por García Bacca, la aserción unamuniana—. Que vivimos de las entrañas asimiladas, digeridas, absorbidas, de aquello que ahora nos es extraño. Lo más conveniente para la vida es digerir el universo, y los mundos que nos sean extraños, alimentando con ello a nuestro mundo (cultura), a nuestras entrañas; lo peligroso —mas inevitable— es terminar un día en el inframundo (civilización); lo terrible e indeseable es hallarse perdido en medio del universo (selva). Seamos cultos y civilizados, mas nunca terminemos en salvajes.
García Bacca, Juan David. Sobre estética griega. México: UNAM, 1943.
—. «La concepción poética del universo físico». Cuadernos Americanos 15, n.º 3 (mayo–junio 1944): 69-81.
—. «Los puntos sobre las íes | Función o uso de las verdades concretas». Asomante 10, n.º 2 (abril–junio 1954): 13-17.
—. Existencialismo. Xalapa: Universidad Veracruzana, 1962.
—. Metafísica natural estabilizada y problemática metafísica espontánea. México: FCE, 1963.
—. Introducción literaria a la filosofía. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1964.
—. Humanismo teórico, práctico y positivo según Marx. México: FCE, 1965.
—. Curso sistemático de filosofía actual. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1969.
—. Ensayos. Barcelona: Península, 1970.
—. Invitación a filosofar según espíritu y letra de Antonio Machado. Barcelona: Anthropos, 1984.
—. De magia a técnica. Barcelona: Anthropos, 1989.
—. Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas. Barcelona: Anthropos, 1990.
—. Antropología filosófica contemporánea (Diez conferencias) 1955. Barcelona: Anthropos, 1997.
—. Ensayos y estudios (II). Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2004.
Heidegger, Martin. Caminos de bosque. Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza, 2001.
Ortega y Gasset, José. Obras completas. Tomo I. Madrid: Revista de Occidente, 1966.
Paz, Octavio. El mono gramático. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1998.
Unamuno, Miguel de. Ensayos. Tomo I. Madrid: Aguilar, 1964.
Juan David García Bacca, «Los puntos sobre las íes | Función o uso de las verdades concretas», Asomante 10, n.º 2 (abriljunio 1954): 13.↩︎
Juan David García Bacca, Existencialismo (Xalapa: Universidad Veracruzana, 1962), 99-100.↩︎
Juan David García Bacca, Antropología filosófica contemporánea (Diez conferencias) 1955 (Barcelona: Anthropos, 1997), 71.↩︎
Ibid., 67.↩︎
Ibid., 68-69.↩︎
Ibid., 68.↩︎
Juan David García Bacca, Metafísica natural estabilizada y problemática metafísica espontánea (México: FCE, 1963), 60.↩︎
cf. Juan David García Bacca, Ensayos y estudios (II) (Caracas:
Fundación para la Cultura Urbana, 2004), 225.↩︎
Juan David García Bacca, Curso sistemático de filosofía actual (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1969), 216.↩︎
García Bacca, Antropología filosófica…, 68.↩︎
José Ortega y Gasset, Obras completas, tomo I (Madrid: Revista de Occidente, 1966), 336.↩︎
García Bacca, Antropología filosófica…, 69.↩︎
Ibid., 70.↩︎
García Bacca, Metafísica…, 60.↩︎
Ibid., 166.↩︎
Ibid., 60.↩︎
Ibid., 165.↩︎
Ibid., 166.↩︎
García Bacca, Antropología filosófica…, 71.↩︎
Juan David García Bacca, Humanismo teórico, práctico y positivo según Marx (México: FCE, 1965), 15.↩︎
Juan David García Bacca, Sobre estética griega (México: UNAM, 1943), 61.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 32.↩︎
Ibid., 35.↩︎
Ibid., 92.↩︎
Ibid., 35. El subrayado es nuestro.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., 34-35.↩︎
La génesis de la dicotomía «universo»/«mundo» podemos situarla en la mitad de los años cuarenta del siglo pasado, a partir de su célebre Filosofía en metáforas y parábolas —especialmente en su capítulo dedicado a Heidegger—, publicada, en 1945, en la Editora Central de México, y «Universo y Mundo. Estar-en-el-Mundo», artículo publicado, el domingo 1 de diciembre de 1946, en El Nacional de Caracas —dentro de la serie Existencialismo en dosis inofensivas que, desde hacía un par de meses, había comenzado a divulgar—. No obstante, deberíamos fijar el germen —en cuanto a publicaciones se refiere— en su reseña de La esencia de la filosofía de Dilthey (El hijo pródigo 6, n.º 20 [noviembre 1944]: 123-124), aunque podamos suponer que, en el momento de la publicación de la misma, la redacción de su Filosofía en metáforas y parábolas debía encontrarse ya en un estado bien avanzado.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 36.↩︎
Respecto al par «significado»/«sentido», podemos concretar su surgimiento, de la misma manera, en la mitad de los años cuarenta del siglo pasado, a partir de un par de comentarios al diálogo entre el sabio griego y el bellaco romano fabulado por el Arcipestre de Hita, Juan Ruiz, en su Libro de Buen Amor. El primero, apareció como preludio general a su ya citada Filosofía en metáforas y parábolas (1945); el segundo, bajo el título «Significado y Sentido. Razón y sentimiento», apareció publicado, también dentro de la ya citada serie Existencialismo en dosis inofensivas, en El Nacional de Caracas, el domingo 22 de diciembre de 1946. El germen estuvo de nuevo en una reseña de Dilthey: la dedicada en esta ocasión a Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII (El hijo pródigo 4, n.º 14 [mayo 1944]: 122-123). Sucede aquí lo mismo que en el caso anterior: es muy probable que, en el momento de publicar esta, la redacción de Filosofía en metáforas y parábolas estuviera ya en un estado más que avanzado.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 40.↩︎
Ibid., 40-41.↩︎
Juan David García Bacca, «La concepción poética del universo físico», Cuadernos Americanos 15, n.º 3 (mayo-junio 1944): 71.↩︎
Ibid., 72.↩︎
Juan David García Bacca, Introducción literaria a la filosofía (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1964), 6.↩︎
Ibid., 24.↩︎
Ibid., 25.↩︎
Ibid., 28.↩︎
Ibid., 25; García Bacca, Existencialismo, 39.↩︎
García Bacca, Introducción literaria…, 25.↩︎
Ibid., loc. cit. El subrayado en «la música tiene la virtud… […]… dando origen.» es nuestro.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 38.↩︎
Martin Heidegger, Caminos de bosque, trad. de Helena Cortés y Arturo Leyte (Madrid: Alianza, 2001), 34.↩︎
Juan David García Bacca, De magia a técnica (Barcelona: Anthropos, 1989), 76.↩︎
Heidegger, Caminos de bosque, 33.↩︎
García Bacca, Introducción literaria…, 25.↩︎
García Bacca, Curso sistemático…, 17.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 39.↩︎
Octavio Paz, El mono gramático (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1998), 15.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 39-40.↩︎
García Bacca, Curso sistemático…, 18.↩︎
García Bacca, Introducción literaria…, 28.↩︎
Juan David García Bacca, Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (Barcelona: Anthropos, 1990), 188.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., 205.↩︎
Ibid., 201.↩︎
Ibid., 200.↩︎
Ibid., 202.↩︎
Ibid., 203.↩︎
La misma escisión plantea el propio García Bacca respecto a Heidegger (Cf. García Bacca, Introducción literaria…, 195-206).↩︎
Heidegger, Caminos de bosque, 30.↩︎
Ibid., 31.↩︎
García Bacca, Antropología filosófica…, 76.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
García Bacca, Curso sistemático…, 21.↩︎
García Bacca, Introducción literaria…, 26.↩︎
García Bacca, Curso sistemático…, 21.↩︎
Ibid., 22.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
García Bacca, Introducción literaria…, 26.↩︎
García Bacca, Curso sistemático…, 23.↩︎
Juan David García Bacca, Ensayos (Barcelona: Península, 1970), 116.↩︎
García Bacca, Curso sistemático…, 24.↩︎
Ibid., 25.↩︎
Ibid., 25-26.↩︎
García Bacca, Antropología filosófica…, 71.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., 72.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., 73.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 31.↩︎
García Bacca, Antropología filosófica…, 72.↩︎
Ibid., 74.↩︎
Ibid., 77.↩︎
Juan David García Bacca, Invitación a filosofar según espíritu y letra de Antonio Machado (Barcelona: Anthropos, 1984), 55.↩︎
Ibid., 54.↩︎
García Bacca, Antropología filosófica…, 76.↩︎
Ibid., 78.↩︎
Ibid., 80.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 99.↩︎
García Bacca, Ensayos y estudios…, 243-244.↩︎
García Bacca, Existencialismo, 98.↩︎
García Bacca, «Los puntos sobre las íes»…, 14.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., loc. cit.↩︎
Ibid., 15.↩︎
García Bacca, Humanistmo teórico..., 15.↩︎
García Bacca, «Los puntos sobre las íes»…, 15.↩︎
Ibid., 16-17.↩︎
Miguel de Unamuno, Ensayos, tomo i (Madrid: Aguilar, 1964), 628.↩︎