e-ISSN: 1988-2564
ESTUDIOS
Resumen: El propósito fundamental del presente artículo es el de ofrecer una reconstrucción de las tesis en torno a la constitución del tiempo que se derivan de la filosofía del intelectual catalán Joaquín Xirau. El hilo conductor de la interpretación de sus ideas será el de ofrecer luz respecto a cómo, desde su metafísica basada en el ordo amoris, se abordarían las aporías del tiempo, tal y como fueron diagnosticadas por Paul Ricoeur. Con el fin de contextualizar la propuesta de Joaquín Xirau bajo ese marco conceptual, profundizaremos en las claves de su crítica a la ontología positivista por situar las bases de una neutralización de la experiencia de la temporalidad. Desde ahí será posible reflejar en qué medida la vinculación del instante presente a la eternidad que deriva del acto creador de Dios apunta a la resolución de las aporías del tiempo.
Palabras clave: Tiempo, presente, Joaquín Xirau, ordo amoris, eternidad
Abstract: This paper aims at offering a reconstruction of the theses on time derived from the philosophy of the Catalan intellectual Joaquín Xirau. The common thread of such interpretation revolves around sheding ligh into how to address the aporias of time, as diagnosed by Paul Ricoeur, by means of Joaquin Xirau`s metaphysic based on the ordo amoris. With a view of framing Joaquin Xirau`s insights into this conceptual framework it will be delved further into his critique of positivist ontology for neutralizing the experience of temporality. By so doing, it will be possible to delve further into the extent to which the linking of the present to the eternity which derived from God`s creative act, according to Joaquin Xirau`s metaphysics, points to the resolution of the aporias of time.
Keywords: Time, Present, Joaquín Xirau, Ordo Amoris, Eternity
Sumario: 1. Introducción: entre el tiempo del mundo y el tiempo del alma • 2. Hacia una metafísica basada en el ordo amoris • 3. La disolución del tiempo • 4. La recuperación de la eternidad y el volumen del tiempo • 5. Conclusiones • Referencias bibliográficas
Cómo citar: Pérez Baquero, R. (2025). Entre la fugacidad y la eternidad del presente. El problema del tiempo desde la filosofía de Joaquín Xirau. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 42(2), 437-444. https://doi.org/10.5209/ashf.91244
El autor forma parte del proyecto de investigación Conceptos emancipadores en el Mediterráneo — Memorias, traducción y tránsito en su diacronía (CONEMED). Proyectos Generación de conocimiento 2022. Agencia Estatal de investigación. PID2022-142438NA-I00 Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Autónoma de Madrid. IPs: Laura Galián Hernández y Rafael Pérez Baquero.
El principal propósito del presente artículo es el de llevar a cabo una recuperación e interpretación de la conceptualización en torno al problema del tiempo que se destila de la compleja obra filosófica del pensador catalán Joaquín Xirau. Si bien es cierto que de la filosofía de Joaquín Xirau se ha destacado fundamentalmente su ontología a partir del amor y su antropología, de aquellas se deriva una particular concepción sobre el tiempo que merece la pena explorar. Pese a que su fallecimiento — ocurrido en 1946, el mismo año en que se publicaba su texto “Volumen del tiempo”1 — imposibilitaría un desarrollo más amplio de su lectura en torno a esta cuestión2, aspiramos a recuperar las tesis tanto de aquel ensayo como de algunas de sus obras más reconocidas — como Amor y mundo3 o Lo fugaz y lo eterno4 — para ofrecer una reconstrucción sistemática de la misma. Dicha interpretación operaría a través de una integración de sus perspectivas en el interior de las tensiones diagnosticadas por las lecturas contemporáneas en torno al problema filosófico del tiempo. Tomaremos, para ello, como hilo conductor de nuestra aproximación tanto la clasificación de las formas a través de las cuales diferentes corrientes filosóficas han aspirado a desentrañar la raíz de este problema, como las aporías en las que aquellas parecen haber encallado. Precisamente por ello es necesario situar como punto de partida las reflexiones que elabora el fenomenólogo francés Paul Ricoeur en su clásico Tiempo y narración, obra destinada a “refigurar la experiencia temporal víctima de las aporías de la especulación filosófica”5. Aquellas nacen de la tensión existente entre la familiaridad y la opacidad conceptual a través de la cual se nos presenta la propia experiencia del tiempo. Tal y como expresa la famosa máxima agustiniana “¿Qué es, pues el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento para luego hablar de él? Y sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo?”6. Esta dificultad es la que motiva y habilita la discusión que Ricoeur localiza a lo largo de la historia de la filosofía entre dos tradiciones de pensamiento que han tendido a priorizar una particular dimensión del tiempo para, a través de ella, ofrecer una definición unívoca del mismo. Aquellas son, la noción de “tiempo objetivo o cosmológico” y el “tiempo subjetivo o fenomenológico”. Se trata de dos modelos que, desde la perspectiva de Ricoeur, “se ocultan y se implican entre sí”7. El primero de ellos tendría su máxima representación en el libro IV de la Física8 de Aristóteles, en el que se sostiene la dependencia del tiempo respecto al cambio y el movimiento de las cosas físicas, así como su autonomía respecto a los patrones subjetivos a través de los cuales se mide. El segundo sería ejemplificado por el libro XI de las Confesiones de San Agustín que aspira a reducir la consistencia y la extensión del tiempo a la distensión del espíritu. Desde esta perspectiva, el sustrato último de la temporalidad radicaría en la memoria del pasado, la atención al presente y las expectativas del futuro, todas ellas dependientes de operaciones subjetivas. Como sostiene Agustín de Hipona: “¿Quién hay, en efecto, que niegue que los futuros aún no son? Y, sin embargo, existe en el alma la expectación de los futuros. ¿Y quién hay que niegue que los pretéritos ya no existen? Y, sin embargo, todavía existe en el alma la memoria de los pretéritos”9. Estas reflexiones del Obispo de Hipona nos trasladan a uno de los problemas fundamentes vinculados a la experiencia del tiempo: el relativo a su consistencia ontológica. Al fin y al cabo, tanto el pretérito como el futuro se caracterizan por ser en el modo de no-ser, en tanto que ya han sido o todavía no son. La temporalidad, en este sentido, tiende a girar en torno al “ahora”, al que puede atribuírsele efectividad. No obstante, la hora presente, “compuesta de partículas fugitivas”10, también se define por su carácter efímero, al transitar inmediatamente de un estrato temporal a otro, del no-ser del pasado al del futuro. El instante presente, en palabras de Reinhart Koselleck, “puede indicar aquel punto de intersección en el que el futuro se convierte en pasado”11. Es precisamente esta condición la que habilita, desde la lectura de Ricoeur, la recuperación de la reflexión filosófica elaborada por Martin Heidegger. Su obra Ser y tiempo ofrece una interpretación de la temporalidad en la que la crítica dirigida a tomar como referencia el presente en la lectura sobre el tiempo se traduce en el énfasis en torno a la prioridad del futuro en el interior de la articulación del mismo.
Toda esta lectura, brevemente expuesta, nos ofrece diferentes teselas de una rica y heterogénea reflexión filosófica sobre el tiempo que se ve codificada por las aporías y opacidades que son inherentes a este concepto y que remiten a su peculiar y huidiza condición ontológica. En este sentido, a lo largo del presente artículo, evidenciaremos en qué medida el pensamiento filosófico de Joaquín Xirau ofrece una perspectiva original en torno a estos problemas que, además, puede contextualizarse en relación a las tradiciones y desafíos teóricos anteriormente desarrollados. Al fin y al cabo, el problema filosófico relativo a la consistencia y definición del tiempo constituye, desde la perspectiva del pensador catalán, una inquietud inherente al ser humano. Es esta una reflexión que conecta, a su vez, con las premisas de su metafísica y su antropología. Tal y como lo manifiesta en las primeras líneas de “Volumen del tiempo”:
Desde que el hombre es hombre el paso del tiempo ha sido para él una obsesión y una preocupación. Lo mejor de su lírica y sus más altos momentos de poesía encuentran su fragancia en ello; es esto lo que da sustancia a la banalidad de los lugares comunes de la vida religiosa del hombre y del ansia que lo condujo a la contemplación mística se alimentaron de esta obsesión; el pensamiento filosófico nació y se sostuvo, en gran medida, en virtud del conflicto entre las aspiraciones y la naturaleza transitoria de su condición terrena… toda la filosofía ha tenido siempre en el centro de sus enseñanzas el problema del tiempo y su relación con el ser12.
Este texto no explicita únicamente la centralidad de la consideración en torno al tiempo en el interior de la filosofía de Xirau, también evidencia la tensión desde la que oscilará su lectura en torno a las aporías que rodean a este concepto: el conflicto entre la condición transitoria del hombre en el mundo y su voluntad de trascenderla a través de un anhelo religioso de eternidad. Es precisamente esta dialéctica entre tiempo caduco y eternidad la que fijará las coordinadas de su aproximación a este problema filosófico. Será, tal y como desarrollaremos, la basculación entre la fugacidad y la permanencia del presente la que servirá de hilo conductor para trazar las bases de la propuesta que proporciona Joaquín Xirau en torno a este problema. Con el fin de profundizar en la misma, la estructura de este texto se organiza de la siguiente manera. Para situar las bases de su filosofía — desde la que se fundamentarán sus ulteriores reflexiones sobre la temporalidad — explicitaremos las premisas de su metafísica en torno al amor, así como las formas en que aquellas se han visto erosionadas por la cosmovisión mecanicista y positivista del mundo. Entroncando con el problema filosófico que nos atañe, evidenciaremos de qué manera, desde la perspectiva de Xirau, esta concepción mecanicista de la realidad conduce a una disolución de la propia experiencia de la temporalidad. Como alternativa a la misma, reconstruiremos de qué forma la particular metafísica del amor de Xirau proyecta una recuperación del sustrato último del tiempo que aspira a salvar el presente de su inevitable caducidad. Todo ello nos permitirá trazar las líneas maestras de las aportaciones que se derivan del pensamiento de Joaquín Xirau respecto al problema filosófico del tiempo.
En primera instancia, la metafísica basada en el denominado ordo amoris que desarrolla Joaquín Xirau se corresponde con una “filosofía de los valores de tradición platónico-aristotélica”13 y constituye, en palabras de Armando Savignano, una “versión del raciovitalismo abierto a instancias personalistas y religiosas”14. Tal y como sostiene Joaquín Xirau: “Dios crea el mundo de la sobreabundancia de su ser”15. Ello da lugar a una cosmovisión del universo que tiene su máxima expresión en la filosofía cristiana, según la cual “el amor es razón de la realidad y forma parte de su constitución ontológica”16. Así, el amor y el acto creador resultan paralelos, de tal forma que a través del acto amoroso el ser humano contribuye al propio proceso de creación. Ello nos permite bosquejar la clave de una visión del mundo atravesada por el potencial ontológico del amor, de carácter marcadamente humanista al depender del acto amoroso del hombre. Como plantea William Klubak: “esta condición inacabada añade una dimensión dinámica a la actividad humana; hace al hombre un co-creador”17. Ello dota de una relevancia fundamental al actividad del ser humano y a su anhelo de trascendencia que Joaquín Xirau situará en el corazón de su antropología. Como sostiene en “Culminación de una crisis”, “la conciencia humana, en su limitación, lleva implícita la presencia plenaria de la eternidad”18. Dicha aspiración a lo permanente y a lo imperecedero que deriva del hecho de formar parte y contribuir a un ordo amoris eterno constituye uno de los enclaves conceptuales desde los que proyectar sus tesis en relación al problema que nos atañe. Al fin y al cabo, desde la perspectiva de Joaquín Xirau, el cristianismo no sólo introdujo la infinitud en el mundo, sino también el concepto de tiempo. “Dios creó el mundo en el tiempo y en el tiempo se encarnó para salvarnos”19. Así, en tanto creado por Dios, desde un tiempo infinito, toda subjetividad aspira a realizarse plenamente, lo que exige, a su vez, “a penetrar en el tiempo”20.
La constitución del mundo bajo el ordo amoris que Joaquín Xirau describe en su obra implica la plasticidad y el carácter dinámico de la realidad. Aquella se convierte en el campo a través del cual el hombre aspira a satisfacer su anhelo de trascendencia y eternidad. De acuerdo con esta lectura, el mundo que se opone al hombre no radica en una opacidad ya dada. Al contrario, como sostiene Joaquín Xirau en Lo fugaz y lo eterno, “la realidad profunda es siempre subjetiva”21 porque se configura en función de la aspiración de la creatura a participar en la perfección divina. Tal y como recoge Pérez Mora “la realidad se convierte en un sistema de referencias en el que la conciencia constituye la coordenada principal y central”22. La estructura del mundo se configura, por lo tanto, como un escenario flexible a través del cual el hombre proyecta su deseo de trascendencia a través del tiempo. Así lo recoge el propio Xirau en Amor y mundo: “el universo que nos es dado en la experiencia presente no es una realidad inmóvil sino una existencia plástica que transcurre en el tiempo y se ordena y estructura en perspectivas y dimensiones múltiples”23. Ello se traduce, a su vez, en el desdibujamiento de la frontera entre el Ser y el Valor, al tener este último una apoyatura en la estructura misma de la realidad. Dada la particular fenomenología amorosa de la conciencia24 y ontología de raigambre religiosa que propone Joaquín Xirau, las cosas del mundo no solamente son, sino que también valen, son en sí mismas objeto de una estimación subjetiva que se funda en la estructura misma de la realidad y que se configura en una “jerarquía objetiva [que] es fruto de la actividad amorosa”25. Consecuentemente, la relación entre el Ser y el Valor resulta tan íntima que llega a tornarse en indiscernible. Los objetos de la realidad valen lo que son y son aquello que valen. Su propia consistencia ontológica transpira su estimación por parte del ser humano al que la filosofía cristiana que Joaquín Xirau recoge sitúa en el centro de la creación. Así, de la misma forma en que el mundo constituye un organismo plástico articulado como el campo de la proyección trascendental del hombre, la realidad misma no es ajena al valor con el que el hombre dota a aquello que lo circunda. Como sostiene nuevamente Joaquín Xirau en Lo fugaz y lo eterno: “la medida del valor se halla en la plenitud del ser”26.
Toda esta lectura filosófica en torno a la estructura misma de la realidad y al papel del ser humano en la historia adquiere sentido en relación al diagnóstico de la crisis cultural, axiológica, vital, social, intelectual y política que Joaquín Xirau localiza en la primera mitad del siglo XX europeo. Desde su punto de vista, aquella se traducirá en fenómenos tan variados y heterogéneos como el ascenso del irracionalismo, los conflictos bélicos que asolaron el continente, etc. Esta crisis será interpretada por el filósofo catalán como el producto último de la fractura de aquel vínculo férreo entre Ser y Valor que ha derivado de la cosmovisión positivista del mundo, de la que el relativismo, el subjetivismo o el nihilismo contemporáneo no son sino consecuencias o manifestaciones.
Tal y como manifiesta Joaquín Xirau en “Culminación de una crisis”, “la crisis social y política que atraviesa el mundo tiene su trasfondo metafísico apenas advertido”27. Desde la propia lectura de las cosmovisiones filosóficas que traza Joaquín Xirau en Amor y mundo, el tránsito entre la ontología del amor que capta la filosofía cristiana y la representación de la realidad propia de la modernidad constituye la base de esta crisis. Al fin y al cabo, la razón físico-matemática propia del pensamiento moderno deriva en una concepción geométrica del mundo que no deja espacio alguno ni para el valor ni para la acción creadora del amor. En la filosofía racionalista, el mundo ya no es el producto de la actividad amorosa de Dios. Al contrario, se reduce a un conjunto de entidades mensurables, cualitativamente semejantes entre sí. Todo ello no es sino el resultado de la imposición de una ontología que vuelve la realidad transparente a una forma de racionalidad mecánica. Tal y como defiende Joaquín Xirau en “La plenitud orgánica”, “la concepción mecánica del universo es una interpretación del mundo y de la vida”28 que no constituye sino una “exigencia de la razón”29. La validez universal del principio de no contradicción y el principio de equivalencia que se funda en las ecuaciones con las que la racionalidad geométrica aspira a desentrañar el misterio mismo de la realidad reducen toda la heterogeneidad y plasticidad del universo creado a la condición de “entidad” mensurable y matematizable. El reduccionismo que deriva de esta “ontología a priori de la realidad material”30 desactiva muchos de los presupuestos subyacentes a lectura del universo a través del ordo amoris. En primera instancia, el acto amoroso que da origen a la creación y que permea la estructura del mundo resulta opaco a dicha cosmovisión y es neutralizado desde aquella. Como plantea en Amor y mundo “el amor ha de ser explicado mediante los métodos de la ciencia natural”31. El universo deja de ser obra de la voluntad divina para convertirse en objeto de cálculo en el que “el amor se disuelve en explicaciones mecanicistas o fisiológicas”32. Ello elimina, también, cualquier escala o jerarquía de valores cuyo trasfondo no puede seguir permeando a la estructura de la realidad, sino más bien a las preferencias irracionales del sujeto. La realidad se torna, por lo tanto, en “indiferente a todo valor, humano o divino”33. Consecuentemente, la imposición de esta racionalidad científica que adquiere su máxima radicalidad en el positivismo, opera una reducción y disolución al ámbito de lo meramente fisiológico y subjetividad. De ahí que, desde la perspectiva de Joaquín Xirau, el positivismo constituya la base del vitalismo y el pragmatismo que “sólo son válidos en función de la utilidad”34. De la misma manera, esta concepción positivista de la realidad también conduce a neutralizar la vocación trascendental del ser humano. Como mantiene en “Tres actitudes: poderío, magia e intelecto”, “los agentes personales se reducen a simples “cosas” y el mundo entero tiende a convertirse en una cosa”35. Esta cosificación de lo humano bloquea, necesariamente, su trascendencia en la historia y su propio anhelo de participación en la perfección divina. Si el ordo amoris que la filosofía cristiana de Joaquín Xirau detecta en el universo lo describe como “el escenario de una aventura trascendental”36, la cuantificación del mundo que deriva de la ontología positivista no deja espacio para la misma.
De la misma manera, la concepción cientificista del universo no sólo disuelve bajo un marco cuantitativista la aspiración trascendental del hombre, sino también la propia consistencia ontológica del tiempo en el que aquella debía desplegarse. Entroncando con las aporías y tensiones conceptuales anteriormente desarrollas, en el próximo apartado elaboraremos las claves de esta disolución de la temporalidad diagnosticada por Joaquín Xirau.
Declinar las consecuencias del marco ontológico positivista anteriormente esbozado en relación al problema del tiempo no resulta extraño a la perspectiva de Joaquín Xirau. Desde su punto de vista, el esclarecimiento de las cuestiones relativas al ser y a la estructura ontológica del mundo refiere directamente al problema del tiempo, de la misma manera en que las disquisiciones en torno a la temporalidad dependen íntegramente de los presupuestos ontológicos desde los que las interpretan. Prueba de ello es que, a través de la cosmovisión cosificadora positivista que resulta incompatible con el ordo amoris, — como plantea en los primeros compases de “Volumen del tiempo” — “no sólo se destruye al ser, sino que de igual manera el tiempo y la existencia son aniquilados”37. En el fondo, este vínculo entre la comprensión del ser y la del tiempo se sostiene sobre la consideración de que bajo la cuantificación positivista de la realidad destaca una metafísica sustancialista, de acuerdo con la cual la estructura ontológica del mundo descansa sobre entidades permanentes e inmóviles. Es decir, sobre la asunción según la cual “las cosas del mundo tienen un aspecto pasajero y una sustancia permanente”38. La ciencia positiva, en su matematización de la realidad, degenera en un “acosmismo” de acuerdo con el cual aquello que de la realidad es cognoscible resiste incólume al paso del tiempo, convirtiendo a esta variable en irrelevante. Así lo sintetiza en “Volumen del tiempo”:
Los números y ecuaciones numéricas son virtualidades puras. Su independencia con respecto al tiempo y el hecho de que nunca son dadas como «presencia» las coloca más allá de la realidad. Son atemporales, no eternas […] Estas consideraciones explican la facilidad con que las ciencias físico-matemáticas dan lugar a una especie de acosmismo39.
Todo ello conduce a Joaquín Xirau a destacar en qué medida las diferentes lecturas que se enmarcan bajo las teorías positivistas, relativistas, subjetivistas, etc., que somete a crítica, conducen a una disolución de la temporalidad, o lo que es lo mismo, a “introducir la «nada» como presencia positiva y activa”40. En este sentido, Joaquín Xirau desarrollará las formas en que se materializa dicha nihilización del tiempo que entroncará con las aporías del mismo que hemos recogido al inicio de este texto. Desde su punto de vista, las diferentes interpretaciones del tiempo que son objeto de su crítica aspiran a fundamentar la efectividad del mismo en un estrato temporal específico: presente, pasado o futuro. Ahora bien, a lo largo de dicha justificación, en cada uno de ellos, en palabras de Sánchez Carazo, “el tiempo es tratado de tal forma que acaba siendo disuelto en el ser”41.
La primera de estas lecturas parte de la ya mencionada asunción según la cual, al carecer el pretérito y el pasado de sustrato ontológico, sólo el instante presente tiene efectividad. Como sostiene nuevamente en “Volumen del tiempo”: “La primera respuesta, la más natural y evidente, es aquella que lo refiere todo al presente. El presente es tiempo absoluto. No es posible concebir ni el pasado ni el futuro sin referirse a él. […] El ser es aquello que «es», no lo que «era» o lo que «será»”42. Ahora bien, ello no obsta para negar la inherente caducidad del propio instante presente. “El presente no puede mantenerse a sí mismo dentro de los límites del ser. Lo tengo ahora, aquí frente a mí. Pero en ese preciso instante se desvanece, se esfuma… del presente se desliza hacia el pasado y el pasado ya no «es»”43. Precisamente debido a ello, toda fundamentación del tiempo en el presente conduce a la negación del mismo, siempre que no haya asidero que garantice la permanencia del instante. Joaquín Xirau mantiene que esta comprensión es la que subyace al tiempo matemático del físico que lo descompone como el resultado de la adición de diferentes “ahoras”. En este sentido, tal y como Joaquín Xirau ha explicitado, a esta crítica al positivismo subyace la influencia de la teoría del filósofo Henri Bergson — a cuya exégesis se ha dedicado el filósofo catalán44 —, tal y como permea en sus trabajos Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia45 o Materia y memoria46. Así, Joaquín Xirau retoma de Bergson la lectura según la cual la pre-comprensión del tiempo como suma de instantes cuantificables que capta la razón físico matemático no da cuenta de sus rasgos específicos, es decir, de la «duración pura» bergsoniana. Al contrario, aquella no es sino la prefiguración del mismo que la superpone a las categorías con las que representamos el espacio cuantificable. Así lo plantea el pensador francés en su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia: “observemos que, cuando hablamos del tiempo, pensamos casi siempre en un medio homogéneo en que nuestros estados de conciencia se alinean, se yuxtaponen como en el espacio”47.
Siguiendo la crítica desarrollada por Joaquín Xirau, podemos apreciar en qué medida esta tentativa de encontrar un asidero permanente que no caduque con el tránsito temporal es el que ha conducido, también desde la propia razón físico-matemática, a localizar el eje de la temporalidad en el pasado. Al fin y al cabo, sólo el pretérito permanece como algo cerrado e inmutable, constituyendo la base de un conocimiento científico y universal sobre la realidad. Así lo plantea el pensador catalán: “Estrictamente hablando, nada «es» o existe en el presente; de ahí la posibilidad de predecir el futuro con certeza. Al hacerlo, sencillamente asumimos que en el futuro no habrá nada nuevo”48. Ello no sólo conduce al afianzamiento de una lectura determinista de la realidad, sino que niega también lo propio del tiempo que es el transitar de un estrato temporal a otro diferente. A través de la focalización en el pretérito “el tiempo queda esclerotizado”49.
Frente a ambas lecturas que Joaquín Xirau asocia a la razón físico-matemática positivista, el pensador catalán detecta también una tercera tendencia que interpreta la realidad del tiempo humano desde la referencia al futuro. Esta lectura es ejemplificada por el existencialismo heideggeriano desde su crítica a la metafísica de la presencia. Desde esta óptica, la realidad del hombre y su propia temporalidad se definen desde su condición de proyección hacia el porvenir, como un mero proyecto. En primera instancia, dicha condición podría superponerse con la antropología de Joaquín Xirau desde la cual “el hombre es un ser transitivo”50, lo que supone “proyección del pasado al futuro”51. Ahora bien, aquel transcurrir del hombre viene marcado, en el pensamiento del catalán, por un horizonte de esperanza que en el caso del existencialismo heideggeriano queda opacado y cerrado por la inevitabilidad de la muerte. Así lo recogía la famosa máxima heideggeriana de Ser y Tiempo: “La muerte es la posibilidad más propia del Dasein. El estar vuelto hacia esta posibilidad le abre al Dasein su más propio poder-ser, en el que su ser está puesto radicalmente en juego”52. En los siguientes términos recoge y sintetiza Joaquín Xirau la sombra que aquella posibilidad erige en torno a la temporalidad. “La nada y su presencia se mezclan con la experiencia que las revela; el cuidado, la preocupación, la angustia; en la superficie […] preocupación ante la incertidumbre de un futuro sin luz; en un nivel más profundo […] la terrible angustia que sabe cómo vivir en presencia de la muerte”53. Consecuentemente, la tentativa de anclar la consistencia del tiempo en el futuro lo retrotrae nuevamente a una «nada» en la que se encarna la muerte que nos aguarda.
Tal y como podemos concluir, tanto la ontología que conlleva la razón físico-matemática positivista como la alternativa que propone el existencialismo heideggeriano, conllevan una re-definición del tiempo que conduce al agotamiento y disolución de dicha experiencia. Ya sea por el carácter efímero de un presente que no permanece, por un pretérito inmóvil que sólo permanece o por la proyección de un futuro que sólo puede conducir al aniquilamiento de la muerte, la transitoriedad que subyace a la temporalidad queda siempre bloqueada.
El presente puro, puede decirse, hace que el tiempo se detenga. El pasado puro, por su parte, mata todo lo que toca. Dado que aún es «nada» el futuro tiene un efecto igualmente desastroso, y tiende una vez más a disolver el «tiempo» en la nada. Y en la nada no existen bases para la realidad, el tiempo o la existencia54.
Dada la conexión íntima entre metafísica y temporalidad que a esta argumentación subyace, la recuperación del tiempo exige de una relectura de la ontología. Así, en el siguiente apartado reconstruiremos de qué manera la metafísica del amor de Joaquín Xirau sienta las bases de una re-articulación del tiempo que aspira a superar las opacidades anteriormente diagnosticadas.
Pese a hecho de que el prematuro fallecimiento de Joaquín Xirau impidiera una mayor proyección de su interpretación sistemática en torno al tiempo, es posible leer el desarrollo de algunos aspectos de su metafísica desde la tentativa de superación de la disolución de la temporalidad anteriormente diagnosticada. En este sentido, reconstruiremos su propuesta desde su rechazo a una comprensión del tiempo, en general, y del presente, en particular, que lo prefigura como un recorrido lineal a través del cual todo futuro — que no es — va dejando atrás un pasado — que tampoco es. La sucesión del tiempo quedaría, en este marco, codificada por el carácter efímero del presente que terminaría contagiándose a la totalidad de los estratos temporales. El problema de dicha lectura radicaría en la conceptualización de la misma como una línea con un recorrido cuyo avance sólo va legando las trazas del pretérito. Por el contrario, desde la óptica de Joaquín Xirau, el tiempo no debe ser prefigurado desde un plano55, pues de aquel deriva una representación lineal del mismo que se ve atrapada en las dificultades anteriormente mencionadas. Como sostiene en “Volumen del tiempo”: “la realidad no es un ferrocarril cruzando llanuras”56. El tránsito lineal no constituye el marco para pensar el tiempo, sino para disolverlo. Frente a ello, el pensador catalán reivindica una ontología desde la que ni la realidad es cuantificable como objeto para el cálculo ni el tiempo es reductible al tránsito entre pasado, presente y futuro. Será esta una metafísica — prefigurada en relación al ordo amoris — a través de la cual la temporalidad no es representada desde el prisma de un plano, sino desde el volumen, que implica vínculos mucho más heterogéneos entre los estratos temporales. De acuerdo con esta metáfora, sostiene Sánchez Caroza, el tiempo no sigue un tránsito lineal, “el tiempo es una sucesión multidimensional”57 a través de la cual los diferentes estratos temporales se vinculan de forma heterodoxa entre sí. Partiendo de dicha condición, el objetivo en el que Joaquín Xirau aspira a profundizar era el de “penetrar en muchas direcciones del tiempo”58.
La lectura de Amor y mundo y Lo fugaz y lo eterno nos permite apreciar en qué medida la intervención de la eternidad en la historia posibilitada por el ordo amoris ofrece luz para superar, desde la perspectiva de Joaquín Xirau, las aporías del tiempo anteriormente desarrolladas. De acuerdo con su ontología, tras la realidad del universo no se encuentra un espacio geométrico matematizable, sino un impulso que imprime el acto divino a través del cual se materializa su perfección y amor en la realidad. Precisamente por ello, el ser humano aspira a participar en la perfección del ordo amoris. Ello afecta directamente al problema que tratamos. De la misma manera en que bajo la estructura del ordo amoris todo lo imperfecto aspira a instanciar la perfección, “las cosas del mundo adquieren su realidad y su valor porque aspiran eternamente a ser”59. Así, todo lo creado, pese a estar inmerso inicialmente en el torrente transitorio del tiempo que lo condena a ser efímero, participa de la eternidad. “En contraste con el devenir, encontramos la realidad de una presencia eterna”60. La proyección del acto amoroso del que participa Dios salva al presente de su propia caducidad al convertirlo en un momento de la eternidad a través del impulso que subyace a la realidad del tiempo y del mundo. Como recoge Albero Alabort: “el amor es tránsito constante del momento a la eternidad, eterna proyección de la eternidad en el instante”61. Desde esta perspectiva, la temporalidad participar de la eternidad del mundo y, gracias a ello, se salva de su disolución en la nada. Ello afecta profundamente al proyecto vital del hombre que se realiza en el entorno voluminoso del tiempo. Al fin y al cabo, la ontología basada en el ordo amoris que proyecta Joaquín Xirau constituye el escenario plástico y heterogéneo en el que el hombre aspira a realizarse, por lo que la remisión del instante presente a la eternidad prefigura totalidad de la temporalidad de forma antinómica a su caracterización aporética. En primera instancia, la ontología de Joaquín Xirau permite declinar el presente en su condición de tránsito hacia el futuro. “El acto de creación se proyecta hacia delante, hacia el futuro”62. Ahora bien, esta proyección en el porvenir no conduce a la disolución de la temporalidad en la nada que Joaquín Xirau había diagnosticado en el existencialismo de Heidegger. Al fin y al cabo, la reverberación de la eternidad en el presente articula un anhelo de trascendencia que no se ve clausurado por la muerte, al depender del acto amoroso de Dios que subyace a la realidad del mundo. La orientación hacia el porvenir que estructura el tiempo no se ve, por lo tanto, opacada por la muerte, sino revitalizada por la esperanza63. Tal y como plantea Joaquín Xirau en Amor y mundo: “el hombre es un ser transitivo. Pero el tránsito supone proyección del pasado al futuro y aspiración infinita, esperanza”64. A través de su condición de creatura de Dios, el tiempo que subyace a la historia del hombre es prefigurado como formando parte de la “constitución de un orden ideal, intemporal y eterno”65. La historia del ser humano bascula a lo largo de una compleja dialéctica entre tiempo y eternidad, a través de la cual el primero termina superponiéndose al segundo. La multidimensionalidad del tiempo que se evidencia, desde la perspectiva de Joaquín Xirau, en la percepción inmediata del mundo, se traduce en la referencia del presente a un futuro que no tiene límite alguno. En el interior del universo creado bajo el ordo amoris la subjetividad del hombre participa, en tanto creatura, de la perfección, infinitud y eternidad, lo que apunta a la resolución de las aporías del tiempo anteriormente diagnosticadas.
Tal y como podemos concluir mediante el análisis de las tesis de Joaquín Xirau, su ontología y teología del amor proporcionan herramientas para desentrañar los problemas filosóficos diagnosticados en torno al tiempo. Ya que ofrece una respuesta a la principal dificultad que tras ellos se bosquejaba: la caducidad del presente al que hace remitir la serie temporal. La derivación del tiempo desde el acto creador de Dios imprime una referencia a la eternidad mediante la presencia de un horizonte de futuro indefinido que redefine la propia consistencia del tiempo. La temporalidad pliega, por lo tanto, el instante presente hacia un horizonte temporal diferente. Es precisamente la noción de «horizonte» la que capta la especificidad de la temporalidad tal y como la concibe Joaquín Xirau frente a su prefiguración desde una línea o un plano. Así lo plantea en «Volumen del tiempo»:
Todas estas dimensiones pueden ser descritas como dimensiones «horizontales», en cuanto se funden en horizontes infinitos, latentes — aunque no en el sentido geométrico; aquí también la noción de horizonte es previa a la de línea o la de plano horizontal. Nuestra experiencia inmediata presente surge y vive, mengua o se expande, latiendo siempre con el pulso de estos horizontes66.
Es imposible negar que la prematura y trágica muerte de Joaquín Xirau impidió un desarrollo mucho más concreto y específico de sus argumentos en torno a la consistencia ontológica del tiempo, en relación con su metafísica basada en el ordo amoris. Pese a ello, tal y como hemos explicitado a lo largo de estas páginas, es posible encontrar en su obra filosófica los suficientes indicios y herramientas como para ofrecer una tentativa de resolución de las aporías filosóficas asociadas a la experiencia del a temporalidad. Con independencia de la discusión en torno a las premisas ontológicas de su aproximación, ella nos ofrece tres aportaciones especialmente relevantes a la hora de ofrecer luz en torno a estos problemas tal y como han sido abordados por nuestra tradición filosófica.
En primer lugar, la lectura que se articula desde el pensamiento de Joaquín Xirau enfatiza de forma particularmente tenaz los vínculos entre nuestra precomprensión del ser y la definición del tiempo. Al fin y al cabo, la conexión directa entre la cuantificación de la realidad por parte del positivismo y la disolución del tiempo y el presente en el no-ser, así como aquella que se traza entre la recuperación del mismo en una permanencia eterna y la metafísica del ordo amoris que propone Joaquín Xirau, evidencian de qué manera ambas cuestiones están íntimamente entrelazadas.
En segundo lugar, una vez vinculada la constitución de la temporalidad con el trasfondo metafísico que a aquella subyace, la concepción del mundo que proyecta Joaquín Xirau ofrece una particular perspectiva que transita entre el “tiempo cosmológico” y el “tiempo psicológico” al que aludía Paul Ricoeur. Al fin y al cabo, la consistencia de la temporalidad no deja de depender de la estructura ya dada de la realidad. Ahora bien, al articularse bajo el ordo amoris, aquella se configura como el entorno plástico y heterogéneo en el que el hombre aspira a desarrollar sus anhelos trascendentales. La consistencia ontológica misma del tiempo parece bascular, por lo tanto, entre una realidad objetiva y subjetiva cuyas hibridaciones tienen su máxima expresión en la identidad entre Ser y Valor anteriormente bosquejadas desde Amor y mundo.
En última instancia, la remisión de la reflexión sobre el tiempo a un entramado teológico y al anhelo de trascendencia que aquel permite constituye un asidero metafísico fundamentalmente contra el agotamiento del presente en el que se diluía la totalidad de la temporalidad. Al fin y al cabo, todo lo creado, incluido el propio tiempo, termina siendo interpretado desde el horizonte de futuro que ofrece la intervención de la eternidad divina. El no-ser en el que parece quedar aniquilada la temporalidad se refigura desde un entramado ontológico permanente que define la consistencia del tiempo, lo que hace reverberar bajo su tránsito la presencia de una eternidad que permitiría, desde la perspectiva de Joaquín Xirau, salvarlo de sus propias aporías.
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De la siguiente forma concluye su ensayo “El volumen del tiempo”: “Por medio del amor y del espíritu reúno al mundo, con todas sus dimensiones y horizontes. Sólo en la dimensión ilimitada de la vida interior pueden estas estructuras encontrar significado. Esto último, sin embargo, requiere de un estudio más detallado y profundo. Sólo podemos reservarlo para una ocasión futura”. Joaquín Xirau. Obras completas I, 377. Como sabemos, dicha ocasión nunca llegó a darse.↩︎
Joaquín Xirau. Obras completas I, 133-261.↩︎
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Joaquín Xirau, Obras completas I, 171.↩︎
José Luis Abellán, El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939, (México: FCE, 1998), 51.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 334.↩︎
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Joaquín Xirau, Obras completas III, 347.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 273.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 395.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 121.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 364.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 361.↩︎
Sánchez Carazo, “Joaquín Xirau: una filosofía de ultimidades,” 462.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 362.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 362.↩︎
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Sánchez Carazo, “Joaquín Xirau: filosofía de ultimidades,” 465.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 243.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 243.↩︎
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Joaquín Xirau, Obras completas I, 367.↩︎
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Joaquín Xirau, Obras completas I, 369.↩︎
Sánchez Carazo, Xirau, 34.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 376.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 141.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 362.↩︎
Gonzalo Albero Alabort, Persona, amor y sentido, 42.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 366.↩︎
Marcos Suances, Historia de la filosofía española contemporánea (Sevilla: Síntesis, 2006), 145.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 243.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 273.↩︎
Joaquín Xirau, Obras completas I, 376.↩︎