e-ISSN: 1988-2564
ESTUDIOS
Resumen: A diferencia del grueso de los escritores de su tiempo, René Descartes no se ocupó de la política más que de manera marginal. En este artículo se ensayan dos vías de reconstrucción teológico-política de la filosofía política cartesiana a partir de lo expuesto por Carl Schmitt en sus trabajos sobre teología política. De ellos se pueden derivar dos modos distintos de pensar la teología política. Procediendo a partir del primero de estos modos, expuesto en 1922, Descartes acaba situado entre los defensores del absolutismo, apareciendo su eventual pensamiento político muy próximo al desplegado por Thomas Hobbes; en cambio, las matizaciones de las tesis de 1922 sobre teología política que el jurista lleva a cabo pasadas casi cinco décadas invitan a pensar una política cartesiana que restringe el poder absoluto del rey.
Palabras clave: Descartes, filosofía política, Modernidad, Secularización, teología política.
Abstract: In contrast to most of the writers of his time, René Descartes was only marginally concerned with politics. This paper attempts two ways of theological-political reconstruction of Cartesian political philosophy based on Carl Schmitt's work on political theology. Two different ways of thinking about political theology can be derived from them. Proceeding from the first of these ways, set out in 1922, Descartes ends up placed among the defenders of absolutism: his eventual political thought appearing very close to that of Thomas Hobbes; however, the nuances of the 1922 theses on political theology that the jurist carries out after almost five decades invite us to think of a Cartesian politics that restricts the absolute power of the king.
Keywords: Descartes, Modernity, political philosophy, political theology, secularization.
Sumario: 1. Descartes y el pensamiento político moderno • 2. El Descartes de Schmitt: unicidad divina y monarquía absoluta • 3. Posibilidad de una teología política no-moderna • 3.1. Dos modos de pensar la teología política • 3.2. Alcance político de las discusiones sobre la omnipotencia divina • 4. La filosofía política cartesiana como teología política no-moderna • 4.1. Un mundo sin milagros • 4.2. Descartes contra la política del Deus fallax • 5. Conclusión: ambigüedades del monarquismo cartesiano • Referencias
Cómo citar: Quintela González, H. (2025). Qué puede Dios y qué el monarca: dos vías de reconstrucción teológico-política de la filosofía política de Descartes. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 42(1), 25-37. https://dx.doi.org/10.5209/ashf.92970
Considerado el inaugurador de “la cultura de los tiempos modernos, [d]el pensamiento de la nueva filosofía”1, no es tarea fácil encontrar un manual dedicado a la historia de la filosofía política que se detenga en Descartes. Comparar el corpus cartesiano con la obra de los principales escritores de su tiempo permite detectar una anomalía: el autor de las Meditaciones metafísicas no dio a imprenta ni legó a la posteridad tratado político alguno. No extraña que las contadas historias de la filosofía política que se ocupan del pensamiento de Descartes se vean obligadas a hacerse cargo de la presunta apoliticidad del filósofo francés. Como señala Richard Kennington en una de ellas, el filósofo de la Turena no llevó a cabo ninguna discusión temática de cuestiones políticas ni tampoco, cauteloso, publicó en su propio nombre elogio o censura de ninguna filosofía política2. No deja de resultar curioso que uno de los escritores mejor informados de su tiempo no haya abordado más que de manera marginal temas políticos, cuando la política atraviesa la práctica totalidad de la escritura pública y privada de la primera Modernidad. En el siglo XVI europeo se produjo una eclosión del pensamiento político, pero la abundancia de reflexión política se mantiene durante el siglo del Barroco de manera no menos rica e intensa. Pensar la legitimación de la autoridad política, el fundamento último del poder o su ausencia o el ordenamiento racional de la cosa pública fueron algunos de los asuntos que afloran en las mejores páginas de la primera Modernidad. A duras penas comparecen en la escritura cartesiana.
La abstención política de Descartes no resulta extraña sólo con respecto a la producción textual de sus contemporáneos, sino a la de todos los pensadores de relevancia anteriores a él. Tenía razón Raymond Polin cuando afirmaba que es pertinente preguntarse “si, de todas las grandes filosofías, la de Descartes es la única que no da lugar a una política”3. El silencio político de Descartes parece perturbar también el sentido general de su propio esfuerzo: sorprende que aquel que quiso levantar el edificio del conocimiento humano desde bases tan sólidas como nuevas no encontrase en él habitación para algo tan ineludible como la política. En su célebre metáfora botánica sobre la taxonomía del saber4, Descartes establece que la filosofía es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, siendo la física su tronco. En esta metáfora, el francés le reserva a la moral, a la mecánica y a la medicina un lugar de relevancia, pero a la política no le reserva ninguno.
Debido a su carácter borroso, solamente en su reconstrucción el pensamiento político cartesiano alcanza cierta nitidez. Tal reconstrucción puede llevarse a cabo de distintas maneras. En un ensayo acerca de la moral cartesiana, Henri Gouhier enumeró tres grupos de motivos que permiten plantear la cuestión política en Descartes: aquellos que revelan la actitud del francés respecto del mundo social y político de su tiempo, los fragmentos textuales donde se expresa esta actitud en preceptos generales, los muy raros momentos en los cuales Descartes aborda una teoría política5. Ahora bien, además de atendiendo a la actitud personal del filósofo y, parafraseando a Polin, además de reuniendo los indicios de índole política que se encuentran dispersos a lo largo del corpus cartesiano con el objetivo de determinar si constituyen elementos que sirvan a nuestro propósito, es posible derivar una política de la filosofía del francés o darle a ésta un significado político específico.
La vía de reconstrucción de la filosofía política de Descartes que pretendo ensayar es una vía teológico-política. Este camino explora, como se ha dicho en un reciente trabajo, el “carácter en cierto sentido político que manifiesta la metafísica toda” del autor del Discours de la méthode o, dicho de otro modo, la posible continuidad entre metafísica y política cartesianas6. En sentido general, hablar de “teología política” es aludir al problema de las relaciones entre política y religión y, en particular, a la analogía entre el gobierno divino y el humano7. Pierre Guenancia ha señalado que la comparación entre Dios y el rey es uno de los lugares comunes más antiguos del pensamiento teológico y político, “el símbolo mismo de su incesante intercambio”8; lugar común de larguísimo recorrido que en el siglo XVII se llega a convertir en una suerte de cliché9. No obstante, “el tema [de la teología política], tal como hoy suele presentarse, fue introducido por Carl Schmitt en 1922”10. La complejidad del concepto de “teología política” y sus heterogéneos usos no impide afirmar que la popularidad que ha llegado a alcanzar este sintagma se debe a su puesta en circulación por parte de Carl Schmitt en su estudio Politische Theologie. Vier Kapitel zur Lehre von der Souveränität, publicado en 1922, pero también al renovado impulso que le dio a la trayectoria del concepto Politische Theologie II. Die Legende von der Erledigung jeder Politischen Theologie, trabajo de 197011. Por lo tanto, como afirma Carlo Galli, si en sentido estricto no se debe a Schmitt la invención del concepto12 sí se le debe, en cambio, su reinvención13. La discusión contemporánea sobre teología política no se entiende sin la irrupción del trabajo de Schmitt: su influencia ha sido tal que no resulta fácil hablar de teología política hoy sin atender a los planteamientos schmittianos y a su recepción.
La reconstrucción teológico-política de la filosofía política de Descartes se ensayará en dos direcciones que contiene esta vía. La primera de ellas se centra en la manera que tiene Carl Schmitt de hacer comparecer a Descartes en su trabajo de 1922 sobre teología política14; la segunda ofrece otra lectura teológico-política de la filosofía del francés, hecha a partir de las matizaciones a las tesis de los años 20 que el jurista alemán lleva a cabo pasado casi medio siglo. El interés de la mencionada vía dupla reside tanto en su novedad, pues es un camino acaso menos trillado que muchos de los que han servido a este propósito, como en el rendimiento que se obtiene en el tránsito reconstructivo. Esta opción hermenéutica, tanto en uno de los sentidos como en el otro, da razón del silencio político de Descartes ofreciendo una interpretación de su pensamiento político coherente con el conjunto de escritos cartesianos y con el contexto socio-político en el que éste aparece inscrito. Acaso tal cosa dificulte que el intérprete finja al verdadero Descartes15 o ayude a que evite forjar el suyo propio a partir de sus convicciones16. Asimismo, el ejercicio de reconstrucción de la política cartesiana en clave teológico-política permitirá evaluar la idoneidad de aproximarse a la política moderna a partir de dos modos distintos de pensar la teología política. Por último, cabe destacar que la vía teológico-política involucra –por más que no se pretenda entrar aquí en ello– una consideración sobre el sentido histórico-filosófico de la Modernidad17. Dado que no es sino Descartes quien contribuye de manera decisiva a establecer la gramática que configura la Modernidad triunfante –dado que la obra del francés informa su espacio teórico–, inquirir cuál pueda ser la filosofía política cartesiana habrá de servir para ofrecer un diagnóstico de la integridad del gesto moderno.
En el primero de sus escritos dedicados a la teología política, Schmitt afirma que los principales conceptos políticos modernos son fruto de la secularización de determinados conceptos teológicos. De este proceso se derivaría la asunción, por parte del soberano moderno y en el espacio político, de los atributos propios de la divinidad. Entre ellos y de manera destacada la omnipotencia divina, aterrizada políticamente como potestas absoluta in terra.
Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no sólo por razón de su evolución histórica, en cuanto fueron transferidos de la teología a la teoría del Estado, convirtiéndose, por ejemplo, el Dios omnipotente en el legislador todopoderoso, sino también por razón de su estructura sistemática, cuyo conocimiento es imprescindible para la consideración sociológica de estos conceptos.18
Si bien sería posible rastrear la matriz teológica de otros conceptos a los que Schmitt no alude aquí y que involucra la construcción del Estado moderno –acaso el indulto esté vinculado con la gracia–, aquellos de la esfera jurídico-política a los que se refiere expresamente el alemán son tres: soberanía, estado de excepción y decreto. Esta constelación conceptual y su estructura sistemática encuentra su correlato teológico en la tríada de conceptos formada por Dios omnipotente, milagro y dogma. Tal y como afirma la célebre definición que proporciona Schmitt, “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”19, teniendo el “estado de excepción […] en la jurisprudencia análoga significación que el milagro en la teología”20. Soberano es quien, situado en un lugar trascendente respecto del ordenamiento jurídico y por eso mismo, está en condiciones de suspender o producir ley. Esto implica que la institución de un sistema jurídico o el acto de decretar el estado de excepción no descansan sino en la decisión libre, arbitraria del soberano. No hay, pues, fundamento otro para la política, pues no hay norma ni verdad que sea anterior a la voluntad soberana. El soberano moderno sería un secularizado del concepto moderno de Dios omnipotente, trascendente y único. El soberano es trascendente respecto del orden jurídico como Dios lo es de una naturaleza a la cual –y a cuyas leyes– ha dado libremente existencia y libremente mantiene en el ser. Esta conceptualización de Dios, que en nada repugna a la mayor parte del pensamiento de la primera Modernidad, implica que la divinidad puede quebrar en cualquier momento el orden natural que había instaurado, o alterarlo indefinidamente o sustituirlo por otro distinto.
Para alcanzar semejantes resultados en esta suerte de genealogía de la política moderna, Schmitt se sirve de una metodología original que denomina “sociología conceptual”. Específicamente calibrada para moverse en el nivel del concepto, la sociología schmittiana permite detectar identidades sustanciales entre esferas en principio tomadas por heterogéneas. En la primera parte de su Teología política, la sociología del concepto de soberanía que despliega Schmitt muestra que las esferas de la teología y de la política son sustancialmente idénticas en virtud de la evolución histórica de los conceptos que encierran y las informan y de su estructura sistemática. Así pues, la tríada de conceptos soberanía, estado de excepción y decreto, esenciales para la moderna teoría del Estado, es estructuralmente idéntica a la tríada que conforma el corazón de la teología o de la metafísica de la primera Modernidad, aquella que tiene como núcleo el llamado por Schmitt “Dios del teísmo”21: Dios, milagro, dogma.
No obstante lo apuntado hasta ahora, el rendimiento que el jurista de Plettenberg obtiene de su investigación sociológico-conceptual es mayor. En cuanto la sociología conceptual asocia la estructura conceptual propia de la forma política hegemónica de determinado periodo histórico con la común representación metafísica del mundo durante el mismo momento, lo que desvela es el espíritu de ese mismo tiempo, el sentido común, aquello que resulta evidente.
[P]ertenece […] a la sociología de la soberanía de aquella época mostrar que la existencia histórica y política de la monarquía correspondía al estado de conciencia de la humanidad occidental en aquel momento, y que la configuración jurídica de la realidad histórico-política supo encontrar un concepto cuya estructura armonizaba con la estructura de los conceptos metafísicos. Por eso tuvo la monarquía en la conciencia de aquella época la misma evidencia que habría de tener la democracia en época posterior […]. La imagen metafísica que de su mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la organización política que esa época tiene por evidente. La comprobación de esa identidad constituye la sociología del concepto de la soberanía. Ello nos demuestra que, en realidad […], la metafísica es la expresión más intensa y más clara de una época.22
El sentido común del siglo del Barroco se corresponde a la perfección, según arroja la investigación de Schmitt, con la imagen metafísica del mundo que proyecta la filosofía cartesiana. Aludiendo a distintos fragmentos donde Descartes expresa la identidad casi perfecta entre monoteísmo y monarquía, el jurista identifica Dios cartesiano con Dios del teísmo. El monarca cartesiano habría de ser pensado entonces a partir de su vinculación con el voluntarismo metafísico del francés, cuyos ingredientes fundamentales son la omnipotencia y la libertad divinas. En consecuencia, el rey cartesiano se dibuja como soberano absoluto, legislador único cuyo poder es irresistible y cuya voluntad libre –cuya decisión– es la única fuente de producción y mantenimiento de norma.
Atger apuntó que en la teoría del Estado del siglo XVII, el monarca se identificaba con Dios, y el Estado ocupa análoga posición a la atribuida a Dios dentro del mundo en el sistema cartesiano: “Le prince développe toutes les virtualités de l’État par une sorte de création continnuelle. Le prince est le Dieu cartésien transposé dans le monde politique”. La bella disquisición del Discurso del método es un valioso ejemplo de cómo a través de las nociones metafísicas, sociológicas y políticas se transparenta esa identidad casi perfecta, psicológicamente en primer lugar (y fenomenológicamente para un fenomenólogo), y cómo en todas ellas se postula el soberano como unidad personal y motor supremo […]. Las obras creadas por muchos maestros no son tan perfectas como las elaboradas por uno solo. “Un seul architecte” debe construir una casa, una ciudad; las mejores constituciones son obra de un solo legislador inteligente, “sont inventées par un seul”, y, en conclusión, un Dios único gobierna el mundo. Como en una ocasión escribiera Cartesio a Mersenne: “C’est Dieu qui a établi ces lois en natura ainsi qu’un roi établit les lois en son royaume”.23
De ser esto así, dada la relación tan estrecha que mantendrían metafísica cartesiana y sentido común barroco, exponer su filosofía política de manera explícita habría resultado ocioso: todo lector mínimamente informado habría sabido reconocer sin mayor esfuerzo cuál es la política de Descartes atendiendo únicamente al despliegue de su metafísica24.
Algunas de las tesis que Schmitt sostiene en 1922 han de referirse a lo dicho en una conferencia que pronunció en Barcelona en el año 1929, titulada Das Zeitalter der Neutralisierungen und Entpolitisierungen y recogida luego en Der Begriff des Politischen. En ella, el jurista alemán “refracta sobre la cultura el principio, en verdad arquitectónico de su pensamiento, de que el antagonismo es el verdadero motor de la política”25. Lo que Schmitt propone en esta conferencia es la coexistencia pluralista de “esferas espirituales” distintas que, en constante polémica, pujan entre sí buscando convertirse en el “centro de gravitación espiritual” de una época. De este modo, el espíritu de un momento histórico estaría determinado por la esfera que ocupa este lugar de privilegio. La historia no es sino la historia de esta relación conflictiva entre esferas –y de los breves intervalos de neutralidad que se abren en los periodos de estabilización, producidos cuando una esfera logra convertirse en hegemónica–. Según Schmitt, el desplazamiento producido entre los siglos XVI y XVII, en virtud del cual la esfera de la teología deja de reinar para ser sucedida por la esfera de la metafísica, es especialmente relevante para la historia de la cultura europea. Pues la historia de la Modernidad europea que desde ese momento se dispara ha de comprenderse como un proceso de secularización que encuentra su inicio en la teología y desemboca, finalmente, en la economía.
Hagamos un repaso de las etapas que ha recorrido el espíritu europeo en los últimos cuatro siglos, así como de las diversas esferas espirituales en las que encontró en cada caso el centro de su existencia humana. Son cuatro grandes pasos simples, seculares. Se corresponden con los cuatro siglos y van de lo teológico a lo metafísico, de allí al moralismo humanitario, y de éste a la economía.26
Según Schmitt, “lo que existe siempre es […] una cierta coexistencia pluralista de etapas que ya han sido recorridas”27, cosa que confirma la contemporaneidad de lo actual y lo inactual. Es, pues, bien posible, como quiso el propio Schmitt28, leer Teología política a partir de la filosofía de la historia o la teoría de la secularización que se despliega en esta conferencia. Según la tesis schmittiana, la Modernidad europea estaría determinada por la constelación conceptual propia de la esfera teológica –esfera dejada atrás en el siglo XVII–. Este nuevo horizonte se forja a partir del molde proporcionado por la teología, espacio teórico cuya estructura conceptual se desplaza o se transfiere al espacio jurídico-político. El moderno concepto de soberanía habría sido producto de estas transferencias.
Ahora bien, la interpretación histórica del proceso de secularización que Schmitt establece en la primera parte de su Teología política parece indicar que la “transferencia” (übertragung) de conceptos teológicos a la esfera de lo político se refiere a un proceso de secularización en sentido fuerte. El de secularización es un concepto complejo, sobrecargado, que alberga sentidos antitéticos. La historia de este concepto29 nos enseña que, nacido en la Francia del siglo XVI, tuvo en primer lugar un uso técnico dentro del campo de la jurisprudencia: “secularización” designaba la conversión de personas o bienes eclesiásticos en seculares. Con el paso de los siglos el concepto de secularización se convirtió, fruto de una ampliación semántica producida en el siglo XIX, en categoría genealógica de la Modernidad o en categoría de comprensión histórica. En palabras de Jean-Claude Monod, pasó a referir el movimiento de fondo de la Modernidad30. Así es como adquiere una dimensión filosófica que desborda su sentido inicial como término cuya aplicación se llevaba a cabo en el ámbito del Derecho. El uso filosófico del concepto de secularización se declina en dos sentidos: secularización como transferencia de contenidos teológicos al horizonte temporal y secularización como liquidación de la herencia cristiana. Bajo la primera de estas categorías caería la teología política de Schmitt.
El sentido último de la secularización schmittiana no se presenta, sin embargo, de manera aproblemática, ni su dilucidación supone un ejercicio exento de dificultades. Como señaló Jean-François Courtine, la teología política de Schmitt presenta dos facetas: una tiene que ver con la tesis de la secularización como transferencia o derivación y la segunda con la tesis de la analogía o afinidad estructural de esferas heterogéneas31. Dos facetas cuyo dudoso ensamblaje se vuelve fuente de equívocos: bien podría entenderse que la segunda faceta se deduce de la primera32. La tesis de la afinidad estructural atraviesa los dos trabajos sobre teología política, pero la primera tesis solamente aparece de manera explícita en 1922. En la primera parte de Teología política, el jurista alemán señala que la secularización de conceptos teológicos se debe a su evolución histórica, en la medida en que fueron transferidos históricamente de una esfera a otra, señalando a su vez que semejante proceso de secularización fue posible por razón de la estructura sistemática de los conceptos. En cambio, en la Teología Política de 1970 la tesis de la secularización se debilita y hasta desaparece –si bien hay que tener en cuenta que el alemán nunca se retracta de las tesis sobre la secularización formuladas en los años veinte33–.
A pesar de haber afirmado en 1922 que “sin el concepto de secularización no es posible en general comprender los últimos siglos de nuestra historia”34, Schmitt “olvida”35 en 1970 lo apuntado sobre la evolución histórica de los conceptos y se centra solamente en la segunda faceta, en la “análoga significación” que tiene los conceptos teológicos y los políticos en virtud de su estructura sistemática. “Todo lo que he dicho sobre el tema teología política son manifestaciones de un jurista sobre una afinidad estructural entre los conceptos teológicos y los conceptos jurídicos que se impone en la teoría y la práctica del derecho”36, escribía Schmitt en Teología política II. Parece tener razón Courtine: se diría que el jurista alemán opera en 1970 un “repliegue” con respecto a la tesis de 1922, sustituyendo la tesis fuerte de la derivación por la tesis de la afinidad o analogía estructural37.
La tesis de la afinidad estructural permite afirmar que el siglo del Barroco fue el siglo de “las complejas interconexiones verticales y horizontales de la realidad política con las nociones y las imágenes religiosas”; un momento histórico donde se produjo sistemáticamente una “mezcla de símbolos y alegorías, de paralelos y analogías, de metáforas, proyecciones y reyecciones de una esfera a otra”38. Según la tesis fuerte, la interacción entre esferas no sería tal, pues su relación no es activa bidireccionalmente: el tránsito –la transferencia– se habría producido en sentido único y descendente; la esfera de la teología habría descargado su contenido en la esfera de la jurisprudencia. Aunque se podría pensar que la afinidad estructural se debe al proceso de secularización, Hans Blumenberg ha señalado que alumbrar analogías teológico-políticas entre sistemas conceptuales pertenecientes a esferas heterogéneas no requiere necesariamente aceptar la tesis de la secularización39. Ahora bien, lo que no parecería entonces posible es afirmar la transferencia sustancial de contenidos de una esfera a otra, la vinculación genética de los contenidos de una esfera respecto de los contenidos de la otra. La teología política sería del orden de la retórica40.
Los problemas que presenta la conjugación de las dos facetas más arriba señaladas junto con la poca claridad que muestra Schmitt a este respecto justifican que la teología política se piense partiendo de la tesis débil y no de la fuerte. Como el propio Schmitt afirma en 1970, la propia estructura del término “teología política” indica que se está hablando de “un ámbito polimórfico” que cuenta con “dos lados diferentes, uno teológico y otro político”, cada uno de los cuales “posee sus conceptos específicos”; hay, pues, “muchas teologías políticas, pues hay muchas religiones diferentes y muchos tipos diferentes de política”41. Cabe añadir a esto que Schmitt parece admitir que el proceso de secularización es más complejo que como él lo plantea en 1922 o en 1929, pues también ha de tenerse en cuenta que en la historia del pensamiento se dan procesos de teologización42.
Esta manera de pensar la teología política permite establecer teologías políticas no-modernas. La teología política de carácter decisionista que emerge en el despliegue de la investigación schmittiana acerca de la soberanía sería un episodio teológicopolítico moderno: cabría, pues, no identificar sin más teología política con teología política moderna, pues episodios teológico-políticos se habrían dado tanto en el mundo premoderno como en el postmoderno43. La propia concepción histórica de Schmitt, la cual se hace cargo de la plural convivencia de estratos temporales, de la contemporaneidad de lo no contemporáneo, permitiría contemplar la posibilidad de que se formen analogías teológico-políticas dispares en periodos históricos concretos. En este sentido, sería posible establecer la coexistencia de teologías políticas de distinto cuño, declinadas algunas de ellas en sentido no-absolutista.
Un ejemplo de ello sería la teología política medieval que analizó el historiador Ernst H. Kantorowicz en The King’s Two Bodies (1957). En este estudio, Kantorowicz muestra cómo la figura del rey fue pensada de manera dual por distintos teólogos, filósofos y juristas durante la Edad Media. Una de las decantaciones de este dualismo medieval fue la doctrina de la realeza politicéntrica, según la cual el rey es un compuesto de dos cuerpos, uno natural y uno político. Tal dualidad fue llevada a su máxima expresión en la Modernidad temprana por los juristas Tudor, cuyo objetivo era obstaculizar el establecimiento de una tiranía o de un poder regio pretendidamente ilimitado44. Del análisis del historiador alemán se desprende que es posible determinar la aparición en la primera Modernidad de un pensamiento teológico-político medieval o medievalizante, si se prefiere, pero en todo caso no-absolutista.
Uno de los presupuestos de la investigación schmittiana tiene que ver con la asunción de la historicidad de los conceptos. Dado que es evidente que los conceptos permanecen a través de los siglos, que su vida es más larga que el tiempo que determinada esfera mantiene su hegemonía, los estratos semánticos que se pueden detectar al reconstruir su historia se corresponden con las múltiples resignificaciones fruto de la fricción entre esferas y de su periódico desplazamiento: el antagonismo también marca la historia de la semántica conceptual.
Entre todos los conceptos jurídicos, es el de soberanía el que más sujeto está a los intereses actuales. Suele señalarse el comienzo de la historia de ese concepto invocando el nombre de Bodino, pero no se puede afirmar que desde el siglo XVI el concepto haya experimentado un desenvolvimiento o un proceso lógico. Las etapas de su historia se caracterizan por las diversas luchas políticas, no por la progresión dialéctica inmanente al propio concepto.45
Schmitt considera que la historia del concepto de soberanía encuentra su génesis en la obra de Bodino. No obstante, parece posible prolongar hacia atrás el trazado de su historia. Según Schmitt, los centros de gravitación espiritual funcionan como irradiadores semánticos, pues “los conceptos específicos de cada siglo obtienen su sentido característico a partir de lo que en cada caso constituye el dominio o ámbito central”46. Por ello, la investigación históricoconceptual del concepto de soberanía debe atender a los estratos semánticos determinados por la teología, esfera dominante del mundo premoderno que pierde su dominio con el inicio del proceso histórico de secularización. La tesis de la afinidad estructural se sostiene en que la teología y la política comparten fundamento, radicado en un mismo concepto de poder47. Este es el motivo por el que conviene prestar atención al cambio en la comprensión de la potentia que se produce en el tránsito de la época medieval a la Modernidad temprana.
Según Bertrand de Jouvenel, el proceso de mutación semántica del concepto de soberanía comprende tres etapas articuladas mediante dos giros: el paso de una soberanía relativa, la monarquía feudal, a la soberanía absoluta, la monarquía del siglo XVII, y el paso de la monarquía absoluta a los regímenes arbitrarios debido a un nuevo progreso de la idea despótica48. Pero quizá sea posible espacializar en dos regiones lo que el politólogo francés despliega temporalizado en tres momentos: poder que se presenta como limitado y poder que se busca ilimitado. La soberanía premoderna, relativa o medieval sería la propia de la primera región. Según Jouvenel, “cuando se decía soberano, se entendía simplemente superior: éste es el sentido etimológico”49. Relacional y jerárquica, la concepción medieval de la soberanía expresa que cada hombre tiene un “superior”, pero también que el imperio que éste tiene sobre su “inferior” aparece incrustado en un detallado marco de derechos y deberes. El soberano medieval se encuentra sub lege: es servidor de una Ley anterior a él y que debe respetar y hacer respetar. En consecuencia, independientemente de que se le pudiese reconocer el poder suficiente para derogar derecho, el rey estaba sujeto a una red de patrones normativos que lo desborda50.
Esta noción de soberanía dará paso en el umbral de la Modernidad, cuando el modelo feudal se agota, a una forma de soberanía distinta y nueva: la soberanía moderna, elaborada con la vista puesta en conseguir neutralizar todo conflicto en época de guerra perenne. Este modelo de soberanía se correspondería con la segunda región y sería el propio del absolutismo monárquico del siglo XVII. Se formula ya diáfana, como apunta Schmitt, en la obra de Bodino. El jurista francés concibió la soberanía como un poder absoluto, inalienable, ilimitado y perpetuo, estableciendo que el soberano es la imagen de Dios sobre la tierra51. El soberano pasa a ser comprendido como legibus solutus, cuya voluntad es la única fuente de producción de ley. Parafraseando a Courtine, la ley pasa a definirse por su relación con la voluntad de quien la instituye: la ley es mandamiento, cuya fuerza deriva de la voluntad y del poder del legislador.52
Semejante mutación en la concepción del poder se produjo al compás de los cambios que tuvieron lugar en la comprensión de la potencia divina. La omnipotencia de Dios es un credo fundamental del cristianismo y una cuestión que la reflexión teológica no ha podido obviar, tempranamente asediada por las fricciones entre el poder de Dios y la existencia del mal en el mundo o la posibilidad humana de salvación por las propias obras. La cuestión de la omnipotencia divina fue un tema de discusión fundamental a lo largo de la Edad Media. En los siglos XVI y XVII el pensamiento sobre esta cuestión adquiere un indudable alcance político-jurídico vinculado a la eclosión de monarquías y Estados modernos53. Durante este periodo, el tratamiento teológico de la potentia Dei permitió derivar simultáneamente dos teologías políticas que subrayaban, cada una a su manera, el parecido entre el poder del soberano temporal y el poder de Dios.
En el seno de la reflexión medieval sobre la omnipotencia de Dios se desarrolla la distinción entre potentia ordinata y potentia absoluta, formulada en el intento de definir la omnipotencia de Dios y su relación con el mundo54. En términos generales, la potentia absoluta se corresponde con la potencia infinita de Dios, alude su carácter libérrimo y a la contingencia del mundo, pues se refiere al infinito ámbito de lo que Dios puede querer con independencia de lo que haya querido; la potentia ordinata es sin embargo finita, alude a la acción comprensible de Dios, al funcionamiento normal de las leyes que instaura y, en consecuencia, a la estabilidad del mundo, en cuanto se refiere a lo que en efecto es porque Dios así lo quiso. La distinctio afirma que Dios puede absolutamente, pero quiere libremente poder naturalmente. En definitiva, limita el poder infinito de Dios a un poder natural. Los juristas medievales establecerán que el monarca sigue el ejemplo divino gobernando de acuerdo con su poder reglado, aun cuando detente un poder absoluto que le permitiría virtualmente situarse al margen de la ley. El monarca actúa, pues, de potentia ordinata. Para contraponerla a la moderna o a la propuesta por Schmitt, a esta teología política se le podría llamar “medieval” o “amplia”55.
El moderno concepto de soberanía se halla vinculado a la concepción de Dios propia de la reflexión protestante que transita de Lutero a Calvino. Tal cosa ha sido señalada por Schmitt, para quien tanto el “concepto absoluto de Dios” de Calvino –lege solutus, ipse sibi lex, summa maiestas– como la teoría calvinista de la predestinación han influido, “con su decisionismo intrínseco”, en el concepto de soberanía desarrollado de manera muy destacada por Bodino56. El absolutismo teológico del nominalismo, cuyo pleno desarrollo se encuentra en la teología reformada –para la cual la distinctio no es más que una inútil y peligrosa sutileza escolástica57–, supone una radicalización de la potentia absoluta Dei. La teología de Hobbes arraiga en esta tradición, inspiradora de su pensamiento político, modelo más acabado de teología política moderna. El filósofo inglés despliega un pensamiento teológico-político que transfiere al soberano los atributos de un Dios que se reduce, en última instancia, a su omnipotencia. En el núcleo del poder irresistible del Dios hobbesiano se identifican poder y hacer y se unen potencia, que es potencia actual, y voluntad. Es consecuente con su concepción de la divinidad que Hobbes, como Calvino, defienda la predestinación: el poder absoluto de Dios no puede ser condicionado de ninguna manera58. Lo es también que no sea posible distinguir auctoritas de potestas. Así pues, “auctoritas, non veritas facit legem”, siendo la summa auctoritas no otra cosa que summa potestas59. Según se lee en la obra que le dedicó Carl Schmitt, de tal modo se entreveraban el monopolio de la producción de ley y el monopolio de la violencia en la teoría del Estado del filósofo de Malmesbury, cuyo resultado es el dios mortal, soberano que exige total obediencia. Salazar Carrión afirma que el Estado se presenta como dios mortal para enfatizar la supuesta naturaleza irresistible del poder soberano, su carácter absoluto: del mismo modo que Dios funda su derecho absoluto de mando sobre los hombres en la naturaleza ilimitada de su poder, “el Dios mortal que es el Estado funda sus derechos de mando en un poder casi igualmente ilimitado y por ende irresistible”60.
Frente a él no cabe derecho alguno de resistencia fundado en un derecho superior o distinto […]. Sólo Él castiga y premia. Él sólo, en virtud de su poder soberano, determina, por medio de la ley, qué sea derecho […] en las cuestiones de justicia y qué sea verdad y confesión en las cosas que afectan a la fe religiosa.61
La teología política medieval es anti-moderna en la medida en que no opera esta reducción. Se diferencia así de la teología política de corte moderno, que se corresponde, en efecto, con la desarrollada por Hobbes. Acaso también por Descartes: el Descartes político que arroja la investigación de Schmitt no parece, en suma, fácilmente diferenciable del autor del Leviathan62. Sin embargo y como señala Rivera, parece posible inscribir la filosofía política cartesiana en la corriente teológico-política no-moderna63. De ser esto cierto, el pensamiento político de Descartes, al menos en sus consecuencias, estaría menos próximo al pensamiento de Hobbes que al de los paladines de la Compañía de Jesús, como Francisco Suárez, cuyo pensamiento teológico y jurídico concilia la potestas absoluta divina con la ordenada y el libre arbitrio humano. Es cierto que Descartes rechaza explícitamente el uso de la distinctio, señalando en una carta a Mersenne que potentiam Dei ordinariam y potentia extraordinaria “no difieren en absoluto”64. Ahora bien, el punto central de este tipo de teología es que Dios ajusta libremente sus operaciones a las leyes que él mismo ha instaurado voluntariamente. El análisis de la conceptualización cartesiana de la divinidad enseña que el Dios que comparece en la metafísica del francés no está en condiciones sino de mantener el orden que ha creado libremente; nunca de quebrarlo, suspenderlo, sustituirlo por otro. La posibilidad de que se produzca un milagro ha sido excluida de la metafísica cartesiana65.
No obstante, Descartes se encuentra lejos de Suárez y del pensamiento jesuita en muchos aspectos. Su doctrina de la creación divina de las verdades eternas, formulada en su correspondencia con el mínimo Marin Mersenne durante la primavera de 1630, se opone a ciertas tesis teológicas de la Escuela. Los adversarios privilegiados de Descartes serían en este punto los jesuitas Suárez y Gabriel Vázquez, quienes sostenían la independencia de las verdades eternas respecto de Dios66. Pero en la concepción cartesiana de la divinidad no cabe nada anterior ni desligado de Dios, causa y fundamento ontológico de todo lo ente, trascendente respecto de una Creación en la que se incluyen tales verdades eternas: verdades lógicas, matemáticas, físicas y morales; creaturas que Dios mantiene en el ser en virtud de un ejercicio de creación continua. Tal y como señala Descartes en la Respuesta a las Sextas Objeciones –texto que nos traslada a las cartas enviadas por el filósofo a su amigo Mersenne en la primavera de 1630–, “es imposible que no haya nada que no dependa de [Dios], no solamente entre todo lo que subsiste, sino incluso que no haya orden, ni ley, ni razón de la bondad ni de la verdad que no dependa de Él; de otro modo […] no habría sido totalmente indiferente para crear las cosas que ha creado”67. Este Dios-voluntad, para el cual querer, entender y crear es todo uno68, es infinitamente libre siendo su voluntad invariable; las verdades que establece son, en consecuencia, inmutables y eternas69. Por lo tanto y al igual que Hobbes, Descartes rechaza la distinción entre potencia absoluta y ordenada, pero no para subsumir el querer en el hacer –queriendo eliminar así todo atisbo de impotencia en Dios–, sino para afirmar la bondad de Dios y la estabilidad del mundo. Como bien ha señalado Lomba, “la potencia absoluta de Dios, una vez ejercida en el acto de creación, solo puede manifestarse como potencia ordenada”70.
El Dios cartesiano es opuesto en este punto al Dios voluble del absolutismo teológico que hace surgir el nominalismo71. La traducción política de este Dios-tirano es el soberano barroco. Ejemplos de esta comprensión del poder lo son tanto el soberano que se deja ver en la obra de Hobbes como el que aparece en los escritos de Gabriel Naudé72, pensadores que anudan los hallazgos políticos de Maquiavelo y de Bodino. En el pensamiento político de estos escritores ocupa un lugar privilegiado el par teológico-político milagro-excepción. La caracterización de soberano que ofrece Schmitt incide en este punto: soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción, a lo que se podría añadir: “…al igual que Dios es Aquel que decide sobre el milagro”. El corazón de la analogía establecida entre Dios y el soberano temporal, a partir de la cual se despliega el análisis schmittiano sobre el Estado y Derecho modernos, no se encuentra sino en este preciso lugar: la relación del milagro con el estado de excepción73 o, dicho con Galli, la relación analógica establecida entre la soberanía como decisión en caso de excepción y el milagro74.
Cuesta encontrar un lugar tranquilo reservado a la decisión en la eventual política cartesiana: la metafísica del francés no permite pensar la secularización del milagro. El pensamiento cartesiano, a pesar de requerir un Dios que no es sino potencia creadora, lo hace de tal manera que ofrece “[…] una metafísica que destierra del mundo el milagro”, por decirlo con palabras de Schmitt; metafísica, como la deísta75, que “no [admite] la violación con carácter excepcional de las leyes naturales implícita en el concepto del milagro y producido por intervención directa”. De esta metafísica se sigue, añade Schmitt, la no admisión de “la intervención directa del soberano en el orden jurídico vigente”76. Que el sistema metafísico de Descartes rechace el milagro vuelve incómoda la lectura “teísta” de su Dios y, en consecuencia, el acabamiento barroco del monarca.
La naturaleza invariable de las verdades del mundo es solidaria de una concepción determinada de Dios. En virtud de tal concepción de Dios, y en cuanto Dios ha de ser sumamente perfecto, la suma bondad es uno de los atributos divinos. Descartes afirma que Dios es sumamente bueno y concluye, vinculando bondad y veracidad divinas, que Dios no puede ser falaz77. En las Meditationes de prima philosophia (1641) ha reflexionado Descartes sobre la posibilidad de que Dios lo sea, concluyendo que la hipótesis de un engañador omnipotente es autocontradictoria78. En esta obra de madurez conjuga Descartes dos figuras de la divinidad distintas: Deus fallax, hipótesis metafísica considerada en vistas a su posterior refutación y desarrollada para evitar negar la infinita bondad de Dios79, y Deus non fallax, ens perfectissimum y creator omnium que niega la condición de posibilidad del primero. El par Deus fallax-Deus non fallax es relevante porque los pensadores de la primera Modernidad saben que el Deus fallax sirve a una teología política moderna. Como apunta Rivera, “son los grandes defensores del Estado absoluto”, como los mencionados Hobbes o Naudé, “quienes proporcionan una noción técnica o instrumental de la mentira y el arcanum”80. Estos autores, favorables a los misterios de Estado, han de mantener la inestabilidad e incomprensibilidad de los decretos del soberano. El desdoblamiento del poder de Dios encuentra su correlato en el desdoblamiento de la voluntad divina: la potentia ordinata coincide con la voluntas Dei signi, propia del Dios neotestamentario que se atiene a los límites de la ley revelada y natural; y la potentia absoluta se identifica con la voluntas Dei beneplaciti, voluntad escondida u oculta propia del Dios del Antiguo Testamento, que se comunicaba con su pueblo a través de oráculos y obrando milagros81. Tal cosa no resulta ajena al texto cartesiano: en las Segundas objeciones, agrupadas por Mersenne, se asocia la mentira divina con la ocultación a los seres humanos de las verdaderas intenciones de Dios.
En cuarto lugar, negáis que Dios sea capaz de mentira o fraude; aunque, con todo, no faltan escolásticos que sostienen lo contrario, como Gabriel, o el Ariminense, y algunos otros, los cuales piensan que, absolutamente hablando, Dios miente; es decir, que transmite a los hombres alguna cosa en contra de su propia intención, y transgrediendo lo que Él mismo ha decretado y resuelto; como cuando, por medio de su Profeta, dice a los de Nínive, sin añadir condición alguna: Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida; y en otras ocasiones ha afirmado también cosas que luego no han sucedido, pues no ha querido que sus palabras se acomodasen a su intención y decreto. Y si ha endurecido y obcecado al Faraón, y ha puesto en los Profetas el espíritu de la mentira, ¿cómo podéis decir que no puede engañarnos? ¿No podría Dios proceder, en su trato con los hombres, como un médico lo hace con sus enfermos, o un padre con sus hijos, usando a menudo de engaños, aunque siempre prudentemente y con vistas a algo útil? Pues si Dios nos mostrase la verdad desnuda, ¿qué ojos, o mejor, qué espíritu tendría fuerza bastante para soportarla?82
Aquellos que comparten esta objeción piensan que Dios muestra su poder a través de la capacidad de engañar. Según Tullio Gregory, este fragmento ha de ser puesto en conexión con la “vetus opinio” según la cual Dios “potest omnia” que Descartes, en la primera de las meditaciones, dice tener anclada (infixa) en su mente83. El citado fragmento es valioso para aclarar el contexto histórico en el que se sitúa esta “vieja opinión”84: en ese pasaje se menciona una larga tradición escolástica que se ocupa del engaño divino, representada por Gregorio de Rimini o Gabriel Biel. Esto permite, por un lado, afirmar que la vetus opinio del Deus qui potest omnia –omnipotencia gracias a la cual puede Dios decipere et fallere– no es una hipótesis metafísica novedosa, sino una doctrina teológica precisa de la que Descartes tuvo que hacerse cargo85; por otro lado, permite aclarar el significado que ciertos lugares del texto cartesiano pudieron adquirir para los primeros lectores de las Meditationes, pues se ve que remiten a temas vivos de la cultura de aquel tiempo que arrastraban no obstante una larga historia86. Esto explicaría por qué en la traducción francesa de las Meditationes desaparece el epíteto “vetus”: dado que el público al que se dirigía esta nueva edición ya no se restringía a filósofos y teólogos familiarizados con estos asuntos, no habría sido necesario remitir, a través del uso de este adjetivo, a la idea de omnipotencia divina y a su tratamiento a partir de la distinción medieval entre potencia absoluta y potencia ordenada87.
El engaño divino y la omnipotencia de Dios son dos cuestiones que aparecen entreveradas. El tratamiento de la omnipotencia divina como potencia ilimitada, como potencia que alcanza a trastocar la conciencia lógica de los hombres, es la propia del Dios nominalista, identificado con el Dios de la vetus opinio88. No por casualidad asocia Blumenberg la hipótesis cartesiana del Dieu trompeur con el Dios de voluntad inescrutable propio del nominalismo, “oculto y no invocable como garantía de la certeza del hombre sobre el mundo”89. Como ha mostrado Gregory, la cuestión del engaño divino ocupa un importante lugar en la literatura teológica de la Baja Edad Media en buena medida debido a Ockham y a su tratamiento de la potentia absoluta de Dios y sus límites en su exégesis del credo in unum Deum Patrem omnipotentem90. En el contexto de la discusión ockhamista, la cuestión del engaño divino no parece sino un modo particular de las operaciones de un Dios que actúa al margen y en contra de las leyes lógicas, físicas y éticas que han sido teorizadas por la razón humana. Contra la opinión de numerosos teólogos, quienes asignaban al Diablo la función del engañador, los teólogos ockhamistas restituyen este poder a Dios admitiendo en este movimiento que el riesgo de existir inmersos en un universo trucado o amañado constituye la condición del hombre en un mundo suspendido a la voluntad insondable de Dios91.
Además de poner en duda la validez de la palabra revelada y de atentar contra la solidez del sistema cartesiano, un Dios semejante difícilmente puede contar con la suma bondad entre sus notas esenciales. En esta línea crítica se inscribe el esfuerzo de Gregorio de Rimini, quien no defendió la tesis que se le atribuye en la citada objeción, sino que recoge tal doctrina para refutarla92. Este teólogo polemizó contra ciertas consecuencias derivadas de la distinción entre potentia absoluta y potentia ordinata, pues, en virtud de ella, algunos teólogos recondujeron la autoridad de la tradición teológica y los argumentos presentes en las Escrituras al ámbito de la potencia ordenada. Por encima de ella y como expresión del obrar absoluto de Dios se situaba la potencia absoluta, en virtud de la cual y a pesar de seguir considerando a Dios fons veritatis y summun bonum, no había impedimento para que pudiese fallere et decipere93. Según Gregorio de Rimini, la potencia absoluta de Dios, expresión de la cual es la potencia ordenada, no puede ser de tal modo que involucre la negación de la identificación fundamental de Dios y Bien. Atribuir a Dios la capacidad de engañar de potencia absoluta sería tanto como negar su propia naturaleza94. Algo semejante sostiene Descartes en su defensa del “Dios verdadero, principio de toda verdad que no puede ser engañador”95: el filósofo francés identifica bondad y veracidad divinas; arguye que la voluntad de engañar comporta malitia e imbecilitas96, pero además añade que la imposibilidad de que Dios sea engañador es claramente constatable si se repara en que la forma o la esencia del engaño es del orden del no ser, hacia el cual es contradictorio que se oriente el soberano ser97. Así pues, la esencia del verdadero Dios no admite el engaño. En este punto se anudan moral, verdad y metafísica.
[U]n Dios engañador, un “principio de toda verdad” que hiciera pensar o creer a los hombres lo que es falso; un Dios mentiroso, un Dios “inmoral”, es un Dios imposible. Tan imposible como que Dios haya creado un mundo que se resuelva en una gran mentira. Un mundo constituido por la falsedad de la razón es tan imposible como un Dios que no hubiese decretado también una moral: un Dios engañador.98
Dar cuenta del carácter polimorfo de la teología política, de la heterogeneidad de trasposiciones o traducciones, redistribuciones o reorganizaciones de conceptos y estructuras que se dan entre el ámbito de la teología y el de la política permite considerar la figura del Deus fallax de las Meditationes como un dispositivo teológico-político que opera inmerso en la red de disputas acerca del poder absoluto del monarca y los arcanos de Estado. Los lectores de las Meditationes contemporáneos de Descartes remitían inmediatamente la hipótesis del Dieu trompeur a la tradición de disputas que arranca en la Edad Media acerca de los vericuetos de la omnipotencia divina; batería de escritos polémicos que la primera Modernidad había volcado sobre sí, como atestiguan las Segundas objeciones, en las cuales se puede vislumbrar, asimismo, su sentido netamente político99. Si esto es así, los lectores de las Meditationes sabrían qué posición política estaría criticando su autor y, por lo tanto y de manera negativa, qué perspectiva política defiende. Se trata de pensar si es o no posible negar a Dios omnipotente el poder de engañar, estando marcado lo que el soberano pueda por lo que puede Dios. La hipótesis cartesiana del Deus fallax ha de inscribirse, entonces, en un amplio contexto de disputas cuyo origen es rastreable en la discusión medieval sobre la omnipotencia de Dios, todavía vivo en la primera Modernidad, y donde se mezclan las dimensiones teológica, política, apologética y antilibertina100.
Los teólogos que combaten la tesis de la posibilidad del engaño divino tratan ante todo de destruir lo que perciben como el fundamento de la impiedad y del ateísmo contemporáneos, en la medida en que atribuir a Dios el poder de mentir les parece dañar irreparablemente la credibilidad de la Sagrada Escritura y de los artículos de fe y les parece que justifica el recurso a la mentira en la vida práctica. Ello es particularmente cierto en el caso de los “maquiavélicos” y los “políticos”, quienes enseñan el engaño o la mentira en nombre y en beneficio de la razón de Estado, y a quienes el concepto de Dios engañador les sirve como una suerte de subterfugio teológico.101
A partir de cada una de las dos partes de Politische Theologie es posible derivar una comprensión distinta de la teología política; las eventuales filosofías políticas cartesianas que acaban por ser reconstruidas en clave teológico-política a partir de este par de opciones resultan divergentes. Encontramos no obstante una convergencia relevante: Descartes habría estado comprometido con el principio monárquico. Pero el monarquismo cartesiano se resuelve no sin ambigüedades. He querido señalar ciertas tensiones propias de la declinación absolutista del pensamiento político de Descartes que permite las tesis de 1922 acerca de la teología política; también algunos de los problemas detectados en las propias tesis de Schmitt, discutidos ampliamente en la literatura schmittiana. No obstante, creo que es posible sostener, a pesar del rechazo cartesiano de los milagros y a pesar del carácter nuclear que en el argumento de Schmitt tiene la excepción, que la importancia que en el sistema de Descartes adquiere la potencia creadora de Dios es tan fundamental que la analogía sistemática que establece Schmitt entre la metafísica del francés y la forma política monárquica se mantiene firme102. También me parece posible apoyar la reconstrucción absolutista de la política de Descartes en diversos fragmentos del corpus cartesiano, como aquél de la epístola a Voetius donde el filósofo afirma que no está permitido pedir cuentas de sus juicios a quienes ostentan el poder soberano103.
Ahora bien, es importante subrayar la “indecisión final de Schmitt”104 entre el concepto histórico de secularización y la tesis de la afinidad estructural. A partir de las matizaciones hechas por Schmitt a la tesis fuerte sobre teología política y secularización propuesta en 1922 y a partir de la teología política amplia que se deriva de ellas, considero que no sólo es posible tomar en consideración que el monarquismo cartesiano podría declinarse en sentido no absolutista, sino que es preferible optar por esta hipótesis. A los problemas que presenta la vía absolutista, ya señalados, hay que añadir la posibilidad de poner en cuestión el presunto absolutismo cartesiano. Cabe alegar a este respecto que el monarquismo del francés bien podría involucrar mecanismos de limitación del poder regio. A sostener esta hipótesis contribuye la interpretación del par Deus fallax-Deus non fallax como un dispositivo teológico-político orientado a operar en los debates filosófico-políticos del tiempo de Descartes acerca de la naturaleza del poder del monarca.
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Richard Kennington, “René Descartes. 1596-1650”, en History of Political Philosophy, ed. Leo Strauss y Joseph Cropsey (Chicago: The University of Chicago Press, 1987), 421-422.↩︎
Raymond Polin, “Descartes et la philosophie politique”, en L’aventure de l’esprit. Mélanges Alexandre Koyré, II (París: Hermann, 1964), 382.↩︎
AT, IX-2, 14.↩︎
Henri Gouhier, “La philosophie de l’homme concret”, en Essais sur Descartes (París: Vrin, 1973), 253.↩︎
Pedro Lomba, Teo-racionalismo. Ensayo sobre la metafísica de Cartesio (Madrid: Guillermo Escolar, 2023), 87, 114.↩︎
Álvaro d’Ors, “Teología política: una revisión del problema”, en Revista de Estudios Políticos, 205 (1976), 41.↩︎
Pierre Guenancia, “Dieu, le roi et les sujets”, en Archives de Philosophie, 53 (1990), 403.↩︎
Francis Oakley, “La puissance absolue et ordonée de Dieu et du roi aus XVIème et XVIIème siécles”, en Potentia Dei. L’omnipotenza divina del pensiero dei secoli XVI e XVII, ed. Guido Canziani, Miguel Ángel Granada y Yves Charles Zarka (Milán: Francoangeli, 2007), 674.↩︎
D’Ors, “Teología política…”, 42.↩︎
Carl Schmitt, Politische Theologie. Vier Kapitel zur Lehre von der Souveränität (Berlín: Duncker & Humblot, 1996); Schmitt, Politische Theologie II. Die Legende von der Erledigung jeder Politischen Theologie (Berlín: Duncker & Humblot, 1970). Hay versión española de los textos, ambos incluidos en un solo volumen: “Teología política. Cuatro capítulos sobre la doctrina de la soberanía”, trad. Francisco Javier Conde, “Teología política II. La leyenda de la liquidación de toda teología política”, trad. Jorge Navarro, en Teología política (Madrid: Trotta, 2009). Haré referencias a los textos tanto en su versión española (TP1, TP2), como en la alemana (PT1, PT2).↩︎
Parece que la aparición del sintagma se debe a Varrón, quien distinguía tres géneros teológicos: la teología mística, la filosófica y la civil o política. Ya en el contexto moderno y además de en el célebre Tractatus Theologico-Politicus (1670) de Spinoza, encontramos la fórmula en un trabajo de Daniel Georg Morhof, Theologiae Gentium politicae dissertatio prima de Divinitate Principium (1662), y en otro de Simon van Heenvliedt, Theologico-politica Dissertatio (1662). Cf. Hent de Vries, “Introduction: Before, Around, and Beyond the Theological-Political”, en Political Theologies: Public Religions in a Post-secular world, ed. Hent de Vries y Lawrence E. Sullivan (Nueva York: Fordham University Press, 2006), 26.↩︎
Carlo Galli, “Las teologías políticas de Schmitt”, en La mirada de Jano. Ensayos sobre Carl Schmitt, trad. María Julia de Ruschi (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2011), 61.↩︎
La más completa reconstrucción de la filosofía política cartesiana realizada en este sentido de la que tengo constancia es la desarrollada por Pedro Lomba. En esta dirección ha trabajado también Luis Arenas. Cf. Pedro Lomba, “Historia y violencia: Presencia de Spinoza y Descartes en Carl Schmitt”, en Éndoxa, 39 (2017); Luis Arenas, “Políticas de la subjetividad: Descartes y la teología política”, en Ingenium, 11 (2017).↩︎
Jean-Luc Nancy, Ego Sum (París: Flammarion, 1979), 63.↩︎
Delphine Kolesnik-Antoine, Descartes. Une politique des passions (París: Presses Universitaires de France, 2011), 6.↩︎
Me refiero a las distintas tesis acerca de la vinculación de secularización y Modernidad; también a la discusión organizada en torno a este asunto: la llamada “querella sobre la secularización”, cuyo inicio puede fijarse en la intervención de Hans Blumenberg en los años 60 del pasado siglo. Para este filósofo, quienes consideran que la Modernidad es fruto de la secularización de contenidos teológicos no están haciendo justicia a la novedad basada en la autoafirmación propia de esta época histórica; al contrario, estarían considerando ilegítima su pretensión de novedad, pues la época moderna, por más que pretenda obviarlo, sería dependiente del periodo que la precede. Sobre esta discusión, además de la obra de Blumenberg Die Legimität der Neuzeit (Frankfurt am Main: Suhrkamp), cuyas primera y última edición datan respectivamente de 1966 y 1998, es útil consultar Jean-Claude Monod, La querelle de la sécularisation. Théologie politique et philosophies de l’histoire de Hegel à Blumenberg (París: Vrin, 2022). La bibliografía que trata el problema de la secularización es amplísima.↩︎
TP1, 37; PT1, 43.↩︎
TP1, 13; PT1, 13.↩︎
TP1, 37; PT1, 43.↩︎
TP1, 39; PT1, 45.↩︎
TP1, 44; PT1, 50-51.↩︎
TP1, 44-45; PT1, 51-52.↩︎
Tal y como señala Lomba en “Historia y violencia…”, 147-184. En este apartado me he hecho cargo de la reconstrucción que lleva a cabo Lomba a partir del texto de Schmitt.↩︎
Lomba, “Historia y violencia…”, 149.↩︎
Carl Schmitt, “La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones”, en El concepto de lo político, trad. Rafael Agapito (Madrid: Alianza, 1991), 109. Cito también la paginación correspondiente en la versión alemana: Schmitt, “Das Zeitalter der Neutralisierungen und Entpolitisierungen”, en Der Begriff des Politischen (Múnich: Duncker & Humblot, 1932), 67.↩︎
Schmitt, “La era…”, 109-110; “Das Zeitalter…”, 68.↩︎
Jean-François Courtine, “Problèmes théologico-politiques”, en Nature et empire de la loi. Études suaréziennes (París: Vrin-EHESS, 1999), 170.↩︎
Jean-Claude Monod, La querelle de la sécularisation. Théologie politique et philosophies de l’histoire de Hegel à Blumenberg (París: Vrin, 2002), 17-22.↩︎
Monod, La querelle…, 16.↩︎
Jean-François Courtine, “Problèmes théologico-politiques”, en Nature et empire de la loi. Études suaréziennes (París: Vrin-EHESS, 1999), 169.↩︎
Montserrat Herrero, “Carl Schmitt’s Political Theology: The Magic of a Phrase”, en Political Theology in Medieval and Early Modern Europe. Discourses, Rites, and Representations, ed. Montserrat Herrero, Jame Aurell y Angela Miceli (Turnhout: Brepols, 2017), 25.↩︎
Herrero, “Carl Schmitt’s Political Theology…”, 28.↩︎
“Advertencia previa a la segunda edición”, TP1, 11; PT1, 7.↩︎
Rivera, “Teología política medieval y posmoderna”, en Bajo Palabra, II, 19 (2018), 95.↩︎
TP2, 117, n. 4; PT2, 101, n. 1.↩︎
Courtine, “Problèmes théologico-politiques”, 170.↩︎
TP2, 79-80; PT2, 40.↩︎
Cf. Hans Blumenberg, “Una aproximación antropológica a la actualidad de la retórica”, en Las realidades en que vivimos, trad. Pedro Madrigal (Barcelona: Paidós, 1999); Herrero, “Carl Schmitt’s Political Theology…”, 26-27.↩︎
Blumenberg, “Una aproximación antropológica…”; Graham Hammill, “Blumenberg and Schmitt of the Rhetoric of Political Theology”, en Political Theology and Early Modernity, ed. Graham Hammill, Julia R. Lupton (Chicago: The Chicago University Press, 2012).↩︎
TP2, 87; PT2, 51. Si el de secularización es un concepto aplicable solamente en el horizonte judeo-cristiano, parecería que el propio Schmitt está aceptando tácitamente que la teología política es desgajable de la tesis de la secularización. Tal cosa confirmaría que el jurista alemán debilita en TP2 las tesis de TP1. Cf. Antonio Rivera, “Teología política medieval”, 89. Para subrayar la flexibilidad del concepto de teología política en la obra de Schmitt –sin olvidar que su sentido último y su radio de aplicación son cuestiones disputadas–, cabe apuntar que Jean-François Kervégan (“L’enjeu d’une ‘théologie politique’: Carl Schmitt”, en Revue de Métaphysique et de Morale, 100 (1995), 204) advierte dos usos distintos del sintagma “teología política” en TP1, aplicados respectivamente al pensamiento contrarrevolucionario y a Hans Kelsen, siendo uno de ellos de “orden descriptivo” y siendo otro de “orden propiamente político (en sentido schmittiano)”. Por otra parte, Montserrat Herrero (“Carl Schmitt’s Political Theology…”, 30) distingue la apertura de cuatro vías genealógicas teológico-políticas distintas en el corpus schmittiano, con base en cuatro analogías diferentes: “La primera se basa en una analogía entre Dios y el soberano moderno; la segunda se centra en una analogía entre la representación eclesiástica y la representación política del Estado moderno; la tercera se basa en una analogía entre la relación trinitaria y el criterio fundamental de lo político (a fundamental criterio of the political sphere), la relación amigo-enemigo; por último, la cuarta se basa en una analogía entre la figura bíblica del Katechon y la figura del poder político”. Es relevante destacar que la última de ellas no se da exclusivamente en la época moderna.↩︎
Cf. Lomba, Teo-racionalismo…, 21. La existencia de procesos de teologización de conceptos políticos ha sido defendida por Jan Assman en Herrenschaft Und Heil: Politische Theologie in Altägypten, Israel Und Europa (Múnich: Hanser, 2000) o por Nicholas Heron en Liturgical Power: Between Economic and Political Theology (Nueva York: Fordham University Press, 2018). La manera amplia de pensar las relaciones entre teología y política permite dar cuenta de los argumentos de Blumenberg acerca de la providencia (pronoia) y de la historia del concepto “pro patria mori” trazada por Ernst H. Kantororicz. En su crítica a Karl Löwith (según el cual las modernas filosofías de la historia son secularizaciones del principio teológico de la historia de salvación cristiana –formas de escatología secularizada que no se saben tales–, siendo la moderna noción de progreso un secularizado de la providencia), Blumenberg argumentó que el de providencia no es un concepto teológico genuino, sino un concepto filosófico en origen que fue tomado del estoicismo por la Patrística. En cuanto a “morir por la patria”, Kantorowicz muestra cómo este concepto, propio de la ética civil romana, es teologizado o des-secularizado por el cristianismo para acabar siendo re-secularizado en la Modernidad. Cf. Karl Löwith, Meaning in History: The Theological Implications of the Philosophy of History (Chicago: University of Chicago Press, 1949); Hans Blumenberg, La legitimación de la Edad Moderna, trad. Pedro Madrigal (Valencia: Pre-Textos, 2008), 38, 46; Ersnt H. Kantorowicz, “Pro Patria Mori in Medieval Political Thought”, en The American Historical Review, 56-3 (1951); Antonio Rivera, “La secularización después de Blumenberg”, en Res Publica, 11-12 (2003), 121.↩︎
Ver Herrero, “Carl Schmitt’s Political Theology…”, 27, 36-41; Rivera, “Teología política medieval…”.↩︎
Rivera, “Teología política medieval…”, 93.↩︎
TP1, 21; PT1, 25.↩︎
Schmitt, “La era…”, 113; “Das Zeitalter…”, 72.↩︎
Herrero, “Carl Schmitt’s Political Theology…”, 29.↩︎
Bertrand de Jouvenel, La soberanía, trad. Leandro Benavides (Granada: Comares, 2000), 180.↩︎
Jouvenel, La soberanía, 181.↩︎
Jouvenel, La soberanía, 181-182.↩︎
Jean Bodin, Los seis libros de la República, trad. Pedro Bravo (Madrid: Tecnos, 1997), 47-49, 72.↩︎
Cf. Jean-François Courtine, “L’heritage scolastique dans la problemátique théologico-politique de l’âge classique”, en Nature et empire de la loi. Études suaréziennes (París: VrinEHESS, 1999), 33.↩︎
Francis Oakley, “La puissance absolue”, 668, 674; Antonio Rivera, “Teología política: consecuencias jurídico-políticas de la Potentia Dei”, en Daimon, 23 (2001), 171.↩︎
Rivera, “Teología política: consecuencias…”, 172-173.↩︎
Rivera, “Teología política: consecuencias…”, 173.↩︎
Carl Schmitt, Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica, trad. Montserrat Herrero (Madrid: Tecnos, 1996), 28-29.↩︎
Rivera, “Teología política: consecuencias…”, 174.↩︎
Rivera, “Teología política: consecuencias…”, 174-175.↩︎
Carl Schmitt, El Leviathan en la teoría del Estado de Tomás Hobbes, trad. Francisco Javier Conde (Granada: Comares, 2004), 39.↩︎
Luis Salazar Carrión, “Los usos de Hobbes: Carl Schmitt”, en Signos Filosóficos, I, 2 (1999), 101.↩︎
Schmitt, El Leviathan…, 47.↩︎
Es la conclusión a la que llega Lomba en su reconstrucción de la lectura schmittiana de Descartes. Luis Arenas vincula el pensamiento político de Descartes con el de Jacques-Bénigne Bossuet. Según Arenas, Descartes reconoce como propios del poder político establecido los cuatro rasgos esenciales que según Bossuet caracterizan la autoridad regia: su carácter sagrado, paternal, absoluto y racional. Cf. Lomba, “Historia y violencia…”, 174; Arenas, “Políticas de la subjetividad…”, 17.↩︎
Rivera, “Teología política: consecuencias…”, 179-180. En la nota de pie de página 27, presente en la página 179, afirma Rivera que de Descartes “se puede deducir una teología política no absolutista”.↩︎
AT, VII, 434-435.↩︎
AT, XI, 48.↩︎
Jean-Luc Marion, Sur la théologie blanche de Descartes. Analogie, création des vérités éternelles et fondement (París: Presses Universitaries de France, 1981), 57, 62.↩︎
AT, IX, 235↩︎
AT, I, 153↩︎
AT, I, 145-146.↩︎
Lomba, Teo-racionalismo…, 92.↩︎
Puede leerse un resumen de algunas de las principales tesis que ha ofrecido la literatura especializada acerca de los vínculos entre el nominalismo y el pensamiento de Descartes en Jean-Paul Margot, “Descartes y el Dios engañador: Consideraciones acerca de la Primera meditación, AT, IX-1: 16”, en Revista Latinoamericana de Filosofía, XLI, 2 (2015), 256. Acerca del voluntarismo divino cartesiano y éste en relación con el voluntarismo nominalista, puede verse, del mismo autor, “Voluntarismo divino en Santo Tomás, Ockham y Descartes”, en Praxis Filosófica, 14 (2002).↩︎
Sobre la teoría de los coups d’État de Naudé como teología política en sentido schmittiano puede verse Antonio Rivera, “El origen del absolutismo francés: golpes de Estado y neutralidad religiosa”, en Res Publica, 5 (2000).↩︎
Courtine, “Problèmes théologico-politiques”, 169.↩︎
Cf. Galli, “Las teologías políticas de Schmitt”, 78.↩︎
Cabe recordar a este respecto una de las célebres críticas hechas por Blaise Pascal a Descartes, testimonio de Marguerite Périer. Habría dicho Pascal (L1001): “No puedo perdonar a Descartes: hubiera querido, en toda su filosofía, prescindir de Dios; pero no ha podido impedirse hacerle dar un papirotazo para poner el mundo en movimiento; tras eso, ya nada hay que hacer con Dios”. Pascal, Pensamientos, trad. Gabriel Albiac (Madrid: Tecnos, 2018), 639. Para Pascal, el Dios de Descartes no es el Dios de la fe, sino el Dios de los filósofos.↩︎
TP1, 37; PT1, 43.↩︎
AT, VII, 52.↩︎
AT, V, 147, 150-151.↩︎
En la primera de las Meditationes se pone en juego la figura del “genio maligno”. Sobre la diferencia de genio maligno y Dios engañador puede verse Gouhier, “Le malin génie et le bon Dieu”; en concreto, el tercer epígrafe de este ensayo, titulado ‘L’hypothèse du Dieu trompeur et l’artifice du malin génie’. El mismo asunto es tratado en La pensée métaphysique de Descartes (París: Vrin, 1962), 113. Gouhier considera que el Dieu trompeur es una hipótesis metafísica mientras que el malin génie es una suerte de artificio metodológico. Cf. La pensée…, 119. Tullio Gregory trata el tema y recoge abundante bibliografía sobre él en “Dio ingannatore e genio maligno. Nota in margine alle Meditationes di Descartes”, en Mundana sapientia. Forme di conoscenza nella cultura medievale (Roma: Edizione di Storia e Letteratura, 1992).↩︎
Rivera, “Teología política: consecuencias…”, 180.↩︎
Oakley, “La puissance absolue”, 677-678; Rivera, “Teología política: consecuencias…”, 173.↩︎
AT, IX-1, 99; AT, VII, 125-126. La cita está extraída de Descartes, Meditaciones metafísica con objeciones y respuestas, trad. Vidal Peña (Madrid: Alfaguara, 1977), 104.↩︎
AT, VII, 21.↩︎
Gregory, “Dio ingannatore e genio maligno…”, 401.↩︎
Gregory, “Dio ingannatore e genio maligno…”, 440.↩︎
Gregory, “Dio inagannatore e genio maligno…”, 408.↩︎
Margot, “Descartes y el Dios engañador…”, 256.↩︎
Margot, “Descartes y el Dios engañador…”, 258-259.↩︎
Blumenberg, La legitimación…, 188.↩︎
Gregory, “La tromperie divine”, 389.↩︎
Gregory, “La tromperie divine”, 399.↩︎
Gregory, “Dio inagannatore e genio maligno…”, 408-409; Jean-Pierre Cavaillé, “Dieu trompeur, doctrine des equivoques et athéisme: entre Grégoire De Valence et Descartes”, en Potentia Dei. L’omnipotenza divina del pensiero dei secoli XVI e XVII, ed. Guido Canziani, Miguel Ángel Granada, Yves Charles Zarka (Milán: Francoangeli, 2007), 319.↩︎
Gregory, “Dio inagannatore e genio maligno…”, 409.↩︎
Gregory, “Dio inagannatore e genio maligno…”, 412.↩︎
AT, IX-1, 230.↩︎
AT, VII, 53.↩︎
AT, IX-1, 230.↩︎
Lomba, Teo-racionalismo…, 154.↩︎
Si Gregory había atendido los antecedentes medievales del Dios engañador y del genio maligno, deteniéndose en los teólogos que nombra Mersenne, Gregorio de Rimini y Gabriel Biel, Cavaillé ha llamado la atención sobre el contexto teológico y apologético contemporáneo de Descartes en el que habrían de inscribirse sus especulaciones sobre el Deus fallax. Según Cavaillé, este contexto está en buena parte constituido por escritos producidos en el seno de la Compañía de Jesús. En ellos se discuten los mismos argumentos mencionados en las Segundas Objeciones y a los mismos autores y a otros de la misma época, comentaristas todos de las Sentencias de Pedro Lombardo, normalmente con el fin de refutarlos. Cf. Cavaillé, “Dieu trompeur…”, 319.↩︎
Cf. Cavaillé, “Dieu trompeur…”, 334. En esa misma página afirma Cavaillé que el Dios engañador se presenta como la mejor garantía de una práctica descarada de la mentira o del equívoco, entendido como sustituto de la mentira. Los usos de la invocación y refutación del argumento del Deus fallax serían múltiples: uso apologético y antilibertino, uso polémico en disputas morales o en la discusión metafísica y epistemológica. Sobre el carácter apologético y antilibertino de la escritura cartesiana puede consultarse Lomba, Teoracionalismo…, 48-51. Lomba trata en extenso esta cuestión en Márgenes de la Modernidad. Libertinismo y filosofía en el siglo XVII (Madrid: Escolar y Mayo, 2014).↩︎
Cavaillé, “Dieu trompeur…”, 320.↩︎
Lomba, “Historia y violencia…”, 169-170, nota 53.↩︎
Arenas, “Políticas de la subjetividad…”, 28; AT, VIII-2, 4.↩︎
Rivera, “Teología política medieval…”, 88.↩︎