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ESTUDIOS

Pasiones y vida feliz: de Montaigne a Leibniz

Joan Lluís Llinàs Begon
Universitat de Valencia ORCID iD
Recibido: 3 de diciembre de 2023 • Aceptado:16 de marzo de 2024

Resumen: El objetivo de este artículo es intentar establecer una línea de continuidad entre Montaigne y Leibniz respecto del tema de las pasiones y la vida feliz, entendiendo como parte de ésta una adecuada gestión de aquellas. Se sostiene que hay puntos de contacto entre Montaigne y Leibniz, que a menudo pasan por la intermediación de Descartes. Tras comparar las propuestas de estos tres autores por lo que respecta a las pasiones y la vida feliz, se concluye que el tratamiento moderno de las pasiones tiene su antecedente en Montaigne, y que llega hasta Leibniz por una consideración cada vez más "racionalista". Se sugiere además que en los tres autores es posible considerar su filosofía como una forma de vida, y que más allá de que cada uno parta de posiciones metafísicas diferentes sus propuestas de vida feliz son similares.

Palabras clave: Pasiones, Vida feliz, Montaigne, Descartes, Leibniz.

ENG Passions and a Happy Life: From Montaigne to Leibniz

Abstract: The aim of this article is to attempt to establish a continuity line between Montaigne and Leibniz regarding the theme of passions and a happy life, understanding an appropriate management of passions as part of it. It is argued that there are points of contact between Montaigne and Leibniz, often mediated by Descartes. After comparing the proposals of these three authors regarding passions and a happy life, it is concluded that the modern treatment of passions finds its precedent in Montaigne and extends to Leibniz through an increasingly 'rationalist' perspective. Additionally, it is suggested that in the case of all three authors, their philosophies can be considered as a way of life, and beyond the fact that each starts from different metaphysical positions, their proposals for a happy life are similar.

Keywords: Passions, Happy Life, Montaigne, Descartes, Leibniz.

Sumario: 1. Introducción • 2. Montaigne y el estudio del ser humano • 3. Pasiones y vida feliz en Descartes en la interacción y la unión cuerpo-alma • 4. Pasiones y vida feliz en Leibniz: percepciones confusas y uso de la razón • 5. ¿Una continuidad? • 6. Algunas conclusiones provisionalesReferencias

Cómo citar: Llinàs Begon, J. L. (2025). Pasiones y vida feliz: de Montaigne a Leibniz. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 42(1), 13-23. https://dx.doi.org/10.5209/ashf.92654

Fuentes de financiación

Este artículo se enmarca en el proyecto PID 2021 12612333NB-100, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, convocatoria 2021, “Proyectos de Generación de Conocimiento”.

Agradecimientos

A Valente Vázquez y a Luis Antonio Velasco, y en especial a Juan Antonio Nicolás por sus sugerencias y comentarios.

1. Introducción

El objetivo de este artículo es intentar establecer una línea de continuidad entre Montaigne y Leibniz respecto del tema de las pasiones y la vida feliz, entendiendo como parte de ésta una adecuada gestión de las pasiones. Ello nos llevará a defender lo siguiente: 1. El importante papel que juega Montaigne en el tratamiento moderno de las pasiones; 2. El rol intermediario de Descartes entre Montaigne y Leibniz; 3. La similitud entre las tres propuestas respecto de la vida feliz, propuestas que, en cambio, parten de una metafísica diferente.

Dado que no disponemos de textos en los que Leibniz discuta directamente con los Essais de Montaigne, se procederá de la siguiente manera. En primer lugar, se presentarán, brevemente, las posiciones respectivas de Montaigne, Descartes y Leibniz en relación a las pasiones y la vida feliz. Posteriormente se analizarán continuidades y discontinuidades para, finalmente, establecer una serie de conclusiones.

2. Montaigne y el estudio del ser humano

Montaigne, recordémoslo, no es un filósofo sistemático. De hecho, para algunos ni siquiera es un filósofo, y su presencia en las historias de la filosofía suele ser mínima, cuando no nula. Quizás sea debido a la poca importancia filosófica que habitualmente se concede al siglo XVI, siglo sin grandes pensadores sistemáticos, considerado como una simple transición entre el orden medieval y el moderno. Quizás se deba también a la gradación que parece establecerse entre los términos pensador y filósofo por lo que hace a la profundidad y sistematicidad del pensamiento. Visto de esta manera Montaigne sería un pensador interesante pero que, al carecer, aparentemente, de un sistema, no poseería méritos suficientes para figurar entre los filósofos que merecen un capítulo en la historia de la filosofía. Ese evitar la denominación de filósofos se extiende a los propios montaigneanos, como se puede comprobar echando una ojeada a la numerosa bibliografía existente sobre Montaigne: pocos son los títulos que se atreven a usar los términos “filosofía” y “filósofo”1. De hecho, en apoyo de esa posición se puede presentar una afirmación del propio Montaigne: “No soy filósofo” (III, 9, 950C, 1416).2 Sin embargo, conviene tener en cuenta que a lo largo del millar de páginas de los Ensayos, este término (como muchos otros) es utilizado de modo diverso. Cierto es que aparece en ellas una visión negativa de la filosofía, y que Montaigne se desmarca de esa imagen, pero también lo es que se dibuja otra filosofía, con cuya actividad se puede asociar la actividad de Montaigne como productor de los Ensayos.

Para entender en qué consiste esta filosofía de Montaigne debemos empezar atendiendo a su aviso al lector:

Este es un libro de buena fe, lector. Te advierte de entrada que no me he propuesto más fin que el doméstico y privado. No he tenido ninguna consideración de tu servicio, ni de mi gloria. Mis fuerzas no son capaces de un objetivo tal. Lo he consagrado a la comodidad particular de parientes y amigos: a los que habiéndome perdido (lo que sucederá pronto) puedan reencontrar algunos rasgos de mi condición y humor, y que por este medio conserven más entero y más vivo el conocimiento que han tenido de mí. Si hubiese sido para buscar el favor del mundo, me hubiese adornado mejor y me presentaría en una forma más estudiada. Quiero que en él se vea mi aspecto simple, natural y ordinario, sin contención ni artificio: pues es a mí mismo a quien pinto. Mis defectos se leerán al vivo, y mi forma ingenua, tanto como me lo ha permitido la reverencia pública. Si formase parte de esas naciones de las cuales se dice que viven aún bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiese pintado bien entero y desnudo. Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro: no hay razón que emplees tu tiempo libre en un tema tan frívolo y tan vano. Adiós pues; de Montaigne, este primero de marzo de mil quinientos ochenta.

Ahí queda claro que en el libro se pretende llevar a cabo un autorretrato, una pintura de sí mismo. Una pintura que va cambiando y se va diversificando, a medida que cambia el objeto descrito3. Pero no se trata del autorretrato por el autorretrato, sino que hay un objetivo final, el de vivir lo mejor posible y disfrutar de nuestro ser4. Así pues, la filosofía de Montaigne es de carácter moral: la pintura de sí exige el conocimiento de sí, y éste debe desembocar en una mayor felicidad. Ahora bien, al seguir el precepto délfico del conócete a ti mismo, debe indagar sobre “qué motivos [ressorts] nos empujan, y cómo se producen los movimientos tan variados que se dan en nosotros” (I, 26, 159A, 204), esto es “explorarse hasta el interior, y ver por qué motivos se produce el movimiento” (II, 6, 338A, 489). Así, la introspección deviene un instrumento de conocimiento psicológico, pero que posee una finalidad performativa, esto es, se buscan las condiciones para una sabiduría eficaz y a medida del hombre.

Llegamos así al tema de las pasiones5. Quizás el texto más representativo para introducirnos en la cuestión lo encontramos en la “Apología de Ramón Sibiuda” (II, 12), concretamente en las numerosas páginas dedicadas a comparar al ser humano con los animales. En un momento dado, Montaigne distingue entre el pulpo y el camaleón:

El camaleón adopta el color del lugar donde se sitúa; pero el pulpo se da a sí mismo el color que se le antoja, según las ocasiones, para esconderse de aquello que teme y atrapar aquello que busca. En el caso del camaleón, es un cambio pasivo; pero en el del pulpo, es un cambio activo. Nosotros experimentamos algunas mutaciones de color con el miedo, la cólera, la vergüenza y otras pasiones que modifican el tinte de nuestro semblante, pero es por un efecto pasivo, como en el caso del camaleón. (II, 12, 469A, 682)

En la pasión estamos sometidos a una causalidad externa (el camaleón), en la acción expresamos una causalidad interna (el pulpo). Esta distinción retoma la distinción de origen aristotélica y escolástica entre acción y pasión. En la acción interviene la racionalidad, frente a la irracionalidad de la pasión. En ese juego de acción-pasión que se produce en el ser humano, el grado de la pasión llega al extremo cuando se impide al alma la libertad de acción6.

Como vemos, Montaigne coincide con la definición clásica de la antropología tomista en la medida que considera la pasión como un movimiento, una agitación del alma que produce efectos en el organismo. En cambio, al considerar el alma como un todo, se separa de la concepción clásica al no atribuir el movimiento de la pasión al apetito sensitivo. También se separa del estoicismo, pues la pasión no es para Montaigne un movimiento anti-natural, sino que está inscrita en la naturaleza del hombre. Renegar de la pasión, o ignorarla, supone desnaturalizarnos. La filosofía que pretende ignorar el dolor, por ejemplo, está condenada al fracaso, porque se trata de algo que pertenece necesariamente al hombre, de algo que es una parte de la naturaleza (I, 14, 55C, 354; II, 12, 490C, 716-717). Con esto, Montaigne anticipa la visión moderna de las pasiones. Al ser naturales, las pasiones no se pueden eliminar. Vivir es ser sensible y las pasiones, así, son connaturales a nuestro ser. Un alma sin pasión sería inerte, sin vida (II, 12, 567A, 849-850).

Sin embargo, aunque consideremos el ser humano como un todo en la medida que es ese todo el que es afectado, esto no nos impide considerar el cuerpo y el alma separadamente. La posición de Montaigne, a este respecto, diverge de la clásica aristotélica: el cuerpo no es comprensible solo con relación al alma que lo organiza y lo vivifica, sino que se da una autonomía dinámica del cuerpo respecto del alma. Existen movimientos corporales involuntarios. El cuidado del alma debe, así, ser repensado, pues debe incluir el conocimiento del propio cuerpo. Podemos decir, en esta perspectiva, que Montaigne sostiene una concepción corporeista del fenómeno pasional: la sensación es un proceso que manifiesta nuestra “condición extraordinariamente [merveilleusement] corporal” (III, 8, 930B, 1389), y no hay lugar a ninguna consideración cognitiva sobre el bien o el mal de esos objetos. El hecho es que las pasiones alteran nuestro juicio, y por ello es importante ocuparse de ellas, esto es, ocuparse de la fuerza del cuerpo para afectar el alma.

Desde otra perspectiva, podemos considerar a Montaigne como un antecesor de la psicología empírica: el alma es conocida en la experiencia inmediata de sus estados psíquicos (pensamientos, sensaciones, pasiones). Así, además de pasiones corporales, hay “pasiones del alma” (Cf. II, 33), pasiones complejas que son el motor de la acción humana. Estas pasiones son componentes energéticos esenciales a la razón y que sólo son dañinas por exceso (II, 12, 567A, 850). Ejemplos de estas pasiones complejas que no pueden desarrollarse sin actividad física son la ambición, la gloria o la avaricia. Montaigne piensa el alma como un campo de fuerzas pasional (I, 38, 234A, 318-319), en el que se producen choques, mezclas, divisiones, dominios. Estas pasiones dan trabajo al alma, pues solo pueden ser gestionadas por la reflexión.

Recordemos que la pintura de sí que lleva a cabo Montaigne en los Essais no persigue descubrir la esencia del ser humano, sino el conocimiento de uno concreto que pretende la mejor vida posible en tanto que tal. En esa búsqueda de la mejor vida posible, no es tan importante cuál sea el origen de las pasiones como comprobar cómo somos afectados por ellas y cómo actuamos a partir de ellas. En este sentido, a Montaigne no le preocupa si las pasiones tienen origen en el cuerpo o en el alma, pues la unión de estos dos se manifiesta de manera incontestable, por ejemplo, en la experiencia de la enfermedad (II, 12, 490BC, 716-717; III, 13, 1089-1091, 1628-1631). La pasión es un fenómeno mixto que se sitúa entre los intercambios entre cuerpo y alma, dos partes asociadas (II, 17, 639-640AC, 965), que forman una unión íntima (I, 21, 104A, 121), constituyendo al hombre vivo (II, 12, 505A, 742), entero (II, 6, 376A, 542).

La cuestión importante, por tanto, es cómo gestionar las pasiones. Para Montaigne, la filosofía que pretende eliminarlas se revela como ineficaz. Siendo las pasiones naturales, hay que vivir de acuerdo a ellas. Es más, la pasión es tanto más algo propio del ser humano como lo es la razón. La crítica a ésta última efectuada en la “Apología de Ramón Sibiuda” (II, 12), que conduce a una crisis de su legitimidad y de su carácter esencial de la naturaleza humana, se combina con la defensa de la naturalidad de la pasión, dando lugar a una afirmación contundente: “La pasión nos manda mucho más vivamente que la razón” (II, 34, 742A, 1111-1112). De este modo, Montaigne replantea la clásica oposición entre razón y pasión. Siendo ésta última tan nuestra como la razón, no puede ser algo negativo. En este sentido, contra el estoicismo, si las pasiones son naturales deben poseer una función vital y conservadora esencial a la existencia humana. Para poder cumplir su función, debemos conocerlas, pues sólo así podremos modularlas y abrirnos a la acción. Montaigne nos recuerda que “Hemos nacido para actuar” (I, 20, 89A, 96), por lo que el soberano bien ya no puede ser la tranquillitas animi. El ideal de sabiduría debe tener en cuenta la inquietud perenne de los hombres: hay que llevar a cabo un buen uso de las pasiones, pero no mediante una dominación racional, sino a través de la práctica de la introspección, la corrección constante de los juicios, el uso reflexivo del hábito, y sobre todo con la utilización de las pasiones para compensar, equilibrar y temperar las fuerzas pasionales (idea que solo una pasión puede oponerse con eficacia a otra pasión). Es en este sentido que Montaigne propone el arte de la diversión (III, 4) frente a la pasión violenta y desmedida. La ética, pues, requiere de una “patética” que la acompañe, y la acción resultante es fruto de esa mezcla. Acción, en cualquier caso, orientada a la alegría, a la felicidad. Saber hacer debidamente el hombre (III, 13, 1110, 1659) es, así, algo indefectiblemente ligado a la pasión y la imperfección propia del ser humano.

En lugar de la razón eliminadora de las pasiones, por tanto, Montaigne utiliza el juicio como el instrumento para la gestión de las mismas. Sin suprimir las pasiones, el juicio tiene su lugar aparte (III, 13, 1074B, 1605), y por eso la importancia de formarlo es uno de los más importantes descubrimientos que efectúa Montaigne en el proceso de pintura de sí (Cf. I, 26). El uso del juicio es el que nos conduce a hacer debidamente el hombre y disfrutar lealmente de nuestro ser.

3. Pasiones y vida feliz en Descartes a partir de la interacción y la unión cuerpo-alma

Descartes, considerado de manera casi unánime como el primer filósofo moderno, debe ser abordado en el tema de las pasiones a partir de desmontar dos tópicos que se han instalado en las investigaciones filosóficas actuales. En primer lugar, la idea que el pensamiento cartesiano se construye desde cero. Que el punto de partida para construir el sistema filosófico de Descartes sea poner todo en duda, una vez en la vida, no supone eliminar la tradición7. Los buenos libros, que son uno de los grados más elevados de conocimiento, previo al grado más elevado, el de la filosofía8, son simplemente puestos en suspenso hasta que el desarrollo del sistema nos permita determinar cuánto de verdad hay en ellos. En este sentido, encontramos en Descartes similitudes con posiciones de otros autores, y este es el caso de Montaigne9. Durante mucho tiempo, la interpretación dominante fue que el Renacimiento no influyó en la construcción del pensamiento sistemático de los filósofos modernos del siglo XVII. En el caso de Montaigne, esa es la posición de una de las más influyentes interpretaciones en la segunda mitad del siglo XX, la de Hugo Friedrich (Montaigne, 1949; 1968). Sin embargo, estudios de finales del siglo pasado e inicios de éste, como los de Gontier o Faye, sitúan a Montaigne en el marco de un problema que atraviesa la filosofía moderna, a saber, el problema del conocimiento que pueda tener el ser humano de sí mismo10. Y Ferrari sitúa a Montaigne en el origen de la ruptura con la antropología aristotélico-escolástica que se plasmará a partir de Descartes. En efecto, podemos rastrear unas afinidades entre Montaigne y Descartes, aunque antes de pasar a detallarlas, conviene recordar, aunque sea sucintamente, los rasgos básicos de la teoría de las pasiones de Descartes.

El segundo tópico que hay que evitar es abordar a Descartes sólo a partir de unas ideas que aparecen en pasajes muy concretos de su obra, obviando el resto de la misma. El ejemplo más significativo es el de Damasio, que aborda las pasiones en Descartes exclusivamente desde la distinción metafísica entre alma y cuerpo11. La idea que el uso de la razón puede pasarse de las emociones es, como señala acertadamente uno de los máximos especialistas actuales sobre el pensamiento cartesiano, Denis Kambouchner, un absurdo12. Recordemos que, para Descartes, toda la conducta de nuestra vida depende de nuestros sentidos (Dióptrica I, AT VI, 81). Esto significa que los sentidos no poseen una función meramente informativa, sino que la sensación, cuando viene acompañada de placer o dolor, apela a nuestra voluntad. La función sensitiva está, pues, ligada a la función afectiva. Así, el pretendido dualismo de Descartes debería ser matizado, atendiendo especialmente a la correspondencia con Elisabeth y al tratado de las Pasiones del alma, teniendo en cuenta las nociones primitivas, de las cuales una es la unión cuerpo-alma. Las impresiones del cerebro, ligadas a la aparición de objetos exteriores, tienen la capacidad de excitar en el cuerpo el proceso fisiológico correspondiente a una determinada pasión. La función de las pasiones queda clara:

El efecto principal de todas las pasiones en los seres humanos es que incitan y predisponen su alma a desear las cosas para las cuales preparan sus cuerpos. De tal manera que el sentimiento de miedo lo incita a desear huir, el de valentía lo incita a desear combatir, y así sucesivamente. (PA, art. 40, AT XI, 359).

Así, el cuerpo tiene un papel importante en Descartes, y más si consideramos la filosofía cartesiana como un proyecto moral. Esto se refleja claramente en la tercera parte del DM, en el que vincula la búsqueda de la verdad a la elección de un modo de vida, y en la carta-prefacio de la edición francesa de los PF, en la que el árbol de la filosofía tiene su culminación en las ramas, de la cual la moral aparece como el grado más elevado de la sabiduría. Ahora bien, el cuerpo es mecánico, y como tal está en mutación permanente (Lettre à Mesland 9 février 1645, AT IV, 166-167) y sujeto a un cambio perpetuo (Lettre à Elisabeth 1r septembre 1645, AT IV…), pues la materia del cuerpo fluye como un río (Lettre à Chanut 1r février 1647, AT IV, 605). En cierto modo, Descartes sigue a Montaigne cuando éste habla de la condición extraordinariamente corporal del hombre, dando valor al poder y autonomía mecánica del cuerpo respecto del alma13.

Esta “autonomía” del cuerpo se refleja en los movimientos involuntarios14. Descartes, recurriendo al modelo del autómata, deja atrás el animismo, el error de “creer que el alma da movimiento y calor al cuerpo” (PA, art. 5, AT XI, 330). La experiencia de los actos involuntarios muestra que buena parte de nuestras acciones se lleva a cabo sin la participación de nuestro pensamiento. Descartes elabora una fisiología que permite explicar los movimientos involuntarios respecto de la actividad psíquica (dicho sea de paso, esto permite explicar los movimientos animales sin necesidad de atribuirles un alma15). Pero, como hace notar Ferrari, este planteamiento esté presente en Montaigne en términos muy parecidos, aunque no poseyese una fisiología elaborada16.

La autonomía del cuerpo, en este sentido, se complementa con la visión unitaria del alma. El alma no está compuesta de partes (PA art. 47, AT XI, 364). Esto conduce a Descartes a considerar, rompiendo así con la visión aristotélica, las pasiones como del alma, y no de un apetito concupiscible o irascible independientes de la razón (PA 47, AT XI, 364). Tenemos pues un cuerpo mecánico que afecta al alma y que dispone a ésta a dirigirse a una determinada acción. La conclusión de las Pasiones del Alma es en este sentido clara:

Y ahora que las conocemos todas, tenemos mucho menos motivo para temerlas que antes. Pues vemos que todas son buenas por naturaleza. (PA art. 211, AT XI, 485).

Pero comoquiera que las impulsiones que vienen del cuerpo no son siempre de una pertinencia infalible, “no tenemos nada más a evitar que su mal uso o exceso” (ibidem). Porque, como ya había señalado anteriormente, el uso de las pasiones no siempre es bueno (PA, art. 138, AT XI, 431). En ocasiones, las pasiones alteran el juicio, por lo que hacen falta remedios para corregirlas. Nuevamente, la propuesta de Descartes concuerda con la de Montaigne, al menos respecto de la diversión. Montaigne considera la diversión como una vía para gestionar las pasiones, y éste es también el camino por el que transita Descartes, el de considerar que el sujeto posee la capacidad de actuar indirectamente sobre sus pasiones17. Las pasiones son resultado de un movimiento fisiológico, por lo que no pueden ser directamente eliminadas por un acto de la voluntad. Necesitamos, nos dice Descartes (PA, art. 45) representar cosas que habitualmente van unidas a las pasiones que queremos tener, y que son contrarias a las que queremos evitar. De este modo, y coincidiendo con Montaigne, Descartes plantea un uso compensatorio de las pasiones, de manera que la voluntad sola no puede oponerse a una pasión, sino que necesita de otra pasión para ello. En este sentido se explica el recurso a la literatura y el teatro (efectuado tanto por Montaigne como por Descartes) para gestionar adecuadamente nuestras pasiones.

Si solo una pasión puede oponerse eficazmente a otra, nos encontramos con una pasión perfecta para aportar al hombre alegría y contento: la generosidad, que hace que un hombre se valore en el grado más alto que lo puede hacer legítimamente (PA, art. 153, AT XI 445-446) y que consiste, por una parte, en saber que nada le pertenece verdaderamente más que la libre disposición de sus voliciones, y por la otra, en sentir en sí mismo la resolución firme y constante de hacer un buen uso de ellas, es decir, de tener la voluntad de emprender y de ejecutar todo lo que juzgue que es lo mejor. En este sentido, la generosidad es también una virtud (PA, art. 148). Tenemos pues una pasión que en la medida que es una virtud es el remedio más eficaz contra el exceso de las pasiones. Esto es así porque los generosos no creen que valga la pena anhelar nada intensamente si no lo pueden adquirir por sí (PA, art. 156). Tampoco odian, porque no subestiman al resto de hombres; ni temen, pues la virtud que poseen les da seguridad; ni poseen cólera, porque al tener en poca estima las cosas que no dependen de sí mismos no dan a sus enemigos la ventaja de reconocer que les han ofendido.

Esta pasión-virtud es básica para el proyecto de vida feliz que encontramos en la filosofía cartesiana. En una de las cartas dirigidas a Elisabeth de Bohemia, comentando De vita beata de Séneca, Descartes aborda las reglas que hay que seguir para contentarse uno mismo18. Antes, Descartes había definido la vida beata como la perfecta alegría de espíritu y la satisfacción interior, que se adquiere sin ayuda de la fortuna (AT IV, 264). Descartes recupera una idea presente en el DM y que se mantiene hasta Las pasiones del alma: hay cosas que dependen de nosotros y otras no, y las que importan son las primeras y no las segundas. Esas cosas que dependen de nosotros son la virtud y la sabiduría, y la adquisición de ambas es lo que nos produce la satisfacción. El camino que conduce a la satisfacción pasa por observar, continúa Descartes, tres cosas (AT IV, 265):

1) Intentar servirse, lo mejor que pueda, de su espíritu, para conocer lo que ha de hacer en todas las circunstancias de la vida; 2) Tener una resolución firme y constante de ejecutar todo lo que la razón le aconseja, sin que las pasiones o los apetitos le desvíen. Esta firmeza en la resolución es la virtud; 3) Considerar que, mientras se comporta tanto como pueda según la razón, todos los bienes que no posee están completamente fuera de su poder, y así se acostumbra a no desearlos.

Estas reglas se mantienen en las Pasiones del alma, pero ahí queda claro que las pasiones no son consideradas negativamente, sino que el control que puede ejercer la razón sobre ellas pasa por partir de ellas, convirtiendo una de ellas, la generosidad, en una virtud. De esta manera, la vida feliz no se entiende sin las pasiones. Su bondad natural lleva a incorporarlas a la vida feliz, y sus excesos pueden controlarse mediante ellas mismas, en especial por la pasión-virtud de la generosidad. Así, tener la voluntad de seguir aquello que se juzgue que es lo mejor posee una dimensión afectiva, pues está ligada a una satisfacción interior (Carta a Cristina de Suecia, 20 de noviembre de 1647), a una alegría (PA art. 190, AT XI, 235), a un contento (Carta a Elisabeth, 18 de agosto de 1645; Carta a Elisabeth, 1 de septiembre de 1645).

4. Pasiones y vida feliz en Leibniz: percepciones confusas y uso de la razón

Comoquiera que es imposible en un artículo presentar un estudio completo de las pasiones en Leibniz, me limitaré únicamente a abordar algunos aspectos a partir de tres textos de Leibniz: los Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano (1704), el De affectibus (1679) y un breve texto, de menos de una página, De la vie heureuse (1672-1676)19. Nuestro punto de partida será el De Affectibus, pero dado su carácter de escrito temprano e inacabado conviene completarlo con pasajes de otras obras, en especial las páginas dedicadas a este tema en los Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano. El De Affectibus empieza retomando las PA de Descartes, pero, como bien señala Di Bella20, a lo largo de las redacciones sucesivas se pasa de un estudio psicológico a un análisis más ontológico, y finalmente lógico, de las series cogitationum, que aparece como el modelo de las series rerum en general, y prefigura la estructura de la substancia individual. Comoquiera que lo que nos interesa es resaltar las similitudes entre los autores objeto de este escrito, empecemos por las definiciones que ofrece Leibniz al inicio del De Affectibus. La pasión, escribe, es algún estado que es efecto próximo del cambio, es el estado de una cosa en la medida en que en ésta se sigue el cambio presente, y el afecto es la ocupación del espíritu surgida del juicio del espíritu sobre lo bueno y lo malo. Más adelante concreta:

los afectos son percepciones, sensaciones o trastornos del alma, que se remiten a ella en particular […] sin que nadie conozca una causa próxima a la que puedan remitirse.

De este modo, el afecto es, por una parte, una inclinación espontánea del alma a la que precede un juicio sobre lo bueno y lo malo; este juicio consiste bien en una convicción bien en una percepción; y por la otra, al afecto le sigue un activo estar dirigido hacia afuera (conatus)” (NE, II, 222-224; AA VI, 6, 191-192, par. 39). Como se observa por estas definiciones, los afectos son del alma, y no tienen su origen en el cuerpo. Vemos, pues, una diferencia notoria con Descartes. Para éste, las pasiones se originan en el cuerpo y afectan al alma. Para Leibniz, en cambio, pese a que podemos distinguir entre cuerpo y alma, no se trata de dos substancias. Como es sabido, para Leibniz no hay interacción entre el mundo mental y el material como pretendía Descartes, y la adecuación se explica por la teoría de la armonía establecida y por la teoría de la expresión. Por la armonía preestablecida se da una exacta correspondencia entre el alma y el cuerpo (NE II, 1, 15; A VI. 6, 116). Por la teoría de la expresión se explica cómo entendemos esta correspondencia, la naturaleza de esa relación: como una representación21. Si el alma representa o expresa el cuerpo22, entonces no se dan almas sin cuerpos, pues en cada momento el alma está expresando lo que sucede en el cuerpo orgánico, como si se tratase de un mapa.23

Esto significa que se dan en el alma toda clase de representaciones, incluidas las inconscientes. Pero también significa, para Leibniz, que en el alma se da un dinamismo, esto es, que no se expresan meramente percepciones fijas, sino que, al sucederse continuamente las percepciones, entonces estas vienen acompañadas de apetencias, inclinaciones, que conducen a nuevas percepciones y apetencias. Para lo que nos interesa, hemos de resaltar dos cosas: 1. Los contenidos de la mente son percepciones e inclinaciones (Principes de la nature et de la grace fondés en raison 2; Monadologie 15.); 2. La sucesión de las percepciones se suceden según las causas del bien y del mal, según un principio de la moral: seguir la alegría y evitar la tristeza (NE, I, 92-93;A VI. 6, 88-9).

Se dan infinitas percepciones, por lo que también se dan infinitas inclinaciones. Ahora bien, a partir de lo confusas o distintas que puedan ser las percepciones, en los NE Leibniz establece tres clases de inclinaciones: 1. Insensibles; 2. Sensibles pero confusas; 3. Distintas24. Las primeras son las llamadas “pequeñas percepciones insensibles” (PPI), tal como las explica Leibniz en los NE. De este modo, los afectos se originan en el ámbito de lo inconsciente. Esta es precisamente la diferencia entre las PPI y los afectos: el grado de claridad y distinción de nuestra percepción consciente25. De las PPI no tenemos consciencia, de los afectos sí. Entre unas y otros, encontramos las inclinaciones, la predisposición a la formación de un afecto. Recordemos el conocido ejemplo del sonido del mar: escuchamos el sonido del mar porque no somos conscientes del sonido de cada una de las olas y gotas. Así, las PPI se sitúan en la base de nuestra vida afectiva, determinando nuestro deseo.

Del segundo tipo de inclinaciones somos conscientes, pero las percibimos confusamente. Incluimos aquídesde la simple inquietud hasta el deseo o el miedo, pasando por el placer y el dolor (NE, II, 223-224; A VI. 6, 192). En este grupo encontramos instintos, hábitos, y también pasiones. Sabemos a qué objetos tienden, pero no cómo se originan. Las pasiones, pues, las sentimos con fuerza, influyen en nuestras acciones, pero al relacionarse con percepciones confusas no podemos detectar su razonabilidad.

Finalmente, el tercer grupo de inclinaciones se refiere a las que siguen las representaciones ordenadas de la razón, fruto de la reflexión:

Por último, existen inclinaciones distintas, que nos da la razón, de las cuales sentimos tanto la fuerza como la formación; y los placeres de esta naturaleza que se encuentran en el conocimiento y la creación del orden y la armonía son los más estimables. (NE II.21.46, A VI. 6, 194–5.).

Esto significa que también el pensamiento abstracto está ligado a inclinaciones. Ahora bien estas inclinaciones reflexivas son distintas en la medida que podemos dar cuenta de cómo llegamos a ellas. Y, a diferencia de las percepciones confusas, tienen en cuenta el futuro:

[…] Y he observado aquí más de una vez que, a menos que el apetito esté guiado por la razón, tiende hacia el placer presente y no hacia la felicidad, es decir, hacia el placer duradero, aunque tienda a hacerlo durar. […]. (NE II.21.51, A VI. 6, 199–200).

Así pues, el alma es como una fuerza sometida a un conjunto de inclinaciones más o menos conscientes y distintas, cuyo resultado final podemos denominar voluntad26. La voluntad presente, entonces, es la tendencia dominante de la mente, que es el resultado de este conjunto de inclinaciones. En este sentido, podemos considerar al alma como un autómata espiritual, pues sus movimientos son la consecuencia del conjunto de fuerzas que siguen sus propias leyes. Así, se refuerza la analogía entre el alma y el cuerpo, pues el afecto es para la mente lo que el ímpetus es para el cuerpo:

El affectus es para la mente lo que el ímpetus es para el cuerpo. Así como la pasión es la determinación de la mente para seguir alguna secuencia de pensamientos, de la misma manera el ímpetus es la determinación del cuerpo para recorrer alguna trayectoria de movimiento» (A VI. 4, 1426).

Pero si esto es así, como bien señala Ebbensmeyer27, la volición actual no tiene por qué coincidir con lo que racionalmente puede determinarse que es lo mejor. Y, sin embargo, si atendemos al texto La vie heureuse, la vida feliz depende de seguir a la razón, que es la vía segura para alcanzar la tranquilidad del espíritu y la felicidad. ¿Hemos de convenir, con Couto28, que Leibniz está en este texto planteando una felicidad imposible, una utopía irrealizable? Antes de responder a esta pregunta, debemos volver a los afectos, para analizar cómo afectan a nuestras voliciones.

En los Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano, Leibniz define a las pasiones de la siguiente manera:

Pero prefiero decir que las pasiones no son ni satisfacciones ni desdichas, ni opiniones, sino más bien tendencias o, mejor dicho, modificaciones de la tendencia, que surgen de la opinión o del sentimiento y van acompañadas de placer o desdicha (NE II.21.9; A VI. 6, 167).

Así, si son tendencias, entonces dirigen nuestras acciones, marcan un camino a seguir. En los NE, pues, Leibniz mantiene la misma idea expresada en el De affectibus, en el que se entiende el afecto como una inclinación espontánea del alma a la que precede un juicio sobre lo bueno y lo malo, y al que le sigue un activo estar dirigido hacia afuera (conatus)” (NE, II, 222224;AA VI, 6, 191-192, par. 39). Las pasiones, además, poseen un componente cognitivo, nos proporcionan cierta información sobre el objeto percibido, aunque al proceder de la opinión y del sentimiento dicha información no se identifica con el pensamiento racional. Pero, finalmente, la definición de las pasiones proporcionada en los NE aporta un componente vital, que da sentido al conatus y al elemento cognitivo: las pasiones vienen acompañadas de placer y dolor. Las pasiones, pues, son importantes para la cuestión de determinar y alcanzar la vida feliz29.

La asunción de la vida feliz pasa por seguir a la razón, esto es, por seguir las inclinaciones fruto de un pensamiento distinto, frente a las inclinaciones que se originan, como las pasiones, en percepciones confusas30. Hay que precisar que no todas las percepciones confusas se oponen a la razón, pues eso no es así en el caso de los instintos, por lo que se abre la puerta a que no todas las pasiones se opongan a la razón31. Las inclinaciones confusas no son un defecto de nuestro juicio, sino un rasgo de nuestra naturaleza. El problema de las pasiones “no es que nos impidan pensar, sino que gobiernan nuestro pensamiento manteniendo nuestras capacidades racionales en vereda”32. Las pasiones, a diferencia de los instintos, suponen un obstáculo para el pensamiento. Y si la vida feliz implica el buen uso de la razón, entonces debemos concluir que las pasiones son a menudo un obstáculo para que el ser humano alcance la felicidad. Estar sometido a las pasiones implica una cierta esclavitud, la falta de la libertad que acompaña al pensamiento distinto33. Porque para Leibniz, pese a todas las inclinaciones que nos gobiernan, podemos ser libres usando la razón para generar pensamientos distintos. Y para conseguirlo debemos conseguir que en el conjunto de inclinaciones domine la de la razón, lo que se alcanza mejor si la ligamos, como sucede con las pasiones, con los sentimientos de placer y dolor34. En resumen, no se trata de eliminar las pasiones, de sentir menos, sino de pensar más35.

5. ¿Una continuidad?

Ciertamente, la posición de Leibniz respecto de las pasiones es distinta de la de Montaigne y Descartes. Montaigne, a su vez, se mueve en un plano distinto, pues no construye un sistema metafísico que sirva de base a una teoría de los afectos. Su análisis parte de la mera experiencia del yo individual. Descartes construye su teoría a partir de la interacción cuerpoalma, pues si bien las pasiones son del alma, su origen reside en el cuerpo. Ese trasfondo fisiológico es el que niega Leibniz, pues para él, como es sabido, no se puede dar interacción cuerpo-alma. De este modo, encontraríamos una ruptura entre Montaigne y Descartes por un lado, y Leibniz por otro. En su análisis, Montaigne de facto distingue entre cuerpo y alma, pues puede reconocer y dar cuenta de los movimientos del alma, pero no así de todos los movimientos del cuerpo (III, 2, 810B). El movimiento corporal sería independiente de la vida psicológica, por lo que se abriría la puerta, en este aspecto, al cartesianismo, que consideraría el inconsciente como perteneciente a la esfera fisiológica y no psicológica36. Leibniz, por su parte, plantearía las cosas de otro modo, pues la no comunicación entre cuerpo y alma conduce a centrar toda la cuestión de los afectos en el alma, ya estemos hablando de la esfera de lo consciente, ya de lo inconsciente.

Sin embargo, y más allá de las diferencias, podemos, a partir de lo dicho, encontrar puntos en común a los tres autores. Destaquemos los siguientes:

En primer lugar, que las pasiones sean del alma. Más allá de que para Montaigne y Descartes tengan un origen fisiológico que influye en el ámbito psicológico, cosa que no defiende Leibniz, para los tres autores las pasiones son del alma. Quién primero explicita esto es Descartes en el artículo 47 de las Pasiones del alma: las pasiones no pertenecen a un apetito irascible o concupiscible independiente de la razón, sino a un alma que no posee partes. En Montaigne ya encontramos una simplificación conceptual de este tipo, pues reduce las pasiones a corporales y del alma. Leibniz culmina el proceso, al limitar las pasiones al alma, también en su origen.

En segundo lugar, la teoría de las pequeñas percepciones, tal como es presentada por Leibniz en los Nuevos Ensayos37, se asemeja al lenguaje utilizado por Montaigne para describir el efecto de las pequeñas percepciones38. En la Apología de Ramón Sibiuda, Montaigne se refiere al instinto fortuito que nos hace favorecer una cosa más que otra, instinto que influye en la decisión de los jueces (II, 12, 565A). Y pese a que el objetivo sea ser maestro de sí mismo (III, 5, 841B), en “Del arrepentimiento” nos recuerda que existen partes secretas en la naturaleza de los hombres que a menudo su poseedor desconoce y que influyen en su voluntad (III, 2, 814CB). En los NE, Leibniz explica el efecto de las pequeñas percepciones que pueden inclinar la balanza en nuestras deliberaciones y que son importantes para la moral y la formación de nuestras costumbres. Parece que vemos aquí un vínculo entre Montaigne y Leibniz sin pasar por Descartes, más allá de que Montaigne prefigure la interacción cuerpo-alma desarrollada por Descartes. Sin embargo, como ya afirmó Vicente Raga, es posible encontrar “la existencia de pensamientos confusos en tanto que representaciones de fenómenos físicos, como una suerte de proto-inconsciente en los textos de Descartes, que anuncian las “pequeñas percepciones”, aunque sin la relevancia, ni el aparato metafísico que subyace a la explícitamente polémica propuesta de Leibniz”39. Es decir, el hecho de que el origen de las pasiones pase desapercibido para el sujeto, que se dé una especie de inconsciente en Descartes (PA, art. 147; AT XI, 441), recuerda las pequeñas percepciones de Leibniz.

En tercer lugar, y con relación a las pequeñas percepciones insensibles, Montaigne puede ser visto como un antecedente del principio leibniziano de los indiscernibles (II, 37, 786), en la medida que el rechazo por parte de Montaigne del dilema del asno de Buridán (II, 14) se produce en términos idénticos a los de Leibniz en su Teodicea (I, § 49/OFC 10, 124-5; I, § 46/OFC 10,123; III, § 305/OFC 10, 305). Montaigne utiliza el término, para resolver el dilema, “imperceptiblemente”, lo que nos conduce a pensar en las “pequeñas percepciones”. La diferencia entre ambos, sin embargo, es obvia. Aunque Montaigne se adhiera al principio de razón (siempre hay una razón), su conclusión, a diferencia de la de Leibniz, parece tender al escepticismo40.

En cuarto lugar, encontramos una coincidencia respecto de la naturalidad de las pasiones. Para los tres autores, las pasiones son naturales. Contra el estoicismo, que ve las pasiones como algo negativo, Montaigne naturaliza a las pasiones y les confía una función vital y conservadora esencial a la existencia humana. La pasión no es para Montaigne un movimiento anti-natural, sino que está inscrita en la naturaleza del hombre. Renegar de la pasión, o ignorarla, supone desnaturalizarnos (I, 15, 55; II, 12, 490). Esta misma idea, con sus correspondientes matices, está presente tanto en Descartes como en Leibniz.

Finalmente, y por lo que concierne a la concepción de la vida feliz, observamos una continuidad entre Montaigne y Descartes41: la filosofía cartesiana puede ser comprendida como una forma de vida, y todo el árbol de la filosofía se plantea como objetivo alcanzar la mejor vida posible, tanto en el plano corporal como en el espiritual. En Montaigne no disponemos de un conocimiento verdadero y seguro que nos oriente adecuadamente a la acción, por lo cual se hace necesario formar y ejercer nuestro juicio para conducirnos adecuadamente en la vida. En Descartes, el establecimiento de verdades inmutables debe servir de base para la toma de decisiones. Pero más allá de esas diferencias metafísico-epistemológicas, ambos autores utilizan la razón individual para orientar la acción, y sustentan dicha orientación en la determinación de la voluntad.

Pero también encontramos una similitud entre Descartes y Leibniz. Si comparamos la Lettre à Elisabeth 4 aout 1645 (AT IV, 664) anteriormente mencionada con De la vie heureuse (A IV, 1, N89, 668) veremos un parecido sorprendente. Las tres reglas que ofrece Leibniz para obtener un alma contenta y tranquila son muy similares a las que Descartes le relata a Elisabeth para tener un espíritu contento y satisfecho. Veamos con un poco más de detalle los matices diferenciales para determinar si estamos ante la misma propuesta o bien se trata de una, aunque muy parecida, diferente. En primer lugar, lo que se pretende no es exactamente lo mismo en la medida que Leibniz introduce el concepto de “tranquilidad” del alma, mientras que en Descartes figura el término “satisfacción”. La diferencia es interesante, pues en Descartes el término parece implicar una alegría que en Leibniz es sustituida por el reposo. Pero este planteamiento, que tiende a recuperar el ideal estoico de sabio, parece ir en contra del carácter dinámico del alma leibniziana, y apunta a una contradicción con otros textos de Leibniz. Como señala Couto, para conservar la tranquilidad, el sujeto debe permanecer consigo mismo siempre42. Todo lo que te arrastra perturbará tu tranquilidad. El ideal de paz absoluta se centra en el “en-sí” del sujeto, en el autodominio alcanzado al precio de expulsar de sí mismo todo lo que no es, lo que no tiene, todo lo que no es él mismo. Esto sería coherente con lo que veremos que se afirma en la tercera regla, el dejar de considerar como verdaderos bienes todo lo que está fuera de nuestro poder. Ahora bien, hemos visto que nuestro interior está en continuo movimiento, sujeto a diversas inclinaciones, y la razón misma es un movimiento. La tranquilidad, pues, no puede ser un estado definitivo, sino una aspiración, un intento de no dejarse arrastrar por las inclinaciones confusas.

Si comparamos los dos textos regla por regla, vemos que el contenido de la primera regla parece idéntico: se trata de usar la razón para determinar la acción a realizar. Pero observamos algunas diferencias: Descartes no menciona la palabra “razón” y alude a servirse de su “espíritu”. Leibniz explicita que se trata de usar la razón, y en eso consiste la sabiduría, en seguir las órdenes de la razón. Observemos también que en los dos casos se alude a usar la razón en la medida de lo posible (Leibniz), o lo mejor posible (Descartes), esto es, aunque se dé la formación continua de sí, la perfectibilidad, tanto en un autor como en otro aparece una consciencia de los límites de la razón. Con relación a la segunda regla, el énfasis puesto en tener la resolución o el propósito de seguir aquello que la razón nos indica que es lo mejor obliga a matizar la distinción entre un Descartes voluntarista y un Leibniz racionalista43. El paso de la teoría a la práctica exige una voluntad que es la base de la virtud, identificada por Descartes con la firmeza de la resolución y por Leibniz con el hábito, y en los dos casos por mantener en el tiempo la voluntad de seguir a la razón. Y por lo que hace a la tercera regla, es prácticamente idéntica. En los dos casos se afirma que conducirse según la razón produce contento y evita desear aquello que no se posee, así como el arrepentimiento. Dos pequeñas diferencias, sin embargo, aparecen al principio y al final del texto de Leibniz. Al principio, Leibniz menciona el esfuerzo por alcanzar los verdaderos bienes, lo que está ausente en Descartes. Al final, Leibniz explicita en qué consiste el resultado de esta actitud: la felicidad o tranquilidad del alma. Así, mientras parece que Descartes plantea una regla para conducirse en cada una de nuestras acciones, Leibniz explicita el sentido y el resultado de la regla, pues seguir la razón está vinculado a un determinado conocimiento, el de los verdaderos bienes, que nos conducirán a la felicidad. Esta conexión entre conocimiento y acción está presente en Descartes (no así en Montaigne), pero en Leibniz aparece claramente explicitada44. Como señala Couto45, nada contribuye más a una vida feliz que la iluminación del entendimiento y el ejercicio de la voluntad para comprender y penetrar profundamente los dictados de la razón, según los cuales se debe actuar. Así, de la luz del entendimiento, cada vez más alto, brotará un progreso continuo en sabiduría y virtud, y por lo tanto también en perfección y en la alegría de vivir46.

Pero, además, Leibniz añade un aviso final al lector, que no está presente en el texto cartesiano. Se exige al lector atención a lo escrito, reflexión sobre lo hecho hasta el momento, y sobre cómo deberá vivir en el futuro. Solo así sacará provecho del texto, pues si lo lee como mero placer es mejor que no continúe la lectura. La vida feliz, pues, no se presenta como una opción más entre las muchas que se le presentan a un individuo a lo largo de su vida, sino como una exigencia misma de la razón en busca de la perfección humana.

6. Algunas conclusiones provisionales

A la espera de un estudio más detallado de las relaciones entre Montaigne, Descartes y Leibniz, y a partir de lo comentado, voy a limitarme a destacar unas pocas conclusiones provisionales:

  1. En primer lugar, observamos una línea hacia un mayor racionalismo. La confianza de Montaigne en la razón es limitada, pues al renunciar a construir una metafísica y adoptar una actitud escéptica, el buen uso de las pasiones no puede ser llevado a cabo mediante una dominación racional, sino mediante la introspección, el uso del juicio, del hábito, y del uso compensatorio de las pasiones. Descartes confía en la razón y construye su sistema a partir de ella, pero la gestión de las pasiones requiere partir de las pasiones mismas, y desarrollar una pasión que sea al mismo tiempo una virtud. Además, en Descartes el racionalismo está matizado por la importancia dada a la voluntad, sin cuyo concurso no se pueden gestionar adecuadamente las pasiones y alcanzar la vida feliz. Leibniz construye un sistema racional y confía en la fuerza de la razón para controlar las pasiones. Ahora bien, hemos visto que ese racionalismo no solo debe ser matizado en el caso de Descartes, sino que parece también que en el caso de Leibniz. La razón está ligada a las inclinaciones de la mente, y su uso se vincula así al deseo y el placer. Y, como hemos visto en De la vie heureuse, la voluntad juega un papel importante para conseguir el objetivo de la vida feliz.

  2. Desde Montaigne se abre una línea moderna del tratamiento de las pasiones, consistente en aceptar la naturalidad de las pasiones. Se deja de lado tanto el modelo escolástico-aristotélico como el estoico, para intentar una adecuada gestión de las pasiones consideradas como hechos naturales, lo que implica que no son inevitablemente malas y que no deben ser eliminadas. Así, en Montaigne se prioriza la diversión como remedio, en Descartes se pretende conseguir mediante la generosidad, que es una pasión y al tiempo una virtud, y en Leibniz, priorizando, frente a los deseos presentes, el deseo de felicidad duradera. En los tres casos, el uso de la razón no implica la eliminación de las tendencias no racionales presentes en el ser humano.

  3. Esta comparación respecto del tema de las pasiones nos permite plantearnos otra manera de abordar el pensamiento de Leibniz. Es comúnmente aceptado que la filosofía de Montaigne puede ser entendida como una forma de vida. He defendido en otros textos que esta aproximación puede ser hecha respecto de Descartes47. Está por ver si, siguiendo una idea sugerida por Paul Lodge, podemos considerar la filosofía de Leibniz como una forma de vida48. Para ello, debemos recordar qué entendemos al considerar la filosofía como forma de vida. Siguiendo a Hadot, entenderemos que asumir que la filosofía es una forma de vida supone: 1) una clase de conducta moral; 2) una manera de estar en el mundo; 3) una práctica constante; 4) el objetivo de transformar la vida del individuo que la practica; 5) un instrumento para curar las angustias49. Es bastante claro que la posición de Montaigne encaja con esta concepción. Defiendo que Descartes también encaja, pues asume muchos de los planteamientos montaigneanos, aunque elimina su escepticismo para construir una metafísica fundamentadora. Aun así, lo importante del sistema no está en la raíz del árbol sino en los frutos del mismo, que proporcionan la vida feliz. De manera similar, si abordamos el sistema de Leibniz desde su estudio de las pasiones, se hace plausible considerar su filosofía como una forma de vida. Para fundamentar esto habría que ir a otros textos y ello supondría un nuevo artículo. Así que lo voy a dejar aquí, aunque apuntaré un par de cosas en esta línea. En primer lugar, aunque la filosofía de Leibniz se suele identificar como una filosofía teorética, no está de más recordar que en los Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano Teófilo se declara más inclinado a las cuestiones morales que a la filosofía especulativa (NE, 69; A VI,6, 71). En segundo lugar, si la filosofía consiste en el uso de la razón para alcanzar la sabiduría, y ésta consiste en alcanzar la felicidad50, entonces toda la filosofía teórica se dirige a una praxis consecuente, a una manera de vivir en el que el individuo que la practica sea feliz51. En los tres autores me parece que es posible considerar su filosofía como un discurso vivido, como una praxis y no meramente como una teoría. Es claro que ser montaigneano supone una actitud ante la vida, una manera de estar en el mundo, la filosofía de Montaigne es eminentemente práctica. Pero esto también es cierto, me parece, respecto de Descartes y Leibniz.

Pero lo sorprendente es que, tras la comparación de estos autores, especialmente en el caso de Descartes y Leibniz, observamos que, aunque los presupuestos que llevan a la vida feliz sean distintos en cada caso, el resultado final no difiere mucho: otorgar poder al ser humano para gestionar sus afectos, para construir su propia vida, poder que se alcanza con el ejercicio de la razón (con el juicio en el caso de Montaigne). Esto es, aunque partan de posiciones metafísicas distintas, la propuesta de cómo conducirse adecuadamente en la vida y aspirar a alcanzar la vida feliz presenta en estos tres autores muchas similitudes.

Referencias


Notas

  1. Entre los pocos libros que explícitamente tratan a Montaigne como filósofo, destaquemos como pionero a Marcel Conche, Montaigne et la philosophie (Paris: Mégare, 1987), y también a Jaume Casals, La filosofia de Montaigne (Barcelona: eds. 62, 1986).↩︎

  2. La primera cifra remite al número de libro de los Ensayos, la segunda al capítulo, la tercera a la página de la edición de Pierre Villey bajo la dirección de V.-L. Saulnier, Montaigne, Les Essais (Paris, PUF, 1965). La letra se refiere a la edición de los Ensayos: A para la edición de 1580, B para la de 1588, C para los añadidos posteriores a esa fecha. Se añade a continuación el número de página de la traducción castellana de Jordi Bayod en: Montaigne, Los ensayos (Barcelona: Acantilado, 2007), traducción que, a diferencia de la edición de Villey, no parte del Ejemplar de Burdeos sino de la edición de 1595.↩︎

  3. “No puedo fijar mi objeto. Anda confuso y vacilante debido a una embriaguez natural. Lo atrapo en este momento, tal y como es en el instante en el que me ocupo de él. No pinto el ser; pinto el tránsito, no el tránsito de una edad a otra, o, como dice el pueblo, de siete en siete años, sino día a día, minuto a minuto. Hay que acomodar mi historia al momento. Acaso cambiaré dentro de poco no sólo de fortuna sino también de intención. Esto es un registro de acontecimientos diversos y mudables, y de imaginaciones indecisas, y, en algún caso, contrarias, bien porque yo mismo soy distinto, bien porque abordo los objetos por otras circunstancias y consideraciones.” (“El arrepentirse”, III, 2, 805B; 1201-1202).↩︎

  4. “(B) Nada es tan hermoso y legítimo como hacer bien de hombre, y tal como es debido. Ni hay ciencia tan ardua como saber vivir bien (C), y naturalmente, (B) esta vida. Y, entre nuestras enfermedades, la más salvaje es despreciar nuestro ser. (…) Es una perfección absoluta, y como divina, saber gozar lealmente del propio ser. Perseguimos otras condiciones porque no entendemos el uso de las nuestras, y salimos fuera de nosotros porque no sabemos qué hay dentro.” (“La experiencia”, III, 13, 1110, 1115; 1659, 1668).↩︎

  5. Más allá de algunos artículos específicos, hasta la aparición de la monografía de Emiliano Ferrari (Montaigne, une anthropologie des passions, Paris: Classiques Garnier, 2014) no encontramos ningún libro específicamente dedicado a la cuestión de las pasiones en Montaigne. Algunos artículos anteriores a tener en cuenta son: A. Lagrange, “l’homme et le monde dans l’édition des Essais de 1580. La passion et les passions”, Bulletin de la Société des Amis de Montaigne, nº 3-4 (1980) : 31-52; Françoise Charpentier, “La passion de la tristesse”, Montaigne Studies IX (1997): 35-50; Terence Cave, “’Outre l’erreur de nostre discours’. L’analyse des passions chez Montaigne”, en La Poétique des passions à la Renaissance. Mélanges offerts à Françoise Charpentier, éd. F. Lecercle & S. Perrier (Paris: Champion, 2001): 389-406; Claude Couturas, “Les passions dans les Essais: un discours hétérodoxe”, Cahier textuel 26 (2003): 105-120.↩︎

  6. “En verdad, la violencia de un disgusto, para ser extrema, debe sobrecoger el alma entera e impedir su libertad de acción. Así nos ocurre en plena alarma por una noticia muy desgraciada: nos sentimos atrapados, transidos y como incapaces de movimiento alguno. Cuando, más adelante, el alma cede a las lágrimas y a los lamentos, parece desprenderse, separarse y quedar más desahogada y tranquila”ç (I, 2, 12A, 16).↩︎

  7. Meditaciones Metafísicas I. Todas las citas se hacen por la edición de Charles Adam y Paul Tannery, Oeuvres de Descartes, 11 vols, Paris, Vrin, 1996. Habitualmente se cita con las siglas de los editores, añadiendo nº de volumen y página, en este caso, AT VII, 17, para la edición latina, y AT IX, 13. Si no se indica lo contrario, las traduccions son mías.↩︎

  8. “Carta del autor al traductor”, Los principios de la filosofía, edición francesa (AT IX-b, 5).↩︎

  9. Por poner algún ejemplo, Jean de Silhon, coetáneo y amigo de Descartes, en L’immortalité de l’âme (1634), intenta demostrar, a partir de la idea el cristianismo coincide con la luz natural de la razón, que Dios existe y que el alma es inmortal, y en el curso de la demostración afirma que poseemos un conocimiento del cual ninguna persona puede dudar, que existimos y somos.↩︎

  10. Cf. Hugo Friedrich, Montaigne, trad. al de Robert Rovini (Paris: Gallimard, 1968); Emmanuel Faye, Philosophie et perfection de l’homme (Paris: Vrin, 1998); Thierry Gontier, De l’homme à l’animal. Paradoxes sur la nature des animaux (Montaigne et Descartes) (Paris: Vrin, 1998).↩︎

  11. Antonio Damasio, El error de Descartes, traducción de Joan Domènec Ros del original inglés de 1994 (Barcelona, Destino, 2011).↩︎

  12. Denis Kambouchner, Descartes n’a pas dit (Paris : Le Belles Lettres, 2015): cap. 17.↩︎

  13. Emiliano Ferrari observa una similitud entre el inicio del artículo 94 de las PA, dedicado a las pasiones que son excitadas por bienes y males que conciernen solo al cuerpo (AT XI, 398), y un pasaje de la Apología referido a la salud corporal (II, 12, 565AB). Véase Emiliano Ferrari, Montaigne. Une anthropologie des passions, 79-80.↩︎

  14. Esto ya aparece en Montaigne: “Lo cierto es que nuestra aprehensión, nuestro juicio y las facultades de nuestra alma en general sufren según los movimientos y alteraciones del cuerpo, alteraciones que son continuas” (II, 12, 564A; 845).↩︎

  15. Véanse las Respuestas a las cuartas objeciones (AT VII, 218256; AT IX, 170-197).↩︎

  16. Compárese AT IX, 178 con II, 6, 375-376AB. Cf. Ferrari, Montaigne. Une anthropologie des passions, 67-68.↩︎

  17. Compárese Essais, III, 855B con PA, arts. 44-46, AT XI, 361-364.↩︎

  18. Descartes à Elisabeth, 4 août 1645, AT IV, 263-268.↩︎

  19. Citamos las obras de Leibniz según la edición de la Akademie-Ausgabe, usando las siguientes abreviaciones, habituales en los estudios leibnizianos:

    A = Leibniz: Sämtliche Schriften und Briefe, hrsg. von der Preußischen (después: Berlin-Brandenburgischen und Göttinger) Akademie der Wissenschaften zu Berlin, Darmstadt (después: Leipzig, finalmente: Berlin) 1923 et sq., citados por secciones, volúmenes y páginas;

    GP = Die philosophischen Schriften von Leibniz, hrsg. von C. I. Gerhardt, vol. 1–7, Berlin 1875–1890 (reimpresión: Hildesheim 1960–1961); OFC = Leibniz: Obras filosóficas y científicas, 20 vols., Granada, Comares, 2007ss.↩︎

  20. Stefano Di Bella, “Le De affectibus leibnizien : de la dynamique des passions à la constitution de la substance individuelle”, en Les passions à l’âge classique, ed. Pierre-François Moreau (Paris: PUF, 2006), 194.↩︎

  21. Leibniz, L’addition à l’explication du système nouveau: «[…] su [=el alma] naturaleza consiste en expresar el cuerpo, lo que pongo en el lugar de las influencias del cuerpo” (GP IV, 583).↩︎

  22. Leibniz, L’addition à l’explication du système nouveau: “[…] Creo que es la propia naturaleza que Dios le ha dado, de representarse a sí misma de acuerdo con sus propias leyes lo que ocurre en los órganos” (GP IV, 519); “[…] el alma debe expresar el cuerpo” GP IV, 580; « su [=el alma] naturaleza consiste en expresar su cuerpo” (GP IV, 580).↩︎

  23. Carta a Arnauld, de 9 de octubre de 1687: “Una cosa expresa a otra (en mi lenguaje) cuando hay una relación constante y regulada entre lo que se puede decir de una y de la otra” (A II. 2, 240/OFC 14, 120).↩︎

  24. Leibniz, Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano (Madrid: Editora Nacional, 1977), II, XXI, 226 (A VI, 6, 194). Seguimos aquí a Sabrina Ebbensmeyer, “Leibniz on the Passions and the Dynamical Dimension of the Human Mind”, en Emotional Minds, ed. S. Ebbensmeyer (Göttingen, De Gruyter, 2012), 146-147.↩︎

  25. Antonella Lang-Ballestra, “La teoría de las ‘petites perceptions insensibles’ de Leibniz. La fecundidad de esta teoría para la doctrina de los afectos” Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LI, nº 129-131 (Enero-Diciembre 2012): 295.↩︎

  26. “Sin embargo, como a menudo hay varias opciones para tomar, en lugar de comparar el alma con una balanza, podríamos compararla con una fuerza que hace esfuerzo en varios lados al mismo tiempo, pero que solo actúa donde encuentra más facilidad o menos resistencia.” (Th III.325; GP VI, 309/ OFC 10,326); “Pero cuando se habla de la mayor inclinación de la voluntad, se está hablando del resultado de todas las inclinaciones (Th I.43; GP VI, 127/OFC 10,121); “Varias percepciones e inclinaciones contribuyen a la volición perfecta, que es el resultado de su conflicto” (NE II.21.39; A VI. 6, 192).↩︎

  27. Ebbersmeyer, “Leibniz on the Passions and the Dynamical Dimension of the Human Mind”, 150.↩︎

  28. Maria Luísa Couto Soares, “A felicidade impossível. A partir do texto De la Vie Heureuse”, Cultura. Revista de História e Teoria das Ideias, Vol. 28 (2011): 267-280.↩︎

  29. La relación entre las afecciones y la vida feliz ha sido abordada, entre otros, por Roberto Casales, “Placer, virtud y felicidad en Leibniz”, Estudios 139, XIX (2021): 179-199, quien resalta que una adecuada comprensión de esta relación pasa por considerar la importancia de factores epistémicos en el proceso deliberativo de la racionalidad práctica.↩︎

  30. Leibniz, L’addition à l’explication du système nouveau: “En lo que respecta a las luchas que se suponen entre el cuerpo y el alma, no es más que la diversidad de inclinaciones que nacen de pensamientos distintos o de pensamientos confusos, es decir, de razones o de instintos y pasiones” (GP IV, 576).↩︎

  31. Ebbersmeyer, “Leibniz on the Passions and the Dynamical Dimension of the Human Mind”, 154.↩︎

  32. 3 Ebbersmeyer, “Leibniz on the Passions and the Dynamical Dimension of the Human Mind”, 155.↩︎

  33. “Y podemos decir que estamos libres de la esclavitud en la medida en que actuamos con un conocimiento distinto; pero que estamos sometidos a las pasiones en la medida en que nuestras percepciones son confusas. […] Y lo que hacen las cadenas y la coerción en un esclavo, se hace en nosotros a través de las pasiones, cuya violencia es suave pero no menos perjudicial”. (Th III.289 ; GP VI, 288–9/OFC 10, 296-297).↩︎

  34. NE II.21.35 ; A VI. 6, 186: « Ainsi si nous préferons le pire, c’est que nous sentons le bien qu’il renferme, sans sentir ny le mal qu’il y a, ny le bien qui est dans le parti contraire».↩︎

  35. Ebbersmeyer, “Leibniz on the Passions and the Dynamical Dimension of the Human Mind”, 157.↩︎

  36. Véase G. Rodis-Lewis, Le problème de l’inconscient et le cartesianisme (Paris: PUF, 1985), 61.↩︎

  37. Pref., p. 46ss; I, 20; A VI, 6, 53-55.↩︎

  38. Essais, II, 12, 565A; III, 2, 814CB.↩︎

  39. Vicente Raga, “ Demasiada felicidad. Sobre la teoría de los afectos en Descartes y Leibniz”, Logos. Anales del Seminario de Metafísica, 54, n° 2 (2021): 359; Cf. AT V, 57↩︎

  40. Para la relación entre Leibniz y Montaigne respecto de este tema, y en la que se defiende, más allá de la coloración escéptica del texto de Montaigne, una especie de pre-leibnizianismo en Montaigne, véase Bernard Sève, Montaigne. Des règles pour l’esprit (Paris: PUF, 2007): 68-74.↩︎

  41. Véase Joan Lluís Llinàs, “En torno a la propuesta moral cartesiana: un diálogo con Montaigne”, Contrastes. Revista Internacional de Filosofía 15 (2010): 185-202; Joan Lluís Llinàs, “La philosophie comme forme de vie. Un Descartes montaignien?”, Montaigne Studies XXV (2013): 169-176.↩︎

  42. María Luísa Couto, “A felicidade impossível”, 270.↩︎

  43. Cf. Raga, “Demasiada felicidad. Sobre la teoría de los afectos en Descartes y Leibniz”↩︎

  44. Para una interpretación sobre la relación entre proceso de auto-perfección conducente a la felicidad y los procesos cognitivos, véase Markku Roinila, “Leibniz’s Passionate Knowledge”, Blityri, Studi di storia delle idee sui segni e le lingue IV, 1-2 (2015): 75-85. Roinila defiende que la cooperación entre cogniciones confusas y distintas en el hombre sabio refleja el interés de Leibniz por la estética y las emociones.↩︎

  45. María Luísa Couto, “A felicidade impossível”, 278-9.↩︎

  46. Cf. Initia et Specimina Scientiae novae Generalis, A VI,4, 357361/OFC 3, 158-163.↩︎

  47. Véase Joan Lluís Llinàs, "La philosophie comme forme de vie. Un Descartes montaignien?".↩︎

  48. Paul Lodge, “Leibniz’s Philosophy as a Way of Life?”, Metaphilosophy, Vol. 51, nº. 2–3 (Abril 2020): 259-279.↩︎

  49. Cf. Pierre Hadot, La philosophie comme manière de vivre (Paris: Albin Michel, 2001).↩︎

  50. Véase Leibniz, De la sagesse (A IV, 669-673).↩︎

  51. Recordemos que, en la Disertación sobre el arte combinatorio de 1666, Leibniz sugiere que la teoría y la praxis no deben concebirse independientemente (A VI 1, 229/). Y en los NE se sugiere que el estudio de la substancia conducirá a los individuos que lo llevan a cabo a conocerse mejor a sí mismos (NE, A VI, 6, XXIII)↩︎