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ESTUDIOS

La flecha y la trampa. Figuras de la finitud en un discurso fúnebre de Kierkegaard

Rodrigo Figueroa-Weitzman
Instituto de Estudios para la Familia / Escuela de Humanidades, Facultad de Psicología y Humanidades, Universidad San Sebastián, Chile ORCID iD
Jorge Mittelmann
Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile ORCID iD
Recibido:15 de octubre de 2023 • Aceptado: 01 de marzo de 2024

A Jorge Figueroa Cruz,
A Eduardo Mittelmann Lee,
In memoriam

Resumen: Este artículo elabora la posición de Kierkegaard ante la muerte, tal como ella comparece en un escrito exhortativo inscrito en su colección de Discursos Edificantes. Se defiende la tesis que la posición original elaborada en este escrito a la vez (i) se inspira en el célebre argumento de Epicuro contra el temor a la muerte y (ii) refuta ese argumento mediante consideraciones que no invalidan su estructura deductiva, pero ponen de manifiesto su insuficiencia fenomenológica. El elemento central de esa refutación consiste en habilitar un modo de referencia al morir por medio del cual dicho acontecimiento se vuelve coextensivo a la existencia como un todo y abandona su locación temporal hipotética o remota. Dicha referencia es lo que Kierkegaard designa como "serio pensamiento de la muerte", que logra sustraer el límite de la existencia a su doble condición periférica y anónima. Para Epicuro, la muerte es periférica en cuanto circunscribe la existencia sin formar parte de ella; y la muerte es anónima en cuanto sobreviene a la especie, o al individuo solamente en cuanto adscrito a ella. El antídoto de Kierkegaard contra Epicuro personaliza el morir y lo convierte en una inminencia contemporánea a cada instante.

Palabras clave: Muerte, Seriedad, Aplazamiento, sabiduría.

ENG The arrow and the trap. Figures of Human Finitude in a Funerary Discourse by Kierkegaard

Abstract: This paper describes Kierkegaard's position on death as it appears in an exhortative writing belonging to his collection of Edifying Discourses. It is argued that the original position elaborated in this Discourse both (i) draws on Epicurus' famous argument against the fear of death and (ii) refutes that argument by highlighting its phenomenological inadequacy, rather than invalidating its deductive structure. The central element of Kierkegaard's refutation consists in enabling a reference to death that forsakes its hypothetical character by turning extinction into a pervasive danger, that is coextensive with life as a whole. Such a reference is what the philosopher names "the serious thought of death", i.e., an intentional state which manages to subtract the limit of existence from its peripheral and anonymous condition. From an Epicurean standpoint, death is peripheral insofar as it circumscribes existence without ever being a part of it; and death is anonymous insofar as it befalls the species as such, or the individual only insofar as it is a member of the species. Kierkegaard's antidote to Epicurus' argument personalizes death and turns it into an impending menace to be felt at every moment.

Keywords: Death, Seriousness, Postponement, Wisdom.

Sumario: Introducción • 1. Muerte, seriedad y anonimato • 2. Aplazamiento, tedium vitae y consuelo sobrenatural • 3. La condición inexplicable de la muerte • 4. Conclusión

Cómo citar: Figueroa-Weitzman, R. & Mittelmann, J. (2025). La flecha y la trampa. Figuras de la finitud en un discurso fúnebre de Kierkegaard. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 42(1), 145-155. https://dx.doi.org/10.5209/ashf.91969


Somos sobrevividos por aquellos a quienes
creemos sobrevivir
Gabriel Marcel

Introducción

A diferencia de otros autores en los que cabe reconocer su influjo, Søren Kierkegaard no abordó la muerte de manera sistemática y exhaustiva1. Pese a sus énfasis especulativos en algunos de los grandes asuntos de la existencia – la angustia, el claroscuro de la fe, la obligación moral, la intimidad y la posición del hombre ante Dios –, la muerte figura de modo más discreto en sus escritos fundamentales. El corpus textual kierkegaardiano consagra más pasajes y páginas a temas como el matrimonio y el amor que al mismo morir humano. Sin embargo, aunque concisos, los alcances sobre la muerte contienen consideraciones perspicaces y atendibles. Su autor alude, en más de algún pasaje, a la introspección en que le sumió la muerte de su padre cuando el filósofo contaba 25 años: “Las poderosas impresiones religiosas de mi infancia adquirieron un poder renovado sobre mí, ablandado ahora por la reflexión”2.

En este artículo reconstruiremos los rasgos generales de la posición que Kierkegaard adopta ante la muerte en un escrito relativamente breve publicado en 1845. En su primera sección, el presente trabajo esboza la pars destruens de la argumentación con la que Kierkegaard resiste el célebre razonamiento de Epicuro, que procura persuadir al mortal de que nada inquietante hay en la muerte. Esta confrontación con el argumento epicúreo permite perfilar, por contraste, un aspecto distintivo de la actitud kierkegaardiana, que él denomina “seriedad”. En la segunda sección, se desarrolla la pars construens del discurso, que problematiza las nociones de “aplazamiento”, “tedium vitae” y “consuelo sobrenatural”, mediante una elaborada fenomenología de esos tres estados; en particular, esta sección discute la viabilidad de un consuelo religioso no compensatorio, que no encubra el carácter trágico de la muerte. En su sección final, el artículo analiza la ambivalencia conceptual que Kierkegaard detecta en la muerte, comprendida como fenómeno dialéctico en el que conviven lo determinado y lo indeterminable, lo ineluctable y lo incierto.

1. Muerte, seriedad y anonimato

1.1. La seducción epicúrea

Kierkegaard dedica un escrito singular a la cuestión de la muerte. Se trata del texto Junto a una tumba, uno de sus Tres discursos para ocasiones supuestas (los otros dos fueron compuestos con ocasión de una confesión y con motivo de una boda). Estos discursos – redactados una década antes de la muerte de su autor – no obedecen a circunstancias reales, pues se inspiran en ocasiones imaginarias diseñadas por el filósofo de Copenhague. En su discurso sobre la muerte, Kierkegaard invita al oyente/ lector “a pensar el sentido de la propia existencia en el momento en que ésta es conducida a su más íntimo silencio”3.

Una primera idea matriz de este escrito es la “seriedad” que su autor atribuye a la muerte. Según Kierkegaard, nada es tan serio, nada tan grave, nada más severo que la muerte. Ella es el arquetipo de toda formalidad. Con ella no se condicen palabras leves ni bromas, a no ser que éstas últimas adquieran la modalidad desesperada de la sátira: la muerte parece excluir la irrupción de lo cómico. Kierkegaard lo expresa con las siguientes palabras: “Si uno quiere nombrar debidamente un objeto serio, nombra la muerte, y el ‘serio pensamiento de la muerte’”4. Para el filósofo, por tanto, la comunidad universal de la muerte, como hecho que afecta a la especie, no la priva de la unicidad que le compete en cuanto afecta al individuo que reflexiona sobre ella. Eso explica que este hecho máximamente común adquiera, al mismo tiempo, un talante singular.

La descripción de la muerte como acontecimiento “serio” no resulta, obviamente, novedosa. Pero la aparente redundancia de esta observación se comprende mejor una vez que se aprecia el género literario en el que se inscribe: se trata de un discurso exhortativo, cuyo propósito no reside tanto en una conceptualización original del fenómeno cuanto en confrontar al oyente/lector con su propia finitud. La relevancia de los discursos no reside, en principio, en su originalidad, sino en su apelación edificante. El oyente que Kierkegaard imagina se ve conducido a sopesar la gravedad de este hecho ineludible y a transitar desde el anonimato del “se muere” hacia la personalización de su morir. Nadie sensato (en el sentido fronético elemental que compete a toda creatura dotada de razón práctica) ignora su apremiante finitud y, por ende, debe conducirse en consecuencia. Kierkegaard pone de relieve, de este modo, la relevancia práctico-moral del morir y su valor orientativo. De ahí que refute una célebre estrategia evasiva de raíz epicúrea y que concibe como una idea distintivamente pagana:

Un pagano ha dicho que ya no hay que temerle a la muerte, “’pues cuando ella está, yo no estoy, y cuando yo estoy, ella no está”. Ésa es la broma mediante la cual el astuto observador se coloca a sí mismo fuera; pero, aunque la observación recurriera a las imágenes del horror para retratar a la muerte, aunque eso causara espanto a una enfermiza imaginación, es sólo una broma si aquel piensa meramente la muerte y no se piensa él mismo en la muerte, si la piensa como la condición de la especie, pero no como la suya5.

Toda reflexión sobre la muerte que desligue de sí mismo a quien la piensa, o sea, que lo separe de su propio tener que morir, es una especie de divertimento intelectual, una recreación existencialmente estéril, puesto que omite el punto fundamental. Mediante esta operación de exteriorización, el pensador de talante epicúreo logra situarse ante su propio morir como si éste fuese el morir de un otro que ya no le concierne. El carácter de su muerte como episodio biográfico queda encubierto en la generalidad de un suceso anónimo, cuya inscripción original en la biografía del pensador se procura soslayar6. Pero, como ocurre con toda generalización, la muerte devenida en universal hace abstracción del individuo a expensas del cual ese universal se obtiene. Ahora bien, la prestidigitación conceptual es ilusoria: Kierkegaard descubre en ella el síntoma de un sujeto que se desliga de su finitud para descargarla sobre la premisa mayor del silogismo “todos los hombres son mortales”. Con ese fin, Kierkegaard utiliza el concepto de “broma”, ya que quien piensa la muerte como algo general y lo remite a la especie, ya no está pensando “en serio”, pues escamotea su aspecto decisivo: el hecho de que quien muere es, en cada caso, cada uno. En esta argumentación hay una severa crítica al razonamiento capcioso que Diógenes Laercio atribuye a Epicuro, y que el pensador danés ve como una mirada elusiva de la auténtica significación del morir humano. Con todo, el defecto del argumento no reside en la inclusión de alguna premisa fácticamente errónea: es un hecho que la muerte puede ser vista desde afuera y que, desde esa perspectiva, ella comparece bajo la forma abstracta de una ley universal aplicable a la especie. El raciocinio epicúreo no incurre, por ende, en una falacia material ni formal. Su carácter defectuoso no concierne ni a la forma del razonamiento ni a su contenido, sino más bien a su pertinencia. El punto de vista que adopta quien discurre de ese modo es fenomenológicamente erróneo, porque asume un enfoque desde el cual no se advierte el modo en que el morir gravita sobre el pensador que lo tematiza.

1.2. La refutación kierkegaardiana

Un segundo aspecto que cabe destacar en la concepción kierkegaardiana es su distinción entre dos tipos de seriedad: la que concierne a la vida y la que afecta al morir. Es importante advertir que Kierkegaard formula esta alternativa en términos que no son del todo ajenos a la dialéctica epicúrea que ha rechazado anteriormente. La especificidad de la muerte y la “seriedad” que le es propia se aprecian al entablar ciertas comparaciones esclarecedoras con otros fenómenos serios; en particular, con la enfermedad y la tristeza:

[L]a pena no yerra su objetivo, pues alcanza al viviente y, cuando lo ha alcanzado, sólo entonces comienza la pena: pero cuando la flecha de la muerte da en el blanco, entonces todo ha terminado. Y la enfermedad, si quieres compararla con la muerte, y si quieres llamarla una trampa, como también la muerte es la trampa en la que se captura la vida: la enfermedad captura realmente y, cuando ha capturado al que está sano, entonces comienza la enfermedad: pero cuando la muerte cierra su trampa, no ha capturado nada, pues entonces todo ha terminado. Pero justamente en eso consiste la seriedad, y por eso justamente la seriedad de la muerte es distinta de la seriedad de la vida, que tan fácilmente deja que uno se engañe a sí mismo7.

La comparación procede mediante los modos simétricamente opuestos en los que una flecha alcanza su blanco. Mientras la enfermedad y la tristeza son estados crónicos que se desencadenan a partir de un episodio puntual, el morir mismo es un episodio biológico cuya posteridad ya no está abierta a quien lo experimenta. Dicho de otro modo, cuando la muerte da en el blanco, ya no hay blanco. Esa constatación da lugar a una segunda metáfora, la de la trampa y su presa: la enfermedad parasita al cuerpo sano y lo captura, de manera tal que el episodio desencadenante se prolonga a expensas de quien lo experimenta. La enfermedad existe en la medida en que alguien la padece y se alimenta de aquello a lo que pone fin (en este caso, su salud). Pero cuando la trampa de la muerte se ha cerrado, ya no hay presa. Mal que le pese a su autor, esta caracterización dialéctica debe mucho a la estrategia evasiva de Epicuro. Si bien Kierkegaard rechaza la exteriorización de la muerte que nos sitúa ante ella como espectadores, su caracterización fenomenológica de ella – mediante las figuras de la flecha y la trampa – debe mucho a la maniobra terapéutica epicúrea. Hay un sentido, al menos, en el cual cada uno convive con su enfermedad, pero no con su muerte (al menos no con las consecuencias diacrónicas del episodio biológico en que el morir consiste). Por último, este carácter definitivo de la muerte excluye el autoengaño y es en esta exclusión que reside su “seriedad” específica. En cambio, la seriedad de la vida posee otro carácter, pues con ella uno “fácilmente” cae en confusión o se “engaña”. Por ejemplo, el enfermo y el desdichado encuentran a su disposición tópicos narrativos que les permiten estilizar sus padecimientos y revestirlos de imaginaciones románticas o heroicas. Hallan ante sí todo un repertorio de elaboraciones literarias y dramáticas que les permiten, una vez más, exteriorizar sus padecimientos y vivirlos como si afectasen a otros. En la desdicha romántica, quien padece arriesga convertirse en personaje de una historia elaborada por otro. En esta deriva existe al menos la eventualidad de un desdoblamiento o de una referencia inauténtica al propio sufrimiento (esto es, de una referencia mediada por una narrativa ajena a quien lo experimenta). El tópico decimonónico de la tisis y la consunción – escoltado por su cortejo de síntomas, pañuelos ensangrentados y estadías terapéuticas en la alta montaña – atestigua el prestigio literario de estas estilizaciones “poco serias”. La seriedad de la muerte, en cambio, es inapelable8.

Sin embargo, es obvio que estas conclusiones iniciales deben ser inmediatamente matizadas y es justamente en este punto que el distanciamiento respecto de Epicuro se vuelve sensible. Kierkegaard indica que “una vez que uno ha muerto, es tarde para ponerse serio […]; en la seriedad de la muerte no hay engaño, pues lo que es serio no es la muerte, sino el pensamiento acerca de la muerte”9. Los límites de la terapia epicúrea se hacen de este modo manifiestos: ella concierne a la muerte como episodio biológico puntual, pero no se extiende a su dimensión biográfica, pues hay un sentido en el cual el morir es estrictamente contemporáneo con la vida, a saber, en cuanto “pensamiento acerca de la muerte”. Este pensamiento sui generis permite hacer referencia a la propia existencia como a una totalidad circunscrita por un límite y es la presencia de este confín la que vuelve “serio” todo aquello que yace de este lado del límite. El límite, en cuanto tal, es un hecho bruto como cualquier otro y por ello Kierkegaard puede afirmar sin contradicción que “lo serio no es la muerte”. El argumento elusivo de Epicuro carece de seriedad precisamente porque se aplica – de modo irrefutable y conclusivamente válido – a lo que la muerte tiene de episódico, esto es, de genérico, puntual y “poco serio”. Pero la terapia fracasa si se intenta aplicarla a lo que Kierkegaard designa como “pensamiento de la muerte”, dado que éste último no consiste en un episodio puntual, sino que es coextensivo a la biografía como un todo, en cuanto la concibe circunscrita de antemano por un límite. Aun cuando el límite mismo no sea serio, la extensión biográfica delimitada por él adquiere su seriedad dramática por referencia a ese terminus ad quem10. Cuando se la considera desde un punto de vista impersonal, la muerte carece de seriedad. Ella se torna seria mediante el pensamiento que la alude de un modo peculiar. Se trata de un pensamiento anticipatorio, que la concibe desde el único lugar en que cabe hacerlo: la vida. Por ende, ninguna vida sujeta a examen puede obviar su referencia constitutiva al límite de la existencia, cuando se pasa de la frontera del aquí a un territorio sobre el cual la filosofía nada sabe – ni siquiera si hay algo que pueda ser relatado11.

No obstante, en este punto Kierkegaard ofrece una consideración que podría parecer “desconcertante”: anticipar la propia muerte entraña “seriedad”, en tanto que discurrir sobre la muerte ajena, incluso la de un ser querido, trae consigo un mero “estado de ánimo”:

Pensarse uno mismo muerto es seriedad; ser testigo de la muerte de otro es un estado de ánimo. Es un leve aire de tristeza, cuando el que pasa es un padre que por última vez lleva a su hijo, pues lo lleva a la tumba, o cuando la humilde carroza fúnebre pasa y no sabes nada acerca del muerto, salvo que era un ser humano; es tristeza, cuando la juventud y la salud llegan a ser presa de la muerte, […] es un suspiro ante la burla de la vida, cuando el muerto había hecho una segura promesa y, sin culpa alguna, resulta un impostor, pues sólo había olvidado que la muerte es lo único seguro; es añoranza de lo eterno, cuando la muerte se ha llevado y ha vuelto a llevarse y se lleva ahora al último de los hombres excelentes que conociste; […] es puro duelo cuando el muerto ha sido uno de los tuyos; es el dolor de parto de la inmortal esperanza cuando ha sido la persona amada; es la estremecedora irrupción de la seriedad, cuando ha sido tu único consejero y la soledad te sobrecoge; pero aunque haya sido tu único hijo, y aunque haya sido tu amado, y aunque haya sido tu único consejero, es, con todo, un estado de ánimo; y si quisieras ir a la muerte por ellos, ése es también un estado de ánimo […] La seriedad reside en que es la muerte lo que piensas, y que la piensas como lo que está asignado, y que de esa manera haces aquello de lo que la muerte no es capaz, estar ahí cuando la muerte también está ahí. Pues la muerte es el maestro de la seriedad, pero su seria enseñanza, a su vez, se reconoce justamente porque deja que el individuo la solicite, para entonces enseñarle la seriedad, tal como ésta sólo puede aprenderse del hombre mismo12.

El pensamiento acerca de la muerte logra aquello de lo que la muerte misma no es capaz: volvernos contemporáneos con ella, “estar ahí cuando la muerte también está ahí”. De este modo, las observaciones de Epicuro quedan a la vez confirmadas y superadas por las formulaciones de Kierkegaard, en la medida en que pensar la muerte no es imaginar un sucedáneo suyo, ni escenificar “imágenes del horror para retratar[la], aunque eso causara espanto a una enfermiza imaginación”. La “confirmación” de la intuición epicúrea reside en la admisión, por parte de Kierkegaard, de lo que cabría denominar el problema de la intersección entre el viviente y su muerte ya que, al menos desde el punto de vista de la tercera persona, ambos nunca coexisten. Pero la “superación” de esa intuición ocurre al introducir la mediación del pensamiento y su capacidad de hacer presente su propio límite. En efecto, “la seriedad reside en que es la muerte lo que piensas” y ese pensar (si es genuino) hace presente a la muerte como ausencia efectiva del ser que la piensa. El ser humano dispone de la (inaudita) capacidad de representarse lo impensable, esto es, la ausencia radical de sus propias capacidades representativas, sin que esa operación falsifique lo pensado. Imaginar la propia muerte, en cambio, alberga posibilidades de falsificación o ensoñación heroico-romántica. Sin esta capacidad, la terapia epicúrea contra lo impensable sería eficaz y su razonamiento, conclusivo. Dicho de otro modo, en el pensamiento de la propia muerte comparece lo impensable en cuanto impensable, a la manera en que (mutatis mutandis) la presencia del otro en cuanto otro acontece, en Levinas, sólo al poner en crisis su apariencia fenoménica para liberar la irrupción de su alteridad inaprehensible13.

Al introducir la mediación del pensamiento, Kierkegaard atenúa significativamente la distancia existencial que Epicuro establece entre el viviente y su propia muerte, porque la intersección prima facie imposible entre uno y otra (postulada por el argumento terapéutico) acontece ya de modo cotidiano en virtud de nuestras ilimitadas capacidades representativas, que nos permiten concebir lo inconcebible. Es razonable suponer que a esto refiere Kierkegaard cuando alude a la “llamada” o “solicitud” mediante la cual el ejercicio del pensar se orienta hacia la muerte o cuida de ella14.

Resta saber por qué este pasaje distingue taxativamente entre el estado de ánimo (el duelo, por ejemplo) ante la muerte de un ser querido, y la seriedad del sujeto que hace consciente la disposición hacia su propio morir. Una hipótesis interpretativa apunta a diferenciar la conmoción afectiva que marca el primer caso, del talante reflexivo-intelectual que caracteriza al segundo. En su elenco sumario de las actitudes que un observador adopta ante la muerte ajena (melancolía “leve”, “tristeza”, “añoranza de lo eterno”, “puro duelo”, etc.) el importe emotivo prevalece por encima de la reflexión meditativa que concita la muerte propia. Existe una asimetría llamativa entre ambas modalidades de referencia a la muerte. Quien se ve sobresaltado por la ausencia de una persona con la que sostuvo un trato habitual es provocado por un hecho intempestivo que se le impone. En cambio, quien medita su propia muerte la “solicita” sin ser solicitado aún por ella. En el primer caso, la muerte adviene desde afuera y es un episodio que nos sobrecoge; en el segundo, quien medita se orienta o se dirige resueltamente hacia su muerte, sin mediar provocación previa. Antes de que ésta lo alcance, el pensador le ha dado alcance incorporándola en el curso de sus deliberaciones prácticas. A partir de ese momento, su vida adquiere la “seriedad” que le imprime la orientación activa hacia la muerte y –por lo tanto– la pasividad propia del morir, en alguna medida, se revierte. Su carácter de acontecimiento imprevisto es sustituido por una actitud reflexiva que atrae hacia sí el límite y lo incorpora a la propia biografía, reemplazando su irrupción extemporánea por una consideración de la muerte que la vuelve contemporánea a cada instante. Por ello, para Kierkegaard no se trata solo de morir, sino de saber hacerlo:

Morir es ciertamente la suerte de todo ser humano y, por tanto, un arte muy modesto; pero poder morir bien es la más alta sabiduría de la vida. ¿Cuál es la diferencia? Que, en el primer caso, se trata de la seriedad de la muerte; en el segundo, de la del mortal15.

El motivo socrático del “aprender a morir” contrasta con el carácter fáctico del agotamiento biológico que nos sobreviene, no en cuanto individuos, sino en cuanto miembros de la especie humana. Pero la apropiación de la muerte como destino común acontece en ese aprendizaje singular que conduce al “saber morir”, y esta apropiación singular de lo común no está contenida en el acervo de la especie; la apropiación singular de lo genérico lo priva de su generalidad y lo transforma en un saber del individuo. De esta manera, lo máximamente común se torna intransferible y el aspecto universal de la muerte se vuelve enfáticamente personal. Por una suerte de alquimia, la mayor fatalidad se convierte en objeto de decisión o libre determinación. La muerte no es solo un acontecimiento que nos sobreviene, sino algo ante lo cual nos disponemos a través de una elección: “Ahora bien, acerca de la decisión de la muerte debe decirse primero que es decisiva []. Hay muchas otras decisiones en la vida, pero una sola es tan decisiva como la muerte”16.

2. Aplazamiento, tedium vitae y consuelo sobrenatural

La índole exhortativa y edificante de Junto a una tumba es compatible con la adopción de ciertos giros retóricos que acentúan el talante paradójico del discurso. Estas figuras de estilo no cumplen, sin embargo, un rol puramente ornamental. Su inclusión propende más bien a interrumpir el lenguaje rutinario y las fórmulas consagradas que atenúan, por su carácter consabido, la irrupción siempre insólita del morir en la existencia cotidiana. Esta renovación enfática del lenguaje fúnebre restituye a la muerte su “seriedad” fundamental e impide que recaiga en el anonimato. Las personas envejecen y mueren, pero la muerte ni envejece ni muere; ella no cambia de estado, aunque hace que los vivientes modifiquen su condición y dejen de serlo:

Pero si hay alguien que está cansado de la repetición, ha de ser seguramente la muerte, que lo ha visto todo, una y otra vez lo mismo. Aun la muerte que no se ha visto en siglos, ella la ha visto muchas veces; en cambio, ningún moribundo ha visto que la muerte cambie de color, ni que su semblante se conmueva, ni que la guadaña vacile en su mano, ni el barrunto de una alteración de la mirada en su tranquilo rostro… Pero si alguien puede jactarse de no haber cambiado, es seguramente la muerte: no empalidece ni envejece17.

De la mano con esta acentuación exhortativa de la muerte inconmovible, la argumentación también detecta el riesgo de una ofuscación conceptual del morir que lo transforme en un fenómeno impropio. En este caso, la reapropiación filosófica adoptará la forma de un desenmascaramiento de aquellos mecanismos analgésicos que subyacen al tropo epicúreo. Kierkegaard reúne esos procedimientos bajo la noción de “aplazamiento” y condensa en esta última la enemistad y la imposible coincidencia que Epicuro entabla entre el viviente y su propio morir (“la muerte y el aplazamiento no coinciden”18). El “aplazamiento” reasegura al mortal en la inmunidad aparente de un deceso remoto. Le hace creer que el límite no está presente en el instante inmediato y que, por lo tanto, puede vivir de espaldas al límite. En esta vivencia de lo ilimitado, el “aplazamiento” falsea la vida al privarla (ilusoriamente) de su límite y al despojarla, con ello, de su “seriedad” constitutiva. Mediante estos mecanismos subrepticios de postergación, la intersección del mortal con su propia finitud queda diferida indefinidamente:

¿Y qué hay del viviente, mientras éste vive tal vez en la salud, en la juventud, en la dicha, en el poder –confiado, por tanto, muy confiado, si no quiere encerrarse con el pensamiento de la muerte que viene a explicarle que esa confianza es un fraude? Hay un consuelo en la vida, un falso adulador; hay un reaseguro en la vida, un hipócrita impostor, se llama: aplazamiento. Pero raramente se lo menciona por su nombre, pues aun cuando uno quiere mencionarlo se desliza en la palabra y el nombre resulta un poco atenuado, y el atenuado nombre es también un aplazamiento. Por el contrario, no hay nadie que pueda enseñar a detestar al adulador y a poner al descubierto al impostor como el serio pensamiento de la muerte. Pues la muerte y el aplazamiento no coinciden, son enemigos mortales, pero el hombre serio sabe que la muerte es la más fuerte19.

Kierkegaard insinúa una observación sutil: el aplazamiento se introduce furtivamente en la palabra que lo nombra, lo que le permite permanecer, de alguna manera, encubierto. Ofrece así una resistencia que el “serio pensamiento de la muerte” ha de vencer si quiere habérselas cara a cara con su objeto. La postergación que nos sitúa a cierta distancia de la muerte logra situarse, a su vez, a prudente distancia del pensador interesado en desenmascararla. Incluso darle nombre es en cierto modo rehuirla o atenuar el poderoso imperio que ejerce sobre los mortales. La observación es sugerente porque apunta a un “desperfecto” asociado al funcionamiento mismo del lenguaje: el poder de abstracción inherente a la formación conceptual atenúa la intensidad del particular que instancia, en cada caso, ese concepto. El lenguaje llega siempre demasiado tarde: lo que la palabra menciona queda rezagado respecto del objeto aludido por ella. La postergación reviste, además, la estructura característica de la ignorancia, develada por Sócrates: ella tiende a pasarle inadvertida al sujeto que se encuentra en ese estado. De igual manera, quien aplaza su muerte (o le aplica una palabra que, al nombrarla, la posterga) ignora que retrasa lo que no cabe retrasar. Es que la muerte no tiene un momento en el que deba ser, sino que puede ser en cualquier momento. No conoce “aplazamiento” y, por esta razón, muerte y prórroga son “enemigos mortales”. Su irreversibilidad no admite postergación. Yerra quien piense en su propia muerte como algo que ha de advenirle en un futuro remoto, pues al diferir especulativamente el límite se pasa por alto la posibilidad de morir a cada instante (posibilidad de la que el viviente es contemporáneo).

En conexión con el tópico del aplazamiento o postergación, se presenta ahora el motivo filosófico familiar del tedium vitae. Se trata, una vez más, de una estrategia evasiva que ya no depende del argumento de Epicuro, pero que comparte con él la tentativa de escamotear la “seriedad” de la muerte. Tal como antes, Kierkegaard resiste, en nombre de la veracidad, esos amagues y zigzagueos de la conciencia finita. En primer lugar, cabe concebir la muerte como “reposo” o como “sueño” que exonera al viviente del peso intolerable de la vigilia y el sufrimiento. En esa tesitura, la muerte procura alivio y no infunde pesar20. Pero Kierkegaard observa, además, que esta conceptualización de la muerte como ἔξοδος τοῦ βίου y liberación definitiva es tributaria de una falta de coraje; no es tanto apetito de muerte como renuncia a la vida:

Con la decisión de la muerte, por tanto, todo termina, hay reposo; nada, nada perturba al muerto […] Así, la decisión de la muerte es como una noche, es la noche que llega, y entonces ya no se trabaja; y por eso se ha dicho también que la muerte es una noche, y se ha mitigado la idea diciendo que es un sueño. Y ha de ser tranquilizador para el viviente cuando éste, insomne, busca en vano el reposo en el lecho nocturno; cuando, huyendo de sí mismo, busca en vano un escondite en que la conciencia no lo descubra; cuando el atormentado, cansado en cuerpo y alma por el arduo sufrimiento, busca en vano una posición en la que haya alivio […] Ha de ser tranquilizador pensar que, con todo, hay una posición en la que el azotado encuentra reposo, la de la muerte […] Pero ése, oyente mío, es un estado de ánimo, y pensar la muerte de esa manera no es seriedad. Anhelar la muerte de esa manera es una melancólica evasión de la vida, y es rebeldía no querer temerle; es un fraude de la tristeza no querer comprender que hay otra cosa que temer que la vida, y que por eso debe haber una consoladora sabiduría distinta de la del sueño de la muerte. A decir verdad, si es debilidad temerle a la muerte: entonces es un fingido coraje el que imagina no temerle a la muerte cuando el mismo ser humano le teme a la vida21.

Al menos tres ideas vertebran la resistencia de Kierkegaard a este nuevo argumento analgésico. Ante todo, el peso existencial de la muerte queda mitigado mediante su asociación eufemística con la noche y el sueño. Estas metáforas de la inconciencia buscan convertir la disolución de la conciencia en un objeto de deseo, comparable a la intensidad con que el insomne anhela el cese de una vigilia ininterrumpida y fatigosa. En la medida en que vivir es estar despierto, la identificación metafórica de la muerte con el reposo de la conciencia le confiere un semblante “tranquilizador”. Con ello, la muerte pierde dramatismo y se reviste de una calma anestesiante. Enseguida, Kierkegaard diagnostica en el anhelo del insomne “una melancólica evasión de la vida”, a la que subyace una rebelión: quien adopta esta perspectiva imagina su finitud y se sumerge en un cierto estado anímico de alivio, pero ya no la piensa con “seriedad”. Además, rehúsa su condición mortal en la pretensión de despojar a la muerte de su carácter temible. En esta rebeldía reside también el origen último de la estrategia de Epicuro, que procura persuadirnos de que nada hay temible fuera de la vida – de la que su propio límite ya no forma parte. La tercera dimensión de este diagnóstico consiste en desmontar el coraje presunto que suele animar a quien apetece la muerte al representársela imaginativamente bajo la especie del sueño y del reposo. Es interesante observar que, en este punto, el análisis de Kierkegaard no difiere del propuesto por Aristóteles, quien identifica en el coraje aparente del suicidio la tentativa de rehuir adversidades apremiantes:

Pero hacer frente a la muerte para escapar a la pobreza, o al amor [no correspondido] o a algo doloroso no es propio del valiente, sino más bien del cobarde, ya que es debilidad rehuir los pesares y [quien enfrenta a la muerte en este caso] no resiste porque sea noble hacerlo, sino por evitar un mal22.

No deja de ser llamativo que Kierkegaard, un confeso melancólico, haya tenido la sagacidad de advertir este riesgo asociado a la melancolía, y que consiste en rehusar la vida y sus obligaciones. Se opera con ello un cambio imperceptible en la orientación del temor: anhelar la muerte porque se ha comenzado a temer la vida. Kierkegaard no excluye, sin embargo, la eventualidad de un “consuelo” que no sea analgésico y de un remedio de la finitud que no suponga su negación pura y simple, sino que la encare sin mitigar su crudeza. Es éste un motivo de autenticidad que encontrará eco en autores posteriores que, sin renunciar a la esperanza teologal de la confesión cristiana, denuncian con energía los subterfugios en que a menudo se asila el alma del creyente. Un caso elocuente es el de Gustave Thibon, quien refiere la conducta de un deudo que atenúa la ausencia del difunto “rodeándose de recuerdos y concentrando en él su imaginación”, pensando “en la supervivencia prometida por las religiones” y saciándose “de lecturas piadosas que le informan que el ausente no está realmente muerto”:

Este hombre que cree sentir viviendo a un muerto cerca suyo y que se consuela soñando con el paraíso, ¿acaso sabe algo de la vida de los muertos y de la bienaventuranza del cielo? No, su consuelo es imaginario, artificial; no procede de un contacto efectivo con el más allá, con Dios, “sol de los espíritus”, sino que brota como una planta injertada a la fuerza en el invernadero sofocante de su deseo de consuelos; [su consuelo imaginario] reposa sobre una traición infligida a la verdadera ausencia y a la verdadera presencia del muerto, sobre el enmascaramiento de la realidad trágica, de la ruptura irreductible del deceso. En lugar de aceptar y cruzar este abismo helado, que está hecho de la ausencia total del muerto […], el deudo lo niega de modo timorato y lo colma con [sus] sueños23.

Thibon recuerda a este respecto una de las bienaventuranzas, la que llama felices a quienes lloran y les promete consuelo. Sin embargo, insiste en que el consuelo prometido no es intramundano, sino que supone mantenerse en vilo, suspendido de una ausencia que excede lo aparente y nunca comparece en el orden fenoménico. Kierkegaard y Thibon coinciden en que el consuelo ha de estar a la altura del dolor para ser filosóficamente aceptable. “De lo contrario, ha[brá] siempre menos realidad en el consuelo que en el dolor”24. Las consolaciones divinas poseen la característica aspereza de los estados de conciencia fenomenológicamente parcos, a diferencia de lo que ocurre con la abigarrada trama de los consuelos que depara la imaginación. Dicho de otro modo, el consuelo no puede alcanzarse al precio de la ausencia que éste busca mitigar. Para ser genuino, debe mantenerla viva.

Kierkegaard anticipa esta idea de un consuelo genuino que sintetice las ventajas de la estrategia elusiva de Epicuro sin incurrir en sus inconvenientes – en particular, el de distanciar al viviente de su propia muerte y hacer imposible su intersección con ella (como si ésta ya no le perteneciese). Si ha de ser posible concebirla, dicha consolación, que es una forma de sabiduría, no cerrará los ojos del viviente ni escamoteará su finitud, sino que los mantendrá abiertos (a diferencia de lo que ocurre en la figura del sueño, cuyas virtudes paliativas sólo se gozan a condición de cerrar los ojos). Tal consuelo de segundo orden tendrá, por ende, la estructura de una Aufhebung que reconcilie en sí lo finito y lo eterno, y en la que será posible reencontrar la aspiración a la inmortalidad, pero depurada del autointerés que la acompaña en la lucha por la preservación biológica. Kierkegaard formula esta exigencia al decir “que por eso debe haber una consoladora sabiduría distinta de la del sueño de la muerte”. Dicha sabiduría no tendrá nada en común con la ensoñación inauténtica que mitiga la ausencia del difunto – aunque su viabilidad conceptual y su fenomenología específica resten por elucidar25.

3. La condición inexplicable de la muerte

A ojos de Kierkegaard, la muerte encierra una ambivalencia decisiva: ella es, de manera conjunta y no contradictoria, cierta e incierta: “Así, la muerte es lo indeterminable: es lo único seguro y lo único acerca de lo cual nada es seguro”26. Esta combinación de características no es arbitraria ni el fruto de una mera apelación retórica, sino que concilia aspectos paradójicamente opuestos que conviven en el fenómeno estudiado. Por una parte, la ocurrencia de la muerte no admite dudas y, por otra, esa ocurrencia es imprevisible y acecha de manera constante. “La certeza consiste en que ella es inmutable, y la incertidumbre en la breve frase: ‘es posible’”27. La estructura dialéctica de la muerte se condensa en el consabido latinazgo mors certa, hora incerta. En otro nivel de análisis, Kierkegaard conceptualiza esta ambivalencia mediante la dupla de conceptos “determinado/indeterminable”. Lo indeterminable de la muerte reside en la “desigualdad” de su advenimiento (esto es, en el hecho de que sobreviene de múltiples maneras y en múltiples momentos) y en el carácter incalculable del instante en el que ocurrirá; mientras que su determinación concierne a su ocurrencia ineluctable: “lo incierto es cuándo se hará el corte – y caerá el árbol”28.

Hasta ahí, el pensamiento de Kierkegaard se limita a reiterar una polaridad conceptual filosóficamente familiar. Sin embargo, el filósofo de Copenhague explota esta caracterización dialéctica en una dirección original. En su generalidad determinada, la certeza de la muerte apela a la especie, en tanto que su carácter incierto interpela al individuo que, o bien se hace cargo de ella, o bien hace oídos sordos a esa vocación. Se trata, no obstante, de una apelación inapelable, que cada cual confronta a su manera (incluso desentendiéndose de ella). Kierkegaard identifica un modo peculiar de desentenderse de la muerte que consiste en vincularse con ella como con un hecho anónimo que, bajo la forma de una apelación universal, pierde su concreción y no interpela ya a quien la confronta. En esa referencia, el mortal deviene espectador de un suceso que ya no lo involucra, precisamente en la medida en que su ocurrencia se le presenta como indudable. Desde esta perspectiva, “se muere”, y la propia finitud queda subsumida en la generalidad de un hecho anónimo:

Si se permite que la certeza se refiera a cualquier cosa, como un rótulo general en la vida, y no como algo que ocurre con la ayuda de la incertidumbre, como una indicación de uso para lo particular y cotidiano, entonces la seriedad no se aprende29.

La referencia sub specie generis a la propia muerte escamotea ese carácter incierto que, a ojos de Kierkegaard, es el modo peculiar que adopta el “saber que hemos de morir” cuando se lo aborda con seriedad. Pues existe un modo fundamentalmente inauténtico de “saber que hemos de morir”, conforme con el cual ese saber ya no nos concierne. Se trata de un hecho de dominio público, que nadie sensato pondría en duda, pero cuya publicidad anula lo que ese mismo hecho tiene de apelación inapelable. Para que esa certeza interpele y no degenere en anonimato, es preciso experimentarla conjuntamente con la incertidumbre, para así hacer justicia a la estructura dialéctica del límite, a la vez ineluctable e incierto. A eso alude Kierkegaard cuando contrasta la muerte cierta como “rótulo general de la vida”, con la mediación que en ese hecho introduce la indeterminación biográfica de su ocurrencia, la ignorancia “del día y de la hora”. En rigor, sólo sabe que ha de morir quien lo sabe de esta doble manera; es decir, quien indetermina esa certeza genérica “con la ayuda de la incertidumbre”, y hace de la muerte “una indicación de uso para lo particular y cotidiano”. A la luz de esta estructura, lo mediato se vuelve inmediato y lo remoto, inminente. Lo que introduce esta inflexión decisiva no es otra cosa que la mediación biográfica del hecho general anónimo y determinado del morir. Es ésta, en suma, una instancia nítida del aforismo kierkegaardiano “la verdad es la subjetividad”, ya que es la inclusión del sujeto (y la conjugación en primera persona del verbo morir) la que concede a este hecho su realidad efectiva.

Ahora bien, cuando se la vive de este modo – es decir, como terminus ad quem de una trayectoria personal genuina –, la muerte no tiene explicación. Lo inexplicable parece ser condición de una referencia auténtica al morir, que adopte la forma del “serio pensamiento de la muerte”30. Pues hay múltiples otros modos de pensar este acontecimiento que enmascaran su facticidad y la integran en una narrativa preconcebida más o menos inauténtica. Kierkegaard alude a estas elaboraciones discursivas bajo el rótulo de “explicaciones” y estima que todas ellas ejemplifican un modo inadecuado de tratar con el fenómeno, que dice menos acerca de la muerte que acerca de quien ofrece esa interpretación. Desde luego, sólo interroga la muerte el sujeto a quien la muerte misma se le manifiesta como una interrogación que pone a prueba sus prioridades. En cuanto apelación inapelable, esta circunstancia límite apremia al viviente a dar razón de sí mismo; pero éste fácilmente descarga esa responsabilidad sobre una reinterpretación del morir, dotándolo de una significación sobreimpuesta que suele servirle de excusa para evitar el golpe de timón que enmiende el rumbo de su propia vida. En rigor, lo que requiere de explicación no es la muerte en cuanto tal, sino la vida del individuo que, al justificarla, no hace más que justificarse a sí mismo:

Pues la muerte no requiere explicación, ella no ha solicitado nunca el auxilio de un pensador. Pero el viviente requiere la explicación, ¿y para qué? Para vivir de acuerdo a ella31.

El filósofo danés invierte la carga de la prueba: en cuanto inexplicable, la muerte nos apremia a explicarnos (pero no a explicarla); esto es, a dar razón del escaso tiempo que tenemos por delante y de las ocupaciones y propósitos que estructuran nuestra biografía. Es como si la muerte se irguiese ante el mortal y le dijera: “¡explíquese!”. Kierkegaard observa que las “explicaciones” que un individuo aduce acerca de su muerte a menudo lo eximen de explicarse y han sido diseñadas para mantenerlo en la inautenticidad. Al menos dos interpretaciones del morir caen bajo el escrutinio crítico del autor danés: aquella que la identifica como “la más alta felicidad” y aquella que la señala como “la mayor desgracia”. En ambos casos, el suceso terminal queda revestido de una significación adventicia que le impide comparecer en su facticidad. Esta prestación de sentido violenta el acontecimiento y revela, ante todo, la índole moral y espiritual de quien lo explica: “[E]sa explicación denuncia que el que da la explicación se aferra cobardemente a la vida, cobardemente tal vez a sus favores […], de modo que le teme a la vida, pero más aún le teme a la muerte”32. Algo análogo podrá decirse de quien cifra su esperanza en el consuelo de una extinción liberadora.

A todas estas visiones alternativas subyace un común error de perspectiva, consistente en emplazarse ante el morir como si se tratase de un enigma que fuese preciso “decodificar”. Al confrontarla de esta manera, la muerte ingresa en nuestro campo visual como “una extraña inscripción que un transeúnte deb[e] intentar leer”33 provisto de códigos y claves interpretativas que permitan resolver el acertijo y, así, “desactivarlo”. La muerte confronta al homo viator al modo de la Esfinge en una encrucijada, cuyo secreto Edipo fue conminado a descifrar. Cuando la operación se lleva a cabo con éxito, la incógnita de la muerte queda al fin “despejada” y el mortal puede entonces descartarla como cosa resuelta. Continuar considerándola sería tan superfluo como atender a una deuda que ya ha sido saldada o esperar con ansiedad un diagnóstico médico cuyo resultado se conoce: “Entonces el juego se termina, entonces se ha adivinado el acertijo”34:

El que considera la muerte de ese modo se encuentra en un estado de sopor en lo que concierne a su vida espiritual […] de modo que ésta no puede soportar la seria impresión de lo inexplicable, de modo que no puede someterse con seriedad a esa impresión, pero tampoco dominarla a aquélla, la enigmática35.

La condición a la que alude Kierkegaard reviste el mayor interés, por cuanto refleja la ambivalencia de un espectador situado a conveniente distancia del fenómeno y que logra rehuirlo sin sustraerse del todo a su interpelación. La resistencia de lo inexplicable se manifiesta en el hecho de que éste todavía sobrevive, si bien degradado al carácter de “acertijo”. Quien se muestra incapaz de hacerle frente y de “someterse con seriedad a esa impresión” mediante un pensamiento que esté a la altura de la muerte, la convierte, sin embargo, en objeto de consideración y de cálculo racional. Pero la muerte permanece incalculable. No hay nada más cierto y nada más incierto36. A la pretensión de descifrarla subyace una incomprensión fundamental, ya que ésta nunca queda a espaldas de quien la interroga ni se “cancela” definitivamente: es una deuda que nadie puede saldar mientras existe. Si se trata de un problema, es uno que no tiene “solución”, o que sólo la admite cuando se la encara con el afán de “dominarla”. No cabe abordar el límite mediante un algoritmo o secuencia ordenada de pasos cuya implementación garantice la obtención del resultado “correcto”. A juicio de Kierkegaard, sólo puede constituirse en observador imparcial quien se encuentre fuera de la condición mortal. En tal medida, “problematizar” la muerte es contemplarla sub specie aeternitatis – punto de vista que sólo un Dios puede adoptar. Dicha estrategia de comprensión por distanciamiento en definitiva conduce a una forma de incomprensión que falsea el fenómeno:

Y cuando entonces llega la muerte, engaña al observador, porque toda su observación no se acercó ni un solo paso a la explicación, sino que sólo lo engañó de por vida37.

La incomprensión no reside, ciertamente, en la inexactitud de una observación incompleta, que pudiese corregirse mediante la adición de nuevos datos hasta entonces no considerados. El problema reside más bien en que el fenómeno observado se muestra inobservable – entre otras cosas, porque el acto de observar interpone una distancia que lo hace comparecer como objeto susceptible de determinación analítica o conceptual. Pero, como ya sabemos, una vez que ha sido mediada por la subjetividad, la muerte se manifiesta como lo indeterminable, o el terminus de una referencia no categorial que, rehuyendo el esquema substancia-atributos, interioriza el acontecimiento y lo comprende como intransferible. Con su resistencia exhortativa a toda determinación teórico-explicativa del límite, que lo subsuma en una conceptualización objetivante, Kierkegaard anticipa la distinción de Gabriel Marcel entre “misterio” y “problema”, como modos alternativos de lidiar con preguntas cuya estructura demanda distinto tratamiento. Mientras la solución de un problema lo resuelve, de manera que éste queda “erradicado” (un caso notorio es la solución tecnológica de dificultades médicas o agroalimentarias), la respuesta adecuada a un misterio es aquella que lo mantiene indefinidamente abierto. Pero esta latencia del misterio no es fruto de la insuficiencia de la respuesta que se ofrece, sino que resulta de la naturaleza propia del interrogante. El consuelo, la piedad, el sacramento y la compasión son prácticas de elaboración ritual del duelo que no cancelan la muerte propia ni la ajena, aun cuando la vuelvan tolerable. Tales prácticas no la consideran “desde afuera”, por medio de una determinación categorial que la explique, sino que la vivencian de un modo íntimo que no le resta “seriedad”. Estas prácticas se muestran, cada una a su manera, como respuestas proporcionadas a la interpelación de la finitud, que no aspiran a reemplazarla – en el sentido riguroso de emplazarla en un espacio de carácter problemático que la desnaturalice:

Distinción de lo misterioso y de lo problemático. El problema es algo con lo que uno se topa, algo que bloquea el camino. Comparece por completo ante mí. Por el contrario, el misterio es algo en lo que me encuentro implicado, cuya esencia consiste, por lo tanto, en no comparecer todo entero ante mí. Es como si en este ámbito la distinción entre lo en mí y lo ante mí perdiese su significación38.

Si la distinción esbozada por ambos pensadores es lícita, cabe sostener que la persona interpelada por la muerte no se queda sin palabras. El silencio que sobreviene concierne a cierto tipo de discurso, cuya radical inoperancia manifiesta el fracaso del enfoque problemático. No obstante, un discurso fenomenológicamente justo hablará de la muerte sin hacerla comparecer como un problema por resolver, cuyo protagonista se comprenda a sí mismo como un observador que mantiene con ella un trato inadecuado.

4. Conclusión

En Junto a una tumba, el último de los Tres discursos para ocasiones supuestas, Søren Kierkegaard elabora un conjunto original de distinciones conceptuales que restituyen a la muerte su seriedad constitutiva, la cual se encuentra amenazada por el argumento (formal y materialmente correcto) de Epicuro. El predicamento del autor danés es singular: objetar un razonamiento prima facie inobjetable, pero fenomenológicamente implausible. El desafío que enfrenta consiste, entonces, en asegurar un fundamento desde el cual resistir la eficacia persuasiva y el valor analgésico de la estrategia epicúrea. Kierkegaard encara este desafío mediante la distinción entre: (i) el acontecimiento biológico y temporalmente circunscrito del morir, en cuanto hecho genérico que concierne a todos (y, en esa medida, a ninguno); (ii) “el serio pensamiento de la muerte”, como remisión intencional a ese suceso que (ii.a) lo mantiene presente de manera continua, (ii.b) lo priva de su carácter episódico, y (ii.c) lo vuelve coextensivo a la biografía como un todo. Para lograr este triple rendimiento, Kierkegaard incorpora parcialmente la estrategia evasiva de Epicuro, mediante las figuras de la flecha y de la trampa, ambas tributarias de la estructura dialéctica excluyente que el pensador griego entabla entre el morir y la existencia: uno y otra no coexisten en instante alguno, lo que hace de la muerte algo que (ex hypothesi) no debiese preocuparnos. Mediante ambas metáforas, el filósofo de Copenhague abunda en el sentido de Epicuro (tanto la flecha como la trampa destruyen aquello que atrapan), pero se distancia de él al recortar drásticamente el alcance de esa dialéctica. Si bien nadie convive con lo que su propia muerte tiene de episódico y puntual (tal como nadie es coetáneo de aquello que aún no ha ocurrido), el pensamiento de la muerte la hace gravitar sobre cada instante, dotándolo de peso y seriedad. Puede aventurarse que, al proceder de este modo, Kierkegaard rehabilita y resignifica la distinción, apenas esbozada en el Fedón, entre “morir” (ἀποθνῄσκειν) y “estar muerto” (τεθνάναι)39. El infinitivo presente (“morir”) es episódico y puntual: designa un acontecimiento temporalmente acotado y localizable, con el cual el viviente nunca es contemporáneo – ni siquiera cuando ocurre, como muestra el argumento epicúreo. En cambio, el infinitivo perfecto (“estar muerto”) tiene un aspecto durativo, que le permite gravitar retroactivamente sobre la existencia del pensador que se refiere a ella, anticipándola de modo expreso en sus cavilaciones. Adicionalmente, la orientación del pensar hacia la muerte figura como aquello que define la vida filosófica, motivo socrático que Kierkegaard reactualiza en la forma de una exigencia: la del “serio pensamiento de la muerte”. En esta comprensión durativa de la muerte, Kierkegaard acredita su pertenencia a una tradición intelectual que inmiscuye la muerte en la trama misma de la vida, en lugar de ponerle término de manera abrupta o advenediza. Rilke se refirió a ella como “el fruto en torno al cual todo gravita”, o el resultado de una lenta y continua maduración biográfica. Francisco de Quevedo, por su parte, comparte con Kierkegaard el doble movimiento de “personalización” (contra el anonimato genérico) y de “extensión biográfica” (contra el suceso puntual), que el filósofo despliega en contra de Epicuro:

La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte. Tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos. La calavera es el muerto, y la cara es la muerte; y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo. Y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura40.

Una vez desactivado el tropo epicúreo, se hace posible esbozar una fenomenología informal de aquellos estados evasivos por los que la conciencia finita soslaya su referencia al límite. Kierkegaard presta particular atención a lo que él denomina “aplazamiento”, mecanismo que difiere la muerte indefinidamente al tratar con ella bajo la forma de un acontecimiento puntual localizado siempre en un futuro remoto. El aplazamiento impide a la muerte presentarse contemporáneamente, lo que redunda en una devaluación del instante inmediato, que lo priva de su dramatismo al desencajarlo del continuum biográfico. Allí donde la muerte nunca es inminente, nada importante se juega en el presente y todo puede esperar. Al experimentar la vida “ilimitadamente”, el “aplazamiento” se vuelve crónico y despoja a la existencia de su “seriedad” constitutiva. Kierkegaard identifica otros dos mecanismos evasivos coincidentes, pero con orientaciones de signo opuesto: el aferrarse a la vida por temor a la muerte y el aferrarse a la muerte por temor a la vida (artificio, este último, que supone idealizar la propia extinción como vía de escape a una existencia subjetivamente insostenible).

Un último aspecto sustantivo de este discurso fúnebre imaginario concierne al modo cristiano de comprender la muerte, en el horizonte de una expectativa de eternidad. Kierkegaard formula esa comprensión al decir que “debe haber una consoladora sabiduría distinta de la del sueño de la muerte”. De ser viable, esta comprensión superadora de la propia finitud tendrá la forma de una Aufhebung, en la que será posible reencontrar la aspiración de inmortalidad al modo de un postulado práctico, que depura esa aspiración del autointerés egoísta que suele contaminarla. En cualquier caso, los contornos de esa síntesis dialéctica de lo ilimitado y del límite (o de la eternidad y el tiempo) no es algo que quepa anticipar de modo conclusivo, y están siempre amenazados por la figuración de “paraísos artificiales”, motivados por el afán de sobrevivir a todo trance en un sucedáneo de inmortalidad ajeno a la ortodoxia cristiana.

Bibliografía


Notas

  1. Para tratamientos más elaborados, cabe destacar Max Scheler, Muerte y supervivencia (Madrid: Encuentro, 2001); Vladimir Jankélévitch, La muerte (Valencia: Pre-textos, 2009); Emmanuel Levinas, Dios, la muerte y el tiempo, Sexta edición (Madrid: Cátedra, 2016); Gabriel Marcel, “Muerte e inmortalidad”, en Homo viator: prolegómenos a una metafísica de la esperanza, trad. de Torres, María José (Salamanca: Sígueme, 2022), 297-311; los parágrafos correspondientes en Ser y tiempo de Martin Heidegger.↩︎

  2. Kierkegaard, Søren, Mi punto de vista (Buenos Aires: Aguilar, 1980), 100.↩︎

  3. Søren Kierkegaard, “Introducción” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, trad. Darío González y Parcero, Óscar (Madrid: Trotta, 2010), 23.↩︎

  4. Søren Kierkegaard. “Junto a una tumba”, en Discursos edificantes, 443.↩︎

  5. Ibidem.↩︎

  6. “La observación general de la muerte, tanto como el hecho de querer hacer una experiencia en general, no hace sino confundir al pensamiento. La certeza de la muerte es seriedad, su incertidumbre es enseñanza, ejercitación de la seriedad; serio es aquel que, por la incertidumbre, es instruido para la seriedad en virtud de la certeza” (Ibid., 461; cursivas nuestras).↩︎

  7. Ibid., 443-4; cursivas nuestras.↩︎

  8. Para un ejemplo apropiado del prestigio literario de las enfermedades respiratorias, cf. el relato “El fin de la disnea”, en Mario Benedetti, La muerte y otras sorpresas (Ciudad del México: Siglo XXI editores, 1968): “La verdad es que el asma es la única enfermedad que requiere un estilo, y hasta podría decirse una vocación”.↩︎

  9. Junto a una tumba, 444.↩︎

  10. Es posible ver en esta atribución de “seriedad” una anticipación significativa de la noción heideggeriana del Dasein que se auto-interpreta (implícitamente, en una autocomprensión de tenor práctico y no predicativo) como sein zum Tode.↩︎

  11. “Pues temer a la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo”; “[…] pero la temen como si supiesen muy bien que es el mayor de los males”: Platón, Apología de Sócrates, 29a4-5; a8-b1 Por su parte, Kierkegaard insiste en evitar referencias genéricas poco serias a la muerte propia: “El que es serio, se observa a sí mismo; si es joven, el pensamiento de la muerte le enseña que es un hombre joven el que llega a ser su presa si la muerte llega hoy, pero no bromea hablando en general acerca de la juventud como presa para la muerte” (Junto a una tumba, 461).↩︎

  12. Ibid., 445.↩︎

  13. “Del rostro abierto al mirar yo no veo sino lo que no puede verse en él – el doble vacío de sus pupilas, ese vacío que llena las miradas menos vacías que uno pueda imaginar –, porque si allí no hay nada que ver, por allí toma el otro la iniciativa de ver(me). Mirar al otro como tal, mis ojos en el negro de los suyos, no implica encontrar otro objeto, sino experimentar lo otro del objeto. Mi mirada, por primera vez, ve una mirada invisible que le ve. Yo no accedo al otro viendo más, mejor, o de otro modo, sino renunciando a dominar lo visible intentando ver allí objetos”: Jean-Luc Marion, “La intencionalidad del amor”, en Prolegómenos a la caridad, trad. Carlos Diaz (Madrid: Caparros, 1993), 98. (Traducción levemente modificada). “[E]l rostro desarma la intencionalidad que lo mienta. Se trata de la puesta en tela de juicio de la conciencia y no de una conciencia de la puesta en tela de juicio”, en Emmanuel Levinas, Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger, trad. Manuel E. Vázquez (Madrid: Síntesis, 2014), 278.↩︎

  14. Esta orientación del pensar constituye una modalidad del examen reflexivo y del “cuidado de sí” (epimêleía heautoû), motivo socrático que comparece ejemplarmente en diálogos como el primer Alcibíades, el Laques, el Cármides o la escena inicial del Protágoras. Kierkegaard hace suyo este motivo en párrafos como el que sigue: “Ninguna inspección es tan cuidadosa, ni la del padre con respecto al niño, ni la del maestro con respecto al aprendiz, ni aún la del carcelero con respecto al presidiario; y ninguna supervisión es tan ennoblecedora como la incertidumbre de la muerte cuando pone a prueba la utilización del tiempo y el carácter de la obra, la del que se resuelve o la del que actúa, la del joven o la del viejo, la del varón o la de la mujer” (Junto a una tumba , 462; cursivas nuestras).↩︎

  15. Ibid., 446.↩︎

  16. Ibid., 447.↩︎

  17. Ibid., 448.↩︎

  18. Cf. el pasaje que se transcribe al final de este párrafo.↩︎

  19. Ibid., 448-9.↩︎

  20. Podría argüirse que las discusiones en torno de la eutanasia comparten esta concepción “emancipadora” del límite, aproximación que Kierkegaard realmente objeta.↩︎

  21. Ibid., 449-50.↩︎

  22. Aristóteles, Ethica Nicomachea, ed. Ingram Bywater, Oxford Classical Texts (Clarendon Press, 1980), III.7, 1116 a12-15.↩︎

  23. Gustave Thibon, “Mors immortalis”, en Notre regard qui manque à la lumière (Paris: Fayard, 1995, 72-3; nuestra traducción). El soñador de paraísos intramundanos que imagina Thibon se asemeja a la figura kierkegaardiana de quien ve en la muerte “la más alta felicidad”. Este último dispone de una “explicación” definida acerca de la muerte y “avanza con pueril apresuramiento” ofreciendo a otros “la exaltada idea de que la muerte vendrá a dar cumplimiento a todo”, a la manera de un benefactor compensatorio. Quien se vincula de este modo con su muerte “cifra puerilmente su esperanza en la muerte como si lo hiciera en la vida” (Junto a una tumba, 464-5).↩︎

  24. G. Thibon, 73.↩︎

  25. Para una tentativa en esa línea, cf. Gabriel Marcel, “Muerte e inmortalidad”. En ese ensayo Marcel observa la inoperancia de la actitud analgésica preconizada por el argumento epicúreo: “[A]nte el abismo abierto por la desaparición de un ser querido siento una conmoción diferente de la que siento ante mi propio ‘deber morir’ y, sin duda, mucho más profunda. Allí donde se trata de mi propia muerte, se puede practicar sin duda una especie de narcosis, sobre todo en aquel que se desliga del mundo o que ve el mundo desligarse de él. Pero el duelo, allí donde es absolutamente auténtico, excluye la posibilidad de esta narcosis, la experimentaría como traición” (Homo viator, 303-4).↩︎

  26. “Junto a una tumba”, 459.↩︎

  27. Ibid., 461-2.↩︎

  28. Ibid., 461 (cursivas nuestras).↩︎

  29. Ibid., 462.↩︎

  30. “Ahora bien, puesto que la muerte es el objeto de la seriedad, la seriedad es, a su vez, esto: que por lo que respecta a la muerte uno no debe precisamente apresurarse a tener una opinión” (Ibid., 466).↩︎

  31. “Si los hombres, en efecto, encuentran una explicación, la muerte misma no explica nada […] Si llega como la mayor obra de bien o como la mayor desgracia, si se la saluda con júbilo o con desesperada resistencia, de eso la muerte no sabe nada, pues es inexplicable” (Ibid., 464-5).↩︎

  32. Ibid., 463.↩︎

  33. Ibid, 464.↩︎

  34. Ibid, 461↩︎

  35. Ibid, 460.↩︎

  36. “Así, la muerte es indeterminable: es lo único seguro, y lo único acerca de lo cual nada es seguro”, Ibid, 459.↩︎

  37. Ibid. 460.↩︎

  38. Gabriel Marcel, Être et Avoir. Journal Métaphysique (19281933) (Paris: Éditions Montaigne, 1935, 22 de octubre de 1932, 144; nuestra traducción).↩︎

  39. “En efecto, probablemente el resto de la gente no advierte que todos los que rectamente adoptan para sí la filosofía no se ejercitan, como tales, para ninguna otra cosa que para morir y estar muertos. Ahora bien, si esto es verdad, sería absurdo, sin duda, que a lo largo de toda la vida no depositen sus ansias en ninguna otra cosa sino en eso, y luego se irriten, al presentarse efectivamente aquello que desde tiempo atrás ansiaban, y para lo cual se venían ejercitando”. Platón, Fedón 64a5-9, trad. Alejandro G. Vigo (Buenos Aires: Colihue, 2009).↩︎

  40. Francisco de Quevedo, “El sueño de la muerte”, en Los sueños, ed. Ignacio Arellano (Madrid: Cátedra, 1995).↩︎