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ESTUDIOS

Antagonismos en la Europa revolucionaria: de Kant y Fichte a Napoleón y Constant

Javier Leiva Bustos
Universidad Complutense de Madrid, España ORCID iD
Recibido: 10 de septiembre de 23 • Aceptado: 11 de julio de 2024

Resumen: La idea del antagonismo, de un enemigo al que combatir, ha subyacido ya en muchos de los planteamientos anteriores a nuestra época, no sólo a raíz de las ideologías contemporáneas. Sin ir más lejos, la tenemos en múltiples reflexiones realizadas en torno a la Revolución francesa. Así las cosas, el objetivo del presente artículo, a través de un enfoque de filosofía de la historia, es sacar a la luz dicha concepción de «antagonismo» y retratar una panorámica de cómo éste se encontraba presente no sólo durante el periodo revolucionario, sino también previamente a finales de la Ilustración, en pensadores como Kant y Fichte, y más tarde en la época imperial, reflejado en el enfrentamiento entre el establecido y más tarde derrocado Imperio napoleónico y el emergente liberalismo guiado por Benjamin Constant.

Palabras clave: Antagonismo, Benjamin Constant, Fichte, Kant, Liberalismo, Napoleón, Revolución francesa, translatio imperii.

ENG Antagonisms in revolutionary Europe: from Kant and Fichte to Napoleon and Constant

Abstract:ENG The idea of antagonism, of an enemy to be fought, already underlay in many of approaches that predate our own time, not only as a result of contemporary ideologies. As it happens in numerous reflections on the French Revolution. In this way, the aim of this article, through a philosophy of history point of view, is to reveal that conception of «antagonism» and portray an overview of how this was present not only during the revolutionary period, but also previously at the end of Enlightenment, in authors like Kant and Fichte, and later in the imperial age, reflected in the confrontation between the established and afterwards overthrown Napoleonic Empire, and the growing liberalism guided by Benjamin Constant.

Keywords: Antagonism, Benjamin Constant, Fichte, French Revolution, Kant, Liberalism, Napoleon, translatio imperii.

Sumario: 1. Introducción • 2. Antagonismos en Kant y Fichte • 3. Irrumpe Napoleón • 4. El liberalismo de Constant • 5. ConclusiónBibliografía

Cómo citar: Leiva Bustos, J. (2025). Antagonismos en la Europa revolucionaria: de Kant y Fichte a Napoleón y Constant. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 42(1), 119-132. https://dx.doi.org/10.5209/ashf.91247

Fuentes de financiación

Este artículo se enmarca dentro de la concesión de una «Ayuda Margarita Salas para la formación de jóvenes doctores» (Ref.: CA1/RSUE/2021-00517) por parte de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que son entidades financiadoras la Unión Europea (NextGenerationEU), el Ministerio de Universidades y el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, y la propia UAM. Asimismo, su elaboración ha sido posible gracias al Proyecto de Investigación «Esquematismo, teoría de las categorías y mereología en la filosofía kantiana: una perspectiva fenomenológico hermenéutica» (MINECO PID2020-115142GA-I00), con Alba Jiménez Rodríguez como Investigadora Principal. La labor investigadora y docente se realiza en el Departamento de Lógica y Filosofía Teórica de la Universidad Complutense de Madrid.

1. Introducción

Cuando se ha reflexionado acerca de la idea de «antagonismo» en nuestras sociedades, no han sido pocos los que han dirigido su mirada a la figura del eminente pensador alemán G.W.F. Hegel. Para ellos, en efecto, este habría sido el primero en detectar y analizar dicho antagonismo, tal y como se pondría de manifiesto en sus palabras sobre la dominación y la servidumbre en la autonomía y no autonomía de la autoconciencia –la popular dialéctica del amo y el esclavo–; en las dedicadas a la libertad absoluta y el Terror, ambas dentro de la Fenomenología del espíritu1; o las consideraciones que en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal dedica a la Revolución francesa y sus consecuencias2. Sin embargo, conviene guardar prudencia antes de realizar semejante aseveración por lo que refiere a dos puntos fundamentales. En primer lugar, cabe discernir entre qué fue legado por el propio Hegel y qué fue lo que de él se interpretó. El caso paradigmático que ilustra esto es la ya mencionada dialéctica del amo y el esclavo, retomada años más tarde por Karl Marx para insertarla dentro de su doctrina de la lucha de clases –perteneciente a su filosofía de la historia–, donde el proletariado ocuparía el lugar del esclavo y el burgués, el del amo3. Desde esta óptica, el antagonismo que había sido percibido por Hegel en un determinado momento histórico era, en el fondo, el motor que movía la historia. No obstante, a pesar de que muchos hayan visto en el autor del Manifiesto comunista una continuación del pensamiento hegeliano en este aspecto, e incluso aunque él mismo se viese de tal modo, si acudimos a la Fenomenología nos encontramos un estudio diferente de la cuestión. Así, en el Capítulo IV Hegel explicita cómo las ansias de conocimiento que la conciencia había tenido en los capítulos anteriores lo que escondían en el fondo era un ansia de dominación del mundo; es decir, si se quiere conocer el mundo es para consumirlo, destruirlo, conquistarlo, devorarlo. Cuando la conciencia se vuelve autoconciencia al percatarse de que ella es toda la realidad, en virtud de su principio de apetición o volición, de su Begierde, consume el mundo que ella misma ha puesto; pero el problema surge cuando encuentra algo diferente a todo lo demás, que no sólo no se deja domeñar, sino que al mismo tiempo intenta dominarla a ella, a saber: otra conciencia. Este choque entre conciencias, esta irrupción de la intersubjetividad, es lo que da lugar a la lucha por el reconocimiento, la cual engendra a su vez la dominación y la servidumbre. En otras palabras, llega un momento del combate en el que una de las dos conciencias siente la presencia de lo que Hegel llama «el señor absoluto», la muerte, ante cuyo temor prefiere someterse a la otra, que sí persiste en la lucha –al carecer de dicho miedo–. O lo que es igual, la primera conciencia prefiere someterse a un amo relativo, físico, contra el que está luchando, antes que fenecer. Se crea entonces la figura del esclavo sometido al amo, donde el primero trabaja y configura el mundo para el segundo; pero dado que aquel no puede disponer de aquello que conforma, al no ser propiedad suya, debe dejarlo pasar, en tanto en cuanto su amo, debido a su Begierde, las devora y las destruye. Sin embargo, esta situación acaba convirtiendo al amo en un ser dependiente del esclavo, dando así lugar a una inversión de roles, principalmente por dos motivos. El primero de ellos es que, al no poder consumir esos objetos que produce, el esclavo se desapega de alguna forma de la materialidad, del amor y necesidad de las cosas, lo que constituye una cierta liberación para él; se vuelve un asceta, pues, como no puede poseer las cosas, se desacostumbra de tenerlas y triunfa sobre esta necesidad4. Pero, ahora bien, a través de su Formieren o capacidad formativa imbuye su subjetividad en los objetos que produce; esto es, reconoce su propio yo en aquellos objetos que ha conformado. Bien es verdad que no los puede disfrutar, al ser propiedad del amo, pero reconoce su yo en ellos. El segundo motivo es que el amo, al no ser ya capaz de trabajar, configurar y confrontarse al mundo por haber interpuesto un mediador entre él mismo y la cosa, se ha vuelto absolutamente dependiente del esclavo. De manera especular a que este último se haya liberado del dominio de las cosas, el primero se vuelve, en cambio, dependiente del consumo; necesita continuamente un flujo de cosas, productos y configuraciones que no llegan a él sino desde el esclavo. Atendiendo, pues, a estas puntualizaciones podemos observar los distintos enfoques empleados para analizar el antagonismo en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, y la ulterior interpretación de su pensamiento efectuada por Marx.

Ahora bien, es la segunda cuestión que citábamos en nuestro comienzo la que supone el verdadero punto de partida en la presente indagación. Es cierto que el autor de la Fenomenología, pasada la Ilustración y a la luz de lo que habían supuesto tanto los acontecimientos de la Revolución como los actos consumados por el alma del mundo a caballo, se encontraba en una posición privilegiada para efectuar el diagnóstico de los enfrentamientos que acaecían en su época, y de los cuales dejó testimonio en sus obras5. Sin embargo, ello no quiere decir que fuese el primer autor en abordar la temática del antagonismo. En este sentido, antes que él bien podemos encontrar al menos dos figuras que ahondaron en la materia, advirtieron los peligros que traería consigo una revolución violenta del pueblo –como fue la francesa–, al tiempo que trataban de proponer una serie de medidas para impedir los desastres que un levantamiento semejante pudiera conllevar. Hablamos de Immanuel Kant y Johann Gottlieb Fichte.

2. Antagonismos en Kant y Fichte

El tratamiento de la cuestión por parte de ambos autores se despliega en torno a tres ejes, no tanto cronológicos sino más bien temáticos. En primer lugar, encontramos la oposición y la crítica de ambos frente a quienes impiden el avance de la Ilustración y que, por consiguiente, se convierten casi por definición en enemigos de la humanidad. Segundo, atendemos en Fichte a la creación de una idea de identidad y nación germanas cuya existencia se ve seriamente amenazada por el enemigo francés durante las Guerras de Liberación de Alemania contra Napoleón. Y tercero, tenemos con Kant la concepción de una «insociable sociabilidad» dentro de la raza humana que, llevado al nivel de los estados, da lugar a una serie de contiendas tras las cuales se alcanzará una paz perpetua entre los mismos; paz lograda a través de una federación de naciones, gobernadas por medio de una constitución republicana y regidas por aquella que sea garante de dicha constitución y de su armonía resultante.

Deteniéndonos en el primer punto, encontramos una línea marcada por el regiomontano desde la publicación de su célebre escrito Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1784) y continuada por un Fichte todavía en la órbita kantiana en su Reivindicación de la libertad de pensamiento a los príncipes de Europa que hasta ahora la oprimieron (1792)6; sendas obras formuladas en clave claramente ilustrada y abanderadas del ideal de un progreso lineal y necesario de la humanidad hacia lo mejor. Recordemos que para Kant la Ilustración suponía la emancipación de una minoría de edad voluntaria7, mientras que Fichte llega a afirmar que, si bien la constitución de todo estado no podía haber sido mejor de lo que fue en el momento de su promulgación, ello no le obsta para perfeccionarse cada vez más8. En todo caso, la idea nuclear de progreso se encuentra muy estrechamente vinculada en los dos autores a un aspecto de mayor inmediatez y pragmatismo para su situación, como es la precaución que el pueblo debiera tomar ante una revolución. En su texto de 1784 Kant ya había expresado que una revolución de gran magnitud, como la que se llevaría a cabo pocos años después, podría derrocar un despotismo personal, mas eso no habría de cambiar necesariamente el modo de pensar de una sociedad ni suprimir sus antiguos y perniciosos prejuicios; opinión que reforzaría, a la luz de lo ocurrido en Francia, con la publicación de El conflicto de las Facultades9 (1798). Por su parte, Fichte, conocedor ya de la Revolución de 1789 y previendo el riesgo que entrañaría el emergente Régimen del Terror, manifestaba enérgicamente que este tipo de revoluciones violentas entrañaban pisar un terreno demasiado arriesgado y audaz para la humanidad; pues, aun cuando en el caso de tener éxito una nación pudiera progresar en pocos años más que en varios siglos, de fracasar acabaría hundida en una miseria todavía mayor de la que había partido10. Por lo tanto, en opinión de ambos, era preferible el progreso otorgado por una Ilustración más amplia, cuya obstaculización –como bien vio el autor de la Reivindicación a la luz de la historia– sólo originaba una revolución todavía más desatada; revolución en la que el pueblo se vengaba de sus opresores y en la que este corría el peligro añadido de retroceder a una barbarie ya dejada atrás, negándose a aprender de los hechos ocurridos11.

En síntesis, una Ilustración como de la que había gozado Alemania era el único medio posible para llevar al género humano hacia adelante; y para ello se tornaba indispensable el concurso de la libertad, ya fuera formulada en los términos de «uso público de la razón» de Kant o de la «libertad de pensamiento» fichteana. Impedirla suponía «vulnerar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad»12, esbozándose así un férreo antagonismo respecto de los enemigos de la Ilustración, que, por extensión, se hacían también adversarios de la humanidad misma. Estos son, en terminología kantiana, aquellos tutores que se han atribuido la labor de superintendencia del pueblo, al que sólo muestran los peligros que conlleva pensar por sí mismos; los mismos que, incapaces de toda Aufklärung, vuelven a poner el yugo a quienes querían y empezaban a emanciparse de la minoría de edad. Son el déspota, el tirano sojuzgador del estado y, sobre todo, la casta clerical, guiada por el dogmatismo y los prejuicios antes que por el uso de la razón, y que sitúa cerca del monarca a sus miembros como consejeros áulicos, corrompiendo e incitando a aquel a permanecer ciego e ignorante en su reino de tinieblas. Tal actitud no sólo hace que la humanidad siga inmersa en una barbarie de la que dichos tutores no la dejan salir, sino que, simultáneamente, provoca que el soberano mismo, al inmiscuirse y someter a control gubernamental todas las opiniones y escritos, dañe su majestad, inscribiéndose con ello en un bucle interminable donde cuanto más oprima al pueblo y obedezca a sus asesores eclesiásticos para recuperar su dignidad perdida, tanto más la perderá13.

Si bien la crítica y las consideraciones de Kant alcanzan hasta aquí, puede decirse que estas fueron proseguidas ulteriormente, y con gran acierto, por Fichte. Continuando la estela de su mentor, el autor de la Reivindicación insiste en las nociones de libertad y personalidad como derechos inalienables de todo ser humano, imposibles de intercambiarse o de renunciar a ellos a la hora de formular cualquier contrato civil de una sociedad14. Sin embargo, si bien hasta este punto la cuestión del antagonismo había sido paralela en Kant y Fichte, en posteriores desarrollos sus respectivos planteamientos alcanzaron derivas bastante diferentes.

En lo que respecta a Fichte, la noción abandonó el significado concerniente al enfrentamiento contra los enemigos de la Ilustración para focalizarse en el combate contra el enemigo francés que amenazaba Alemania durante las conocidas como «Guerras de Liberación»; me refiero, por supuesto, a Napoleón y su ejército. Un viraje cuya manifestación encontramos en sus Discursos a la nación alemana (18071808), obra de enorme repercusión en su época, que recogía los catorce discursos que el alemán había pronunciado en Berlín y que contenían toda una serie de proclamas anti-revolucionarias y anti-francesas destinadas a permanecer en el ideario colectivo alemán. Asimismo, encontramos en ellos una filosofía de la historia donde se concibe la existencia de un pueblo y una nación alemanas definidos, entre otros rasgos, por el amor a la patria y por su oposición histórica al pueblo de Roma, valorado negativamente y cuyo último vástago había sido la Francia revolucionaria y napoleónica –que se había presentado a sí misma como neorromana–.

Dentro de esta concepción que esboza Fichte en su VIII Discurso, sólo el alemán, como hombre originario, es quien posee verdaderamente un pueblo; un carácter nacional que proviene de la ley del desarrollo de lo originario y, sobre todo, de lo divino que hay en su ser. Únicamente el pueblo germano goza de una permanencia eterna en el mundo, a partir de la cual ha podido desarrollarse manteniendo todas sus peculiaridades, sin mezcla ni corrupción alguna15. Al mismo tiempo, sólo en esta eternidad es donde puede desplegarse el amor hacia la patria; un amor que lleva al hombre alemán a querer morir para salvar a su nación. Así, este amor se piensa como el «ser eterno en y con la nación», la promesa de una vida que va más allá de la existencia terrena y que lleva a desear la muerte individual si con ella se logra la pervivencia de la nación. Es un vivir en, con y por la patria, de tal manera que si ella permanece también yo permanezco, piensa Fichte; si ella se salva, me salvo yo, en la descendencia y en las sucesivas generaciones. Un sentimiento, paradójicamente, semejante a la fe que los antiguos latinos tenían en la eterna perduración de Roma. En todo caso, la patria se encuentra por encima de cualquier estado, como aquel que Francia quiere imponer, ya que es lo único que puede proteger al pueblo. «Sólo la visión y amor a esta formación eterna es quien debe dirigir en todo momento, incluso en épocas de paz, la fuerte vigilancia sobre la administración del Estado y es sólo ella quien puede salvar la independencia del pueblo cuando se encuentra en peligro»16. Este amor a la patria, que habría existido siempre entre los alemanes –en tanto en cuanto pueblo originario– para confiar sus asuntos más importantes, es el que debería gobernar el Estado y darle una norma uniforme; pues sólo aquel puede imponer metas superiores al mantenimiento de la paz interna, de la propiedad, de la libertad personal, de la vida y del bienestar de todos, reclutando para ello una fuerza armada17. En definitiva, sólo el amor por la patria debe ostentar el poder.

Partiendo de estos principios acerca de la esencia del pueblo alemán, Fichte dibuja un enfrentamiento entre germanos y romanos a lo largo de la historia que le lleva, en última instancia, a efectuar una peyorativa comparación entre Roma y Francia, su nuevo heredero, en la medida que ambos ejercen una idéntica forma de dominación y conquista hacia los pueblos sometidos. Allí donde el autor de los Discursos escribe «Roma» no es difícil leer «Francia» y, más concretamente, «Napoleón». En este contexto se inicia una gloriosa exaltación de los antiguos germanos –como referente mítico de los alemanes– en su lucha contra los pretéritos romanos, con el propósito de servir de aliento en el enfrentamiento que vive la vigente Alemania frente a la nueva Roma y el nuevo César. Igual que los germanos lucharon, pelearon y, en último término, derrotaron al Imperio romano después de siglos de opresión, los alemanes pueden ahora regresar a este pasado legendario de sus antepasados para vencer al enemigo francés. Para Fichte, es esa Germania mítica y ancestral la que invoca e interpela a los modernos alemanes a luchar contra los franceses a fin de proteger la libertad y la patria que les legaron:

Para ellos [los antiguos germanos] libertad consistía en continuar siendo alemanes, en continuar decidiendo sus asuntos de manera independiente y originaria de acuerdo con su propio espíritu, y de acuerdo con este espíritu también avanzar en su progreso y transmitir la autonomía a su descendencia; esclavitud llamaron a todos aquellos beneficios que los romanos les traían, pues con ellos se veían obligados a ser otra cosa que no era alemana, a convertirse en medio romanos. Evidentemente suponían que cualquiera, antes de convertirse en esto, preferiría morir y que un auténtico alemán sólo querría vivir simplemente para ser y continuar siendo alemán y formar a los suyos para ser lo mismo. No todos han muerto, ellos no han visto la esclavitud, han dejado tras de sí la libertad para sus hijos. El mundo moderno agradece a su insistente oposición el que exista tal y como existe. Si los romanos hubiesen conseguido también someterlos y, como hacían por todas partes, eliminarlos como tal nación, todo el desarrollo permanente de la Humanidad hubiese tomado un rumbo distinto y no ha de creerse que más agradable. A ellos les debemos nosotros, herederos directos de su tierra, de su lengua y de sus ideales, el que aún seamos alemanes, el que la corriente de la vida originaria y autónoma siga sosteniéndonos; a ellos les debemos todo lo que hemos sido como nación desde entonces; a ellos, en el caso de que no se termine todo esto con nosotros ni se agote en nuestras venas la última gota de sangre que de ellos llevamos, deberemos agradecer lo que aún hemos de ser18.

En consecuencia, Francia, a la manera del enemigo schmittiano19, se encuentra amenazando la identidad alemana, tratando de erradicarla para suplantarla por la suya propia. El francés neorromano no entiende en lo que consiste el ser y la esencia alemanas, por lo que frente al despotismo y la sumisión de aquellos que contemplan la guerra como un azar de ganancias o pérdidas, el poder de la patria debe proclamar su triunfo. Así, Roma se convierte en el enemigo natural y eterno de Germania, oposición que se actualiza con las guerras entre Alemania y la Francia de Napoleón, y cuya sombra se extenderá hasta la II Guerra Mundial20.

Kant, por su parte, concibe el antagonismo entre pueblos de una manera diferente, entrando con esto en el tercer eje de la problemática planteada al comienzo. En su Idea para una historia universal en clave cosmopolita (1784), nuestro filósofo de Königsberg apunta que el hombre, en su intento por descubrir la intención o hilo conductor de la madrastra Naturaleza, encuentra que «el medio del que se sirve la Naturaleza para llevar a cabo el desarrollo de todas sus disposiciones es el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad, en la medida en que ese antagonismo acaba por convertirse en la causa de un orden legal de aquellas disposiciones»21. En otras palabras, el antagonismo se concibe como la «insociable sociabilidad del hombre», la inclinación a vivir en sociedad y, a su vez, a la hostilidad que amenaza con disolver la misma, el deseo de socializarse para el desarrollo personal junto al ansia del individuo de dominar y doblegar todo a su empeño, esperando encontrar en los demás igual resistencia. No obstante, estas cualidades negativas acaban significando el motor del desarrollo para el ser humano. La competitividad se revela como beneficiosa en la medida que permite desplegar a cada uno todas sus disposiciones y, con ello, crear una sociedad libre en la que se dé un antagonismo generalizado junto a la determinación de proteger los límites de esa libertad, necesitando para este objetivo la creación de una constitución civil justa. Una sociedad que también requerirá de un señor que gobierne y obligue a obedecer una voluntad universalmente válida, a pesar de que la figura de este jefe supremo perfecto acabe siendo un ideal asintótico. Así las cosas, Kant termina afirmando:

Sólo en un recinto como el de la sociedad civil esas mismas inclinaciones producirían el mejor resultado: tal como los árboles en un bosque, justamente porque cada uno intenta quitarle al otro el aire y el sol, obligándose mutuamente a buscar ambos por encima de sí, logran un hermoso y recto crecimiento, en lugar de crecer atrofiados, torcidos o encorvados como aquellos que extienden caprichosamente sus ramas en libertad y apartados de los otros; de modo semejante, toda la cultura y el arte que adornan a la humanidad, así como el más bello orden social, son frutos de la insociabilidad merced a la cual la humanidad se ve obligada a autodisciplinarse y a desarrollar plenamente los gérmenes de la naturaleza gracias a tan imperioso arte22.

Establecida, entonces, la comunidad civil, la insociable sociabilidad se eleva al ámbito de las naciones, las cuales, comportándose como individuos, repiten el mismo esquema anterior; de tal manera que la incompatibilidad existente entre los diversos estados los lleva a descubrir en el inevitable antagonismo una situación de paz y seguridad. Las guerras que todos ellos, antes o después, han emprendido entre sí, los arrastra al punto que ya en un principio la Razón marcaba sin necesidad de tan penosas experiencias: al igual que el individuo acababa ingresando en la sociedad civil por un deber moral de virtud23, las naciones deben integrarse en una confederación de pueblos libres,

que se irá logrando justamente por el antagonismo natural entre los pueblos, dada la diferencia de idiomas y de confesiones religiosas, que entrañan ciertamente la «propensión» (de nuevo, Hang: el término preferido por Kant para referirse al mal) hacia el odio recíproco y dan pábulo a las guerras, pero que, con el crecimiento de la cultura y un acercamiento gradual entre los pueblos, sometidos a unos mismos principios, llevará –piensa Kant– a un entendimiento en paz, asegurado y promovido por un «equilibrio dentro de la más viva competencia»24.

De esta forma, la guerra se muestra como el medio más drástico, pero también el más eficaz, para llegar a una federación entre las distintas naciones, esa consecución del ideal kantiano de la paz perpetua; es decir, el fin último del derecho y el fin mismo de la historia. Mediante este cosmopolitismo, la federación se propone poner término a todas las contiendas, manteniendo y asegurando las libertades y derechos de todos y cada uno de sus estados miembros, a cambio de que estos renuncien a su brutal libertad –propia sólo de los salvajes ajenos a la civilización– y busquen la calma y la seguridad en el marco legal de una constitución. Constitución que, no cabe otra manera para Kant, debe ser republicana en cuanto a su forma de gobierno –libertad, en cuanto hombres; dependencia de una única legislación común, en cuanto súbditos; igualdad ante la ley, en cuanto ciudadanos–, pero que también puede ser, y de hecho será, autocrática en lo que refiere a su soberanía.

Ahora bien, ¿por qué Kant abogaría por un único soberano dentro de su federación de pueblos libres? Como he dicho, en el plano de los estados se repite el mismo patrón que en el de los seres humanos. Del mismo modo que dentro de la sociedad civil era necesario un solo señor que hiciera cumplir la voluntad común, en esta sociedad de naciones hace falta una que se sitúe por encima de todas y gobierne en la federación, forzando a los distintos miembros a establecer un Estado cosmopolita de la seguridad estatal pública, «el cual no carece de peligro, para que las fuerzas de la humanidad no se duerman, pero tampoco adolece de un principio de igualdad en sus recíprocos acción y reacción, para que no se destruyan mutuamente»25. Semejante nación debe constituir el núcleo de la unidad de la federación, «pues si la fortuna dispone que un pueblo fuerte e ilustrado pueda formar una república (que por su propia naturaleza debe tender a la paz perpetua), esta puede constituir el centro de la asociación federativa para que otros Estados se unan a ella, asegurando de esta manera el estado de libertad de los Estados conforme a la idea del derecho de gentes y extendiéndose, poco a poco, mediante otras uniones»26.

Con esto, en el fondo, la paz perpetua kantiana y su clave cosmopolita para la historia universal no hacen sino mostrar un meridiano eurocentrismo, en tanto en cuanto esos pueblos punteros e ilustrados de los que habla son los pertenecientes a la raza blanca que habitan en las zonas templadas del mundo, sobre todo en la parte central; es decir, los pueblos de la Europa central. Incluso aventurándonos a concretar alguno, pudiera estar pensando en Prusia o en la futura Alemania. Sea como fuere, en el escolio perteneciente al Noveno principio de su Idea para una historia universal en clave cosmopolita

se vislumbra ya la posible cumplimentación quiliástica de la historia… mediante un rotundo eurocentrismo, en virtud del cual el progreso del género humano hacia lo mejor se apoya en «un curso regular de mejoramiento de la constitución estatal en esta nuestra parte del mundo, en nuestro continente». Y Kant añade, en un esclarecedor paréntesis, que ese «continente», el nuestro: «probablemente dictará algún día las leyes a todos los demás»27.

Ese Estado europeo soberano y por encima de todos los demás será quien tenga la potestad de forzar al resto a cumplir la constitución republicana que se ha implantado, valiéndose incluso de la opción brindada por la Razón de imponer coactivamente una serie de leyes públicas de obligada aceptación a todos aquellos estados que se encuentren en una situación de ausencia de legalidad –al igual que el individuo renuncia a su libertad salvaje y sin leyes para ingresar en la sociedad civil–; todo ello con el objetivo último de formar un Estado de pueblos que abarque a todos los pueblos de la tierra28. Un fin para el cual la guerra continúa siendo el medio principal, pero ya no en su significado habitual, sino en un sentido con el que Kant vislumbra el tipo de contienda que acompañará a los nuevos tiempos: la guerra comercial29. En definitiva, bien podría recogerse el ideal kantiano y cosmopolita de la paz perpetua en un principio que rezase: «si quieres la paz perpetua, prepárate para la guerra»; o reconducido y dicho de otro modo: «aquí también, como dice el respondón Humpty-Dumpty de Alicia, lo importante es quién manda»30.

3. Irrumpe Napoleón

Ironías de la vida, la propuesta de una federación de estados que posibilitara la paz perpetua bajo la dirección última de una nación acabó legitimando y viéndose plasmada en un gobierno muy diferente al que había concebido el pensador de Königsberg: el Imperio napoleónico. Un cumplimiento paradójico de aquel ideal cosmopolita que dará pie, como se verá a continuación y en la siguiente sección, a un nuevo género de antagonismo como es la oposición de Constant frente al bonapartismo.

Sin embargo, antes de adelantar acontecimientos, cabe mencionar que, con posterioridad a Kant, Hegel había visto desde su filosofía a Napoleón, no como ejecutor de aspiración cosmopolita alguna, sino como uno de los que él llamaba «grandes hombres de la historia», cuya labor obedecía a un instinto que realizaba lo que en y por sí reclamaba la época; uno de aquellos hombres cuyos propios y particulares fines contienen lo substancial, cuya voluntad es el espíritu del mundo, en torno al cual se reúne el pueblo para que les muestre y realice lo que es su impulso inmanente. En síntesis, Napoleón había sido uno de estos gestores de un fin, de una etapa –y quizá la más importante del siglo XIX– en la marcha progresiva del espíritu del mundo. No sólo era el alma del mundo a caballo, aun con el reverso peyorativo que encierra la afirmación31, sino que algunas interpretaciones apuntan a que también era ese Teseo al que Hegel aludía durante su época de Jena en La Constitución de Alemania (1802) y la Filosofía del Espíritu (1805-1806), que venía a restaurar y reformar una nueva Alemania32.

En cualquier caso, lo cierto es que, pese a su origen mediterráneo, la figura que conocemos de Napoleón nace como hija de la Revolución francesa, en la que el todavía Buonaparte vio la oportunidad de sacudir el yugo de la monarquía absolutista de Luis XVI que oprimía a su Córcega natal. Sería una vez que hubiese apaciguado con su férrea mano la agitación de la Revolución cuando se acreditara ante las distintas monarquías europeas como el garante del orden, no sólo de su nación, sino del que también disfrutaban gracias a él en sus respectivos reinos. Resulta evidente que el furor y el ánimo con que se inició el levantamiento de 1789 no tardó en devenir en un mar de caos y descontrol sociopolítico para los franceses, como puede observarse realizando un breve recorrido por el paso de estos turbulentos años. A la convocatoria de los Estados Generales –inertes durante doscientos años– para abolir las jerarquías del Antiguo Régimen y a su transformación en Asamblea Nacional –a través del conocido Juramento del Juego de la Pelota– para reformar en profundidad el sistema político, le siguieron la icónica Toma de la Bastilla, la proclamación de la I República en 1792, los enfrentamientos entre girondinos y jacobinos con la victoria de estos últimos, la creación de los Tribunales Revolucionarios, la ejecución de Luis XVI y María Antonieta, el establecimiento del Comité de Salud Pública, el régimen de Robespierre y el periodo del Terror, la muerte de aquel en la guillotina, etc. hasta llegar a la instauración del Directorio –1795–; todo un tiempo plagado de tantas constituciones como trasgresiones de las mismas. Además, obstinado en evitar un nuevo Régimen del Terror, el propio Directorio tampoco se había provisto en su configuración de ningún tipo de mecanismo para resolver las disputas con los Consejos que no fuera a través de un golpe de fuerza. Y no sólo eso, sino que resultaba incapaz de asumir la función histórica que la burguesía revolucionaria le había asignado. Consiguientemente, un cambio en el orden de las cosas se hacía inevitable.

El golpe de Estado dado por Napoleón –ideado por el abate Emmanuel Joseph Sieyès, quien en ningún caso había previsto la centralización del poder en la persona del general Bonaparte– y el ulterior Consulado –1799– supusieron una continuación del Directorio hasta la instauración del Consulado Vitalicio –1802– y posteriormente del Imperio –1804–, que clausuraron definitivamente la Revolución para dar paso al régimen napoleónico; un gobierno nacido de la necesidad y la exigencia de garantizar la paz civil, el orden social, la cohesión nacional y las conquistas de la Revolución, al tiempo que superaba los conflictos presentes en esta reuniendo a todos los franceses en torno a un sistema fuerte y con poder. De este modo, el Imperio napoleónico se erigió como la consumación del ideal cosmopolita de la paz perpetua propugnado casi veinte años antes por Kant. La finalidad de Napoleón, más que ampliar los confines de Francia, consistía en construir en torno a ella una inmensa federación de estados subordinados que dejaba Europa bajo el control galo y que alcanzaría su apogeo en 1812 con el dominio de gran parte del continente. A pesar de la tendencia a respetar las tradiciones, las costumbres, la religión o la lengua de los distintos territorios, el poder francés quedaba garantizado mediante la imposición de sus leyes e instituciones, así como por la total supeditación de los estados de esta «federación» a los intereses políticos y económicos del sistema napoleónico33. La consecución de la ilustrada paz perpetua legitimaba la violencia de la nación gala a la hora de extender sus ideales revolucionarios por Europa, al igual que la lucha y el sometimiento por la fuerza de aquellas regiones que se negasen a aceptar la Constitución que les era impuesta por la administración central del Imperio34. Todo el sufrimiento y la penuria acaecidos valdrían la pena con tal de alcanzar la felicidad prometida por aquella paz perpetua.

En este marco, se forjó un Imperio –llámese «Federación» al estilo propuesto por Kant, si se quiere– cuyo sino estaba a su vez ligado al destino y fortuna de su líder, Napoleón; motivo por el cual muchos cronistas e historiadores le han achacado, y puede que con justicia en algún punto, la sensación de improvisación y provisionalidad que manifestaba en ocasiones. De cualquier manera, el Imperio comenzó a surgir y cobrar forma a medida que su adalid adquiría progresiva fuerza. De la exclusiva iniciativa legislativa que tenía como Primer Cónsul, durante el Consulado Vitalicio se atribuyó el derecho de paz y de guerra, el derecho de gracia, el nombramiento de cargos públicos, la facultad de proponer al Senado leyes de integración y de interpretación de la constitución –reduciendo con ello la importancia de las asambleas–, etc. Finalmente, la República se confió a sus manos y porvenir mediante su proclamación como Emperador de los franceses en 1804.

Napoleón, el joven corso que había pisado suelo francés por primera vez antes de apenas cumplir los diez años, se elevó así como un gobernante apoyado por la masa popular, campesina y urbana, por el ejército –instrumento que había heredado de la Revolución– y por una gran parte de la burguesía; era visto por todos ellos como el Salvador de la Patria, aquel que había restablecido el orden, que había mejorado las condiciones de vida y que había garantizado el fin de la opresión del Antiguo Régimen, conservando las conquistas iniciadas en 1789. Prueba nada baladí de ello es que las grandes decisiones tomadas bajo su mandato, incluida su propia coronación como Emperador, fueron siempre sometidas a plebiscito popular y aprobadas por una abrumadora mayoría. Asimismo, paralelamente al acrecentamiento de su poder, su fama y su éxito, aumentaron también su mito y su leyenda, evolucionando su presencia poco imponente –baja estatura, aire enfermizo, delgado, descuidado, etc.– a la imagen del gran dirigente protector de Francia que vemos reflejada en las obras pictóricas, capaz de trabajar veinte horas diarias en pos de la defensa y la salvaguarda de su nación35.

Las representaciones en las que el Emperador de los franceses aparece ataviado con vestimentas propias de los antiguos césares y emperadores romanos tampoco resultan casuales. A través del ordenamiento imperial, por el cual los distintos estados y pueblos se encontraban vinculados entre sí por la sumisión al Emperador y a la legislación por él impuesta, Napoleón se presentó al resto de Europa –tal y como recoge Fichte en sus Discursos a la nación alemana– como heredero de Carlomagno y, sobre todo, como restaurador del Imperio romano de Occidente, vinculándose con ello a un pasado prestigioso y lejano que contribuía a crear en torno a él un aura semidivina de grandeza sin entrar en contradicción con la herencia de la Revolución. Su modelo político, ligado e inspirado en un principio en el Imperio carolingio, tornó rápidamente hacia una monarquía universal que se encontraba más acorde a la Roma imperial. Tanto es así que

el acceso de Napoleón a la dignidad imperial en 1804 había sido comparada en los comentarios de algunos observadores a la obra de Augusto, que también había instaurado un poder de hecho monárquico, dejando sobrevivir, sin embargo, en las formas, si bien vacías de todo contenido, las antiguas magistraturas republicanas. Ciertamente, el modelo de auctoritas augusta respondía bien a la autoridad de Napoleón de proceder a la instauración del Imperio con prudencia y de modo gradual para no chocar frontalmente con el espíritu republicano aún vivo en Francia.36

Bonaparte había convertido a Francia en la nueva Roma, hecho que se plasmó en la importancia simbólica que tuvo su coronación como Emperador, retratada por David. En ella, Napoleón no sólo había obligado al Papa a acudir a la Catedral de NotreDame –en lugar de asistir él a Roma, como era habitual entre los emperadores que inspiraban su modelo político– sino que además le había arrebatado la corona para investirse a sí mismo como emperador y a su esposa Josefina como emperatriz. A través de este gesto, Napoleón indicaba algo más que la superioridad de su poder político sobre el del Papado –al igual que lo había considerado Carlomagno–; también estaba efectuando una verdadera translatio imperii. En aquel momento, Roma estaba en Notre Dame; París era la nueva Roma; Francia, el nuevo Imperio; y Napoleón, el nuevo Emperador.

La fusión entre este carácter eminentemente romano del nuevo Imperio francés y los ideales cosmopolitas de la paz perpetua de Kant cristalizaron en la pretensión de Napoleón de unificar todo su dominio a través de una uniformización legislativa homogénea y aplicable a todos los territorios conquistados; esto es, el Código Civil de 1804, rebautizado en 1807 como Código Napoleónico. Este código, creado por el Consejo de Estado tras cuatro años de trabajo y en el que Napoleón en persona supervisó más de la mitad de las sesiones legislativas consagradas a su elaboración37, entrañaba una constitución republicana en el sentido kantiano de la palabra y representaba el auténtico pilar de su sistema político; expresaba la naturaleza y la función históricas del régimen napoleónico, a la par que trasladaba al terreno jurídico los principios esenciales de la Revolución, tales como la abolición de los privilegios, la igualdad ante la ley, el laicismo del Estado, la libertad de conciencia, la libertad personal, la libertad económica, etc. Suponía una síntesis jurídica entre el Ancien Régime y la Revolución, con un centro focalizado en la familia y la propiedad, que implicaba una reforma radical y absoluta de la organización procesal, inaugurando toda una nueva cadena judicial, civil y penal. Dividido en tres libros38 que agrupaban 35 leyes compuestas por un total de 2281 artículos, el Código Napoleónico revelaba además una naturaleza a todas luces burguesa que se manifestaba en su Libro II –el más corto, pero también el más relevante en este aspecto–, donde se sancionaba el absoluto predominio de la propiedad, declarado sagrado e inviolable, a excepción de que el Estado, en caso de necesidad, se viera obligado a limitarlo. Configurado bajo todos estos parámetros y a través de la exportación de su obra legislativa al resto de naciones, Napoleón pretendía como fin último una evolución de las costumbres y de la sociedad que conformaran una nueva realidad europea, proporcionando con ello su base más sólida a la hegemonía de Francia.

4. El liberalismo de Constant

Ahora bien, que Bonaparte fuera aclamado por las masas populares, la burguesía y el ejército –del que era dueño y señor– no implica que en el seno de su Imperio no surgieran voces discrepantes; de hecho, si nos fijamos, la libertad de prensa no figura como uno de los derechos propugnados por el Código Civil. Tal es el caso del filósofo y político francés Benjamin Constant39, quien veía en el sello autoritario del régimen napoleónico una amenaza para la libertad que él, como uno de los mayores exponentes del liberalismo, defendía, a saber: la libertad individual. Una libertad que aglutina la libertad de pensamiento, de religión, de prensa, de movilidad, política, económica, etc.

Como es sabido, este concepto de libertad quedó claramente reflejado en su célebre discurso «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», en el que Constant relata los males que trae consigo la confusión entre ambas. La libertad de los antiguos resultaba compatible con la sumisión del individuo al conjunto y con la estricta vigilancia de la esfera privada de su vida. Sin embargo, el cambio de espíritu del mundo y de las naciones, el haber pasado de una época de guerra a la época del comercio, ha transformado nuestra idea de libertad, de tal manera que ahora la entendemos como el apacible disfrute de nuestra independencia privada y la garantía por parte de las instituciones para poder gozar de ella. Esta es la libertad de los modernos.

Es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser ni arrestado, ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos. Es el derecho de cada uno a expresar su opinión, a escoger su trabajo y a ejercerlo, a disponer de su propiedad, y abusar incluso de ella; a ir y venir sin pedir permiso y sin rendir cuentas de sus motivos o de sus pasos. Es el derecho de cada uno a reunirse con otras personas, sea para hablar de sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieran, sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera más conforme a sus inclinaciones, a sus caprichos. Es, en fin, el derecho de cada uno a influir en la administración del gobierno, bien por medio del nombramiento de todos o de determinados funcionarios, bien a través de representaciones, de peticiones, de demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración40.

Por tanto, la verdadera libertad moderna, la que corre serio peligro bajo el Imperio napoleónico, es la libertad individual garantizada por la libertad política, de manera que esta última se torna también indispensable. Ahora bien, es la libertad individual la que debe predominar por encima de cualquier otra, pues sacrificar esta en beneficio de la libertad política únicamente puede conducir a que ambas sean arrebatadas y, finalmente, a la tiranía.

Precisamente es a esta tiranía a la que Constant quiere enfrentarse; un despotismo nacido no sólo de la errónea traslación que hizo Rousseau a la época moderna de un poder social y de una soberanía colectiva pertenecientes a otra era, sino sobre todo de la todavía peor interpretación que autores como Mably realizaron del Contrato Social en general y de la «voluntad general» en particular, llegando a sostener que el individuo sólo era libre cuando se hallaba sometido a la nación. Frente a estos perversos y autoritarios herederos de Rousseau, simplemente le cabe responder que el poder absoluto, ya sea en manos de un hombre o de varios, resulta siempre despótico y enemigo de la libertad41.

Este tipo de opresión que Constant vio expresado y actualizado con el Imperio napoleónico es el que tenía en mente el filósofo liberal a la hora de trazar sus conceptos del «espíritu de usurpación» y del «espíritu de conquista». Con el término «usurpación» el francosuizo señalaba ese nuevo despotismo emergente en su época –personificado en la figura de Napoleón– que se autorreivindica como derivado del pueblo, que requiere del apoyo popular y que, para obtenerlo, no duda en trastocar la mente y la conciencia de los ciudadanos con objeto de que acojan un proyecto político que no hace sino convertirlos en siervos. La usurpación sería esa forma de tiranía que precisa de las formas de libertad para derrocar al régimen que pretende desplazar, pero las profana en cuanto se apodera de ellas. «Como la existencia del espíritu público le resulta peligrosa, pero la apariencia de dicho espíritu le resulta indispensable, golpea con una mano al pueblo, para ahogar a la auténtica opinión, y le golpea de nuevo con la otra, para obligarle al simulacro de una supuesta opinión»42. En otras palabras:

El despotismo […] reina por medio del silencio y concede al hombre el derecho de callarse. La usurpación le condena a hablar; le persigue hasta el íntimo santuario del pensamiento; y, al obligarle a mentir a su conciencia, le arrebata el último consuelo que aún conserva el oprimido. […] envilece a un pueblo al tiempo que le oprime; le habitúa a pisotear lo que respetaba, a festejar lo que desprecia, a despreciarse a sí mismo; y a poco que se prolongue, hace imposibles, incluso tras su caída, toda libertad y toda mejora.43

En lo que se refiere al espíritu de conquista, Constant parte de la máxima según la cual «la permanencia de todo poder depende de la conformidad existente entre su espíritu y el de su época»44. Cada siglo espera al hombre que se erigirá como su representante; y cuando este llega, todas las fuerzas se agrupan en torno a él. Si encarna fielmente el espíritu general, gozará de éxito; si se desvía, se tambaleará; y si persiste en su error, perderá todo su poder. Este último caso es el que nuestro filósofo habría detectado en el Emperador de los franceses, quien, a pesar de haber aparecido como el gran representante de la época, no había sabido personificar su espíritu. Si bien la guerra –no en el sentido de una guerra en legítima defensa, como deja claro Constant, sino de una guerra ofensiva, de conquista–, lejos de ser un mal para los antiguos, les resultaba ventajosa y de gran utilidad al permitirles la potenciación de sus más nobles y elevadas facultades, no ocurre así en los estados modernos, para los cuales la guerra sólo trae consigo desgracia y muerte. El error de Napoleón y sus seguidores habría consistido, entonces, en no haber sabido leer correctamente la historia para darse cuenta de que el espíritu de conquista formaba ya parte del pasado; nuestra época, dice Constant, es la época del comercio, una época en la que la naturaleza de los pueblos les impide ser belicosos unos contra otros. «La guerra ha perdido por tanto su encanto y su utilidad. El hombre no se siente ya impulsado a dedicarse a ella, ni por interés ni por pasión»45. Al tratar de perpetuar el espíritu de conquista en una época no acorde con él, Napoleón es lo que el autor de Del espíritu de conquista y de la usurpación llama un «hombre de otro mundo»; las guerras por él emprendidas no son sino anacrónicas, fuera de las leyes de la historia, a la par que contrarias a la naturaleza de su nación.

En este orden de cosas, y con un ojo puesto en el imperio que contemplaba, Constant no tardó en vislumbrar los peligros y perjuicios que conllevaría el restablecimiento de este antiguo espíritu bélico dentro de las sociedades, empezando por la creación e imposición en el poder de una casta militar que, no movida ya por los sentimientos y convicciones que impulsaban a los antiguos, ansiase ahora el mismo protagonismo en la política que en el campo de batalla. A través de la veneración y el uso de una fuerza que se encuentra bajo su mando absoluto, estos hombres implantan en la comunidad una serie de principios subversivos al orden y la libertad pacíficas, desentendiéndose de los intereses del Estado y volcando a toda la nación en la consecución de sus propios intereses. A su vez, para evitar que el ejército que los apoya y aúpa caiga en la ociosidad, el líder de esta clase marcial no tiene más remedio que mantenerlo ocupado en constantes contiendas, con lo que aquel emprende un camino del que ya nunca podrá salir46. Consecuentemente, un pueblo entregado al espíritu de invasión y de conquista corrompe a una parte del mismo para que apoye sus empresas, mientras que sojuzga al resto a la obediencia del déspota a través de la coerción –ejercida por la anterior parte del pueblo– y de una serie de sofismas que enturbian su razón, falsean su juicio y trastornan sus ideas; tales son sus mensajes de independencia y honor nacionales, rectificación de fronteras, intereses comerciales, prevenciones dictadas por la prudencia, y toda serie de hipocresías. Finalmente, la imposición de este espíritu guerrero en la sociedad supone, en ocasiones con consecuencias irreparables, la interrupción de las facultades intelectuales de sus ciudadanos. La juventud «se negará a consumirse en esfuerzos cuyo fruto habría de arrebatarle una mano de hierro. […] Y así, la nación se hundirá en una degradación moral y en una ignorancia siempre creciente»47.

Asimismo, el espíritu de conquista trae en la época moderna un efecto nunca antes visto: la uniformidad.

Los conquistadores de nuestros días, sean pueblos o príncipes, pretenden que su imperio presente sólo una superficie tersa, sobre la que pueda pasearse el ojo soberbio del poder sin tropezar con ninguna irregularidad que hiera o limite su vida. El mismo código de leyes, las mismas medidas, los mismos reglamentos y, si fuera posible llegar a ello, gradualmente la misma lengua; eso es lo que se proclama suprema perfección de toda organización social. […] La gran consigna de hoy día es la uniformidad. Es lástima que no puedan arrasar todas las ciudades, para reconstruirlas todas según un mismo plano, o nivelar todas las montañas, para que el terreno sea igual en todas partes; y me asombra que no se haya ordenado a todos los habitantes llevar un mismo traje, a fin de que el amo no vuelva a encontrar mescolanzas irregulares o variedades extravagantes.48

De esta forma, la uniformidad supone un doblegamiento de la moral humana, perseguir a los individuos en lo más íntimo de su existencia. Significa arrebatar a un pueblo sus riquezas morales, el sentimiento de su propio valor y dignidad; y aunque se le otorgue a cambio algo que se estime en un mayor valor, al imponérselo por la fuerza a costa de arrebatarle lo que para ellos resultaba venerable, el único resultado posible es el envilecimiento del pueblo. «La variedad es participación; la uniformidad, mecanismo automático. La variedad es la vida; la uniformidad, la muerte»49.

Para Constant, todo este anacronismo entre el espíritu de conquista y la época moderna había explotado en la propia Revolución francesa, cuando el ímpetu de los revolucionarios les llevó a querer extender aquella más allá de sus fronteras, cayendo así en la uniformización y haciendo incurrir a la propia Revolución en una contradicción con sus principios: los hombres eran libres, pero sólo si estaban sometidos a una misma constitución en todas las regiones; era iguales, pero sólo si existía un único criterio legal sea cual fuere la nación; eran hermanos, pero sólo si eran homogéneos. Un anacronismo y una uniformización en el que, de manera todavía más evidente, se inscribieron las conquistas napoleónicas, depositarias últimas del anhelo francés de expandir sus principios ilustrados, revolucionarios y «libertadores» a toda Europa50.

Ahora bien, teniendo en cuenta las críticas realizadas por Constant, ¿por qué acudir a la llamada de Napoleón e ingresar en las filas de su gabinete para la redacción de una nueva constitución durante el gobierno de los Cien Días? La única respuesta posible es que el liberal vio en el cambio de actitud del corso la oportunidad de poner en práctica –aunque fuera de manera progresiva– su doctrina del poder neutro. Siguiendo a Sieyès y Clermont-Tonerre, Constant buscaba la conciliación del principio de soberanía con la división de poderes, para lo cual era preciso distinguir la titularidad del ejercicio de la soberanía y separar el poder constituyente –que garantiza la unidad y permanencia del Estado– de los poderes constituidos –que, acorde a la orientación del electorado, acomodan la política del Estado a las circunstancias históricas–. El resultado sería una monarquía constitucional, en la que el gobierno ejercería el poder ministerial mientras que el rey, como jefe del Estado, ostentaría un poder neutro más consistente en un «derecho de impedir» que en un «derecho de hacer»; de tal manera que entre las facultades de este último encontramos la del nombramiento y la destitución de ministros, la disolución de la Cámara electiva, la convocatoria de elecciones, la sanción de leyes, etc. Por lo tanto, el monarca encarnaría la permanencia y la unidad del Estado soberano, pero el poder real y el poder neutro que posee no intervendrían de manera directa en la dirección de la política. Es sobre los ministros que recaería la función ejecutiva; sólo el gobierno podría dirigir la Administración pública, ejercer la potestad parlamentaria o proponer leyes al Parlamento. Un gobierno que, no olvidemos, para Constant debía basarse en un sistema representativo, ya que es el único que en la época del comercio puede proporcionarnos libertad; y sobre el que, a su vez, los ciudadanos debían poner una vigilancia activa y constante para que sus representantes realicen bien su trabajo y garanticen sus libertades, reservándose el derecho de apartarles del cargo en caso de equívoco y de revocar los poderes de los que hayan abusado. Así las cosas, la teoría política de Benjamin Constant se dirigía a combatir el despotismo y a defender una monarquía garante de las instituciones liberales, que protegieran la autonomía de los individuos frente al Estado, al tiempo que les permitieran desempeñar sus derechos políticos.

Así las cosas, al término de este camino podemos decir que contemplamos dos maneras distintas de concebir el panorama político decimonónico, herederas e influenciadas por las filosofías desarrolladas en los dos primeros apartados, y que ayudan a configurar los dos bloques principales de este artículo. Partiendo de las reflexiones sobre el antagonismo de Kant y de Fichte, el intento de alcanzar el estado cosmopolita kantiano se tradujo en un nuevo antagonismo entre el imperialismo napoleónico y liberalismo de Constant, marcando así la evolución, tanto conceptual como histórica de esa misma noción de «antagonismo»; evolución propiciada por el caótico devenir de acontecimientos históricos que, como ya se señaló, acontecieron desde la Revolución. A un lado, la translatio imperii, la forma imperial, la heredera de Roma unida al extremo último del ideal cosmopolita kantiano; el emperador que dota a su pueblo de una innovadora constitución con la que guardar el orden y la seguridad, y preservar las conquistas revolucionarias, pero que también empuña un guante de hierro que mantiene unidos a los súbditos de todos los territorios a través de la sumisión a su persona. Al otro lado, el emergente y posteriormente tan influyente pensamiento liberal, el defensor de «la libertad de los modernos», el valedor de la monarquía constitucional y del gobierno representativo; aquel que ve el peligro autoritario bajo la idealizada máscara que oculta al usurpador que en solitario detenta el poder absoluto y quiere lanzarse a la conquista. Dos hombres. Dos maneras de concebir la política que marcaron la historia del siglo XIX y contribuyeron a sentar las bases del XX. Imperio y liberalismo. Napoleón y Constant.

5. Conclusión

Llegados, entonces, a este punto, podemos revisitar brevemente los aspectos y posiciones visitados a lo largo del presente artículo para extraer las conclusiones que, desde una perspectiva de filosofía de la historia, pueden observarse a propósito de los desarrollos del antagonismo en la Europa revolucionaria de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.

Inicié la exposición comentando cómo esta noción suele remitir, en una primera instancia, a la filosofía hegeliana y a la lucha por el reconocimiento que se expone en obras como la Fenomenología del espíritu, donde daba origen a la consabida «dialéctica del amo y el esclavo», que posteriormente contó con reelaboraciones e interpretaciones de autores como la de Karl Marx a mediados del periodo decimonónico. Sin embargo, el que para muchos ha pasado por ser el gran pensador de la filosofía de la historia no fue, ni mucho menos, el acuñador del término o el inaugurador de estas reflexiones sobre el tiempo en que vivía, sino que ya antes Kant y Fichte habían reparado sobre ello, así como habían alertado de los peligros que traerían consigo las violentas revoluciones que observaban, tratando de establecer algún tipo de solución. En este sentido, sus pensamientos a propósito del antagonismo se podían dividir en tres ejes temáticos, siendo el primero común a ambos: su oposición a los enemigos de la Ilustración, que se convertían, por ende, en antagonistas de la humanidad misma. Conformando la senda de las luces el mejor y más seguro camino para el progreso del género humano hacia lo mejor, evitando cualquier tipo de barbarie, despotismo o revuelta desatada en o entre las naciones, la libertad –ya fuera de la razón, a lo Kant, o de pensamiento, a lo Fichte– se convertía no sólo en una condición sine qua non para la consecución del objetivo, sino también en un derecho inalienable del individuo. Por lo tanto, vulnerarla, como hacían los opositores al movimiento ilustrado, ya fueran absolutistas, religiosos o ambos, implicaba simultáneamente el apisonamiento de la propia humanidad; esto es, convertirse en un adversario de la misma.

Ahora bien, llegados aquí, sendos filósofos divergían en sus posteriores consideraciones. De un lado, Fichte evolucionará hacia la creación de una identidad y nación germanas que permanezcan en el ideario colectivo, recogiendo la histórica oposición de los antiguos germánicos y latinos para actualizarla ahora en una Alemania amenazada por la nueva Roma: la Francia napoleónica. Es asíque elabora una suerte de lucha de identidades entre ambos bandos que no sólo se limita al nivel político o cultura, sino que alcanza prácticamente un sentido existencial y ontológico, en la clave que más de un siglo después elaborará Carl Schmitt con su concepto de «enemigo». De otro lado, Kant apoyaba su juicio sobre el antagonismo sobre la base de la «insociable sociabilidad» humana, cuyo esquema repetía también a nivel estatal, de tal manera que los conflictos que se daban entre las personas eran posteriormente llevados al horizonte de las naciones. Sin embargo –y como también le reprochará Schmitt–, su idea final era bastante más pacífica que la de Fichte, pues el nuevo amanecer ilustrado de los tiempos daba origen a que esas contiendas finalizaran en pro de una federación cosmopolita y universal de pueblos, regidos por una constitución republicana, que ayudaran a alcanzar ese ideal de una paz perpetua. Una paz, curiosa por otra parte, porque en ella el antagonismo o la citada «insociable sociabilidad» no dejarían de estar ausentes; pero como el ingreso en la sociedad civil supone un deber moral de la persona, la beligerancia de las guerras daría paso a un nuevo estadio de menor violencia: la competencia comercial, apoyada en una concepción de la libertad individual que entronca con muchos de los rasgos a la postre defendidos por Constant.

Con todo, los perennes conflictos internos y externos, y los desórdenes sociopolíticos de la época revolucionara dieron origen a una peculiar e irónica consumación del ideal de la paz perpetua del regiomontano: el Imperio napoleónico. Al tiempo que el corso hacía de la nación gala la heredera de imperios anteriores como el romano o el carolingio, en esa posición que tanto señalará, criticará y atacará Fiche, Napoleón establecía un gobierno con el que garantizar el orden social, la soñada armonía y tranquilidad civil, la cohesión nacional, la difusión de los ideales ilustrados, el mantenimiento de los éxitos revolucionados, la superación de conflictos… Pero todo ello convirtiendo la pretéritamente postulada federación de estados en un imperio que subordinaba al resto de naciones al mando, señorío y autoridad de una central: la francesa. Es cierto que implementó toda una serie de medidas legislativas y económicas, como ejemplifica el denominado «Código napoleónico» de 1807, para mantener la unidad, la disciplina, así como un intento de pacificación y normalidad. No obstante, la consecución de su objetivo, lograr la anhelada paz, acababa pervirtiendo los no tan pasados ideales de libertad para legitimar la violencia y las guerras por el continente europeo; todo en favor de extender e imponer a las diversas naciones los que juzgaba como principios ilustrados y de la revolución frente a los enemigos de esta. Curiosa transmutación de los pensamientos kantiano y fichteano, en la que los enemigos de la humanidad pasaban ahora a ser, automáticamente, los enemigos de Francia.

Este episodio es el que justamente da pie a la última de las concepciones del «antagonismo» abordadas, como es la de Benjamin Constant, oponiendo su liberalismo al que juzga como anacrónico Imperio napoleónico. En el fondo, la suya era la defensa de la libertad que ya habían propugnado inicialmente Kant y Fichte: la libertad moderna, ilustrada, individual, de pensamiento. Libertad que, paradójicamente, terminaba aplastada por el autoritarismo y cesarismo de sello bonapartista, que no hacía sino retomar una antigua noción de libertad en la que la persona singular y concreta se encontraba sometida en y por la comunidad. Esa libertad, garantizada por la libertad política, que venía fraguándose especialmente desde los años de las Luces y por la que había estallado la Revolución, es la que se encuentra amenazada por un antagonista como el que representa Napoleón, que encarna en su persona los denominados «espíritu de usurpación» y «espíritu de conquista». El primero alude al nuevo despotismo o tiranía establecido por el nuevo Emperador, que ha trastocado la mente de los ya ciudadanos para volver a convertirlos en súbditos o siervos a efectos prácticos, como en el Antiguo Régimen o tiempos todavía anteriores; mientras que el segundo recoge cómo el gran representante de la época no encarna el espíritu de esta. En efecto, aquel continúa anclado en una lógica bélica a la antigua usanza que, lejos de reportar ya alguna utilidad o beneficio, tan sólo acarrea muerte, desgracia y destrucción. En otras palabras, Napoleón y su gobierno no han sabido leer la historia, no han sabido atender a que, como vio Kant, los conflictos pueden librarse ahora pacíficamente a través de la vía y la competencia del comercio; de tal manera que el régimen imperial francés no es sino algo completamente atemporal o desfasado, y, por ende, perjudicial y contrario per se al mismo progreso humano hacia lo mejor, el gran ideal ilustrado. En esencia, Napoleón se ha convertido, en una nueva paradoja, en el enemigo del género humano, pues con él no sólo retornan los intereses personalistas y egoístas de los líderes, sino que además resulta del todo imposible la consumación de una federación plurinacional, se impide cualquier progreso y libertad individuales y, con ello, se acaba abocando al envilecimiento del pueblo y a su degradación moral.

En definitiva, el propósito del presente escrito ha sido el de mostrar, como he dicho anteriormente, desde la óptica de la filosofía de la historia, una panorámica de las diferentes concepciones de la noción de «antagonismo» que recorrieron la Europa pre y posrevolucionaria de la mano de toda una serie de pensadores y figuras clave del momento –ahondando en el porqué de ellas o del surgimiento de sus posturas–, a fin de que quizá puedan ayudarnos a comprender algunas de las lógicas, dinámicas o clasificaciones del «adversario», del «enemigo» o del «antagonista» en nuestro presente. Muchas veces permanece como una categoría formal, vacía, esperando ser llenada de contenido. Quizá sea cierto que la paz perpetua constituya un ideal asintótico al que tender. Seguramente lo sea que hay oponentes de la libertad y rivales del género humano que se autoproclaman como salvadores del mismo. Puede ser que el conflicto sea indisociable de la condición humana y que siempre nos acompañe aquella «insociable sociabilidad». O tal vez, simplemente, sea cierto el adagio latino que reza «si vis pacem, para bellum». En cualquier caso, bien haríamos en detenernos a reflexionar para saber y aprender a identificar cuál y por qué es nuestro antagonista, si es que acaso lo hubiere.

Referencias


Notas

  1. Cfr. Hegel, G.W.F., «A. Autonomía y no autonomía de la autoconciencia; dominación y servidumbre» y «B. El espíritu extrañado de sí, III. La libertad absoluta y el terror» de la Fenomenología del espíritu, respectivamente –Abada, Madrid, 2010, pp. 257-271 y 681-695–.↩︎

  2. Cfr. Hegel, G.W.F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, El mundo germánico, Capítulo tercero: Tercer período: La Edad Moderna, 3. La revolución francesa y sus consecuencias – Alianza, Madrid, 2004, p. 688-704–.↩︎

  3. Marx, K., Manifiesto comunista, Alianza, Madrid, 2008, pp. 41-57; La ideología alemana (I) y otros escritos filosóficos, Losada, Buenos Aires, 2010, pp. 31-52.↩︎

  4. En este sentido, se entiende por qué no es casual que la siguiente figura al amo y el esclavo dentro de la Fenomenología sea el estoicismo.↩︎

  5. Véanse, por ejemplo, sus escritos recogidos en Introducciones a la Filosofía de la Historia Universal, donde, por citar un ejemplo, enuncia desde el mismo comienzo de su «Introducción» de 1822-1828: «El objeto de estas lecciones es la historia universal filosófica –es la propia historia universal en general, cuyo recorrido debe ser nuestro asunto; no son reflexiones generales sobre la misma que habríamos extraído de ella y que quisiéramos explicar a partir de su contenido, como ejemplos, sino el contenido de la propia historia universal» – Istmo, Madrid, 2005, p. 21; el destacado es del propio Hegel–. Asimismo, para atender al contexto histórico y filosófico del momento, caben resaltar obras como las de Félix Duque Historia de la Filosofía Moderna: la era de la crítica –Akal, Madrid, 1998, pp. 321-335– y La Restauración. La escuela hegeliana y sus adversarios –Akal, Madrid, 1999, pp. 13-67–.↩︎

  6. No debe dejar de prestarse atención al título completo de la obra de Fichte. A juicio de este no todos los regentes de Europa han oprimido a su pueblo, como es el caso de Federico II «el Grande» –también alabado por Kant–, tenido como uno de los modelos del despotismo ilustrado del siglo XVIII. En su Reivindicación, Fichte arremete contra aquellos monarcas que, lejos de seguir los pasos del que fuera gobernante de Prusia, han sometido a su población bloqueando el avance logrado por la senda de la Ilustración.↩︎

  7. Kant, I., «Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», en Kant, I., ¿Qué es la Ilustración?, Alianza, Madrid, 2009, p. 83.↩︎

  8. Fichte, J.G., Reivindicación de la libertad de pensamiento, en Reivindicación de la libertad de pensamiento y otros escritos políticos, Tecnos, Madrid, 1986, p. 6.↩︎

  9. Cfr. Kant, I., El conflicto de las Facultades, Segunda parte, §§ 6-8, Alianza, Madrid, 2003, pp. 159-168.↩︎

  10. Fichte, J.G., Reivindicación de la libertad de pensamiento, p. 7.↩︎

  11. Ibid.↩︎

  12. Kant, I., «Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», p. 90.↩︎

  13. Ibid., pp. 85-90.↩︎

  14. Por citar sólo algunos pasajes ejemplificadores, sin desviarnos de la cuestión, cfr. Fichte, J.G., Reivindicación de la libertad de pensamiento, pp. 18-19, 28-29, 45; o Algunas lecciones sobre el destino del sabio, en especial la Tercera y Cuarta Lección, Istmo, Madrid, 2002, pp. 85-125.↩︎

  15. La idea no es, sin embargo, original de Fichte, sino que se remonta a la primera descripción de la que tenemos constancia de los germanos, realizada por Tácito. En efecto, en su De origine et situ germanorum (98 d.C.), el historiador oficial de los Flavios había definido a los habitantes de la llamada Germania como «indígenas» y «no mezclados con otros pueblos»: «Estoy casi convencido de que los germanos son indígenas y que de ningún modo están mezclados con otros pueblos, bien como resultado de emigraciones, bien por pactos de hospitalidad» –Germania, en Agrícola. Germania. Diálogo sobre los oradores, Gredos, Madrid, 1981, p. 114–. Por otra parte, la utilización e influencia que tuvieron tanto la descripción de Tácito como las palabras de Fichte en de la teoría racial nacionalsocialista resultan más que evidentes, sobre todo en el reemplazo –en el ámbito de la antropogénesis– de la tesis ex oriente lux por un ex septentrione lux. En este sentido, véase: Chapoutot, J., El nacionalsocialismo y la Antigüedad, Abada, Madrid, 2013, p. 38; para un análisis más pormenorizado, véase el capítulo «El discurso de los orígenes: ex septentrione lux», pp. 23-66.↩︎

  16. Fichte, J.G., Discursos a la nación alemana, Tecnos, Madrid, 2002, p. 150.↩︎

  17. Ibid., p. 144.↩︎

  18. Ibid., pp. 147-148.↩︎

  19. Schmitt, C., El concepto de lo político, Alianza, Madrid, 2014, pp. 59-60. Recordemos que, en última instancia, la definición que ofrece Carl Schmitt de «enemigo» es: «El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo. En último extremo pueden producirse conflicto con él que no puedan resolverse ni desde alguna normativa general precia ni en virtud del juicio o sentencia de un tercero “no afectado” o “imparcial”» –ibid.; el destacado es mío–. Ello, a su vez, enlazaría con la crítica que dirige el jurista alemán en El nomos de la tierra –Struhart & Cía, Buenos Aires, 2003, pp. 166-170–, ya de 1950, a la noción kantiana del «enemigo injusto». En efecto, el filósofo de Königsberg había definido este en el §60 de la Primera Parte de La metafísica de las costumbres –en el apartado del «Derecho de Gentes» de su «Doctrina del Derecho»– como «aquél cuya voluntad públicamente expresada (sea de palabra o de obra) denota una máxima según la cual, si se convirtiera en regla general, sería imposible un estado de paz entre los pueblos y tendría que perpetuarse el estado de naturaleza» –Kant, I. La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 2005, p. 189–. Sin embargo, también declara que, aunque hay un derecho ilimitado contra él, el estado perjudicado no se puede servir de todos los medios, sino de los que sean lícitos –por tanto, no desproporcionados– para garantizar su seguridad, territorio y vida –ibid.–. Ahora bien, Schmitt no sólo acusa a Kant de introducir una noción peligrosa sobre el «iustis hostis», sino también de generalizaciones y vaguedades por las cuales no termina de aclarar quién es ese enemigo que amenaza la libertad y al pueblo, lo cual legitimaría también prácticamente cualquier tipo de contienda. Asimismo, el objetivo kantiano sería en última instancia inviable para Schmitt, pues la guerra sería constitutiva del panorama humano y político, no algo a eliminar con una «paz perpetua» –un análisis más pormenorizado de toda esta cuestión puede verse en: Santiago Oropeza, T., «Kant y el derecho de guerra: en torno a la figura del enemigo injusto», en Tópicos. Revista de Filosofía, 65, enero-abril, 2003, pp. 369-397–. Por otra parte, la postura schmittiana también cabría ser vinculada con la «lucha por el reconocimiento» hegeliana, tal y como se exponía en la «Introducción» del presente artículo –ver la nota 1 para su referencia–. Igualmente, un estudio más detallado de esta noción del «reconocimiento» puede verse, por citar tan sólo unos pocos escritos, en: Duque, F., Historia de la Filosofía Moderna: la era de la crítica, pp. 417, 430, 471; Álvarez, E., «La autoconciencia: lucha, libertad y desventura», en Duque, F., (ed.), Hegel. La odisea del espíritu, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2010, pp. 85-107; o de la Vega de Orduña, J. L. (2020). «La presencia de la dialéctica de la autoconciencia en la sociedad civil. La libertad como reconocimiento», en Studia Hegeliana, 6, 2020, pp. 29-42.↩︎

  20. En este sentido, tampoco sorprende la autarquía y el proteccionismo económico y nacionalista que Fichte defendía en 1800 en El Estado comercial cerrado –Tecnos, Madrid, 1991–, obra en la que algunos han llegado a ver incluso un germen del posterior totalitarismo alemán.↩︎

  21. Kant, I., «Idea para una historia universal en clave cosmopolita», en Kant, I., ¿Qué es la Ilustración?, p. 102. El destacado es del propio Kant.↩︎

  22. Ibid., p. 105.↩︎

  23. Kant, I. La metafísica de las costumbres, pp. 140-142; La Religión dentro de los límites de la mera Razón, Alianza, Madrid, 2009, pp. 121-123.↩︎

  24. Duque, F., ¿Hacia la paz perpetua o hacia el terrorismo perpetuo?, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, p 22.↩︎

  25. Kant, I., «Idea para una historia universal en clave cosmopolita», p. 111. El destacado es del propio Kant.↩︎

  26. Kant, I., Sobre la paz perpetua, Alianza, Madrid, 2009, p. 61.↩︎

  27. Duque, F., Op. cit., p 24. El destacado es del propio Duque.↩︎

  28. Kant, I., Sobre la paz perpetua, p. 62.↩︎

  29. «Por último, la propia guerra se convertirá poco a poco, no sólo en algo muy artificioso y de dudoso desenlace para ambas partes, sino que, debido a las funestas consecuencias que el Estado experimenta con una deuda pública (¡una nueva invención!) siempre en aumento y cuya amortización es sencillamente incalculable, la guerra se convertirá también en una empresa arriesgada, dada la repercusión que toda quiebra estatal tiene sobre los otros Estados, al estar tan entrelazadas sus actividades comerciales en esta parte del mundo» –Kant, I., «Idea para una historia universal en clave cosmopolita», p. 114–.↩︎

  30. Duque, F., Op. cit., p 29. El destacado es del propio Duque.↩︎

  31. Recordemos que el alma en Hegel se refiere a una pulsión todavía baja y elemental dentro de los hombres. Al aplicarle a Napoleón el sobrenombre de «alma del mundo a caballo», lejos de engrandecer su figura –como en apariencia pudiera creerse–, lo que el autor de la Fenomenología hace es reconocerle como un gran hombre de la historia, pero al que la gente sigue no racionalmente, no con un porqué, sino por impulso, por instinto.↩︎

  32. «Ese Teseo debe poseer generosidad para otorgar al pueblo que él haya creado a partir de pueblos dispersos una participación en lo que se refiere al todo, porque una constitución democrática, semejante a la que Teseo dio a su pueblo, constituye en sí misma, en nuestra época y en los grandes Estados, una contradicción y, por lo mismo, esa participación debería estar organizada. Incluso en el caso de que la dirección del poder del Estado que tenga en las manos le asegure de que no llegará a ser recompensado con la ingratitud, como le sucedió a Teseo, sin embargo, aquel debe tener suficiente carácter para estar dispuesto a echarse a la espalda el odio que suscitaron Richelieu y otros grandes hombres que trastocaron las particularidades y los intereses privados de los hombres» – Hegel, G.W.F., La Constitución de Alemania, Aguilar, Madrid, 1972, p. 153–. En efecto, se ha discutido mucho acerca de qué figura histórica podría encarnar a este personaje de Teseo, reduciéndose las posibilidades a dos candidatos principales. De un lado, algunos han abogado por el archiduque Carlos de Austria; pero de otro lado, varias teorías apuntan a que ese conquistador, ese Gran Hombre, ese caudillo extranjero que aunaría a la dividida masa alemana, la proveería de una constitución organizada y cuya tiranía, que no despotismo, sería necesaria para preservar la unidad del Estado, no es otro que Napoleón. En este sentido, véase «Orestes, Teseo y Napoleón», en Rocco, V., Función y estructura del mundo romano en la filosofía hegeliana [Tesis doctoral], UAM, 2011, pp. 241-267. También puede consultarse el Comentario a la Filosofía del Espíritu, de José María Ripalda –Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1993. pp. 77-88–.↩︎

  33. Como dije anteriormente, Kant, en su proyecto cosmopolita de una federación de pueblos libres presente en Sobre la paz perpetua, había señalado los albores de un nuevo tipo de guerra en su época: la guerra económica o comercial. En este sentido, el Imperio napoleónico se mostró nuevamente como heredero de su doctrina con su intento de bloqueo continental a Inglaterra. Al carecer de una flota lo bastante fuerte como para alcanzar la victoria marítima frente al país británico, Napoleón decretó el cierre de todos los puertos europeos bajo su mando a cualquier barco y mercancía procedentes de las Islas. Una nueva y moderna estrategia bélica que «no buscaba tanto enriquecer Francia empobreciendo al enemigo como estrangular la economía inglesa cegando cualquier salida a sus productos» –Criscuolo, V., Napoleón, Alianza, Madrid, 2003, pp. 71-72–.↩︎

  34. En este sentido, en el parágrafo 274 de sus Principios de la filosofía del derecho, Hegel realza la oposición que los españoles ofrecieron ante la implantación de la Constitución de 1812, pues si bien no había constitución más francesa que la española, aquella había sido implantada forzosamente en lugar de provenir del pueblo: «Agregado. El Estado debe penetrar en su constitución todas las relaciones. Napoleón, por ejemplo, quiso dar a priori una constitución a los españoles, lo que tuvo consecuencias suficientemente desalentadoras. Porque una constitución no es algo que meramente se hace: es el trabajo de siglos, la idea y la conciencia de lo racional en la medida en que se ha desarrollado un pueblo. Ninguna constitución puede ser creada, por lo tanto, meramente por sujetos. Lo que Napoleón dio a los españoles era más racional que lo que tenían previamente, y sin embargo lo rechazaron como algo que les era extraño, porque no se habían desarrollado aún hasta ese nivel. Frente a su constitución el pueblo debe tener el sentimiento de que es su derecho y su situación; si no, puede existir exteriormente, pero no tendrá ningún significado ni valor» –Hegel, G.W.F., Principios de la filosofía del derecho, §274, Edhasa, Barcelona, 2005, p. 418–.↩︎

  35. En efecto, los retratos de la época de Napoleón ilustran perfectamente tanto su trayectoria y la de su Imperio, como la mitificación que se hizo de su persona. Ejemplo de ello es la siguiente anécdota que tuvo con uno de los que fueron sus pintores oficiales, Jacques-Louis David: «El dilema de David no reside en unir la naturaleza y la Antigüedad, sino en unir razón y pasión, espontaneidad y pensamiento. […] Si hubiera continuado por el camino de Conde Potocki, bien podría haber tenido a Delacroix como alumno. Pero David no podía continuar sólo como pintor; compartía la incertidumbre del siglo acerca del arte. Debía aliarse con la época, debía no sólo reflejarla, sino de hecho guiarla. En cierta medida, la Antigüedad seguía siendo para él los envases dentro de los cuales podía llevarse su mensaje. Napoleón lo percibió enseguida, y vio los posibles peligros de la propaganda cuando dijo a David, entonces ocupado en Leónidas, que estaba equivocado al pintar hombres conquistados. De hecho, puede decirse que Napoleón, cruel pero perceptiblemente, aprovechó la raíz de David: quería un héroe y tendría uno del presente; la historia moderna reemplazaría los temas antiguos. Y en lugar de la trivial cuestión doméstica de un conde polaco dominan do a un caballo repropio, allí estaría el mismo Bonaparte en la silla, “calme sur un cheval fougueux”» –Levey M., Del Rococó a la Revolución, Destino, Barcelona, 1998, pp. 188-190–. Evidentemente alude al célebre cuadro de David Napoleón cruzando los Alpes, quizá el máximo exponente de esta especie de divinización de la figura napoleónica. En él el corso no sólo hizo inscribir su nombre por encima de los de Carlomagno y Aníbal –sus antecesores en aquella empresa–, sino que también idealizó y mitificó su hazaña. Como es sabido, su paso por el Gran San Bernardo –1800– nunca se hizo a lomos de un brioso caballo, sino de una mula; escena que, obviamente, resultaba mucho menos heroica que aquella en la que aparece guiando a sus soldados y el destino de la historia.↩︎

  36. Criscuolo, V., Op. cit., p. 127.↩︎

  37. En concreto, presidió 57 de las 102 sesiones destinadas a la redacción del Código Civil.↩︎

  38. Después del «Discurso» previo y el «Título Preliminar», la ordenación era la siguiente: «Libro I: De las personas» –consta de 11 títulos–; «Libro II De los bienes y las diferentes modificaciones de la propiedad» –consta de 4 títulos–; «Libro III: De las diferentes maneras de adquirir la propiedad» –consta de 20 títulos–.↩︎

  39. Benjamin Constant vivió en su propia persona los avatares de la represión napoleónica. A pesar de haber apoyado el golpe del 18 Brumario, viendo en Napoleón la figura necesaria para dar estabilidad a la República, así como deshacerse definitivamente de un Directorio inútil y del peligroso retorno de una monarquía absolutista, desde el nombramiento de este como Primer Cónsul, y sobre todo a partir de 1800, denunció como portavoz del grupo de los «ideólogos» en el Tribunado «los peligros de un régimen de servidumbre y de silencio» –Criscuolo, V., Op. cit., p. 53–. Como consecuencia, en 1802, con la excusa de la renovación de un quinto de los representantes del Tribunado, Napoleón dio orden al Senado para deponer a Constant y a la mayor parte de los «ideólogos».↩︎

  40. Constant, B., «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», en Constant, B., Escritos Políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 259-260. Nótese la jerarquía de los valores del liberalismo mostrada por Constant: libertad de opinión, trabajo, propiedad, movilidad, reunión y, por último, intervención política. Asimismo, es la misma línea y concepción que seguirá en 1856 John Stuart Mill con su escrito Sobre la libertad –Alianza, Madrid, 2007; véase el sumario recogido en las páginas 71 y 72–.↩︎

  41. Para profundizar en la crítica realizada a Rousseau, así como en una exposición más discursiva y sistemática de la posición liberal de Constant, véase Principios de política aplicables a todos los gobiernos –Katz, Madrid, 2010–, redactada en 1806 y publicada en 1810 –no confundir con el escrito de 1815–. Asimismo, puede verse una sinopsis panorámica de su pensamiento en: Varela Suanzes, J., «“Principios de política” y otros escritos de Constant», en Historia constitucional: Revista Electrónica de Historia Constitucional, nº 3, junio, 2002.↩︎

  42. Constant, B., Del espíritu de conquista y de la usurpación, Tecnos, Madrid, 2008, p. 92.↩︎

  43. Ibid., p. 95.↩︎

  44. Ibid., p. 10.↩︎

  45. Ibid., p. 20.↩︎

  46. La argumentación de Constant no deja de recordar al tirano político de la República de Platón, el cual, para mantenerse en el poder y mostrar al pueblo la necesidad que tiene todavía de él, inicia constantes guerras, muchas veces civiles: «Pero cuando se reconcilia con algunos de sus enemigos de fuera, mientras que a otros los extermina, y que por ese lado tiene tranquilidad, pienso que promueve ante todo algunas guerras, para que el pueblo tenga necesidad de un conductor» – Platón, República, en Diálogos iv, Gredos, Madrid, 2007, p. 420 (Rep. VIII, 566e)–.↩︎

  47. Constant, B., Del espíritu de conquista y de la usurpación, p. 45.↩︎

  48. 8 Ibid., p. 54. El destacado es mío.↩︎

  49. Ibid., p. 61.↩︎

  50. Resulta evidente la alusión de Constant al Imperio de Napoleón cuando leemos críticas como esta acerca de la uniformización: «No hemos de ocultarlo: los grandes Estados tienen grandes inconvenientes. Las leyes parten de un lugar tan alejado de aquellos en los que ha de aplicarse, que los errores graves y frecuentes son la consecuencia inevitable de tal alejamiento. El gobierno percibe la opinión de su entorno, o todo lo más de su lugar de residencia, y la toma por la de todo el imperio. Una circunstancia local y transitoria se convierte en motivo de una ley general. Los habitantes de las más remotas provincias se ven repentinamente sorprendidos por innovaciones inesperadas, rigores inmerecidos, reglamentos vejatorios, que trastornan todas las bases de sus cálculos, y todas las salvaguardias de sus intereses; y todo, porque a doscientas leguas de allí, unos hombres que les son totalmente ajenos han creído presentir algún peligro, adivinar cierta agitación, entrever cierta utilidad» –Ibid., pp. 62-63–.↩︎