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RESEÑAS

Rovira, R., La fuga del no ser. El argumento ontológico de la existencia de Dios y los problemas de la metafísica, Ediciones Universidad San Dámaso, Colección Presencia y Diálogo nº 77, Madrid, 2024, 274 pp.

Miguel Martí Sánchez
Departamento de Formación Humanística Universidad Francisco de Vitoria (España) Email ORCID iD
Publicado: 14/07/2025

La primera edición del libro de Rogelio Rovira La fuga del no ser. El argumento ontológico de la existencia de Dios y los problemas de la metafísica se publicó hace treinta y tres años (1991). En una reseña escrita por Ángel Luis González, publicada en Revista de filosofía y aparecida poco después (nº 9, 1993, pp. 201–206), se señalaba el notable interés de la temática –calificada de “fascinante”–, se resaltaba la pulcritud y solidez de su argumentación, así como se hacían algunas sugerencias si llegase a publicarse una segunda edición. Esta nueva reseña se suma a las alabanzas que ya recibió hace treinta y tres años y además incorpora algunas nuevas, pues se trata de una edición con numerosos añadidos que mejoran la edición anterior y que son de indudable interés para el lector.

En el prólogo a la segunda edición, Rovira describe de modo general esta edición como “revisada, actualizada y orgánicamente acrecida” (p. 21). Asimismo, indica con claridad cuáles son las novedades introducidas y las razones que le han llevado a incorporarlas al texto. En algunos casos se siguen precisamente las sugerencias de algunos reseñantes de la primera edición –es el caso, por ejemplo, de las páginas dedicadas en esta edición a la concepción peculiar que tiene Hegel del argumento ontológico y su defensa de la validez de la prueba– y, en otros casos, se añaden nuevas investigaciones que el autor ha llevado a cabo sobre el asunto en cuestión. De especial interés son las discusiones introducidas que tienen como protagonista a Moses Mendelssohn y que se ocupan de la validez de la prueba ontológica en sí misma, y del reproche que realiza Mendelssohn a la crítica kantiana al argumento. Se agrega también una reconsideración de la parte dedicada a la interpretación de la argumentación cartesiana del argumento ontológico, así como algunas páginas dedicadas a la crítica de Locke al argumento y, por último, una discusión con los filósofos G. E. M. Anscombe y J. L. Marion –a la que se dedica buena parte del epílogo– sobre la conveniencia o no de calificar la prueba anselmiana de “ontológica”.

Con el fin de seguir un orden claro en mi exposición presentaré primero grosso modo el contenido del libro, en segundo lugar, me detendré en alguna de sus tesis principales y, por último, señalaré algunos aspectos formales que, sin desmerecer para nada el conjunto de la obra, podrían corregirse en deseables futuras ediciones.

El libro está estructurado de la siguiente manera: prólogo a la primera y segunda edición, primera parte que consta de cinco capítulos, segunda parte que contiene seis capítulos, un epílogo y una nota bibliográfica actualizada. Los prólogos exponen de modo general el tema y la motivación de la investigación, así como y particularmente, en el segundo caso, las modificaciones introducidas con respecto a la anterior edición. En el primer prólogo, afirma el autor que “este libro se presenta, por tanto, como una introducción a los problemas capitales de la metafísica, que se plantean forzosamente con ocasión del examen de la prueba ontológica de la existencia de Dios” (p. 17). En el segundo prólogo, se aclara que hay diferencias entre la primera y la segunda edición “no sólo porque el texto original se ha revisado cuidadosamente y se ha actualizado la bibliografía y la discusión de algunas cuestiones teniendo en cuenta estudios más recientes, sino porque en esta segunda versión la edición primitiva ha crecido orgánicamente” (p. 21).

La primera parte del libro –“¿En qué consiste el argumento ontológico de la existencia de Dios?”– ofrece a través de sus cinco capítulos una presentación general de la estructura del argumento ontológico –qué prueba y cómo lo hace– , así como de las principales reconstrucciones lógicas elaboradas para demostrar su validez expuestas por san Anselmo, san Buenaventura y Descartes. El primer capítulo introduce y presenta de modo general la cuestión de cómo “la originalidad del argumento ontológico consiste en fundarse en el solo conocimiento del ser de Dios, prescindiendo del apoyo que pueda proporcionar la existencia, conocida por experiencia, de otros seres, para afirmar la existencia de dicho ser” (p. 37). El segundo capítulo, que sorprende por su brevedad –página y media–, expone la variedad de formas de argumentar a favor de la validez de la prueba –indirecta, hipotética y directamente–. Y los últimos tres capítulos exponen con claridad, rigor y esmerada prosa lo propio de las argumentaciones anselmiana, bonaventuriana y cartesiana. El tercer capítulo expone con solvencia el razonamiento clásico de la prueba ontológica a través de la obra de san Anselmo. En el cuarto capítulo, a mi juicio uno de los más conseguidos, se presta especial atención al modo bonaventuriano de argumentar a través de un silogismo condicional la validez de la prueba; en el capítulo se destaca “el genio de Buenaventura al elegir este tipo de silogismo para formular el argumento ontológico, pues el silogismo condicional es adecuadísimo para mostrar la evidencia inmediata, y no inferida con el apoyo de un término medio, de la verdad de la proposición “Dios existe”” (p. 69). Y para cerrar esta primera parte, en el quinto se coloca el énfasis en la originalidad y aparente sencillez con la que presenta el argumento Descartes, el cual “muestra en sus obras una preferencia manifiesta por la presentación directa, sin rodeo dialéctico alguno, de la evidencia inmediata de la verdad de la proposición en cuestión” (p. 82). Sin embargo, a lo largo del capítulo se ponen de manifiesto también los errores a los que conduce esta forma tan simple de organizar la demostración de la existencia de Dios; sobre todo por dos razones: primero, confunde una prueba directa con una reconstrucción en la forma de silogismo categórico, y segundo, utiliza ejemplos –como el de la pertenencia necesaria del predicado “la suma de sus ángulos suma 180 grados” al sujeto “triángulo”– que no se ajustan con el tipo de proposición que se pretende demostrar, a saber: “Dios existe”.

La segunda parte –“¿Qué cabe objetar contra el argumento ontológico de la existencia de Dios y qué problemas metafísicos están entrañados en su discusión?”– aborda en seis etapas las formas de objetar a la validez de la prueba en sus diversas modalidades que se han dado a lo largo de la historia de la filosofía. En concreto, el capítulo sexto proporciona una visión panorámica y una “ordenación de las objeciones contra la validez del argumento ontológico” (p. 99) que, presentadas en forma de tabla, quedarían del siguiente modo:

Proposición: “Dios existe” En la realidad: existe Dios Objeciones a las pruebas: Autores principales de las objeciones:
Evidente No La proposición “Dios existe” es analítica I. Kant y F. Brentano
No es evidente No

Al sujeto de la proposición (“Dios”): 1) es contradictorio, 2) su esencia es incognoscible.

Al predicado de la proposición (“Existe”): 1) no es un auténtico predicado, 2) no es parte del concepto ni esencia de ser alguno.

Al sujeto en el primer sentido: pensadores ateos. Al sujeto en el segundo sentido: Tomás de Aquino y F. Brentano.

Al predicado en ambos sentidos: D. Hume e I. Kant.

El capítulo séptimo se ocupa de aquellas objeciones que se centran en el carácter analítico de la proposición “Dios existe”. Sería ese carácter analítico lo que le proporcionaría evidencia, pero también explicaría su nula capacidad probatoria. No obstante, se podría argumentar que esta objeción yerra el tiro porque “tanto Anselmo como Buenaventura y Descartes insisten reiteradamente en que el punto de partida de su argumento no es en absoluto un mero concepto de Dios, sino, antes bien, un puro conocimiento de la esencia divina” (p. 121). Este capítulo incorpora con respecto a la edición anterior la discusión de la argumentación hegeliana en alguna de sus obras (pp. 126–129); además, explora de qué modo subyace a la cuestión de la validez o no de este argumento a priori de la existencia de Dios el problema de los universales. En el capítulo octavo se examinan aquellas objeciones que se apoyan en el cariz contradictorio del concepto de “Dios”. Se trata de una de las partes más técnicas del libro. En ella se aborda la temática de las perfecciones puras (pp. 139–151) que, argumenta Rovira, es la que fundamenta el modo de considerar a Dios por parte de Anselmo en su argumentación. Además, se indica de qué modo esta objeción presupone una determinada concepción del problema metafísico más amplio de la múltiple predicación del ser. Una nueva manera de objetar a la validez de la prueba ontológica se analiza en el capítulo noveno, en este caso a partir del carácter incognoscible de la esencia de Dios. Frente a esta objeción, el autor remarca en varias ocasiones que, en la argumentación ontológica, especialmente en la anselmiana, “conocer, pues, que Dios es el ser mayor que el cual no cabe pensar otro no significa en modo alguno disponer de una representación perfectamente adecuada y completamente determinada del ser divino” (p. 167), sino una representación de dicha esencia ad modum recipientis, es decir, tal y como es posible conocerla para el ser humano. Antes de terminar este capítulo, Rovira señala en el epígrafe final del capítulo que no cabe resolución de esta cuestión sin un análisis pormenorizado de otro problema metafísico más general como es el del origen del conocimiento de las esencias.

Los dos restantes capítulos –décimo y undécimo– se ocupan respectivamente de las objeciones contra el concepto de “existencia”, ya sea porque no es predicable, ya sea porque no es conceptualizable. La primera de las objeciones afirma que existir no es un predicado real, tanto en su formulación clásica en Hume y Kant, como en la renovada de Frege y Russell. A esta objeción se podría a su vez contraargumentar que “la existencia es el predicado que, por así decir, pone radicalmente todos los otros predicados del ente en cuestión” (p. 189). Además, implicado de un modo u otro en esta cuestión está el problema de los sentidos del ser o la existencia. Y en el último capítulo de la segunda parte –quizá un poco desorganizado en su composición– se objeta que no cabe conceptualizar la existencia, es decir, que para conocerla “hace falta salir del concepto” (p. 202). Algunos como Hume o Kant dicen que la existencia de algo o se conoce por vía sensible o no se conoce en absoluto. Otros filósofos de tradición analítica como Frege o Russell se oponen porque afirman que la existencia necesaria que se predica de Dios no es cognoscible de modo inmediato, sino que precisa de demostración. Además de la discusión con la presentación de la prueba ontológica y los argumentos sobre su validez o invalidez que realiza la corriente filosófica de raigambre analítica del siglo pasado (Geach, Findlay, Malcolm, Hartshorne y Plantinga), se introduce en este capítulo la novedad de la exposición de la objeción de Locke y su posible refutación (pp. 205–6, 211). De modo general, se argumenta frente a todas las objeciones que la existencia es conceptualizable en el caso de Dios, pero que para justificarlo es necesario reconocer “una peculiaridad del ser de Dios no compartida en ningún grado ni medida por los otros seres: la perfección del ser divino estriba en que su esencia es la única que consiste realmente en existir” (p. 236). Y se concluye con la tesis de que esta problemática encierra otra aporía más fundamental, como es la de la división del ser en finito e infinito.

El epílogo que contiene el capítulo duodécimo se ocupa tanto de la posición general de Kant sobre la imposibilidad de una prueba a priori de la existencia de Dios, como de la cuestión de la pertinencia o no de considerar al argumento ontológico precisamente como “ontológico”. Sobre la primera, el autor objeta a Kant que si lo que se buscaba era probar la imposibilidad de la argumentación a priori de la existencia de Dios, “Kant tendría que demostrar la imposibilidad del argumento ontológico sólo a la luz de la lógica formal y no también a la luz de la parte analítica de la lógica trascendental, verdadero fundamento del idealismo trascendental propugnado por el filósofo (…). De lo contrario, Kant no mostraría en realidad la imposibilidad (intrínseca) de la prueba ontológica de la existencia de Dios, sino sólo su incompatibilidad con las verdades descubiertas por el idealismo trascendental” (p. 245).

Acerca de la pertinencia de calificar o no de “ontológico” al argumento ontológico de san Anselmo se han pronunciado en las últimas décadas dos filósofos de renombre como Anscombe y Marion. La primera apoyándose en una traducción cuanto menos original de la fórmula anselmiana concluyó que “el argumento anselmiano no sería un argumento ontológico, pues, interpretado convenientemente el sentido de la premisa así traducida a la luz de la respuesta de Anselmo a Gaunilón, no declararía en modo alguno que existir en la realidad es más perfecto que no existir o que existir solo en el entendimiento” (p. 250). Sin embargo, esto no concuerda con la defensa que Anselmo de Canterbury hace de la existencia como una perfección pura. El segundo autor basa su negativa a calificarlo como ontológico en que no cumple con dos condiciones básicas para serlo, a saber: que parta de un concepto puro o que parta de un concepto puro de una esencia. En el primer caso, el argumento anselmiano parte de la fe y no de la evidencia conceptual, y en el segundo caso, al determinar Anselmo el maius como melius habría rebasado los límites de la ontología –que versa sobre el ente– y se habría introducido en lo que está más allá del ser, esto es, el bien al modo platónico. No obstante, la primera condición sí que se cumple en el argumento de Anselmo, pues aunque el concepto no sea adecuado, hace falta “la evidencia conceptual de que el id quo nihil maius cogitari nequit suprime la posibilidad de formarse algún concepto finito o adecuado del límite máximo de lo adecuadamente pensable” (p. 253); y lo mismo ocurre con la segunda, pues también el bonum, al menos en la tradición aristotélica, se inserta en la ontología como propiedad trascendental del ente.

Uno de los méritos principales de la obra que se reseña es la pericia con la que el autor recorre las intrincadas argumentaciones lógicas con las que filósofos de las más variadas tradiciones se han decantado por la validez o invalidez del argumento ontológico. Otra de las virtudes es que consigue lo que promete, es decir, un análisis de la “historia” de la prueba ontológica desde su origen hasta nuestros días, así como una introducción a la metafísica o filosofía primera a través de sus problemas fundamentales. Sin solución de continuidad y con gran acierto, Rovira desentraña los razonamientos de los aliados del argumento, así como de los que se oponen a él, y al hilo de tal análisis saca a relucir cómo subyace en esas argumentaciones una posición frente a otras cuestiones metafísicas de fondo, a saber: el problema de los universales, el del origen del conocimiento de las esencias, el de la predicación del ser, el de los sentidos de ser o existir, y el de la división del ser en finito e infinito. Un último punto que quisiera destacar tiene que ver con el modo en que el autor muestra la diferencia entre los modos de argumentación de Anselmo y Buenaventura y el de Descartes. Además de señalar que el primero y el segundo, a diferencia del tercero, sí que aciertan con la forma lógica con la que revisten el argumento, se llama la atención sobre el hecho de que Descartes realiza la prueba sin interlocutor alguno; como escribe Rovira, para el filósofo francés: “en esa búsqueda [personal de certezas] –a la que no le es accidental el ser expresada en primera persona– no es menester, por tanto, recurso dialéctico ninguno. Este último sólo cobra sentido, y aun es exigible, en una búsqueda dialógica de la verdad” (p. 94). Se muestra así de un modo indirecto, pero claro, cómo el pensador francés se distanció de ese modo de una tradición argumentativa que se remonta hasta el mismo Sócrates, según la cual la verdad se alcanza mediante un proceso dialógico, esto es, por definición comunitario y en el que junto a la certeza subjetiva como criterio de haber alcanzado el conocimiento tiene también su papel el reconocimiento de la posibilidad de la ignorancia y el error para llegar al conocimiento.

De manera comprensible, debido a su extensión y sin desmerecer en ningún momento la indudable calidad de la composición y redacción del libro, el texto contiene algunas reiteraciones (“no será ocioso…” aparece repetido en contextos parecidos en varias ocasiones, por ejemplo, pp. 33, 50, 79, 124, 162) que podrían suavizarse en una edición posterior. Ya se ha hecho referencia tanto a la extraña brevedad del segundo capítulo, que quizá podría integrarse como epígrafe al primero o al tercero, como a cierto desorden que puede apreciarse en el capítulo undécimo en el que hay un ir y venir de objeciones y respuesta a las objeciones que dificulta un poco la lectura. Al lector le queda la duda del origen de la mayoría de las traducciones al español, pues el autor cita siempre –lo que considero un gran acierto– la edición de la obra en el idioma original y si es posible en la edición crítica, pero no afirma que sean suyas –lo que el autor en conversación privada me ha confirmado que es el caso– o si ha acudido a alguna traducción disponible.

Resulta difícil resumir este enjundioso libro, sus sutiles argumentaciones y la multitud de sus protagonistas, en tan pocas palabras. Han quedado sin mencionar muchos autores, como Duns Escoto, Baruch Espinosa o Leibniz; y no se han detallado otras discusiones y objeciones como la del positivismo lógico o Karl Marx, a las que, sin embargo, el autor sí que presta atención. Sirva al menos esta mención final para que el lector pueda apreciar la extensión y profundidad de esta obra que, sin duda, merece ser recomendada a todos aquellos interesados en los problemas de la metafísica y especialmente los que están relacionados con la existencia de Dios y su posible demostración. Solo queda agradecer al autor el esfuerzo por preparar una segunda edición orgánicamente acrecida, y a la editorial de la Universidad San Dámaso su apuesta por la publicación de libros de este calibre en estos tiempos de indigencia metafísica.