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ARTÍCULOS

Escultura funeraria contemporánea en Extremadura

Moisés Bazán
Universidad de Extremadura, España ORCID iD
Recibido: 31 de marzo de 2025 / Aceptado: 21 de mayo de 2025

Resumen: La escultura funeraria contemporánea apenas ha sido objeto de investigación en Extremadura (España), y este artículo pretende ser una aportación para paliar en parte esa circunstancia. El trabajo se configura en dos capítulos. El primero contextualiza y valora el interés del tema funerario, sus antecedentes, la evolución hasta la época contemporánea y diversas perspectivas de estudio. Se recogen las principales tipologías arquitectónicas y escultóricas, junto a algunos elementos iconográficos y ejemplos destacados a nivel nacional. Finalmente analizamos las peculiaridades de la región extremeña, con singularidades como los pueblos de colonización, y el papel tanto de los talleres como las aportaciones individuales. La segunda parte plantea un recorrido selectivo por esculturas funerarias contemporáneas en Extremadura. Es un entorno periférico, con escasos medios, pero donde destacan ejemplos notables dignos de estudio y equiparables por su calidad al resto de la producción nacional. El artículo recoge distintas iconografías y obras muy poco estudiadas de artistas como José Frápolli, Josep Llimona, Eulogio Blasco, Juan de Ávalos, Gabino Amaya y Enrique Pérez Comendador.

Palabras clave: Arte funerario; escultura funeraria; cementerio; Extremadura; arte contemporáneo

Contemporary funerary sculpture in Extremadura

Abstract: Contemporary funerary sculpture has hardly been the subject of research in Extremadura (Spain), and this article aims to contribute to partially mitigate this situation. The work is divided into two chapters. The first contextualizes and assesses the interest of the funerary theme, its antecedents, its evolution up to the contemporary period, and various perspectives for study. The main architectural and sculptural typologies are described, along with some iconographic elements and notable examples at national level. Finally, we analyze the peculiarities of the Extremadura region, with singularities such as the colonization villages and the role of both workshops and individual contributions. The second part offers a selective tour of contemporary funerary sculpture in Extremadura. It is a peripheral environment, with limited resources, but where notable examples stand out, worthy of study and comparable in quality to the rest of the national production. The article includes various iconographies and little-studied works by artists such as José Frápolli, Josep Llimona, Eulogio Blasco, Juan de Ávalos, Gabino Amaya and Enrique Pérez Comendador.

Keywords: Funerary art; funerary sculpture; cemetery; Extremadura; contemporary art

Index: 1. Contexto histórico, arquitectónico y escultórico • 1.1. Interés y valoración del tema • 1.2. Un poco de historia • 1.3. Hacia la escultura funeraria • 1.4. Una aproximación a Extremadura • 2. Un recorrido selectivo por la escultura funeraria extremeña • 2.1. Presencia local e italiana en el cementerio de San Juan en Badajoz • 2.2. Cementerio de Cáceres. El panteón de la familia Berjano de Josep Llimona • 2.3. Cáceres. Familia del artista Eulogio Blasco López • 2.4. El cementerio de Mérida y la aportación de Juan de Ávalos • 2.5. Las obras de Gabino Amaya para Azuaga y Granja de Torrehermosa • 2.6. La opción religioso-funeraria de Enrique Pérez Comendador en el camposanto de HervásReferencias

Cómo citar: Bazán, M. (2025). Escultura funeraria contemporánea en Extremadura. Arte, Individuo y Sociedad, 37(3), 649-663. https://dx.doi.org/10.5209/aris.101926

1. Introducción. Contexto histórico, arquitectónico y escultórico

1.1. Interés y valoración del tema

La escultura funeraria contemporánea apenas ha sido objeto de investigación en el ámbito extremeño. Ofrece sin embargo aspectos de interés y con suficiente entidad para ser recuperados. Pretendemos con este artículo un acercamiento al tema y rescatar una selección de ejemplos que permitan apreciar su valor en paralelo a otras zonas del panorama nacional.

La carencia de estos estudios no deja de ser una anomalía, por cuanto la cuestión de la muerte y todas sus derivaciones despierta un singular interés, que abarca componentes históricos, sociológicos, antropológicos, urbanísticos, arquitectónicos y por supuesto artísticos. Pioneros fueron los trabajos de Edgar Morin y Philippe Ariès en la década de los setenta del siglo pasado. El primero es más ensayístico, mientras el segundo mantiene vigencia aún hoy para enmarcar ideológica e históricamente el concepto de la muerte y su evolución aplicada al espacio (Ariès, 1984).

El tema ha sido objeto de estudio en muy diversas publicaciones americanas y europeas. En España, más próximos a nuestros intereses, algunos análisis ofrecían ya aspectos ligados a la arquitectura, si bien más centrados en épocas previas, como la ibérica, romana, medieval o renacentista. La eclosión del período contemporáneo es algo más tardía y tuvo un punto de inflexión relevante con la celebración en Sevilla durante 1991 del I Encuentro Internacional sobre los cementerios contemporáneos, cuyas actas, publicadas dos años después, revelan la cantidad de enfoques que se estaban abordando (Rodríguez, 1993).

Lamentablemente el evento no tuvo continuidad en ediciones posteriores, pero surgieron otras iniciativas que le dieron relevo. Testimonio de su potencial investigador dan las 25 ediciones de los Encuentros Iberoamericanos de valoración y gestión de Cementerios Patrimoniales. Y en especial el nutrido conjunto de estudios del celebrado en Málaga en 2019, orientado a los cementerios como recurso cultural, turístico y educativo (Rodríguez, 2019). También con carácter internacional cabe citar el Congreso Iberoamericano Cultura y Memoria: las perspectivas de la muerte, realizado en Lugo a fines de 2018. Y en fecha aún más reciente destaca el dossier monográfico dedicado al tema por la revista Atrio, bajo el título: Lugares para la muerte. Escenarios, prácticas y objetos urbanos en el siglo XX (Dal y Ruiz, 2023).

Las perspectivas historiográficas no han parado de crecer y se abren nuevas vías de aproximación. La tesis doctoral de García Carbonero apuntaba modelos diferenciados en Europa respecto a la sacralización del territorio y los espacios funerarios (García, 2011). Y véase como variante y en otro contexto el auge de los memoriales, que están ampliando la iniciativa privada e individual a referencias públicas conmemorativas de hechos trascendentes. Es un tipo de propuesta que se mueve entre el urbanismo, la arquitectura y la escultura y ha dado lugar a creaciones muy innovadoras, objeto de análisis recientes como los centrados en el culto a la memoria (González-Varas, 2023); el fenómeno de la destrucción física de las esculturas conmemorativas, con sus connotaciones sociológicas y simbólicas (Tenorio, 2023); o formulaciones en el ámbito español y europeo que revisan los principios del monumento funerario hasta derivar en el memorial postmoderno (Agirre, 2023).

Otro rumbo de actualidad es el relacionado con los cementerios singulares, que incluso están propiciando itinerarios de necroturismo, con toda una red sustentada en plataformas digitales. Cabe hacer referencia a la ASCE (Asociación de Cementerios Significativos de Europa), con una ruta reconocida por la UNESCO. Los buscadores y las revistas que publica el propio sector funerario también fomentan estas prácticas, alcanzando una amplia difusión. Su alcance puede cotejarse en medios como Revista funeraria, Adiós, Cementerios vivos, Entre piedras y cipreses o Els últims paisatges. Patrimoni funerari (Bazán y Centellas, 2021, p. 157).

Por último, no hay que olvidar el potencial desde el ámbito pedagógico, valorando las posibilidades didácticas y formativas de este rico patrimonio, como recoge con solvencia Ricard Huerta desde un enfoque múltiple ligado a la memoria y la cultura visual (Huerta, 2022).

1.2. Un poco de historia

Vemos por tanto que, en sus derivaciones más actuales, las perspectivas de estudio son diversas. Pero a nuestros fines afecta sobre todo un marco temporal concreto que conviene contextualizar. El mundo romano utilizaba los caminos y cementerios extramuros como zona donde sepultar a los muertos. Pero desde la Edad Media hasta el siglo XVIII los enterramientos se realizan dentro del casco urbano. Ello acabó generando graves problemas de salubridad, por la proliferación de olores, infecciones y epidemias. La solución vino con la construcción de recintos alejados del centro, con un diseño específico. Señala Ariès (1984, p. 395) que, tras las sepulturas en las iglesias y su entorno, desde principios del XIX el cementerio reaparece en la topografía. Las actuaciones realizadas en Francia, con París como referencia, tuvieron también paralelismos en el resto de Europa.

En España, la Real Cédula emitida por Carlos III en 1787 buscaba paliar el problema, pero en la práctica serán las actuaciones de Carlos IV a partir de 1804 las que determinen la creación de recintos fuera de poblado, en parajes ventilados y delimitados por un muro. No fue, con todo, un proceso fácil y se detecta en la sucesión de normativas que revelan problemas de financiación y tensiones sobre el control confesional católico de la iniciativa a lo largo del siglo XIX (González, 1970) (Nistal, 1996).

Dejando aparte el modelo anglosajón del cementerio-parque, con una trayectoria propia igual de interesante y cada vez más extendida, procede centrarnos en la concepción general del cementerio moderno europeo. Sigue criterios higienistas, aprobados por comisiones de salubridad y adaptados a las regulaciones imperantes en cada momento. En su mayoría parten de diseños regulares, dispuestos en calles y parcelas que se jerarquizan en los recintos más relevantes; cuentan con capilla, pero también una zona de cementerio civil; y contemplan horno crematorio, osario, depósito y sala de autopsias. Con el tiempo, a lo largo ya del siglo XX, la economía y operatividad de los nichos se irá imponiendo como fórmula prioritaria.

Pero cabe destacar que, junto a las fosas comunes y los espacios para entierros modestos, esta nueva ciudad de los muertos reproduce parámetros similares a la ciudad de los vivos, rivalizando sus edificios en opulencia y singularidad. La evolución en el caso de París es paradigmática; si la presencia de vestigios monumentales no fue aprobada en un primer momento, pues tras la revolución francesa la apuesta se centró en las fosas comunes, en la siguiente centuria la opción conmemorativa se asumió como signo de rango y prestigio. Cada uno deseaba ser enterrado en su propiedad, y las concesiones perpetuas a partir de 1804 facilitarían el proceso (Ariès, 1984, p. 429). La distinción de clases se volvió más presente que nunca, y las familias pudientes no dudaron en encargar monumentos funerarios que mostraran el estatus del que habían gozado sus difuntos (Álvarez, 2015, p. 217), ya procedieran de la nobleza o sobre todo en sintonía con el progresivo ascenso al poder de la clase burguesa. Una burguesía que encarna un nuevo orden político de corte liberal, con recursos económicos importantes y deseos de evidenciarlos, emulando el papel antes reservado a la aristocracia al levantar panteones de familia con carácter monumental (Rodrigo, 2014, p. 518).

Carlos Saguar, en su tesis doctoral sobre la arquitectura en los cementerios madrileños (paralela al resto de recintos europeos), señala que cada panteón se convertía en una auténtica máquina de conmemorar (Saguar, 1989, p. 395), adoptando soluciones muy distintas. Detecta la acumulación y contraste de propuestas, configurando un valioso catálogo arquitectónico. Surgen así tendencias neogóticas, neorrománicas, neomudéjares, neoegipcias, neogriegas, neoplaterescas, neobarrocas y modernistas, junto a notas exóticas y eclécticas, además de una patente pervivencia del clasicismo. Son panteones de formas geométricas contundentes en las que el muro se afirma, con cerramientos sólidos y perennes, aislantes de la humedad y con escasos vanos de aireación, para otorgar la penumbra respetuosa y necesaria para el descanso.

Asistimos por tanto a un amplio repertorio, que a menudo se nutre de modelos procedentes de talleres italianos o franceses, pero también sorprende por su eclecticismo y originalidad. Es obvio que son las capitales españolas más importantes las que acogen un mayor número de propuestas. De ellas han ido dando cuenta estudios territoriales de distinto alcance (regional, provincial o municipal) que, en un resumen sin ánimo de exhaustividad, podemos recoger. A los trabajos sobre Madrid (Corral, 1988; Saguar, 1989; Bonet, 2014) o Barcelona (Riera, 1981), cabe añadir los de Valencia (Catalá, 2007; Rodrigo, 2014), Andalucía (Rodríguez, 1993), Málaga (Rodríguez, 2005), Cádiz (Pérez, 2015) o Murcia (Gómez, 1998; Moreno, 2005; Ortiz, 2012). También Logroño (Reyero, 1984), Lugo (Goy, 2019) y Zaragoza (Hernández, 2003; Betrán, 2014). La zona norte: Asturias, Cantabria, Vizcaya, cuenta con el exhaustivo libro de Carmen Bermejo (1998); y hay varios estudios sobre el cementerio de Bilbao, incluyendo una tesis doctoral (Fernández y Zurrunero, 1987; Arnaiz, 1992; Gezuraga, s. f.).

1.3. Hacia la escultura funeraria

Conviene matizar que algunas de las investigaciones citadas se orientan más a la historia, el urbanismo y la arquitectura, y no todas incluyen el enfoque escultórico que afecta a nuestras pretensiones. Es hora por tanto de aproximarnos al campo específico de la escultura funeraria.

Si bien algunos autores argumentan que los procesos de recuperación de la memoria histórica están reactivando el interés por este tema y generando numerosos estudios (Bonet, 2014, p. 537), la verdad es que no ha sido un asunto demasiado frecuentado por los investigadores. Reyero en fechas tempranas apuntaba al desinterés por el arte fechado en torno al cambio de siglo del XIX al XX y también a cierto adocenamiento o mal gusto imperante (Reyero, 1984, p. 199); y a ello cabría sumar las prevenciones que impone el espacio en que se instalan estas obras. Xavier Sáenz de Gorbea, por su parte, lamenta que pueda considerarse un arte marginal y que se haya descuidado el estudio de la escultura de la primera mitad del XX en favor de la pintura, cuando en casos como el del camposanto de Bilbao que le ocupa, estamos ante auténticos museos al aire libre, a menudo en proceso de abandono y con una falta de protección para la que el autor reclama medidas (Sáenz, s. f.)

Pero en cualquier caso el panorama resulta sugestivo. El siglo XIX, sobre todo en su etapa final, permitió asistir a una verdadera eclosión del género, al amparo del contexto ya comentado. Junto a la proliferación de panteones, la escultura sirvió para perennizar el estatus que la burguesía reclamaba. El monumento funerario se revela como signo visible para recordar el pasado y se considera necesario en la vida social (Redondo, 1978, p. 122).

La circular emitida por Carlos IV en 1804 admitía la erección de sepulturas de distinción (Nistal, 1996), plasmadas pronto en panteones y esculturas erigidas en lugares privilegiados del camposanto. La iniciativa creció en un doble sentido. Asistimos por una parte a una progresiva personalización de las tumbas privadas; pero la impronta conmemorativa se tradujo también en construcciones como el Panteón de Hombres Ilustres, que marca un punto de inflexión al adquirir un sentido público.

Y es que cabe establecer un paralelismo entre el monumento funerario y el urbano, que comparte fechas en su proceso de máxima expansión (Reyero, 1999). La definición de monumento artístico que plantea Agirre, como “obra pública y patente, en memoria de alguien o de algo que posee valor artístico, (utiliza medios expresivos de las artes plásticas) y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales (o un conjunto de éstos) siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones venideras” (Agirre, 2023, p. 73), puede ser perfectamente aplicable en ambos casos. Uno y otro mantienen el pasado en el futuro a través del presente; y su estudio permitirá enmarcar cada obra en los parámetros de su tiempo.

Por su propia entidad y alcance, es lógico asistir a una mayor variedad de propuestas en el monumento urbano. El entorno cementerial limita las posibilidades, ya que tiene que adecuarse a unos fines concretos. En ese sentido, hubo quien supo sacarle provecho. La ciudad portuaria de Génova se especializó en la escultura funeraria y fue un centro de exportación importante. Pero no destaca solo por su actividad comercial, es que de sus talleres partieron repertorios difundidos por medio mundo. Las oficinas asentadas en Carrara asumieron al tiempo una gran proyección, mantenida desde siglos atrás y manejando también modelos muy extendidos. Trabajar con referentes italianos se convirtió en elemento de prestigio, aunque su popularización y copia derivó en obras excesivamente adocenadas, que todavía hoy perviven.

Es la compilación de imágenes dolientes y melancólicas, preferentemente femeninas, que con espíritu postromántico se alzan sobre numerosos sepulcros, junto a una multitud de ángeles imponiendo silencio o en actitudes llorosas, expectantes o resignadas (Reyero, 1984, p. 200). Son modelos de éxito como expresión del dolor, pero también del consuelo y la esperanza, en paralelo a imágenes alegóricas que encarnan el paso del tiempo o las distintas virtudes.

En este entorno hubo modestos tallistas especializados, a menudo vinculados a talleres. Y señala Sáenz de Gorbea que en zonas como el País Vasco, para dar respuesta a esa demanda, las escuelas de artes y oficios y las becas propiciaban la formación de nuevas generaciones de escultores. Pero nos interesan más las obras de autor, creativas y originales, con un nivel de maestría que supera la media. Los proyectos más importantes en las principales ciudades obedecían a firmas de renombre, pues pocos dejaron pasar la oportunidad de responder a estos encargos. Bonet Salamanca emprendió la singular tarea de localizar tumbas de los propios escultores o sus familias, constatando casos en que dejaban testimonio de su labor (Bonet, 2014, p. 537), como también sucederá en Extremadura.

Figura 1A. Josep Llimona. Ángel guardián en el Cementerio de Comillas. Fig. 1B. Victorio Macho. Musa del sepulcro de Tomás Morales. Las Palmas. Fotografías del autor.

En este marco, plantear una recopilación de obras significativas es tarea inabordable, pero no nos resistimos a destacar algunas propuestas singulares (Fig. 1A y 1B). Mariano Benlliure tuvo una amplia producción funeraria en forma de bustos, orantes, figuras dolientes o alegóricas (Girbés, 2019); en España dejó ejemplos tan notables como el del tenor Julián Gayarre en El Roncal, la Familia Moroder en Valencia, José Arana en Escoriaza o Joselito en Sevilla, además de tres grupos para el Panteón de Hombres Ilustres en Madrid. Agustín Querol, su gran rival y con una relevante proyección iberoamericana, legó obras tan efectistas y acumulativas como el panteón Guirao en el cementerio madrileño de San Isidro, equiparable también al mausoleo dedicado a los fallecidos del Teatro Circo del Ensanche en la necrópolis bilbaína, con diseño de Higinio Basterra. En Cataluña sobrecoge el tremendo dramatismo de El beso de la muerte, firmado en 1830 por Jaume Barba en el cementerio de Poblenou en Barcelona. La tesis de Isabel Coll sobre Enric Clarasó presentaba un listado del propio escultor con 32 obras en el camposanto de Montjuïc. Y la de Natàlia Esquinas recoge las aportaciones de Josep Llimona, del que destacamos el Ángel Guardián que recibe al visitante en la cúspide del cementerio modernista de Comillas, en Cantabria. José Bueno es el autor del loable grupo Humanidad. Monumento a la fosa común, en el cementerio de Torrero de Zaragoza (Betrán, 2015; Mateos y Blasco, 2019). Y en términos más rompedores, conviene remarcar el acentuado geometrismo desplegado por Victorio Macho en la musa pleurante para la tumba del poeta canario Tomás Morales (Mesa, 2014); y por Emiliano Barral en el mausoleo de Pablo Iglesias y en las figuras dolientes erigidas en Segovia y Ágreda.

1.4. Una aproximación a Extremadura

Los principales cementerios extremeños surgen en un contexto similar al resto de España, sin diferencias sustanciales. Las necesidades por razones de salubridad, la legislación y las normativas afectaban a todo el estado, con sus problemas económicos y las reticencias eclesiásticas (Granjel y Carreras, 2024). Puede detectarse eso sí un cierto desfase en las fechas. Los más destacados se edifican en el último tercio del siglo XIX, pero en algunos casos incluso en la centuria siguiente. Se alzan en núcleos sin una excesiva densidad poblacional y es por ello que no hay ejemplos especialmente notables. Sí cabe consignar la paradoja de que, en las principales ciudades, pasado el tiempo, estos enclaves periféricos se vean asediados por polígonos o barrios residenciales, e incluso se integren ya en el casco urbano, con limitadas posibilidades de ampliación.

Son construcciones regulares, concebidas con criterios pragmáticos. Siguen un esquema de calles a cordel, entre las que suele destacar una avenida principal con los panteones y tumbas más relevantes. La articulación en sectores es también frecuente y asistimos a zonas diferenciadas para panteones, la inhumación en suelo o nichos agrupados en bloques (bien exentos o anexos al muro que delimita el recinto). La inclusión de una capilla, fosa común, horno, sala de autopsias, zona de párvulos y espacio para cementerio civil es también habitual.

En los panteones se aprecia el eclecticismo imperante, con una gran diversidad de propuestas. Son neos aplicables al gótico, el románico o el mudéjar; también apuntes modernistas y un clasicismo a menudo entendido de manera heterodoxa, junto a columnas, obeliscos y pirámides. No hay normas que rijan los diseños concretos y las familias actúan con libertad, dando cabida incluso al capricho arquitectónico. Los nombres de los talleres aparecen con cierta regularidad desde finales del siglo XIX, y solo ocasionalmente se identifican los arquitectos, aunque suelen ser estos quienes presentan los diseños de las sepulturas más destacadas ante el ayuntamiento para solicitar su conformidad (Pérez, 2015, p. 615).

Figura 2. Cementerio en ruinas del pueblo de colonización de Vegas Altas. Arquitecto José Mancera. 1963. Fotografía del autor.

Aunque las pautas constructivas son similares, alguna singularidad se detecta en la región extremeña. (Fig. 2) Destaca por ejemplo el fenómeno de los pueblos de colonización, que entre los años cincuenta y setenta contribuyeron a redefinir el paisaje rural. Muchos de los más de 60 nuevos pueblos no contaron inicialmente con cementerios, en una ilusoria y optimista negación de la muerte (Flores, 2013, p. 832). Y en otros casos, los sí construidos no llegaron a utilizarse, por reticencias de los propios colonos, que preferían inhumarse con sus antecesores o en núcleos próximos más poblados. Tendría que pasar tiempo para que los camposantos actuaran como elemento de arraigo y símbolo identitario (Seco, 2012; Rodríguez, 2014). Esta situación derivó a menudo en estados de abandono o ruina, cuyas peculiaridades han sido también analizadas (Centellas y Bazán, 2019; Bazán y Centellas, 2021). Su tipología sencilla y con medios precarios cubre sin embargo las necesidades básicas, y aunque plantean en principio la inhumación en fosas, en la práctica se acaban imponiendo los nichos. Aun con notas unificadoras, las plantas muestran cierta diversidad, como revelan los diez diseños que el arquitecto José Mancera trazó en la provincia de Badajoz (Centellas y Bazán, 2021).

En otros casos la singularidad proviene del material constructivo dominante. Cabe aludir en este sentido al Cementerio de Quintana de la Serena, al sur de Badajoz. Por la relevancia que tienen sus canteras, casi 50 panteones de granito gris se alzan en torno a su calle principal.

Ya en el ámbito escultórico, es llamativa la escasez de análisis sobre la época contemporánea. Contamos con algunos estudios locales (Ramos, 2015) y recientemente se ha publicado un libro que recopila obras en distintos períodos históricos (Ramos, Pérez, San Macario, 2023). El capítulo dedicado al momento más próximo recoge un compendio de tipologías y elementos ornamentales al que remitimos, aunque la selección de ejemplos es un tanto aleatoria.

Esculturas y relieves encontramos en las tres tipologías básicas: el panteón, la tumba sobre tierra o el nicho, siendo más interesantes las dos primeras. La tumba de suelo suele estar delimitada por una verja o reja. Actúa como cama simbólica para el sueño eterno en el que el cuerpo se ha sustituido por una inscripción (Saguar, 1989, p. 383), y va acompañada normalmente por una cruz. Se decoran a menudo con flora pétrea y algunas optan por un acabado rústico, pero nos conciernen especialmente cuando actúan como soporte de obras escultóricas.

El repertorio iconográfico y ornamental ofrece elementos comunes. La cruz es protagonista, con o sin la figura de Jesucristo, y cabe añadir el Sagrado Corazón, el Calvario, la Piedad, la Virgen María o distintos santos, además de un amplio compendio de ángeles (orantes, acompañantes, protectores o guardianes), más querubines o Jesús Niño en las tumbas infantiles. También encontramos figuras dolientes y virtudes como la Fe y la Esperanza, junto a la calavera, el crismón o las letras alfa y omega. Proliferan otros motivos paganos como guirnaldas, coronas, flores, el reloj de arena con alas, la columna rota o la antorcha invertida, estas últimas alusivas al fin de la existencia; y más ocasionalmente animales nocturnos como el murciélago o la lechuza.

A pesar de este amplio despliegue, resultan reveladoras las respuestas a una encuesta propiciada por el Ateneo de Madrid en localidades de Badajoz y Cáceres durante 1901 y 1902 en lo relativo al ciclo de la vida (nacimiento, matrimonio y defunción). En el último apartado, los informantes de los distintos pueblos coinciden en que no hay signos externos de ostentación en los cementerios, más allá de lápidas y cruces (Marcos, 1997, pp. 192-194 y 231-232).

Con todo, para expresar el estatus o la distinción, el ámbito extremeño parece más proclive al panteón que a la escultura individualizada. Y si no hay demasiada escultura funeraria en la zona es también porque la sociedad que la sostiene no tiene el grado de desarrollo de otras regiones, ni cuenta con una clase burguesa especialmente solvente.

Obviamente, los sepulcros más destacados se ubican en las ciudades con mayor número de habitantes y generación de riqueza. Pero también influyen circunstancias concretas que diversifican los enclaves. Una es que algunos de los principales ejemplos están ligados a tumbas de escultores o su propia familia, independientemente del nivel de la localidad. De ahí que el recorrido que pronto haremos nos lleve a destinos diferentes.

Junto a las aportaciones individuales que actúan de manera más esporádica en este medio, hay que consignar también el papel de los talleres especializados en el género funerario. Algunos se centran en la escultura, otros asumen encargos globales que incluyen la arquitectura. Cubren zonas concretas y pueden citarse como ejemplos el taller de Antonio Zoido en Badajoz o Mármoles Asuar en Almendralejo. Las obras escogidas para este trabajo se corresponden sin embargo con la primera opción. Otra nota distintiva es la estrecha relación iconográfica entre lo funerario y lo religioso, por cuanto las tipologías seleccionadas (Crucificado, Cristo yacente, Santo Entierro, Piedad, orantes…) se corresponden con motivos propios de la pintura o la imaginería, en una estrecha simbiosis.

Existe de todas formas en los cementerios extremeños una mayoría de obras anónimas y sin excesiva entidad. Hemos visitado numerosos enclaves y la experiencia nos ha revelado tradiciones y modelos repetidos junto a ejemplos insólitos de cuestionable gusto. No trataremos por tanto las opciones adocenadas, que son las predominantes y equiparan los camposantos de esta comunidad con el resto del panorama nacional e internacional. Es lógico que en Extremadura asistamos también a la reiteración de imágenes promovida por los catálogos de las empresas funerarias; o igualmente al “quiero y no puedo” que reflejan encargos escultóricos a aficionados con más voluntad que mérito.

Nuestro planteamiento es rescatar un grupo de obras de las provincias de Badajoz y Cáceres que revelen cómo en este ámbito periférico y menor se han generado también ejemplos notables y dignos de estudio, firmados por autores destacados de la plástica figurativa nacional en el siglo XX. Por ello el título genérico adoptado no pretende abarcar todo el tema, que sería inviable en este espacio, y matizamos su alcance con un criterio selectivo.

2. Un recorrido selectivo por la escultura funeraria extremeña

2.1. Presencia local e italiana en el cementerio de San Juan en Badajoz

En Badajoz y tras un complejo proceso a lo largo del siglo XIX con diferentes enclaves (González, 2011 y Meléndez, 2016), el cementerio de San Juan, conocido como cementerio viejo, fue uno de los camposantos más tempranos de la región al inaugurarse en 1839. Dividido en 7 departamentos, presenta lujosos panteones con tipologías neogóticas, clasicistas y egiptizantes, además de simbología masónica, como en los arquitectos de la Familia Vaca. Por su condición fronteriza, encontramos sepulcros firmados por talleres portugueses asentados en Lisboa o Badajoz: Germano, Rato, Gonçalves, Oliveira... Pero cabe subrayar el papel del escultor decimonónico Antonio Zoido, responsable de un amplio número de obras, que intervino igualmente en diversos monumentos públicos.

Figura 3. José Frápolli Pelli. Mausoleo de Reinerio Marcos Hiarte. Cementerio de San Juan, Badajoz. 1885. Fotografías del autor.

Con todo, el cementerio cuenta con una obra destacada por su envergadura y calidad (Fig. 3). El mausoleo de Reinerio Marcos Hiarte es una impactante combinación integrada de arquitectura y escultura, ligada a una trágica historia. Da cuenta de ella la necrológica que publica en Badajoz el 9 de julio de 1883 el diario La crónica. Su protagonista, hijo único, ingresó con el número 1 en la Escuela de Ingenieros de Minas, conservando ese lugar hasta avanzada su brillante carrera. No consta la causa, pero falleció a la temprana edad de 21 años, dejando a su madre Máxima, ya viuda, sola y desconsolada. Se mantuvo en el comentario popular que la madre encargó una tumba especialmente alta, con la efigie de su hijo en la cúspide, para poder verla desde la calle san Juan, donde al parecer residía. La construcción, en mármol de Carrara, se culminó en 1885 y fue posible por la saneada posición económica de la familia, ligada a la banca (Meléndez, 2020, pp. 23-24). Ella moriría dos años después por una dolencia cardíaca (Romero, 2008).

El mausoleo luce hoy en bastante buen estado, gracias a la restauración y limpieza asumida por el ayuntamiento en 2008. El recinto está rodeado por unas verjas de hierro sustentadas por pilares. Presenta un esquema un tanto acumulativo, a partir de elementos clasicistas. El espacio cerrado para la tumba, ligeramente en talud, se construye con sillares de mármol y una ostentosa puerta de hierro forjado que remata en un pequeño frontón. Alberga en su interior dos candelabros en forma de esqueletos de una tremenda expresividad.

El segundo cuerpo parte de un pedestal decorado en sus esquinas por ramos de rosas o laurel y se cierra por un filete con ovas y flechas. En el frente ostenta la inscripción: “A la memoria de mi querido hijo Dn. Reinerio Marcos. 1885”. El edículo que alberga la imagen adopta la estructura de un templo clásico de orden dórico canónico, con cuatro columnas de estrías vivas, collarino, equino y ábaco. Soportan un arquitrabe y un friso compartimentado en metopas y triglifos con gotas. La doble cornisa volada remata en un frontón cuádruple, engalanado con láureas en los tímpanos. Finalmente, unas antefijas ornamentadas en forma de palmetas limitan los vértices y esquinas y el conjunto culmina en una cruz, apenas visible. El templete se abre en sus cuatro lados y permite visionar la escultura desde todos los ángulos, lo que enfatiza su calidad y prestancia. Es de hecho la tumba particular más alta del cementerio.

La iconografía de la imagen muestra su condición de estudiante e ingeniero. Lleva un libro en la mano izquierda con la inscripción “Cuerpo Nacional de Ingenieros de Minas”, mientras la derecha se asocia también a elementos identificativos de la que iba a ser su profesión, sujetando un martillo que apoya sobre unas rocas. No es por tanto una figura alegórica, como las habituales en los camposantos; es un retrato personalizado y con tratamiento realista, vestido a la moda de la época con botas altas, pantalón, camisa, chaleco y chaqueta abotonada. La actitud es serena pero al tiempo altiva, buscando en todo momento enaltecer al personaje, que adquiere de esta forma una entidad conmemorativa y monumental.

Pero el otro elemento escultórico relevante del conjunto es el ángel en altorrelieve situado junto a la puerta de acceso. Apenas sobresale del muro y ni siquiera las alas parecen totalmente exentas; adquieren mayor relieve en la zona superior, mientras descienden suaves en largas plumas, creando un óvalo envolvente. La cabeza, ligeramente inclinada hacia delante, conecta fijamente con el espectador a través de los ojos trepanados. Su morfología es joven y asexuada; las facciones y los largos cabellos resultan más bien femeninos, aunque apenas revela volumen en el pecho. Este va cubierto por una leve túnica bajo un manto de elegantes pliegues y los pies están descalzos. La expresión es grave y serena, lindante con la tristeza o la melancolía, pero acorde con lo solemne de su función. Cruza las manos y sujeta una llave, por lo que asumiría el papel de ángel guardián o custodio, como elemento protector.

Señala Cruz Morales que el ángel ha aparecido siempre en relación con los temas funerarios, como conductor y guía de las almas, guardián de las tumbas o expectativa y promesa del paraíso celestial (Morales, 1989, p. 377), aunque sus posibilidades icónicas se amplifiquen en el ideario modernista. Álvarez, por su parte, incide en su naturaleza dual, a medio camino entre la divinidad y la humanidad, que los convertía en representaciones iconográficas muy adecuadas dentro del contexto funerario (Álvarez, 2014, p. 215). Analiza a su vez los matices entre ángeles psicopompos, triunfantes y, ya a fines del XIX, dolientes o seductores. En la representación que nos ocupa la parte divina parece imponerse a la humana y ningún detalle deja asomar connotaciones perturbadoras.

La imagen revela su ascendencia italiana, por cuanto parece inspirada por los modelos de Giulio Monteverde, difundidos por medio mundo desde sus creaciones en Génova. Es diferente con todo a las tipologías más conocidas del autor italiano, como el ángel del silencio, que pone su dedo en la boca para propiciar el descanso del difunto; el de la esperanza, con estrella y ancla; o el que sutilmente anuncia el juicio final con una trompeta, como el de la Familia Oneto en Staglieno (S. F. y Herrera, 2014, pp. 21-37).

Aunque ha habido referencias a este mausoleo en ediciones y prensa, no se había publicado hasta ahora el autor de tan espectacular obra. Damos a conocer que el mausoleo aparece firmado en un lateral con la inscripción “J. Frapolli Málaga”. Se corresponde con José Frápolli Pelli (1818-1902), nacido en el cantón de Ticino en Suiza, pero vinculado a las canteras de Carrara, en Italia, con una empresa de mármoles que en España tenía sucursales en Sevilla, Málaga y Bilbao. Trabajó fundamentalmente para Andalucía, con varias obras en cementerios malagueños (Rodríguez, 2005, pp. 23-58). Aparece como especialista en monumentos fúnebres y lápidas en diversas facturas emitidas en el último cuarto del XIX (MRC, 2009), asumiendo labores de arquitectura y escultura.

Esta es la única obra suya que conocemos en Extremadura. Apuntamos, aunque sin refrendo documental, que quizás el conocimiento de esta opción por parte de Máxima Hiarte pudo venir a través del arquitecto malagueño Tomás Brioso Mapelli, quien ejerció entre 1881 y 1892 como arquitecto municipal de Badajoz (Camacho, 2024, pp. 57-69).

2.2. Cementerio de Cáceres. El panteón de la familia Berjano de Josep Llimona

Pasamos a la capital cacereña, cuyo cementerio de Nuestra Señora de la Montaña alberga algunas interesantes creaciones escultóricas. Una temprana traza para el recinto se debe al arquitecto Narciso Gallardo (AHMCC, 1815), pero fue modificada en 1884 y ampliada por el arquitecto municipal Rufino Rodríguez Montano en 1897 (Diez, 2006, pp. 133-134, Luceña, 2014). Cobra singular relevancia la escultura de la Virgen de la Estrella, esculpida en el siglo XVIII, procedente de Badajoz, y que, tras un azaroso proceso de ubicación, preside el ábside exterior de la capilla (Diez, 2006). Cabe citar también el ángel que preside la tumba del joven Juan Zancada Pulido, esculpido en los años treinta con bastante solvencia; su imagen traduce un sentimiento de tristeza, a punto de derramar flores sobre el sepulcro. El camposanto incluye también las firmas de V. Andrada en 1909, Feliciano Pedro y Valentín Molina, de Madrid. Pero nos vamos a ocupar de dos obras más recientes.

Figura 4. Josep Llimona. Resurrección de Lázaro. Panteón de la Familia Berjano. Cáceres. Fotografías del autor.

Junto a una de las entradas principales del cementerio se alza el panteón de la familia Berjano (Fig. 4). Es una hermética y potente estructura troncopiramidal, con muros en talud, que simbólicamente afianza la idea de solidez y estabilidad. Ramas con hojas de laurel en bronce rodean la parte superior antes de culminar el remate. En ambos laterales se inscribe un crismón enmarcado por una corona vegetal que incluye las letras Alfa y Omega como símbolo de principio y fin. La puerta de hierro presenta una trama geométrica muy elaborada y en la cerradura la inscripción latina: “Hic sunt Hvmiliata animae sperant in deo amen”. Sobre ella, el frente ostenta el relieve apaisado en bronce que nos ocupa, sin apenas parangón en nuestro ámbito por su calidad y factura.

De Josep Llimona hemos citado el Ángel Custodio de Comillas, pero su producción funeraria es muy amplia en Cataluña. La Tesis Doctoral de Natàlia Esquinas (Esquinas, 2016) incluye el catálogo razonado del artista y recoge la obra cacereña con el número 228 en la página 303, pero sin fecha y solo con unas breves líneas. La autora cita que se trata de un relieve, similar a otras piezas de Llimona, y reconoce no haber visto directamente la obra. No se reproduce el panteón ni tampoco el contenido temático del relieve. En la valoración de la obra funeraria del artista solo incluye fuera del ámbito catalán trabajos en Mallorca,

País Vasco y Cantabria. La obra que nos atañe, por tanto, es una singular excepción en su trayectoria, por localizarse en una zona geográfica muy alejada de la habitual. Lamentablemente, no hemos podido documentar los pormenores con que se produjo el encargo o contacto con Llimona, aunque consta inscrita la Fundición Bechini de Barcelona.

Sí disponemos de datos sobre la Familia a través del blog de José González Berjano. Daniel Berjano Escobar (Oviedo, 1853-San Sebastián, 1938), fue un personaje polifacético, con un alto nivel cultural. Ejerció como historiador, arqueólogo, escritor, periodista y académico, Trabajó en Extremadura como registrador de la propiedad, además de fundar el Ateneo Extremeño de Madrid y la Revista de Extremadura, que dirigió hasta su cierre. También estuvo ligado a la producción de aceite. Su hijo Víctor Berjano Gómez, ya extremeño, nació en San Martín de Trevejo en 1886. Fue nombrado en 1930 presidente de la Diputación de Cáceres, aunque dimitió al llegar la República. Militó en Acción Popular y el partido republicano, muriendo en la cárcel en 1937. Vinculado también con la cultura, formó parte de la directiva del Ateneo de Cáceres.

Tras localizar la firma del relieve dimos a conocer esta obra en 1988 a María del Mar Lozano Bartolozzi y aparece citada en su estudio sobre la escultura pública en Cáceres (Lozano, 1988, pp. 16 y 22), aunque sin estudiarla. Es ahora el momento de analizar el trabajo. No es un tema habitual en nuestros cementerios, pero resulta especialmente adecuado para un entorno funerario católico. El milagro de la resurrección de Lázaro se encarna en una escena compleja, con un gran número de personajes y múltiples niveles. Jesucristo centra la composición, ordenando a Lázaro que se levante ante la puerta del sepulcro rocoso. Dos discípulos le despojan de las vendas que constituyen el sudario. Las hermanas Marta y María arrodilladas flanquean a Jesús, tras ellas, apóstoles y testigos asisten al acontecimiento en varios planos de profundidad. Se trata de un conjunto elegante y bien acabado, aunque con daños texturales producidos por el paso del tiempo que precisarían una restauración adecuada.

Figura 5. Eulogio Blasco López. Altorrelieve en el nicho familiar. Cáceres. 1945-1947. Fotografía del autor.

2.3. Cáceres. Familia del artista Eulogio Blasco López

Mucho más modesta en pretensiones y medios es la tumba familiar del artista Eulogio Blasco López en el cementerio de Cáceres (Fig. 5). Es en realidad un nicho a nivel del suelo que ocupa dos alturas y ostenta en su frente una placa en bajorrelieve alusiva a las familias López y Blasco, alterando el orden de los apellidos. El padre, Eulogio, falleció en 1945 y la madre, Consuelo, en 1947; cabe por tanto situarlo en esas fechas.

Eulogio Blasco nació en Cáceres en 1890 y murió en 1960. Aun con su condición de sordomudo desde los tres años, se formó artísticamente en Madrid; residió también en Barcelona y viajó a Portugal, Francia e Italia. Fue escultor, pintor y repujador. Su etapa más interesante se desarrolla en Madrid con anterioridad a los años treinta, con significativas exposiciones donde muestra notas muy personales. Con su regreso a Cáceres en 1935, como restaurador y profesor de bellas artes, su creatividad se resiente y adopta modelos más convencionales o decorativos. Pero no renunció a opciones simbolistas y alegóricas, a veces llamativas por su originalidad. Su factura se caracteriza por la estilización y un tratamiento sintético de los pliegues, aplicado a los más diversos medios (Bazán, 1991).

La estructura apaisada con remate en arco alberga en la parte superior una sencilla cruz central, flanqueada por motivos simétricos ornamentales. Son híbridos entre lo animal y lo vegetal, como era frecuente en los grutescos, en una singular mezcla de lo sagrado y lo profano. Estos motivos son habituales en su trayectoria y los usó para todo tipo de soportes, incluso el cuero y el repujado.

La escena principal es peculiar en su iconografía, pero eficaz en la transmisión del mensaje evangélico sobre la muerte y la resurrección (Juan 20: 11-18). Muestra a María Magdalena arrodillada y con las manos unidas ante el pecho tras velar el sepulcro; va ataviada con una túnica de pliegues sinuosos y continuos. Recibe la bendición de Cristo redivivo, manifestación encarnada de la resurrección. La actitud de Jesús es serena, con nimbo, de perfil y los brazos alzados, si bien algo descuidado en sus proporciones.

Blasco muestra en este relieve una entidad menor y no es precisamente su mejor obra. De hecho, tiene mejor calidad la lápida concebida en las mismas fechas para la tumba del pintor Juan Caldera. Pero cabe entender que no es falta de capacidad, pues la tiene demostrada, sino reflejo de una concepción artística sencilla, adaptada a un espacio exiguo y resuelta en amplios planos compositivos. De ese espíritu sintético participa también buena parte de su producción, manifestando una vía personal e identificable.

2.4. El cementerio de Mérida y la aportación de Juan de Ávalos

Vamos ahora a la capital de Extremadura. El cementerio de Mérida sigue un proyecto del arquitecto provincial Manuel Villar de 1863 y se inauguró en 1868, cubriendo todos los servicios. Concebido inicialmente con dos sectores, ha tenido diversas ampliaciones (Valbuena y Peñafiel, 1984).

En Mérida una de las tumbas más tempranas con decoración escultórica es la de Fernando de la Vera y Velasco, Maestrante de Ronda, fechada en 1867, que ostenta un altorrelieve de elaborada factura. Con posterioridad, el cementerio alberga también alguna obra firmada. Es el caso de un ángel de marmolina, rubricado por el escultor Manuel Madridejos Borrachero (1892-1961). Es un artista emeritense no muy conocido, pero solvente, que pasó por Madrid y Barcelona, antes de exiliarse con la guerra civil primero a Francia y luego a Guatemala y México, donde ejerció como escultor funerario. La juvenil figura angélica presenta las manos sobre el pecho sujetando una cruz con flores. Está ubicada en la parte antigua del camposanto, por lo que podría fecharse en los años veinte (Castaño, 2020, pp. 164-165).

Una figura relevante protagoniza el ámbito escultórico. Juan de Ávalos (Mérida, 1911-Madrid, 2006) es un autor suficientemente conocido. Alcanzó una gran proyección nacional e internacional en la segunda mitad del siglo XX, tocando todos los temas propios de la figuración académica, con un estilo clasicista tendente a la estilización (Bazán, 1996). Fue pródigo en el género funerario, siendo el mausoleo de los Amantes de Teruel su propuesta más difundida.

Figura 6. Juan de Ávalos. Piedad. Tumba de la familia Ávalos García-Taborda. Mérida. 1953. Fotografía del autor.

Pero sin duda la empresa que le da a conocer es la intervención escultórica en el Valle de los Caídos, que asume una triple condición: conmemorativa, religiosa y funeraria. Precisamente el Valle está en el origen de la obra que nos ocupa. Sobre la puerta de acceso a la cripta se alza una gigantesca Piedad pétrea, resultado final de diversas tentativas. Una primera versión triangular labrada no acabó de funcionar por su escala, y tras su rechazo el artista diseñó otras cuatro opciones horizontales con ligeras variantes. Entre ellas se eligió una más conveniente, si bien la posición elevada de los brazos de la Virgen proyectaba sombras y no resultaba del todo adecuada para un emplazamiento a gran altura. Por ello se modificó su postura y en la ejecución final María sostiene la mano y la cabeza de Jesús.

Pero al ser los modelos propiedad del artista, Ávalos pudo recuperar su anterior versión para asignarla a este destino emeritense (Fig. 6). En 1953 esculpió el grupo en piedra de Escobedo y a principios de 1954 quedó instalado sobre la tumba de sus padres, donde él también sería enterrado. Esta ubicación permite valorar la variedad de texturas entre carnaciones y telas; también el equilibrio del conjunto en armonía con su arquitectura, que ante un fondo de cipreses destaca en la calle principal (Bazán, 1996, pp. 79 y 252).

Figura 7. Juan de Ávalos. Dolorosa. Tumba Pirrongelli Crollo. Mérida. Modelo de 1975. Fotografía del autor.

Aún cabe citar otro diseño de Ávalos en el camposanto emeritense. En la tumba Pirrongelli-Crollo (Fig. 7) se alza una reproducción con pátina dorada de la Virgen de la Soledad tallada por el artista en 1975 para un efectista paso de la Semana Santa malagueña (Bazán, 1996, pp. 245-248). Es un ejemplo de traslación religioso-funeraria que apreciaremos también en Hervás.

2.5. Las obras de Gabino Amaya para Azuaga y Granja de Torrehermosa

El escultor Gabino Amaya (Puebla de Sancho Pérez, 1896 – Madrid, 1979) nos va a permitir viajar a dos nuevos cementerios en la provincia de Badajoz. El artista logró abrirse camino en el Madrid de los años veinte y dejó importantes obras monumentales en la región extremeña.

Figura 8. Gabino Amaya. Capilla-panteón de Hilario Molina y la Familia Spínola. Azuaga. 1926. Fotografías del autor.

En 1926 aborda un primer gran encargo funerario para la capilla-panteón de Hilario Molina y la Familia Spínola en el camposanto de Azuaga (Fig. 8). El notable conjunto incluye, flanqueando el altar, dos esculturas orantes en bronce arrodilladas sobre sendos reclinatorios. Su factura es realista y la actitud devota y respetuosa. La pared del fondo muestra en relieve cuatro querubines labrados en mármol blanco, que en realidad son retratos de los hijos del matrimonio. Rodean al gran crucificado broncíneo que preside la escena. Es un Cristo de cuatro clavos, fiel a modelos asentados en el Barroco español, con el perizoma sujeto por un cordel. Su complexión es musculosa, con el vientre muy hundido, las costillas marcadas y un rostro de expresión serena.

Figura 9. Gabino Amaya. Cristo yacente. Sepulcro Gala Llera. Granja de Torrehermosa. 1958. Fotografía del autor.

Un remarcable Cristo yacente descansa en el cementerio de Granja de Torrehermosa (Fig. 9). Tuvo un precedente expuesto en Madrid en 1955, con una versión posterior en madera de nogal que se destinó a Talarrubias (Badajoz). La imagen funeraria fue realizada en 1958 para la familia de su esposa, Emilia Gala Llera. Su anatomía está muy bien resuelta, con una potente caja torácica; ostenta largos cabellos y la cabeza ladeada a la izquierda, sin soporte. Señala Amaya que su complexión se inspira en el Santo Sudario (Saavedra y Baón, 1963). Sorprende por el contrastado ensamblaje de materiales, ya que combina el realista desnudo en bronce con un sudario en mármol que cubre las andas del basamento con ostentosos pliegues. La particularidad es que la propia sábana se alza para actuar como perizoma.

2.6. La opción religioso-funeraria de Enrique Pérez Comendador en el camposanto de Hervás

Terminamos el recorrido con la tumba personal de Enrique Pérez Comendador (Hervás, 1900 – Madrid, 1981) en el camposanto de su localidad natal, donde también cuenta con un museo monográfico. Es otro significativo representante del academicismo escultórico, formado en Sevilla, pero con estancias en Roma y Madrid. Desarrolló una amplia producción monumental (Hernández, 1986; Bazán, 2010) y cultivó también el retrato, el desnudo y la imaginería religiosa especialmente en la postguerra. La obra que nos interesa encarna el tránsito desde el ámbito religioso al funerario en una singular operación.

El Paso del Santo Entierro para la Cofradía de San Fernando de Santander fue culminado en 1951 y es la obra religiosa más compleja abordada por el autor. El conjunto en madera de pino policromada está formado por siete figuras de tamaño natural. Nicodemo, ayudado por San Juan y José de Arimatea, porta el cuerpo inerte de Cristo ante la Virgen que abre sus manos en actitud de oración. Las otras dos Marías asisten dolientes a la escena. El paso está bien compuesto escenográficamente para evitar interferencias visuales, y los ropajes adquieren un especial protagonismo, con sus nerviosos pliegues.

Figura 10. Enrique Pérez Comendador. Santo Entierro. Tumba del matrimonio Comendador Leroux. Hervás. 1983 a partir de un modelo de 1951. Fotografía del autor.

Pero hay un dato singular que personaliza la obra: Comendador retrató a su esposa la pintora Magdalena Leroux en María de Cleofás, y él mismo se encarnó, semiarrodillado, en la figura de José de Arimatea. Lo que en su momento fue un arranque de ensimismamiento cobra más sentido cuando se reutilizó el grupo con fines funerarios. Y es que parte del conjunto en versión reducida se instaló en bronce en su tumba familiar de Hervás (Fig. 10). Para ello debieron utilizarse los modelos previos a escala que sirvieron para la ejecución definitiva del paso procesional en madera. La reproducción fue realizada por su discípulo, el fundidor Eduardo Capa en torno a 1983, por encargo de la viuda de Comendador y se conservan en el Museo fotografías de la instalación.

Ambas obras se recogen en un estudio específico (Bejarano, pp. 155-164), al que remitimos para completar el análisis, con la salvedad de que no es San Juan (como se indica), sino Nicodemo, quien sujeta el cuerpo de Cristo. El grupo escultórico en bronce se reduce a 4 figuras, con un Jesús adelgazado, aunque de constitución musculosa. En el resto de imágenes la anatomía asoma en determinadas zonas bajo los plegados. José de Arimatea presenta una actitud seria y enérgica, como negándose a aceptar el hecho; mientras María Cleofás, que en el paso orientaba su mirada hacia la Virgen, queda aquí más aislada y cobra mayor prestancia. El conjunto, a pesar de sus pequeñas dimensiones, conserva su potencial monumentalidad y encarna bien las pautas generales ofrecidas en este trabajo.

Referencias